CAPÍTULO XII

PACIENTE QUE SE ESCAPA

DOC pretendía unir las piezas dispersas de aquel nuevo puzzle. Mas, aquellas piezas aserradas de una manera original, no eran fáciles de encajar. Mister Mathers formaba, él solo, un ángulo entero de la estampa de muestra.

La trampa preparada en su casa, para Doc, no tenía explicación.

Arturo Jotther componía un segundo ángulo de la misma estampa. No era imposible achacarle las muertes, originadas por la negra marca, de Podrey, de Pearsall y de Spade.

Pero quedaba eliminado del incidente de la trampa, ya que, a la hora en que se había preparado, Jotthers estaba todavía en la cárcel.

Luego, entraba en escena “Jingles" Sporado. Su banda habla perseguido al hombre de bronce. En su lugar, víctima de la marca negra fue un vecino descuidado.

Doc no perdió de vista a otras personas menos importante. Por ejemplo: al "Rojo" Mahoney. El cameraman había asistido a la fiesta del millonario Podrey. A la sazón, estaba aquí, en casa de Spade...

Aparte de los ángulos mencionados, poseía los tres cabellos, iguales en todo a los más vulgares con la excepción de una sola particularidad. Y el caso era que aquella curiosa y única particularidad era capaz de dar al traste con toda otra sospecha...

A la casa llegó un nuevo y más experto oficial de la policía, jefe de los detectives locales. Al verle aparecer, Mahoney se retiró discretamente con su cámara. No quería perder las fotografías que acababa de tomar.

El detective conocía de antes a Doc Savage. E inmediatamente dio orden de que se pusiera en libertad al bronceado aventurero y de que no se le pusieran cortapisas, hiciera lo que quisiere.

Esto disgustó a Carlos, el mayordomo, sobre todo después de ponerse también en libertad a Jaime Mathers. El hecho se llevó a cabo después de haber hablado Doc con el jefe de los detectives.

—Yo me hago responsable de ese caballero —le había dicho en voz alta. Luego había añadido, bajando el diapasón:— Conviene que le soltemos. Él puede llevarnos a una pista que nos revele el enigma de los casos presentados.

En el mismo momento en que se disponía a salir del hogar del asesinado Spade, cinco personajes melancólicos guardaban el hangar instalado en el almacén de la ribera del Hudson.

Los camaradas de Doc llevaban dos horas de no hacer nada y estaban sobre ascuas.

Dividían el almacén varios tabiques. Uno de los departamentos estaba ocupado por diversas máquinas voladoras de tipo moderno.

Entre ellas había algunas muy grandes. Eran trimotores. Otras, más pequeñas, eran veloces monoplanos de un solo motor.

El dirigible especial de Doc llenaba, por sí solo, otro departamento.

La colosal nave aérea era perfecta como una flecha de plata. Todo ella había sido perfilada con vistas a un mayor grado de ligereza y seguridad a la par.

El tercer departamento podía llamarse, más propiamente, un embarcadero.

En él reposaba una embarcación submarina de las más adelantadas. Era de tipo similar, sólo que más perfeccionada, que al submarino ideado por Doc para su pasada exploración de los hielos árticos.

El nuevo submarino llevaba ahora, a bordo, dos botes de salvamento.

En ellos cabían únicamente uno, o a lo sumo dos tripulantes y podían maniobrar movidos por potentísimo motor eléctrico y por separado. Eran pequeños submarinos provistos de tanques de oxígeno.

—¿Qué os parece? —dijo Ham, alegremente—. ¿Nos daría el jefe noticias suyas si encerráramos a Monk en uno de esos botes y le lanzáramos al fondo del río? ¿O será mejor que le mandemos a buscarle para que se meta en un atolladero? ¡Ni en uno ni otro caso le volveríamos a ver, creo yo!

—¡Chistoso! —dijo el químico a voz en cuello—. ¡Si Doc se halla realmente en peligro, no querrá tenerte al lado porque charlas sin que venga a cuento!

Habían dejado casi a oscuras el interior del almacén con objeto de defenderse un poco del calor.

Este afectaba a todos con la sola excepción de Johnny, el huesudo geólogo.

La escasa cantidad de carne que le cubría el esqueleto, impedía sudar, por lo visto.

Uno de los vigilantes del almacén lanzó un grito de alarma desde el departamento, hangar del dirigible.

—¡Eh! —exclamó—. ¡Eh! ¡Aquí todo el mundo!

De la misma dirección procedía un sordo zumbido muy singular.

—¡Vamos, adelante! —ordenó Renny:— Algo sucede cuando grita el guarda. ¿Oís? ¡Ahora dispara!

Los vigilantes de Doc iban armados, lo mismo que sus camaradas, de super-firers cargados de balas "de gracia". Cuando Renny, precediendo a sus compañeros, llegó junto al hangar del dirigible, las balas mencionadas caían, en forma de granizada, sobre la aérea nave plateada.

—¿Qué es lo que ocurre? —gritó Long Tom—. ¿Por qué le tira a esa pared? ¿No sabe que es impenetrable?

A1 guarda se le salían los ojos de las órbitas. Vació el super-firer sin apuntar a un punto determinado. Luego prorrumpió en un grito delirante.

—¡Las balas le atraviesan sin herirle! —manifestó a voz en cuello—. Se trata de un fantasma que va envuelto en una sábana blanca. Se ha encaramado al dirigible, pero me parece que le he tocado.

Ham era más ligero que sus camaradas. Su cuerpo esbelto subió al lado del dirigible. Sus dedos asieron un pedazo de tela. Era tela blanca y parecía haber formado parte de una sábana.

—Su espectral alucinación se transforma en material manifestación —declaró el estrambótico Johnny al guarda—. Su percepción óptica ha sido, probablemente, ilusoria.

—¡Plumas de ave! —exclamó el guarda—. ¿Me cree un iluso? Pues bien: ¡vea usted!

Realmente, aquel ser parecía una sombra del otro mundo por contraste con la oscuridad del almacén. Su blanca figura surgió al exterior, desde el costado opuesto del dirigible mientras miraba Johnny.

Prueba de que no era una sombra, era el sonido material hecho por sus pies en el momento de caer sobre el entarimado.

El sonido fue apagado, sin embargo, como si el individuo desconocido anduviera descalzo. Los hombres de Doc actuaban y se movían a una velocidad poco común. Pero el desconocido fue más rápido.

Se coló por una puerta y corrió por entre los aeroplanos.

A1 poco tiempo exhaló un grito tembloroso.

—¡Doc Savage! ¡Voy en busca de Doc Savage! —dijo histéricamente—. ¡Me persiguen! ¡Me persiguen!

—¡Está loco rematado! —exclamó el químico, echando mano al lienzo blanco en que se envolvía el desconocido y tirando de él hacia sí.

Parte de aquella prenda se soltó. Ham vió entonces que no era la sábana de un fantasma, sino que se trataba de un largo camisón de los que visten los pacientes de un hospital. Posó una mano en el cuello que iba debajo y Monk asió otra vez el camisón.

Pero el sujeto desconocido pegó un bote y huyó. Estaba desnudo. Tenía huesudos los brazos y las piernas; Muy salientes los codos y las rodillas.

Encogía el labio superior y gruñía como una fiera.

—¡Ahora me atraparán lo mismo que a Doc Savage! —aulló.

Entonces se retiró a aquel departamento del hangar en que se hallaba el sumergible. Allí se arrojó al agua antes de que pudiera impedirlo los camaradas de Doc.

Monk era excelente nadador. Por ello se dispuso a seguirle. Con calma se despojó de la chaqueta y dejó caer el super-firer. Estaba seguro de que tenía que habérselas con un loco.

Esta misma razón había impedido que se hiciera uso de las armas.

Iba Monk a zambullirse en el agua, dispuesto a nadar hasta el punto que le indicaban las burbujas de aire, cuando Renny le asió por un brazo. La figura desnuda del desconocido se encaramaba ya al submarino. Luego desapareció por la abierta puertezuela de la torre telescópica.

Monk y Johnny se dispusieron a abordarlo. Pero entonces comenzó a sonar la maquinaria.

—¡Buen Dios! —estalló Renny—. ¡Ese hombre está abriendo los tanques! ¡Seguramente va a hundirse ahora el submarino!

Monk se plantó de un salto, sobre la cubierta resbaladiza de la embarcación.

Pero aturdido como estaba, no anduvo tan listo como era menester. Ya el agua hervía y borboteaba en el embarcadero artificial. Silbaba el aire.

Se estaban llenando los tanques de inmersión. El submarino cabeceó bajo los pies de Monk.

—¡Ojo! —le gritó Ham—. ¡Vigila la torrecilla!

Su puertecilla estaba abierta. Por ella se derramaba un torrente de agua. La corriente absorbente inundaba el interior del submarino. Desde este interior salía, ruidoso gorgoteo. Monk se lanzó por la puerta.

Justamente debajo de él estaba el desconocido de la cabeza vendada. Por lo visto se había enredado las largas piernas en las palancas y rueda y agitaba los brazos descompasados. Levantó el rostro ennegrecido y miró a Monk.

Al abrir la boca tragó agua.

La corriente se engulló a los dos, ya el interior del submarino. Acababa de cerrarse la torrecilla. Ya no entró más agua.

Pero la que quedaba les llegaba a las rodillas. El submarino dio un bote y cesó de sumergirse. Descansaba ya en el fondo del muelle.

El desconocido se agarró a Monk y le arañó en la cara.

—¡Tenemos que correr en pos de la marca negra! —gimió.

—¡Toma, marca negra! —chilló el químico.

Luego le pegó al desconocido. No había más remedio.

Tres minutos después le echó, desnudo, dentro de uno de los botes salvavidas. Le puso en marcha. La pequeña embarcación salió disparada del sumergible y ascendió a la superficie del embarcadero. Monk la acercó a él y Renny le ayudó a poner en el suelo al desmayado prisionero.

Johnny le dispensó pronta ayuda. El desconocido tenía en parte llenos de agua los pulmones. Cuando los libró de ella, el hombre comenzó a murmurar palabras sin ilación.

—Doc Savage. Tengo que encontrar a Doc Savage —dijo al cabo—. ¡Mirad! ¡Ahí están! Son las marcas negras —gritó de pronto—. Van detrás de él. Acabarán con todos nosotros.

Fuera del almacén sonó la sirena quejumbrosa de un coche de la policía.

Llegaba acompañado de una ambulancia, al parecer. Varios agentes y un par de encargados de la ambulancia empujaron a los vigilantes de Doc para entrar en el almacén. Ellos protestaron del atropello.

—¡Me importa poco que sea o no sea el hangar particular de Doc Savage! —gritó uno de los agentes—. Nos han mandado que nos apoderemos de ese loco y está aquí.

El desnudo desconocido miró a los agentes y emitió un gruñido de fiera.

Desesperado les clavó las uñas a Monk y Johnny. Un encargado de la ambulancia le paralizó los movimientos echándole hábilmente encima una manta con la que envolvió su cuerpo delgado.

—No quiero volver allá —gritaba el infeliz—. ¡No quiero que me marquen con la marca negra!

—¡Está rematado! —observó uno de los agentes—. Perdonen, señores, la molestia. Hará un par de horas o cosa así que se escapó del hospital sirviéndose de la escalera de escape y desde aquel momento se ha anunciado la fuga por todo el West Side. Al cabo, un caballero que iba en coche, manifestó haberlo visto encaramado en el tejado de este almacén.

—Bien, ¿y quién es? —quiso saber Ham—. Aunque no nos ha sido presentado, parece saber donde se ha metido. Buscaba a Doc Savage.

—Se apellida Doremon —le explicó uno de los encargados de la ambulancia—. Y parece ser que esta mañana libró de las llamas, en la ribera del Hudson, a mister Savage. Habita en Westchester, junto al Park Ridge y Savage en persona le llevó al hospital.

—¿Por qué alude tanto a esa marca negra? —interrogó Ham.

—Lo ignoro —repuso el de la ambulancia—. La enfermera dice que es lo que ve en su delirio.

Doc Savage no había enterado a los agregados del hospital, del incidente relativo a "Jingles" Sporado y del hombre muerto sobre la acera.

Era evidente, sin embargo, que Ronald Doremon quería llegar hasta Doc y que le suponía metido en el almacén.

Se le administró una inyección para tranquilizarle y se le volvió al hospital.

Los camaradas de Doc ignoraban los acontecimientos desarrollados en la residencia de Cedric Cecil Spade.

Mahoney el "Rojo" era constante. Esta cualidad le convertía en un buen cameraman cinematográfico. Por espacio de varias horas había querido sacar a Doc en un film. Hasta entonces, ninguno lo había logrado.

Mahoney pretendía ser el primero en conseguirlo.

Había fotografiado todo lo que era digno de recoger en casa del difunto Spade y, unido a esto, las fotografías sacadas en casa de Podrey y la obtenida después de la muerte de Pearsall, causaría sensación a la aparición del noticiario. Mahoney no se había hecho ver cuando el incendio que sucedió al asesinato de Pearsall.

Como era prudente, había hecho sus instantáneas desde un lugar retirado.

Ahora estaba decidido a añadir la figura gigante de Savage a su colección de nuevo celuloide. Con este objeto salió furtivamente de la residencia de Spade e instaló su trípode entre los arbustos de hoja perenne vecinos al coche en que había llegado el gigante de bronce.

Doc había terminado sus observaciones dentro de la finca. Acompañado de mister Mathers, salió de la casa. La pareja descendió el tramo de escalera y se acercó al coche estacionado.

El "Rojo" Mahoney obtuvo rápidamente la foto deseada. Una sonrisa de confianza iluminaba su rostro carilleno, cubierto de pecas.

Después de tomada la foto, sería el as entre todos los operadores neoyorquinos de cine. Comenzaba a darle a la manivela cuando sonó junto a él una voz excitada.

—¡Hola, Mahoney! —decía aquella voz—. No creía encontrarle aquí. ¡Oh! ¡Cuidado con la cámara!

Aquella voz agradable, femenina, pertenecía a Patricia Savage. Penetró bruscamente en la maleza. Uno de sus pies se enganchó en una raíz.

Instintivamente se asió al trípode sobre el cual Mahoney tenía colocada la cámara. A pesar de ello cayó en tierra y su espléndida cabellera rojizo dorada con la cabeza a que iba adherida, dio en mitad del estómago al cameraman.

El roadster de Doc se deslizaba ya calzada adelante. Mahoney lanzó una mirada fulminante a la pobre Patricia.

¡Había perdido la foto que tanto deseaba obtener!