CAPÍTULO XIX

MUERE MISTER MATHERS

"JINGLES" dejó de remover en el bolsillo, las monedas y dio orden de aproximarse al estudio de Mathers con todo sigilo y la mayor cautela posible.

—Ese viejo japonés se parece a una carga de dinamita —advirtió a sus compinches.

—¡Cuidado con él! Asidle antes de que pueda entrar en acción. Apuntadle a la barriga y si no cede ¡duro con él!

Más de una docena de enmascarados pistoleros siguió a "Jingles " y a José el "Escurridizo" hasta debajo del tejado de la casa. Todos iban armados de revólveres automáticos, pero nadie les salió al encuentro.

De las abiertas ventanas del estudio se derramaba la luz a torrentes al exterior. Aquella luz se refractaba en pequeños haces luminosos en la neblina resultante del rápido enfriamiento del calor diurno.

La banda de "Jingles" se diseminó y rodeó el departamento. En obediencia a una orden dada en voz baja, casi un siseo, se acercaron a las tres puertas cerradas de entrada. "Jingles" y José permanecieron uno al lado de otro.

—El jefe secreto no quiere que se despache a Mathers si no es a su manera —explicó a José, el primero,— pero al cabo reñiremos un poco sobre esto. Una vez que le hayamos quitado de en medio y nos hayamos apoderado del viejo “jap”, veré de anular al resto de la partida.

—Si el jefe secreto ignora la suma exacta que ha retirado Mathers del Banco —observó esperanzado José—, creo yo que deberíamos apoderarnos de ella ante todo.

—Lo mismo pensaba yo —confesó "Jingles"—. Esa suma constituirá nuestra paga.

—¡Eh, jefe! —llamó una voz en tono bajo—. ¡Esta puerta no está cerrada con llave!

—¡Cuidado, no sea una trampa! —advirtióle "Jingles"—. Venid todos aquí y entraremos en una sola arremetida en el estudio.

A una entraron todos en el hall pisando quedo como gato montés. De la biblioteca irradiaba la luz que le iluminaba.

—No me gusta esto —susurró "Jingles"—. No os descuidéis un instante hasta que hayamos franqueado el umbral de esa puerta (por la de la biblioteca). ¡Ese maldito japonés nos prepara alguna! ¡Es más malo que la quina!

José el "Escurridizo" se les adelantó un poco y miró la habitación por entre las semicorridas cortinas de la puerta. Sus negros y recios cabellos perdieron, aparentemente, la lisura.

O si no la perdieron, lo pareció. Porque el mismo dedo helado que le pasaba por encima de la espina dorsal le llegaba, ahora, hasta la misma punta de los pelos y cada uno de ellos se puso tieso.

—¡Habráse visto, el muy traidor! —exclamó—. ¿Será posible que tengamos que hacerle el caldo gordo a un sujeto tal? Conque estaría aquí dentro de diez minutos, ¿eh?

—¡Hola! ¿Qué dices? ¡Maldito sea! —balbuceó "Jingles" plantando su cuerpo voluminoso en la entrada de la biblioteca—. Tienes razón. ¡Se nos ha hecho una doble jugada!

Los enmascarados pistoleros se agruparon en torno de "Jingles" y de José.

Sus bocas pronunciaron juramentos espantosos. "Jingles" y José olvidaban, porque les conocía, que ellos mismos trataban de jugarle una mala partida al poseedor de la marca negra al pretender engañarle y apoderarse de una parte de la suma que Mathers había sacado del Banco para el viaje.

Mas el jefe secreto no se había dejado engañar. Por lo visto, había pasado entre ellos y había salido luego de la casa sin que se dieran cuenta. Ninguno le había visto.

Lo cierto era que el cuerpo voluminoso de Mathers estaba tendido en tierra.

No obstante el molde de yeso que le dificultaba los movimientos había sostenido, al parecer, la última batalla. Tenía rasgada, la camisa, y en uno de los brazos un corte espantoso que le llegaba de la muñeca hasta el codo.

La mano de aquel brazo estaba negra como si la hubiera metido en un baño de tinta antes de morir.

Sobre su corazón vieron los pistoleros un punto negro y perfectamente circular.

—Pues, señor: tampoco el viejo japonés ha podido resistir esto —murmuró José.

Era cierto. Al gigante Komolo no se le había dado la ocasión de escapar a la muerte. Sus dedos entumecidos sostenían todavía el automático.

Pero aquella arma no había sido descargada. De su boca no había surgido el esperado fogonazo. También Komolo parecía haber empeñado una batalla.

Si no, se debía el destrozo que sus ropas presentaban a las últimas ansias de la muerte. La redonda marca negra decoraba su pecho, semioculta por un espeso mechón de negro y recio vello.

Lo mismo su faz que la de mister Mathers estaban contraídas por terribles expresiones. Los dos tenían los ojos abiertos, vidriosos, como si hubieran presenciado el avance de la muerte que les aguardaba.

—Y ahí se ha dejado el dinero, lo mismo que de usual —comentó "Jingles" en voz baja—. Pero lo que es esta vez ¡no se saldrá con la suya! Ese dinero es mío. Es el precio de mis servicios.

Inspiraba la declaración de "Jingles" el dinero colocado sobre el pulido tablero de la mesa escritorio. Se habían abierto algunos fajos de billetes y no cabía dudar de que había desaparecido de algunos fajos parte del dinero que encerraban, porque estaban sueltos muchos de ellos.

Encima de éstos quedaban unas cuantas monedas, sueltas, de plata.

José el "Escurridizo" se acercó a la mesa y se dispuso a recoger unas cuantas de aquéllas. Más vale pájaro en mano que ciento volando, debió decirse para su fuero interno.

—¡Deja sobre la mesa ese dinero! —le ordenó "Jingles"—. Ya he dicho que quiero dirigir el juego a mi manera. ¡Y lo jugaremos!

José le obedeció con el ceño fruncido.

—¡No me gusta, no me gusta esto! —exclamó disgustado—. Sin que sepa todavía el motivo me detuvieron en la estación del Bronx y desde entonces no estoy a gusto. ¡No volveré a estar tranquilo mientras no desaparezca ese Doc Savage!

—Tranquilízate —le aconsejó "Jingles"—. Esa desaparición forma parte, también, de mi plan.

Los hombres de "Jingles" se apartaron de los cuerpos tendidos en tierra y les brillaron las pupilas al poner José las manos pecadoras encima de las monedas que estaban sobre la mesa. Muchos de ellos habían sido descuidistas. Y por ello les parecía seductor el dinero que tenían a la vista.

Ni José ni "Jingles" sospechaban que viniese nadie a mezclarse en sus asuntos. Se sentían seguros en el estudio de Mathers y por ello todos los ojos estaban fijos en los fajos seductores de billetes de Banco.

Así, nadie vió las tres sombras silenciosas que acababan de entrar en el piso.

Las tres sombras eran Ham, Monk y Ronald Doremon. En silencio se introdujeron en el hall y marcharon hacia la iluminada biblioteca. Los ojos vivos de Ham apreciaron, de una sola ojeada, la escena.

Doremon lanzó un ahogado juramento de sorpresa. Le sobresaltó mucho más que a sus compañeros la vista de aquellos cuerpos tendidos en tierra.

—¡Demasiado tarde! —murmuró—. Pero ¿cómo...?

Ham sacó de la vaina la hoja flexible de su estoque. De debajo del sobaco de Monk salió a luz uno de los modernos super-fires.

—Opino que debemos disparar en el acto sobre esos malhechores —dijo con voz suave como un susurro—. De esta manera, conseguiremos barrerlos antes le que se den cuenta de nuestra presencia en el estudio.

En la mano de Doremon brillaba un automático con acerados reflejos.

—¡Aguarden! —aconsejó a sus acompañantes—. Mientras no sepan que estamos aquí les tenemos atrapados. Voy a entrar en la biblioteca por la otra puerta. Cuando lance un silbido entraremos los tres a un tiempo.

Ham y Monk se mantuvieron a la expectativa. Aguardaban la señal de Doremon. Al cabo, llegó en forma de un vivo silbido penetrante.

Por lo visto Ronald había llegado ya a la otra puerta tras de describir un círculo completo en torno de la biblioteca. Monk lanzó un aullido feroz y de un salto se plantó en la habitación.

El super-fire rugía en su mano produciendo un sonido semejante al zumbido de millares de abejas cuando tratan de posarse en un mismo punto.

Pero sus balas de gracia caían en un abismo negro y silencioso como las aguas de la laguna Estigia. Quiere decir esto, que se habían apagado todas las luces al oírse el silbido de Doremon.

Los revólveres automáticos se dejaron oír con chasquidos de carraca.

—¡Ese es Doremon! —gritó Ham—. ¡Aquí estamos, amigo! ¡Abrase paso a través de esos canallas desde el lugar que ocupa!

Así diciendo, Ham blandía el estoque, le volteaba en torno de la cabeza sintiendo que la punta se hundía en dos cuerpos distintos. Cayeron hombres al suelo. Ham se sonrió en las tinieblas. La cosa comenzaba a hacerle gracia.

Los pistoleros de "Jingles" estaban imposibilitados de ver al enemigo a causa, precisamente, de las tinieblas que les rodeaban y no se les presentaba ocasión de disparar sus armas.

A1 cabo, "Jingles" dio una orden.

—¡Son los camaradas de Doc! —anunció a sus compinches—. ¡Cogedlos ahora! ¡No les matéis! Todos tienen que quedar vivos para sucumbir ante la marca negra. ¡Él acaba de llegar! No despachéis a ningún hombre de Doc. Primero habrá que apoderarse del hombre de bronce; de lo contrario, él los vengará.

La habitación se llenó, entonces, de una armonía singular; de un canto exótico desconocido. Producía un sonido raro y penetrante.

Era como el viento que sopla encajonado entre tumbas. Sin estar en ninguna parte determinada estaba en todas.

Monk exhaló un aullido:

—¡Es el propio Doc en persona! ¡Ham, no le estorbes el paso!

Uno de los pistoleros se hallaba, a la sazón, junto al cuerpo tendido de Komolo, el gigante japonés. Este hombre se sintió asido de pronto por la garganta. Unos dedos vigorosos le echaron hacia atrás la cabeza y le crujieron los huesos de la cerviz.

A continuación, habló la voz de Komolo: Sus palabras constituyeron una jerga ininteligible. Sólo se percibieron claramente dos de ellas: Doc Savage.

Inmediatamente después sonó en la pieza la voz llena y armoniosa del propio hombre de bronce. Se expresó, asimismo, en lengua extranjera: la de una conocida tribu de la China septentrional. Dirigía la palabra a Komolo.

El cuerpo de mister Mathers ya no estaba tendido en el suelo. Pero en el mismo punto que había ocupado, dos pistoleros de "Jingles" cayeron uno encima de otro. En mitad de la biblioteca se desencadenaba un ciclón bronceado.

Doc tenía todavía el cuerpo metido en el molde de yeso que le había servido para hacer el papel de corredor de Bolsa. De esta forma había salido del hospital de Jackson Heights. E1 verdadero Mathers se había quedado, sano y salvo, en el hospital.

Aquí, en la biblioteca, Doc habla preparado un anzuelo que, si no se engañaba, debía originar que pusiera las manos sobre el asesino poseedor de la marca negra.

El simulado crimen perpetrado sobre su persona y la de Komolo (el japonés le había secundado muy bien) debía originar, pues, brillantes resultados.

Y con la mejor intención, Ham le había echado a perder todo el plan.

Doc comprendió que ahora se trataba solamente de luchar por salir airoso de la situación. Se había desvanecido su esperanza de atrapar al poseedor de la marca negra.

Pero comprendió que había una o dos cosas que podían obligar a la marca negra a entrar en acción, obligarla a producirse en aquella habitación.

En cuanto estuviera preparado el jefe secreto de la banda, se encenderían las luces y serian aniquilados Ham y Monk.

Doc se había hecho cargo, mientras escuchaba a "Jingles", de la astucia e inteligencia que caracterizaba al secreto poseedor de la marca.

Aquel ser diabólico pretendía nada menos que borrar a un tiempo del mundo de los vivos a sus camaradas, para evitar que el superviviente lograra descubrir su identidad o tomar justa venganza de sus fechorías.

Monk estaba chillando:

—¡Dos, Ham, Doremon! ¿Dónde os habéis metido? ¿Disparo o no?

Doc movió las manos con singular rapidez. Sólo las cápsulas anestésicas podían ser de eficacia en aquella oscuridad.

A gritos profirió unas palabras en lengua maya. Ordenaba a Monk y Ham que contuvieran el aliento. A Komolo, el gigante japonés, le susurró unas palabras al oído.

Entonces saltó una llamarada de uno de los revólveres automáticos. Las balas iban dirigidas directamente a la voz de Doc Savage. El hombre de bronce tenía las cápsulas anestésicas en la mano.

Llevaba puesto ahora el casco liso e irrompible cubierto de suaves cabellos dorados.

Este, de fina contextura, era impenetrable.

La bala de un automático le dio en la cabeza, sin penetrar en el casco. Lo que sí hizo fue asestarle un golpe terrible en el borde metálico de la peluca.

Fue un golpe enloquecedor, que cayó de plano sobre importantes nervios de la frente.

Doc cayó al suelo. No perdió totalmente el conocimiento, mas sus nervios motores se negaron a responder al esfuerzo de su voluntad.

Monk dejó escapar un grito de dolor.

—¡Eh, peligroso picapleitos! Mira lo que acabas de...

No concluyó la frase comenzada. La punta del estoque de Ham le acababa de pinchar en una pierna y el anestésico de que estaba impregnado produjo en él un efecto repentino.

Luego gritó, a su vez, Ronald Doremon. Le derribaron, por lo visto, al suelo. Su voz quedó sofocada por un grito ahogado. Luchaban con él y le sujetaban. Por suerte, no tuvo que lamentar otro mal.

La súbita vuelta a la vida de los dos cadáveres había causado pánico a la banda de "Jingles". Fue un pánico que se demostró luchando. Todos se peleaban entre sí con ensañamiento; mutuamente se derribaban a golpes.

Siempre en tinieblas, Ham había hundido el estoque en el cuerpo de un hombre. Su punta tocó madera y quedó incrustada en ella. Mientras luchaba por sacarla descendió sobre su cabeza la empuñadura de un automático. Ham se unió a Monk y a Doc en el suelo.

Cuando, al cabo, un bandido encontró la luz y la encendió, vio tendidos en derredor a varios hombres en diversas y grotescas posturas. Una parte de los hombres de "Jingles" se curaban la sangrienta nariz o la mandíbula rota.

Otros estaban durmiendo.

—Por eso es por lo que tenemos que quitar de en medio a Doc Savage —declaró "Jingles”, mirando al reciente "cadáver" del falso mister Mathers—. Comprendo ahora, que desee quitarle de en medio, así como a sus hombres, el poseedor de la marca negra. E1 hombre que ha imaginado la escena pasada es, sin duda, extraordinariamente listo, Y si el jefe no hubiera intervenido en ello, estaríamos ahora durmiendo como todos esos.

Ronald Doremon gemía tendido en el suelo. Su garganta llevaba impresas las huellas de unos dedos. "Jingles" le dijo a José, bajando la voz:

—Ahora todo está preparado para el gran desenlace final, para cuando aparezca la marca negra. En los bolsillos de Savage hay una aguja hipodérmica. Una buena inyección despertará de su sueño a esos hombres. Entonces les ataremos y amordazaremos y encerraremos junto a los otros.

Así fue como Doc, Ham, Monk y Doremon, cayeron en manos expertas. Las mismas manos les levantaron en vilo y les llevaron a la habitación situada en el otro departamento, dos pisos más abajo.

Los cuatro fueron introducidos en ella. Allí estaban ya Patricia Savage y Mahoney el "Rojo".

Doc tomó instantáneamente nota mental del lugar que ocupaba el cameraman. Rodó por el suelo hasta colocarse al lado y le dijo con mucho misterio:

—¿Lo lleva encima todavía?

Mahoney tenía amordazada la boca con tiras de esparadrapo. Replicó:

—¡U... u... u...! —La respuesta se asemejaba al mugido de una vaca, pero, aparentemente, quería decir "si" a la pregunta hecho por el hombre de bronce.