CAPÍTULO XX

INTENTO CRIMINAL

SE estaban redactando siete invitaciones. Se iba a invitar, para que presenciaran un asesinato, a siete seres humanos. La fiesta era en su honor.

Sus protagonistas serian ellos mismos. Y cuando concluyera el convite estarían muertos los siete, muertos da manera espeluznante: ostentando la negra mancha sobre el pecho.

Estas siete personas no iban, solas, a la muerte.

Otras cinco figuraban entre los invitados de honor de aquel convite. Más tarde, cuando entrara la policía en el estudio de Mathers, el corredor de Bolsa, si se llevaba a cabo el plan, estaba destinado a sufrir una conmoción la ciudad más populosa de la Tierra.

Repetimos que Sporado era hábil actor. Colocado' junto a José el "Escurridizo" habló por teléfono imitando a la perfección la gruesa voz de Jaime Mathers.

Repitió varias veces:

—Le queda un día más de vida. Hay que actuar inmediatamente y de común acuerdo. Habla Jaime Mathers. No tengo por qué mentir a usted. Mi propia vida correría peligro si dejara de reunir a ustedes.

Este menaje, más o menos ampliado, fue transmitido por "Jingles" a unos cuantos caballeros. Y Doc que le escuchaba desde la próxima habitación se consideraba capaz de nombrar a los cuatro.

Eran aquellos cuyos nombres había leído en la lista negra de Mathers.

El primero llamado por "Jingles" era Oscar Deizweller, corredor de Bolsa retirado en el año 1929, y en posesión de inmensa fortuna; el segundo era Simón Lock, conocido proyectista de obras públicas. Era el tercero un tal Jacob Boomer, de Wall Strett, más conocido por el apodo de "Escurridizo" Jack y finalmente, el cuarto era un tal J. B. Sparsoll, que había abandonado sus negocios en Wall Street para dedicarse a coleccionar objetos de jade.

Al hablar con estos cuatro sujetos había agregado "Jingles":

—El estudio está bien guardado y en él estará seguro a lo menos por esta noche, pero hemos llegado a un punto tal, que sólo podernos actuar de común acuerdo, porque nos amenaza a todos la marca negra.

"Por suerte he hablado con determinada persona de los bajos fondos de la ciudad que tiene influencia entre los suyos y me promete desbaratar la marca negra. Su banda puede hacerlo y lo hará. Ahora que nos costará mucho dinero y al contado. La persona de que le hablo aguarda esta misma noche una respuesta y el dinero.

"Aun cuando tenga que hacer levantar de la cama a sus banqueros espero que se traiga consigo la suma de doscientos mil dólares en moneda corriente. Después de habernos ellos desembarazado de la negra amenaza, verá cómo ya no nos parece el precio tan elevado. Dentro de dos horas quiero veros en casa. Cenaremos juntos.

"Jingles" continuó en su papel de actor consumado. Por quinta vez lanzó una llamada telefónica que hizo acudir involuntarios juramentos a los labios de sus prisioneros, aunque no de todos, ya que, por suerte, continuaba Monk sumido en profundo sueño. Pasaría algún tiempo antes de que se recobrase del pinchazo que, por error, le había dado Ham con el estoque.

Fuera de la, pieza, "Jingles" imitaba a la perfección la voz peculiar y estridente de Ham. Acababa de llamar al hangar instalado en la ribera del Hudson.

—¿Eres tú, Renny? —dijo—. No, no llamo a Long Tom, sino a Renny.

Cualquiera habría dicho que era el abogado quien hablaba. El ardid era perfecto.

—Oye, Renny; soy Ham. Doc está aquí, en el estudio de Mathers. Dice que vengáis tú y Long Tom a las dos en punto. Eso es: a las dos. Ni un minuto más ni un minuto menos. Entrad directamente en la biblioteca. Mathers tiene aquí un determinado número de hombres armados, pero saben que vais a venir y no os molestarán. Sí, Renny: a las dos. Doc os tiene preparada una sorpresa colosal.

—¡Cómo atrape a ese bribón ya le enseñaré yo a valerse de mí para preparar una trampa! —murmuró Ham entre dientes.

Así diciendo, se tocó el anillo de sello que llevaba puesto en el dedo de corazón de la mano derecha. La habitación estaba sumida en tinieblas.

Cerca de él oyó un gemido suave. Lo exhalaba la voz de Doremon.

Ham guardó silencio. Del anillo acababa de surgir la pequeña hoja de un cortaplumas. Aquella hoja le resbaló sobre la palma de la mano y se corrió hacia arriba, a lo largo del brazo.

Mas la posición especial de las ligaduras que le tenían sujetas las muñecas a la espalda impidió que pudiera alcanzarlas la finísima hoja del cortaplumas.

Ham estuvo inmóvil un minuto. Reflexionaba. Luego le dijo a Doc con voz tenue como un susurro:

—¡Acércate lo que puedas!

Todavía no había recuperado del todo las fuerzas el hombre de bronce. Le había debilitado de verdad el golpe recibido en la cabeza.

La mano de Ham se escurrió por entre las ligaduras. Puso de canto, como afilada hoja de una navaja, la del cortaplumas que empuñaba y operó.

Doc sintió aflojarse las cuerdas que le ceñían las muñecas. A su vez, ordenó a Ham que aguardara.

—Ahora no podríamos hacer buen uso de nuestra libertad —observó con voz débil—. En esta ocasión tenemos que ponerle las manos encima al dueño de la marca negra, o, de lo contrario, morirán muchos inocentes.

Pat Savage trataba de dirigirle la palabra al rojo Mahoney a través del esparadrapo que la amordazaba y que se había soltado en parte. El cameraman le contestó con un gemido. Juan Renwick, por mal nombre Renny, no poseía una figura muy apropiada que digamos para viajar metido por el mismo camino que la caja de un ascensor destinado al servicio de un comedor. Pero así y todo, se metió en él como pudo y emprendió la ascensión. A su favor tenía una sola ventaja: la de que siendo su cuerpo voluminoso en extremo, no corría el riesgo de caer porque llenaba con él todo el espacio libre.

Long Tom y Johnny subieron, uno tras otro, en pos de él.

—¿Crees de veras que se trata de una trampa? —le interrogó Johnny. Dadas las circunstancias no podía gastar tiempos en usar de los habituales vocablos rimbombantes, ya que, para ascender por un ascensor como aquél, se requería considerable gasto de energía.

—¡No te molestes en preguntar lo que sabes tan bien como yo! —gruñó el ingeniero—. De habernos llamado Ham, como quería dar a entender él, hubiera conocido la diferencia que media entre mi voz y la de Long Tom. Por ello me di cuenta del error cometido. Nos dirigimos al departamento marcado con la letra "Y" en el piso dieciocho de la casa. Y este ascensor pertenece a la letra del mismo departamento que se halla marcada en el bajo.

—Bueno. Ojalá tengas razón —dijo Long Tom con un gemido—. De lo contrario, nos acusarán de ladrones o cosa por el estilo y nos meterán en la cárcel.

Ascender hasta el piso decimoctavo de la casa sin más asidero que las cuerdas y los pilares de madera del ascensor, no era tarea floja, mas Renny llegó, el primero, al piso en cuestión.

Allí abrió con infinita precaución una puerta. Vió el oscuro interior de una cocina y se metió en ella.

—Vosotros aguardadme ahí fuera, muchachos —ordenó a sus camaradas—. Entre tanto, me daré una vuelta por el piso y le echaré un vistazo. Estoy segurísimo de que no ha sido Ham quien me ha hablado por teléfono y ya veréis cómo le encuentro en alguna parte en compañía de Monk.

Renny escuchó atentamente. El rumor de voces ahogadas llegaba hasta él procedente de un cuarto vecino a la cocina. Renny abrió, poco a poco, la puerta.

La primera voz que escuchó fue la de Pat cuando estaba tratando de hablarle a Mahoney.

—¡Por el toro sagrado! —exclamó—. ¡Si está ahí Pat!

Luego oyó la voz baja de Doc que conversaba con Ham. Entonces volvió junto a la puertecilla del ascensor.

—Aguardadme aquí —ordenó a sus dos compañeros.

—¡Que me aspen si lo hago! —exclamó Johnny—. ¿Acaso me tomas por un murciélago? ¿Crees que voy a sostenerme en el aire por un tiempo indefinido?

Y así diciendo entró en la cocina seguido de Long Tom.

—Bueno. Quedaos en la cocina mientras hablo con Doc —concedió Renny—. Como me suponía, están todos encerrados en el cuarto vecino.

Renny avanzó con precauciones infinitas hasta el cuarto prisión y allí se puso al lado de Doc.

—¡Excelente trabajo, Renny! —dijo el hombre de bronce felicitándole en voz baja—. Ahora ve a decirles a Johnny y a Long Tom que se alejen de la casa de Mathers porque va a celebrarse un convite homicida.

Renny se apresuró a dar cumplimiento a la orden recibida, pero al llegar a la cocina vió que se habían esfumado Johnny y Long Tom. No era imposible que ambos hubieran adivinado la orden inmediata de Doc, porque su bronceado jefe obraba de manera desusada, ya desde un principio, en el caso de la marca negra y en consecuencia se habían quitado de en medio.

Renny volvió junto a Doc.

—Está bien. Sin duda habrán ido a ejercer vigilancia en provecho propio —replicó a lo que le manifestó el hombre de bronce—. Justamente eres tú el hombre que ahora necesito. Te presento al amigo Mahoney.

Por entonces estaban libres, en parte, las manos de todos y se habían aflojado las ligaduras que les oprimían los tobillos. Pero Doc les había ordenado permanecer inactivos y en espera de posibles acontecimientos.

En la habitación contigua se manifestaba "Jingles" lleno de gozo:

—¡He engañado a esos cuatro señorones! —le decía a José el "Escurridizo"—. En total, ello representa la suma de unos miles de dólares. ¡Menuda cosecha! ¿No te parece? Ahora sólo falta que llegue con la marca el jefe secreto y acabe la faena iniciada.

—¿No esperas, también, a los camaradas de Doc, "Jingles"?

—Precisamente. Me importa mucho que entren en el estudio y, sobre todo, que no vuelvan a salir de él. Pero ¡aguarda! ¿Qué ha sido eso? ¡Caramba, mira quién está aquí!

Long Tom y Johnny guardaron silencio. Acababan de caer en la trampa preparada en el momento en que trataban de salir de la cocina.

—La cosa marcha —siguió diciendo "Jingles"—. Pero veo que falta uno. Escuchad, ¿dónde se ha metido ese tío grande, a quien llamáis Renny?

Ni Johnny ni Long Tom se prestaron a dar el informe pedido. “Jingles" lanzó un juramento.

—Bien, ¡adelante con los faroles! —exclamó después—. A pesar de todo, aunque es un gran luchador, según me han dicho, no tiene dos dedos de frente... ¡Ah! ¡Se me acaba de ocurrir una idea excelente!

Hizo sonar las monedas que llevaba en el bolsillo. Luego se aproximó a la habitación en que estaban los prisioneros tumbados en el suelo.

—¡Eh, cabeza roja! —llamó desde la puerta—. ¿Te agradaría sacar una foto del crimen más sensacional y delicioso que se va a efectuar en el viejo Manhattan?

Mahoney lanzó una ahogada maldición.

—Yo creo que sí —siguió diciendo el bandido—. No es imposible que vivas el tiempo indispensable para revelarla y darnos una película. Dentro de unos instantes entraré en la habitación con objeto de prepararos para la fiesta.

—No puede ofrecérsenos ocasión más favorable para realizar nuestros proyectos —le dijo Doc a Mahoney rodando por tierra hasta colocársele al lado—. En los bolsillos llevo algo que puede ayudarnos. Que todo el mundo permanezca con las ligaduras puestas hasta que estemos arriba.

Doc hablaba en voz tan baja, que sólo pudo oírle la persona colocada junto a él, Ham le cortaba las ligaduras a Doremon y entre tanto le hablaba quedo.

—¿Qué se propone Doc? ¿Qué papel tendrá en esto Renny? —deseó saber el joven.

—Con la sola excepción de que se ha dado cuenta, probablemente, del lazo que se le tendía, no sabemos nada de Renny —dijo Ham—. Ahora Doc trata de arrancarle a Mahoney el esparadrapo que le cubre la vista con objeto de que pueda sacar la película que quiere "Jingles".

José el “Escurridizo" se frotó con deleite las manos afeminadas. El gozo le tornaba resplandecientes las pupilas negras como el carbón. Jamás había disfrutado tanto como en estos momentos trascendentales de su vida de rata de callejón.

Escanciaba un vino de honor —el mejor que tenía Mathers— para los futuros convidados que, probablemente, no sentirían deseos de beber porque estarían acostumbrados a bebidas más fuertes.

Y frente a los cuatro, sobre la mesa de despacho del corredor, estaban colocadas las viandas: el festín de la muerte. José había pensado en este último toque de efecto. Era él quien había puesto sobre la mesa los sandwiches de pollo, la ensalada de tonos diversos y la pastelería francesa.

—Ahora, comed, bebed y sed felices, muchachos —dijo con acento de gozo como si se dirigiera ya a los cuatro invitados.

Estos pasaban ya de la juventud. Oscar Deizvreiler, el corredor retirado, era calvo y gordo. El sudor convertido en grasa le brotaba sin cesar de la frente.

—Dicen ustedes que Jaime Mathers ha salido y que pronto vendrá —dijo con acento plañidero—. Entonces, ¿para qué nos ha llamado? La cosa no está clara.

Jacob Boomer, corredor de Wall Street, demostró que no en vano le llamaban el "Escurridizo".

—Tengo que dar un recado particular por teléfono —manifestó a los presentes—. Voy a bajar a la calle. Estaré de regreso antes de que lo haga Mathers.

Cuando trató de dirigirse a la puerta de la calle se despojaron de su máscara los pistoleros. Junto a cada una de las puertas de la biblioteca aparecieron, inopinadamente, dos de ellos, los de aspecto más fiero, armados de ametralladoras cuyas bocas esbeltas apoyaron sobre el brazo izquierdo.

Sus bocas sonreían como anticipándose al espectáculo de que pronto iban a disfrutar.

—Mucho les agradecemos la molestia que se han tomado para asistir a la fiesta de mister Mathers —les dijo José con acento meloso—, y lamentamos que no haya dado orden de dejarles marchar. Antes de que lo hagan llegarán otros invitados.

Simón Lock era persona dignísima, de aspecto majestuoso. Su acento imperioso y su mandíbula cuadrada daban muestras de su influencia en materia política.

—Si Jaime Mathers pretende tomarnos el pelo será la última vez que lo hace aquí, en Manhattan —declaró hecho una furia— Tales procedimientos han pasado ya de moda. Se nos ha congregado en esta casa con objeto de que paguemos la protección que ustedes se disponen a dispensarnos y lo haremos siempre que Mathers nos demuestre que juega limpio.

Sparsoll parecía el reverso de la medalla. Era un hombrecillo de dulce mirada y aire humilde. Se recordará que se dedicaba, a la sazón, a coleccionar objetos raros de jade.

—Pero, Simón —dijo a Lonck—, yo no veo que las cosas anden mal. No creo que nos engañe Jaime Mathers. Por mi parte estoy dispuesto a pagar los doscientos mil dólares al contado con tal de desembarazarme, de una vez para siempre, de la amenaza que implica la marca negra. ¡Confieso que ella no me deja conciliar el sueño desde hace ya unas semanas!

José el "Escurridizo" echó hacia atrás la cabeza de alisados cabellos y se echó a reír.

—Bueno, no discutan, señores —les aconsejó:— Tomen un poco de vino y unos sandwiches.

Los cuatro Invitados cambiaron una mirada. Simón Lock se levantó de la silla y marchó, dándose importancia, hacia la puerta.

—¡Desprecio a los embaucadores! —gritó—. ¡Me voy de aquí!

Pero no pudo irse. Los nudillos de una mano dura le asestaron un golpe en la carne fofa, debajo de una oreja, y emitiendo un gruñido, cayó sentado al suelo. Entonces entró "Jingles" en la biblioteca.

—No emplees procedimientos tan poco suaves, José —recordó al bandido—. Ten en cuenta que estos caballeros son nuestros huéspedes. ¿No les agrada el vino? ¿Qué quieren? Mathers no nos dejó las llaves de la bodega. Sin embargo, me consta que tiene mejor vino.

Los cuatro invitados rompieron a hablar o una. "Jingles" levantó la mano.

—¡Atención! —ordenó—. Cada uno de ustedes vaya poniendo el dinero sobre la mesa. Estamos celebrando una fiesta, ¿comprenden? ¡Nuestra fiesta! —se volvió a sus hombres y agregó:— Traed aquí a los otros, ¡Ya todo está dispuesto para comenzar el film!