Capítulo 2
F
—¡Déjalo ya, Raleigh! —exclamó Juliette mientras bajaban para ver qué quería Nora. Finley deslizaba la mano por la barandilla, siguiéndoles por las escaleras—. No pienso hacerme amiga de la nueva vecina solo porque esa señora sea su tía.
Raleigh se dio la vuelta, con la robusta cara y los afilados pómulos tensos bajo el pelo rubio y ondulado.
—Fin, ¿no te parece que Juliette está enamorada de Harlan Crawford?
Se encogió de hombros, pero entonces entendió lo que estaban discutiendo.
—Un momento, ¿la señora Grant es la tía de Harlan Crawford? Pero... ¿la señora Grant, nuestra vecina?
Los rizos dorados y perfectos de Juliette se mecían con sus andares. No miró atrás para preguntarle a Finley, pero su tono de voz, normalmente prepotente, tenía un puntito de emoción que no podía contener.
—Oye, Fin, ¿dónde has estado todo el mes? Papá ha invitado a los Grant a cenar el domingo. Espero que no te escondas debajo de la mesa si alguien menciona el nombre de Harlan.
Finley apretó los dientes y no le respondió nada.
Cuando llegaron a la segunda planta notó el olor del perfume de Nora y se quedó sin aliento. Le gustaría poder sentir lástima por ella, pues su marido había muerto, y la señora Bertram y su familia eran lo único que le quedaba a esa mujer. La soledad era algo que tenían en común, ya que Finley solo tenía a su hermano Liam, aunque estaba en la universidad. Entonces recordó sus comentarios sarcásticos, típicos de una persona pasiva agresiva, y las muchas comparaciones crueles con su madre y no sintió más que recelo hacia aquella mujer.
Se armó de valor mientras seguía a Juliette y Raleigh hasta la enorme biblioteca.
En un sillón orejero de cuero Nora estaba sentada con los labios fruncidos mientras leía algo en el teléfono móvil. Con un impresionante traje de diseño y unos tacones capaces de romper los tobillos a cualquiera, parecía preparada para un juicio, como siempre. Los oyó llegar y se levantó con alegre ímpetu para saludarlos.
—¡Juliette! ¡Raleigh, me alegro de verte! ¿Cómo están tus padres? —le preguntó al tiempo que le daba la mano.
Finley pasó por detrás de ellos hasta una estantería que había al otro lado de la habitación. Así a lo mejor no se fijaba en ella.
—Muy bien, gracias —respondió Raleigh.
Juliette le dio un golpecito a su novio y dando saltitos se acercó a su tía, que la abrazó.
—Están estupendos, tía Nora. He hablado con el senador Rushworth sobre la cumbre del modelo de Naciones Unidas que se celebra en mayo. Me está dando algunas sugerencias.
Su tía sonrío, algo que la hacía todavía más atractiva, o, bueno, más de lo habitual. Siguieron con la conversación y hablaron de lo mucho que estaba disfrutando Juliette el curso, de cómo iba la temporada de béisbol de Raleigh y de que la campaña de reelección de su padre progresaba adecuadamente.
—Vaya, qué emocionante —exclamó Nora—. Llevo años deseando hablar con el senador, pero con lo ocupada que estoy ahora con el bufete... y él con la campaña, aún no hemos podido hacerlo. Raleigh, dale recuerdos a tus padres de mi parte. —Este asintió y se sentó junto a Juliette en el sofá.
La mujer se volvió hacia Oliver, que acababa de entrar, y le preguntó por las tareas del voluntariado. Finley se rascó el hombro y los observó a unos cuantos metros: Nora sonreía, le hacía preguntas y profesaba cumplidos a su sobrino. Le resultaba extraño, pero en días como este casi entendía por qué su padre salió con la tía Nora en el instituto, eso sí, antes de enamorarse de la chica con la que compartía la habitación: su madre. Incluso casi podía ver el parecido entre Nora y su hermana Mariah, su madrina. La única diferencia estaba en que cuando la tía Mariah la miraba a ella, seguía sonriendo. Y Nora no.
—No me sorprende que te vaya tan bien. Asegúrate de sacar buenas notas —le estaba diciendo a Oliver—. Dios... Todavía no me creo que sea tu último semestre en el instituto.
Finley acariciaba con el dedo el lomo de una de las preciosas primeras ediciones del tío Thomas cuando el tono de Nora cambió.
«Ahí viene.»
—Finley —dijo Nora con tono cortante. La joven se volvió hacia ella y vio por detrás la sonrisa alentadora de Oliver—. Me he enterado de que tienes un ordenador nuevo. Por cierto, nunca te había visto ese jersey. Qué suerte la tuya, por contar con unos padrinos tan generosos, ¿verdad?
Finley se miró los pies, en los que llevaba unas simples chanclas. Fueron un regalo de su hermano y realmente era lo único nuevo que llevaba puesto, pero, por las palabras de Nora, parecía que fuera vestida de Chanel gracias al dinero de los Bertram. Escondió levemente los pies bajo los jeans que había heredado de Juliette, al igual que el ordenador portátil.
—Sí, Nora.
En ese momento, su padrino y tutor legal, Thomas Bertram, entró en la habitación con un traje de raya diplomática que combinaba a la perfección con su pelo canoso.
—Finley ya sabe lo afortunada que es, Nora —indicó el tío Thomas al tiempo que posaba una mano en el hombro de la joven—. Pero fue difícil convencerla para que aceptara el viejo ordenador de Juliette. Es una muchacha muy modesta.
Le dieron ganas de darse una bofetada, sobre todo por la mueca de desprecio que le había dedicado Nora. «Un momento memorable por culpa del trastorno de estrés postraumático.»
El tío Thomas se aclaró la garganta.
—Y bien, Nora, ¿qué noticia querías darnos?
La mujer se dio la vuelta sobre los Jimmy Choo, para mirarlo.
—No te lo vas a creer, Thomas. Acabo de enterarme por el sobrino de Aaron, que trabaja en la Corte Suprema: van a abordar tu caso.
—¿Qué? —El tío Thomas abrió los ojos de par en par—. ¿Sabes lo que eso significa?
Nora sonrió.
—¿Que tienes un montón de trabajo pendiente?
—¡Que tengo un montón de trabajo pendiente! —dijo el hombre sonriendo de oreja a oreja y salió de la librería dando zancadas—. Vamos a contárselo a Mariah.
—¿De qué va esto? —le preguntó Raleigh a Juliette, haciéndose oír por encima del sonido de los tacones de Nora.
—Nada. Un caso de papá sobre derechos humanos.
Oliver frunció el ceño.
—Por favor, un poco de compasión, Jules. Juana merece que se haga justicia.
—¿Por qué? ¿Qué ha pasado? —se interesó Raleigh.
—Era una inmigrante embarazada y sin documentación a la que detuvieron por saltarse una señal de stop hace un par de años —explicó Oliver—. Le dijo al policía que iba a dar a luz, pero, en lugar de creerla, la arrestó por resistencia a la autoridad y le impidió ir al hospital. Acabó teniendo a su hijo en una celda, esposada al banco, y la ambulancia no llegó hasta después del parto. —Se detuvo un momento, moviendo la cabeza—. No me acuerdo del resto. ¿Se lo cuentas tú, Fin?
Finley, que seguía junto a la estantería, se dio la vuelta.
—¿Yo?
Oliver se apoyó contra una mesa.
—Sí, recuérdame lo que pasó cuando dio a luz.
Le dedicó una mirada hostil a Oliver. Él siempre hacía cosas como esa: le formulaba preguntas cuyas respuestas él ya sabía solo para obligarla a hablar. Si no fuera su segunda persona preferida en el mundo —después de Liam, por supuesto—, lo odiaría por ello. Le dieron ganas de darle un buen pellizco.
Se aclaró la garganta y miró a Oliver en lugar de a Raleigh.
—El bebé, eeeh... tenía el cordón umbilical enrollado en el cuello y no le llegaba suficiente oxígeno. Los llevaron a los dos rápidamente al hospital y le hicieron todo tipo de pruebas al bebé, pero sufrió daños cerebrales por la falta de oxígeno. —Se quedó callada y miró a Raleigh para ver su reacción.
Pero estaba ocupado con el teléfono, al igual que su novia.
—¡Sí! —exclamó el muchacho con un puño cerrado—. Chúpate esa, zombi.
Finley volvió a mirar a Oliver, que negó con la cabeza.
Unos instantes después el tío Thomas y Nora regresaron a la habitación.
—Preparad las cosas, chicos, nos vamos a la pizzería a celebrarlo —confirmó el tío Thomas.
Todos se levantaron, pero Nora le hizo un gesto con la mano a Finley sin ni siquiera mirarla.
—Por cierto, Finley, tengo que volver al despacho a redactar un informe sobre el caso de Thomas. ¿Puedes quedarte con Mariah por si necesita algo? —No era una pregunta.
La muchacha asintió. Entre todas las cosas que Nora podría haberle pedido, al menos esta vez había acertado: era precisamente lo que deseaba hacer.
—Claro, Nora.
—Vamos, tía Nora... —protestó Oliver—. Papá, Finley puede venir, ¿no?
—No pasa nada, Ollie. No me importa —señaló Finley antes de que su tío respondiera—. En realidad, prefiero quedarme. Si tu madre necesita algo y yo no estoy aquí para ayudarla, no podré perdonármelo.
—Pero Fin...
—Oliver, ya lo ha decidido ella misma —lo interrumpió su padre—. Gracias por tu dedicación, Finley. Te traeremos una pizza de pepperoni con extra de jalapeños. ¡Venga, chicos, que nos vamos!
La mirada que le dedicó Oliver era una mezcla de enfado y disculpa. Ella se encogió de hombros y sonrió. Por muy agradecida que estuviera por el interés de su amigo, se sentía más cómoda en casa. La tía Mariah la necesitaba, y a ella le gustaba hacerlo. El tío Thomas recordaba perfectamente cuál era su pizza favorita y le ponía una mano en el hombro de vez en cuando como muestra de cariño, pero era puro protocolo. Solo se limitaba a tolerarla. Y en cuanto a Juliette... Bueno, al menos no la había matado mientras dormía.
Cuando finalmente se marcharon y la casa se quedó en silencio, Finley permaneció en la planta de abajo, en la cocina, preparándole un bocadillo a su madrina. Podía haberlo hecho la asistenta, pero quería asegurarse de que la tía Mariah supiera lo agradecida que se sentía; que haría cualquier cosa por ella. Además, con esos brillantes electrodomésticos de acero inoxidable y los muebles blancos minimalistas, la cocina parecía fuera de lugar en una casa tan clásica y elegante. Fuera de lugar. Finley conocía perfectamente esa sensación.
—Cariño —la mujer apareció por la puerta arrastrando los pies, con el camisón puesto—. No tienes que hacerme la comida...
Parecía cansada, incluso con maquillaje y con su pelo rubio oscuro bien arreglado.
Finley rodeó corriendo la isla de la cocina para ayudarla a sentarse en un taburete, pero su tía le hizo un gesto con los brazos para que se detuviera.
—Finley, tengo fibromialgia, no soy un... Uf, no lo sé, un huevo de Fabergé.
La muchacha se rio, pero de todas maneras la ayudó a sentarse.
—Ahora me han entrado ganas de unos huevos revueltos en lugar de bocadillo de pavo —bromeó Finley—. Muchas gracias, tía Mariah.
—Si están hechos con huevos de Fabergé, a mí también —respondió la mujer riendo, para poner una mueca de dolor a continuación—. Cariño, ya sé que estabas esperándome para ver La reina de las nieves, pero esta crisis no mejora. ¿Por qué no vais Ollie y tú a verla, y cuando me encuentre mejor elegimos otra cosa? ¿Te parece bien?
El dolor crónico de Mariah le impedía salir de casa la mayor parte del tiempo, sobre todo si era para lujos, según decía ella, como ver una obra de teatro o hacerse la pedicura. Sin embargo, el dolor no le impidió estar junto a la cama de Finley en el hospital dos años atrás. Cuando estuvo ingresada con la mandíbula rota y un traumatismo, cortesía de su madre, su madrina permaneció a su lado dos días enteros, sosteniéndole la mano, viendo la televisión con ella y con Liam, y escribiéndole mensajes a su hijo mayor, Tate, para que les trajera batidos de chocolate a la hora que fuera, incluso por la noche. También ella misma condujo desde el hospital cuando Finley y Liam se mudaron con los Bertram. Finley la adoraba desde entonces.
—No. Esperaré a que te encuentres mejor —respondió Finley mientras cortaba queso—. Si no podemos ir este año, ya iremos el que viene cuando la vuelvan a representar en el teatro Cadillac. —Esbozó una sonrisa. Sería capaz de esperar toda una década a que mejorara, si con ello podía verla con su tía—. No te preocupes, de verdad.
Sonó el timbre de la puerta y Finley dejó lo que estaba haciendo.
—Ahora vuelvo.
Su tía se acomodó con cuidado.
—Gracias, cielo.
Se limpió las manos en el delantal que lucía un bordado de «Bésame, soy irlandesa» mientras recorría el pasillo en dirección a la entrada. Abrió la puerta y se quedó sin palabras.
Tenía delante a Harlan Crawford.
—Hola —la saludó, mostrándole sus famosos hoyuelos. Sus ojos verdes eran igual de penetrantes que los que aparecían en los pósteres de Juliette—. ¿Están los señores?
Finley parpadeó.
—Se refiere a los Bertram —explicó rápidamente otra voz tras él.
La mirada de Finley pasó a una chica preciosa y sonriente, también famosa, que iba con Harlan: su hermana mayor, Emma. Tenía el pelo castaño y rizado recogido en una coleta baja, y un único mechón de color rosa neón le enmarcaba el rostro. Medía casi lo mismo que Harlan, que era bajito para tratarse de un chico, incluso con el pelo castaño de punta. Por supuesto, ambos eran más altos que ella.
—Eeeh... —murmuró Finley.
Harlan resopló.
—Mírala, Emma. Probablemente ni siquiera hable inglés. ¿Tú hablar inglés? —le preguntó en portugués, pronunciando a conciencia cada palabra con un tono de voz teñido de desdén que sacó a Finley de su estupor.
—Sí, y también portugués —respondió fríamente en un perfecto inglés—. Mi tío no está, y mi tía no se encuentra bien. ¿Les digo que habéis venido?
Emma le susurró algo a Harlan y dio un paso por delante de él.
—Disculpa a mi hermano pequeño —le dijo a Finley—. Se ha dejado olvidados sus modales en Hollywood. Y... bueno, de la familia, yo soy la que tiene clase. —Extendió una mano delgada y larga con un anillo de plata en el nudillo del dedo índice—. Emma Crawford. Encantada de conocerte.
Le estrechó la mano.
—Finley Price. ¿Doy algún recado a mis tíos?
Harlan apartó a su hermana y se acercó a Finley, que dio un paso atrás. Tenía una sonrisa falsa, depredadora.
—Sí, diles que los Grant tendrán compañía... durante un tiempo. Pregúntales si les importaría añadir dos platos más para la cena del domingo.
Finley se inclinó sobre la puerta y agarró el pomo. Había algo en esa sonrisa que le daba ganas de salir corriendo, de encogerse para que no la vieran. Pero entonces se acordó de las palabras de Oliver: que no permitiera que nadie la hiciera sentir pequeña.
—Bien —respondió, inspirando—. Emma y... Lo siento, no recuerdo tu nombre —se dirigió a Harlan con una mezcla de nervios y resentimiento.
El chico arqueó las cejas y adoptó una mirada maliciosa. La miró de arriba abajo.
—¿Debajo de qué roca vives?
Finley agarró con más fuerza el pomo.
—¿Perdona?
—Soy Harlan Crawford.
—Encantada de conocerte. —Le dio un apretón de manos—. ¿Eres nuevo por aquí?
Harlan, visiblemente sorprendido e incrédulo, miró a Emma y después, de nuevo, a Finley. Esbozó una sonrisa astuta.
—Sí, soy actor...
Finley chasqueó los dedos y lo señaló.
—¡Es verdad! Salías en esa película del perro que hablaba, ¿no?
Al joven se le ensombreció el rostro, y Finley tuvo que contenerse para no resoplar. Emma tomó a su hermano por el brazo y tiró de él.
—Gracias, Finley. Nos veremos el domingo.
Cerró despacio la puerta, riendo y temblando al mismo tiempo. Regresó veloz a la cocina.
—¿Quién ha llamado, cielo? —le preguntó su tía, que estaba pinchando un trozo de tomate cuando Finley entró en la cocina.
Todavía le temblaba la mano cuando alcanzó el cuchillo.
—Los vecinos. Los Grant tienen invitados y quieren saber si pueden traerlos a cenar el domingo.
—Qué bien.
En la mente de Finley apareció la sonrisa estúpida de Harlan. «A mí no me parece tan bien.»