Prólogo

A media mañana Uaset, Ciudad del Sur, morada de Amón, el Oculto, a la que los griegos llaman Tebas, ardía ya por todos los costados. Aquellos fugitivos que se echaron al Nilo en todo tipo de embarcaciones, tratando de ganar la ribera occidental, cuando volvían la mirada no veían otra cosa que llamas, nubes de chispas y columnas de humo entre los pilonos de los templos, los monolitos, las estatuas ciclópeas de los antiguos faraones. Y, a través de las humaredas, a una muchedumbre que hormigueaba por los muelles de piedra y entre los palmerales, buscando acomodo en cualquier nave disponible. Los metales desnudos centelleaban al sol, a lo largo de toda la orilla, y golpes de aire caliente llevaban hasta los que estaban en el río el rugido del fuego, el clamor de muchas voces, el mugir de trompas de guerra, el entrechocar de las armas. Un ejército asirio se había presentado con el alba a las mismas puertas de Tebas, terribles, con cascos cónicos rematados en plumas multicolores, corazas de escamas metálicas, barbas negras y grandes arcos curvos, como una tormenta de fuego presta a devorarlo todo. Llegaban desde el Delta, tras una marcha de varios días desde Menfis, por caminos que todos creían impracticables para un número tan grande de hombres. Y lo hicieron con tal rapidez que los vigías sólo pudieron dar la alerta con unas horas de antelación. Cayeron así sobre una población sumida en el caos y el pánico, mientras el alcalde, los Profetas de Amón y la guarnición nubia trataban de organizar una defensa efectiva.

Los guerreros del sur habían plantado batalla, en efecto. Nadie pudo decir que no lucharon con furia en las murallas, para defender la morada del Oculto, porque el gran Amón era oriundo de Nubia y sus sacerdotes aliados de los faraones negros de Nápata. Pero poco pudieron hacer. Sus arcos sí eran rivales dignos de los asirios, igual de largos y potentes, pero combatían casi desnudos, en desorden e inferioridad numérica, frente a formaciones blindadas, de forma que toda resistencia se derrumbó mucho antes del mediodía.

En aquella jornada de hierro y destrucción, luego tan famosa, no faltaron tampoco egipcios en la defensa de Tebas. Allí estuvieron Snefru y sus amigos, entonces poco más que unos adolescentes, a los que el destino había hecho llegar como peregrinos, a tiempo de tomar parte en los acontecimientos. Todos tuvieron, ese día, sobradas oportunidades de demostrar el coraje de cada uno, así como su pericia con las armas. Aunque egipcios del Delta, de Dyebat-Neter, se sintieron obligados a empuñar los hierros para proteger de los asiáticos a la ciudad más sagrada de la Tierra Negra. Y eso pese a que sus propios gobernantes eran enemigos de los nubios, que no dejaban de ser otros bárbaros invasores, como los asirios, por más que adorasen a los mismos dioses que los egipcios. Pero todos eran muy jóvenes, con fuego en la sangre y pájaros en la cabeza, y para ninguno de ellos había nada más importante que el momento presente.

En años aún por venir, los supervivientes de esa jornada habrían de recordarla con ánimo casi ligero, aunque ahí supieron por primera vez lo que era ver caer a amigos bajo las armas enemigas. Unos en las murallas, traspasados por flechas asirias, otros perdidos de vista durante los combates callejeros, entre el humo negro y la confusión, sin que nadie supiese más de ellos. Y alguno más dejó la vida en las escaramuzas en el río, en duelos de arqueros de nave a nave, o en abordajes maza en mano.

Los que conservaron la vida y pudieron regresar a Dyebat-Neter, su ciudad natal, iban a celebrar esa fecha todos los años, reunidos en el patio de la casa de alguno de ellos, o en una casa de cerveza, brindando y cantando en memoria de los amigos muertos y las hazañas comunes. El paso del tiempo acabaría por adornar los recuerdos de algunos, y los dotaría de gran precisión, como si los combates en murallas, calles y el río hubieran sido pintados en fresco sobre pared, con toda riqueza de detalles. Pero Snefru nunca recordaría otra cosa que una confusión espantosa. El desorden, el frenesí con el que disparaban sus arcos desde los pretiles de los muros, contra masas de infantería que avanzaban escudos en alto, a la luz gris del alba, envueltos en esas ráfagas de aire frío que se levanta al amanecer. Los gritos, lamentos, el vibrar de las cuerdas de arco, el vuelo y silbido de flechas. El retumbar de arietes contra las puertas, el chascar de madera astillada, el bramido de las trompas, el hedor de la muerte. Y luego la marea de fugitivos que se apretujaban en las callejas, como rebaños en estampida, entre el olor a quemado y el humo de los incendios.

Aún después, cuando aquellos amigos que lograron mantenerse unidos se embarcaron, no para huir, sino para ayudar a proteger a las embarcaciones cargadas de fugitivos en su cruce del río, no hubo otra cosa que tumulto.

No mucho después de aquellos sucesos, habría de nacer en la cuenca del Nilo una épica efímera, jamás registrada por escrito, que, en boca de cantores ambulantes, glorificaba la jornada, con loas a los valientes que allí estuvieron y lamentos por la caída de Tebas. Esa defensa se convirtió en un mito y, cuando algún hombre prudente se preguntaba en voz alta por qué la evacuación fue tan apurada, por qué los tesoros y objetos sagrados estuvieron en un tris de caer en manos asirias, se solía argüir que eso se debió a la rapidez con que los enemigos atacaron a la ciudad desprevenida. Como plaga de langosta, decían algunos cánticos.

Pero Snefru, que estuvo allí, sabía hasta qué punto los sacerdotes de Amón y los jefes nubios habían infravalorado a los asirios. Todos creían que la gran distancia entre Menfis y Tebas sería foso suficiente y, al cabo, el más prudente fue el faraón negro, Taharqa, que no se detuvo en la ciudad: llegó derrotado desde el norte y, sin detenerse, había seguido camino de Nubia, en busca de la seguridad del lejano sur. Los asirios no pudieron así capturarle. Porque las tropas de Nínive llegaron y, mientras los arietes y hachas hacían astillas las puertas de Tebas, sus dirigentes aún discutían qué hacer. Confiaban todavía en sus muros y en que, en caso extremo —como tenían a sus enemigos por salvajes, aptos sólo para la guerra más brutal—, podrían evacuar con holgura hacia la otra margen del Nilo.

No fue así. Los asirios, nada dispuestos a dejar escapar a tantos personajes de calidad y tantas riquezas, se apoderaron de naves en la misma ribera. Las mandaron al centro del río, cargadas de arqueros, a impedir el paso, y suerte tuvieron a su vez los tebanos de que los asirios menospreciasen a los egipcios en el combate. Tras haber derrotado, una y otra vez, a los príncipes del Delta y al faraón negro, no les tenían en mucho como guerreros. Por eso ellos lograron abrirse paso luchando, en una jornada sangrienta que se prolongó hasta el ocaso, y en la que no faltaron abordajes ni naufragios, como tampoco multitud de ahogados por ambas partes. Pero los egipcios lograron salvar estatuas sagradas, reliquias y tesoros, así como también a los notables tebanos, que pudieron sentirse a salvo en la otra orilla, donde el enemigo no había podido desplegarse.

No sólo nobles y jerarcas cruzaron el Nilo, sino también gente de todas las clases que buscaba la salvación en el río y, por eso, Snefru y sus amigos estuvieron surcando las aguas verdosas, ida y vuelta, en un batel de cedro y acacia, tendiendo arcos contra cuanta embarcación enemiga tratase de acercarse a los refugiados. Pero, pese a las baladronadas que más de uno se permitió años después, no ocuparon ningún puesto crítico, ya que estuvieron cubriendo el paso por el sur, y los asirios atacaban desde el norte, a contracorriente. Aunque eso no quiere decir que no tuviesen que combatir. Más de una nave enemiga logró romper la línea de las egipcias, para virar luego en redondo y volver a favor de la corriente, disparando flechas. Y era entonces cuando les tocaba combatir.

El momento más difícil para ellos fue cuando tuvieron que respaldar a la barca de la Gran Adoratriz de Amón, porque el séquito de ésta no se había recatado de enarbolar sus enseñas, ni de izar la vela blanca con la cabeza de carnero bordada. Los asirios habían acudido como avispas y ellos habían tenido que emplearse a fondo. Hasta tres amigos de niñez de Snefru murieron en aquel lance, bajo las flechas asirias. Dos de ellos, heridos, cayeron por la borda y se ahogaron sin que nadie, con hasta el último hombre ocupado en remar y disparar, pudiera auxiliarlos.

Pero, pese a todos los esfuerzos asirios, la nave de la Gran Adoratriz consiguió arribar a los embarcaderos de piedra de Tebas Occidental. Y ellos, desde su embarcación, erizada de flechas clavadas en las tracas, cubierta y mástil, observaron cómo aquella mujer de velos blancos y tocado rematado en media luna y disco solar se alejaba por una de las avenidas de esfinges, rodeada por una nube de guerreros negros de plumas multicolores entre los cabellos crespos, arcos en puño, atentos a cualquier posible amenaza. Luego, los marineros apartaron la nave para volver al centro del río, a lo más reñido del combate.

Jamás pudo Snefru explicar a satisfacción lo que se siente al luchar en mitad de las aguas. Todo resulta tan extraño, caótico, suma de impresiones deslavazadas que llegan a abrumar. El balanceo de la nave, que obliga a compensar el tiro de arco, el susurro del agua, los rociones de espuma, los gritos que parecen alargarse interminables sobre la superficie del río, con ecos extraños, el centelleo del sol, la dificultad para calcular bien las distancias.

Varias veces, aquella nave tripulada por viejos barqueros y arqueros jóvenes llegó hasta los muelles de Tebas Occidental, para virar todas ellas de regreso a la riba de la ciudad en llamas. Allí, en Tebas Oriental, entre el humo, asomaban las moles multicolores, ya tiznadas, de templos y palacios. El aire les llegaba abrasador, a oleadas, arrastrando olores a quemado. Al sur de la ciudad se veían polvaredas enormes, levantadas por la multitud que huía por el camino de tierra, unos con un hatillo al hombro y otros a manos vacías, mientras los invasores señoreaban ya la ciudad, liquidando los últimos focos de defensa.

Fue en uno de los postreros viajes, mientras cubrían a varias naves llenas de artesanos, con la tarde ya bien avanzada, cuando uno de los timoneles de la nave les alertó sobre la llegada de un batel enemigo desde el sur, a favor de la corriente. Enemiga porque, aunque la embarcación era egipcia, de proa y popa altas y curvadas, con un par de grandes ojos pintados en las amuras, se advertían los cascos asirios, con las plumas ondeando, de los soldados agazapados en cubierta. Sin duda, lanceros que se mantenían a cubierto hasta llegar al abordaje.

Snefru, que a lo largo de su vida iba a participar en muchas refriegas y alguna que otra batalla, recodaría la situación allí vivida como una de las más extrañas. Primero, porque la premura con la que todos acudieron a esa banda a punto estuvo de hacer zozobrar a la nave. El patrón les maldecía por su estupidez, en tanto que los barqueros más veteranos se arrojaban sobre la banda contraria, para compensar la escora. Hubo unos instantes casi de pánico, y la nave enemiga se les echó prácticamente encima, antes de que pudieran restablecer un mínimo de orden.

Pero ni una sola flecha salió de esa embarcación que llegaba a favor de la corriente, ni los lanceros se alzaron para abordar a los egipcios. No había remeros a las varas, ni timonel en la barra. Se hizo el silencio entre los egipcios, que habían estado gritándose unos a otros hacía un instante. Los asirios no estaban agazapados, sino caídos, y en esa embarcación no había otra cosa que muertos y algún moribundo. Una barca de cadáveres a la deriva en la corriente, sin más sonido que el recrujir de maderas y jarcias. Una aparición fantasmal a plena luz del día, en mitad de un río Nilo convertido en campo de batalla, y ante la que los egipcios, vástagos de una raza con especial relación con la muerte, callaron atemorizados. El sol derivaba por un cielo sin nubes, abrasando las espaldas desnudas, mientras ellos observaban esa cubierta atestada de cuerpos. Les llegaban, lejanos, los gritos y el estruendo de los combates, mientras Tebas Oriental seguía ardiendo, entre humos negros.

El patrón, a las voces, rompió el hechizo. El timonel se echó sobre la barra para llevar a su nave a interceptar a la otra, antes de que acabase de rebasarles. Unos aferraron la borda y otros dieron algunas lazadas de cabo, para unirlas, mientras los más decididos saltaban al abordaje, algunos por curiosidad y otros por simple codicia. Los cadáveres estaban traspasados de flechas. Sin duda, la temeridad o el mal cálculo habían llevado a esos asiáticos a entrar en el meollo de naves egipcias y allí, abrumados por los arqueros, habían sucumbido hasta el último hombre. Al comentar el incidente, en años en ese momento aún por venir, Snefru y sus amigos habían esbozado gran número de teorías. Casi todos creían que la nave, tripulada ya por muertos, había seguido por un resto de impulso hasta rebasar a las egipcias, para luego acabar virando en la corriente.

Más de uno se preguntaría si ese catastrófico final no tendría alguna relación con la presencia a bordo de un cadáver cuyas armadura y joyas le señalaban como de alcurnia. Si aquel notable de barba muy negra, manchada de babas sanguinolentas, no se habría dejado llevar por esa soberbia y sed de sangre que muchos atribuían a su raza. Si no habría querido hacerse con una presa grande y, demasiado pagado de su honor, o fiado de sus fuerzas, había perecido con todos los suyos en mitad del Nilo, bajo un diluvio de flechas.

Tal vez. A bordo había cadáveres de asirios, y también de algunos egipcios que, de grado o a la fuerza, debían de haberles servido de marineros. Y entre todos esos cuerpos laxos, el del noble, con su armadura de escamas que no pudo parar a media docena de flechas. A proa se oía un resuello fatigoso, un moribundo entre muertos. No faltó quien le diese degüello, por compasión o simple crueldad, que a veces motivos muy distintos engendran actos iguales.

Los egipcios se habían lanzado ya al saqueo de los cadáveres, entre empujones y forcejeos. Varios se disputaban los despojos del noble asirio. Peleaban por sus joyas, pero no Snefru, que no sentía avaricia de anillos ni amuletos extranjeros. Por eso fue el primero en reparar en un arco de guerra, grande, de factura primorosa, propiedad sin duda del notable muerto. Arco asirio, de maderas unidas, hueso, tendón, cobre. Una obra de arte a la vez que arma letal. Sin pensar en lo que hacía, atraído más por la belleza de ese arco que por la codicia de hacerse con él, lo recogió sin que sus compañeros, atentos a disputarse el oro, se diesen cuenta de ello siquiera.

Acuclillado sobre la tablazón, con el fuego del sol de la tarde en los hombros, desatento a las voces desabridas de sus compañeros de aventura, lo sopesó. Asirio sí, y digno de un gran señor, como sin duda había sido el muerto. Siempre le habían fascinado aquellos arcos que habían sojuzgado a multitud de pueblos y ése era en especial hermoso. Acarició la curvatura de las palas, paseó los dedos de la zurda por la cuerda, como un arpista que probase el afinado de su instrumento.

Los gritos del patrón les devolvieron a todos a la realidad. Las disputas cesaron como por arte de magia, porque las dos naves unidas iban derivando demasiado hacia el norte y, de seguir así, llegarían a aguas donde no cabía encontrarse con otras embarcaciones que las asirias. Irónico sería sufrir un final igual al de esos asiáticos. Que la codicia les llevase a verse rodeados de enemigos, abatidos por nubes de flechas lloviendo de todos lados.

Se apresuraron a reembarcar y, tras soltar amarras, dejaron que esa barca de muertos siguiese viaje a merced de la corriente. Los suyos debieron de interceptarla aguas abajo y dispondrían de los muertos según las costumbres de su pueblo. En cuanto a los egipcios, no tardaron en reanudar las discusiones sobre el botín; algunos casi llegaron a las manos y el patrón hubo de aplacarles agitando un remo corto. Snefru no reclamó nada para sí. Se fue a proa, lejos de los que reñían, con el arco asirio de guerra y una aljaba tomada también de entre los muertos. Al ver que los otros descuidaban la vigilancia, se puso a otear sobre la extensión destellante del agua, atento a una posible aparición de botes enemigos.

La ribera oriental continuaba envuelta en humo y polvo, y en la occidental, a pleno sol, se veía ir y venir de mucha gente, entre los templos y los palmerales. Las tripulaciones de distintos barcos se comunicaban con gritos largos. Apretaba el calor de la tarde, susurraba la corriente y algunas aves acuáticas pasaban a ras del Nilo, entre las embarcaciones de papiro. Arreciaba la disputa y el patrón estaba amenazando con tirar a alguien al agua.

Se le ocurrió a Snefru, con la simplicidad de sus pocos años, que bien poco dura la amistad del hierro, en cuanto se interpone el oro. Sopesó de nuevo el arco asirio, resuelto a su vez a no cederlo por nada del mundo, en el caso de que a alguien se le ocurriese disputárselo. A proa agazapado, arma en mano, cayó en la cuenta de que, entre la fascinación de esa arma y la prisa por regresar a su nave, se había dejado en el barco del muerto su propio arco egipcio. Allí quedó y ahora le acompañaba en su viaje aguas abajo. No le dolió, aunque era un buen arco. Pero no pudo por menos que fantasear con que aquello era una especie de trueque, y deseó que hiciera buen servicio al asirio, en la región de los muertos. Era un enemigo pero, sin duda, había sido bravo y no estaba bien que alguien así acudiese con las manos vacías ante los dioses infernales de su pueblo.

Al cabo de los años, al recordar todo aquello, le daría por pensar que ese trueque involuntario había marcado para él algo así como el cruce de un umbral. El momento en que dejó atrás toda una época. Pero eso sería con los años. En aquellos instantes, la llegada de más barcas asirias zanjó las reyertas de unos y las reflexiones de otro. Aún vivieron, a lo largo de aquella tarde, batalla y apuros, y todos tuvieron ocasiones nuevas de demostrar su valía en el combate. Entre ellos Snefru de Dyebat-Neter, con su nuevo arco.