Capítulo 3

Snefru aún iba dándole vueltas a aquel incidente inexplicable al día siguiente cuando acudió al puesto de un barbero, a afeitarse la cabeza. Todavía en su papel de trabajador errante, se puso a la cola y, acuclillado a la sombra de una tapia de adobe rojizo, especuló, una vez más, sobre quiénes podrían ser esos hombres que le cerraron el paso en despoblado. Allí, a la sombra, entre el revuelo de las moscas y el runrún de conversaciones, le dio por pensar si no estaría tomando el suceso por donde no debía. Aquellos tres no eran ladrones, desde luego. Pero debía tener en cuenta las muchas conjuras que se cocían en aquella ciudad fronteriza en la que aflojaba el control asirio, donde se movían tres o cuatro facciones locales y sobre la que estaban puestos varios ojos, desde los del faraón saíta a los de los príncipes dyanitas. Pudiera ser una explicación, más creíble que la de que fuesen cómplices de los saqueadores, porque ese tipo de delincuentes solía escabullirse a la primera alarma y nunca plantaban cara.

Aun así, no cabía arriesgarse y, por eso, tras avisar a los suyos de lo ocurrido, decidió aprehender a la familia de Itef lo antes posible. Y, como siempre que iba a entrar en acción procuraba asearse y purificarse, por eso estaba allí, en cuclillas junto a la tapia, los párpados entornados, la espalda contra los adobes, perdido en sus pensamientos. ¿Trabajarían esos tres para los asirios? No, eso no. Los asirios se habrían limitado a prenderle sin rodeos, antes de arrancarle tiras de piel hasta que contase cuanto quisieran saber… Ahí agazapado, su mente comenzó a divagar, tomó derroteros extraños y no tardó en amodorrarse.

Con el sueño, volvió a Dyebat-Neter, a años atrás, al día en que unos Petener y Snefru mucho más jóvenes se unieron a una pequeña multitud, congregada en los cañaverales próximos al agua, para oír las palabras de un famoso mago vagabundo. Al hombre que ahora era Snefru, que cabeceaba junto al muro, se le dibujó una sonrisa al soñar con el mago. Afeitado como un sacerdote, con una piel de león sobre túnica de lino blanco, un báculo alto en la zurda y con la derecha haciendo ademanes para dar énfasis a sus palabras. Bakenptah, al que Snefru nunca había dejado de considerar su maestro, pues fue de sus labios y aquel día cuando por primera vez oyó hablar de los mesenti y de la misión sagrada de restaurar la maat.

El barbero le reclamó y el ensueño de aquella mañana lejana se esfumó de golpe. Bostezando, fue a instalarse en el taburete para que le rasurasen el cráneo y las mejillas; aunque, para perplejidad del barbero, le demandó que no tocase el mentón, porque hora era de abandonar el disfraz y recuperar, por tanto, su perilla. Y del puesto del barbero a casa de uno de los sacerdotes de Atón, dios solar, tutelar y epónimo de la ciudad de Per-Atón.[4] Allí se bañó y abandonó la ropa de jornalero para ceñirse una falda de faldones, que permitía libertad de movimientos, blanca ribeteada de rojo, antes de tomar la espuerta de paja que días atrás confiase al sacerdote.

Fue luego a situarse bajo una higuera del patio y allí, el cuerpo moteado como un leopardo por la luz y las sombras del follaje, sacó casi con reverencia sus armas y atributos. El collar de oro y bronce que le identificaba como uetuti nesu, al servicio del faraón. Luego el gran arco asirio, el anillo de arquero y la aljaba de cuero, con sus flechas largas que él mismo se fabricaba. Paseó las yemas de los dedos por las palas del arco, acarició la inscripción en asirio, grabada cerca de la empuñadura. Nunca había sabido si era un hechizo protector para el arquero, o de muerte para sus enemigos, o el nombre del primer dueño, o tal vez sólo la marca del fabricante. Jamás se había animado a mostrar de cerca el arco a algún asirio y preguntarle.

Extrajo luego la maza, de esfera de ébano y contera puntiaguda, forrada en cobre. El escudo pequeño, pintado a rayas negras y blancas. El casco de bronce, semielíptico y con cubrenuca. Acarició de nuevo las palas del arco, montó la cuerda y, siguiendo una vieja costumbre, lo pulsó una vez, como el que comprueba el afinado de un arpa. Blandió por último la maza, como para recuperar el tacto y el punto de equilibrio de aquella arma demoledora.

Era tiempo de obrar. El grupo, con Snefru a la cabeza, se encaminó al ocaso hacia la vivienda de los saqueadores. Los asirios, escasos de efectivos, retiraban sus patrullas intramuros a la caída del sol, circunstancia que les iba a permitir la detención sin dar cuenta a los invasores. Por desgracia, no todo quería ponerse a su favor, pues los que vigilaban la casa ya les habían advertido de que el beduino estaba dentro, lo que podía suponer un contratiempo. El mensajero del faraón conferenció de forma breve con el escriba Uni, que estaba allí representando a su superior, antes de hacerlo con sus hombres, porque aquel salvaje del desierto debía de ser de otra madera y bien podía oponer resistencia armada.

Discutieron opciones, porque nadie quería recibir un lanzazo entre dos luces. Unos apostaban por echar la puerta abajo, irrumpir y reducirlos a palos. Otros veían eso peligroso porque los de dentro, si se veían acorralados, con sus mujeres e hijos dentro, podían defenderse a la desesperada. Y una refriega en lugar estrecho podía acabar, con facilidad, con más de un asaltante muerto o herido.

Tras oír las opiniones de todos, Snefru se inclinó por lo que sugería Kayhep, su escriba, acerca de aprovechar las características de la casa. Era más grande que la de los artesanos comunes, más espaciosa, con patio pequeño, higuera y pozo. Sugería golpear la puerta y conminar a abrir en nombre del faraón de Sau. Lo más seguro es que al menos parte de los reunidos tratasen de huir saltando las tapias laterales. Si apostaban hombres en las callejas, podrían reducirlos con facilidad. Después, sólo tendrían que entrar y prender a los que quedasen dentro, que por lógica serían el viejo, las mujeres y los niños. Si acudían vecinos, Snefru debía hacer valer su condición de uetuti nesu y, en el caso improbable de que aparecieron asirios, habrían de escudarse en que la premura les había impedido informar al jefe de la guarnición.

Para llegar al cubil de aquellos ladrones, la mejor forma era hacerlo de forma abierta. Así que, con un sol ya muy a poniente, el grupo armado se adentró por las callejas del arrabal de Per-Atón, sin cruzarse con nadie. Contaban con eso, con que, a esas horas, todo el mundo estaría en casa cenando. Aquellos vecinos que habían subido a las azoteas, en busca de algo de frescor, o de la última luz del sol, se asomaban curiosos al ver pasar, por las calles ya en sombras, a una fila de hombres de armas, encabezados por uno de casco, con arco en la diestra.

Nadie se animó a bajar, aunque algunos avisaban a sus vecinos a voces, de azotea en azotea, al punto que los policías llegaron a temer que los gritos alertasen a Itef y los suyos. Ya al pie de la casa, Snefru dio sus últimas instrucciones a los suyos. Aunque allí moraba un linaje impío, sangre podrida, entregada desde hacía generaciones al sacrilegio, el mensajero del faraón no deseaba que se empleasen con brutalidad, ni que se maltratara a mujeres o niños. Y eso le llevó a tener unas palabras tensas con Uni, acerca del beduino. El escriba de Petener, hombre recio, de carácter áspero, tan hábil con los pinceles como con la maza, como correspondía a un servidor del faraón en esos tiempos violentos, se irritó cuando Snefru se negó en redondo a hacerlo matar en el sitio. A falta de algo mejor, había maldecido a la policía del desierto, a la que culpaba de que sujetos así rondasen junto a las ciudades de Egipto.

—¿Pero qué policía del desierto? —le replicó Snefru—. ¿A ver cuándo os entra en la cabeza, a los de la corte, que no existe?

—¿Cómo que no? —gruñó el otro por lo bajo—. Yo mismo he visto…

—Has visto nombres sobre papiro. Nada. Aunque a nivel oficial se insista en lo contrario, la policía fronteriza no tiene hombres ni recursos asignados. No existe.

—Entonces, el alcalde debiera haber hecho algo al respecto. Es su obligación.

—Ése no es nadie. Per-Atón está arruinada por las guerras, las incursiones y el declive del comercio. ¿O es que no te has fijado en las murallas? Aquí la única fuerza armada son los asirios y, a ellos, sujetos como ése les traen sin cuidado.

—El alcalde podría haber pedido a los asirios que limpiasen los alrededores de gentuza. Son ladrones. No causan otra cosa que problemas.

—Ya. ¿Y qué te hace suponer que esa escoria del desierto no tiene cómplices entre los funcionarios de la ciudad?

—¿Cómo?

—Vamos. En sitios como ése, la corrupción es ley. Esa chusma es útil a la hora del contrabando, por ejemplo, y seguro que más de uno aquí saca tajada.

—Eso, en un Egipto reunificado…

—No dudo de que tendría arreglo. Pero ahora, si no te importa, vamos a ocuparnos de asuntos más urgentes. —Señaló con su arco a la puerta de la casa—. Adelante.

La detención no fue ni limpia ni pacífica, ni nadie lo esperaba. Los ladrones de tumbas vivían en el miedo a ser descubiertos, lo que sólo podía acarrearles tormentos y muerte. Muerte atroz, y no sólo porque se les daba con crueldad, normalmente empalándolos, sino porque para alguien como ellos implicaba la extinción definitiva, ya que, por sus crímenes, el juicio de Osiris no podía ser más desfavorable, y sus almas eran arrojadas al Devorador.

Cuando el propio Kayhep aporreó la puerta y, en voz alta, conminó a los moradores a abrir, en nombre del faraón, no obtuvo otra cosa que silencio total. Volvió a llamar con el puño cerrado, con tanta fuerza que ésta resonó contra la jamba, como un tambor. Luego, en vista de que no había respuesta alguna, Snefru, con un gesto de arco, dio vía libre a dos de sus hombres para que, con sus mazas de guerra, atacasen la entrada.

La puerta, de marco de madera y paneles de paja entretejida, no estaba hecha para aguantar, y cedió a los primeros golpes. Gritos y alboroto en una de las callejas laterales indicaron a Snefru, que se había apartado unos pasos, que las suposiciones habían sido ciertas, y que algunos habían tratado de escapar saltando la tapia del patio. Ahora, a juzgar por el escándalo, debían de estar forcejeando con los policías apostados allí. Pero ya los dos de la entrada estaban apartando los pedazos de la puerta. Los hombres irrumpieron con garrotes en las manos y tras ellos entró Snefru con los escribas.

No había nadie en las estancias de la casa, por lo que pasaron con rapidez al patio. Incluso a la poca luz de esa última tarde, Snefru pudo ver que las pinturas de los altares familiares eran más cuidadas, más hermosas de lo que solían en casa de los artesanos. En eso se notaba el oficio de los moradores, que, en efecto, eran buenos en su trabajo. Pero luego salieron al patio y todo eso se borró de su cabeza.

No hubo resistencia. Allí sólo estaban las mujeres y los niños, que habían ido a esconderse al fondo, en la cocina, y el viejo Itef, el patriarca, al que sus hombres estaban ya maniatando. Arco en mano, paseó los ojos por ese patio pequeño, que se iba llenando de sombras. Olía a comida recién hecha, a especias, y el aire de la tarde hacía estremecer las hojas polvorientas de la hoguera. Puso los ojos en dos macetas que estaban junto al pozo, con un punto de nostalgia. Aún en aquel lugar, tan lejos y entre gente de tan baja estofa, asomaba el amor de los egipcios por las plantas. Llevó luego los ojos a la cocina, antes de dirigirse a Kayhep.

—Sacad de ahí a todos. Procurad no hacerles daño.

El escriba, que no empuñaba útiles de escribir, sino un bastón de policía, se limitó a asentir. Pero ya el mensajero del faraón abandonaba el patio, deseoso de informarse de primera mano sobre lo ocurrido en el callejón. En efecto, los fugitivos habían brincado la tapia, para caer entre los que les aguardaban allí. Trataron de zafarse y, como eran cuatro, se produjo un buen tumulto de empujones, puñetazos e incluso intentos de defenderse a mordiscos. De no haber acudido los policías que estaban al otro lado, dando la vuelta a la carrera, quizás alguno hubiera escapado. El hombre del desierto había tratado de sacar un cuchillo, pero sus captores estaban hechos a reducir díscolos. Le molieron a palos hasta que se desplomó, y no era el único que acabó aplacado a bastonazos.

Cuando se presentó Snefru, ya los tenían a los cuatro maniatados y de rodillas, alguno sangrando por las narices. En la última luz de la tarde flotaba en el callejón un velo de polvo fino, alzado por el remover de pies durante la lucha. Snefru se plantó adusto ante los cautivos y, siempre tan pagado de procedimientos, les informó que eran presos en nombre del faraón, por delitos sacrílegos, y que cualquier intento de desobediencia sería castigado con severidad. Observó los rostros, reparando en las distintas expresiones, desde el abatimiento de los saqueadores de más edad a la mueca aturdida del joven, que no parecía haber asimilado la catástrofe que había caído sobre su cabeza, pasando por la rabia casi animal del hombre del desierto. Se encaró luego con sus hombres.

—Buen trabajo. —Alzó el arco que llevaba en la zurda, como en homenaje, pues una de las lecciones que primero había aprendido era la de la importancia que dan, los que se juegan la vida, al reconocimiento de sus méritos.

Igual de satisfecho se había mostrado Petener cuando dieron alcance a su caravana, a unos cientos de keths[5] de la ciudad, ya de noche cerrada. Aunque la alegría se le agrió un tanto al ver que le traían también preso al hombre del desierto. Había contemplado, a la luz de una luna casi llena, con desagrado sumo a aquel sujeto de túnica rayada, cabellos y barba fijados con barro rojo, y ojos de fiera acorralada.

—¿Para qué me habéis traído a esta bestia?

Snefru se encogió de hombros.

—Estaba en la casa, con ellos.

—Ya.

Soplaba un viento frío del desierto que ponía la carne de gallina y hacía ondear las túnicas. Petener, tocado con su peluca azul, el báculo de cabeza de chacal en la diestra, había vuelto a recorrer la fila de prisioneros maniatados. A un gesto suyo, mandó que apartase a las mujeres y los niños de los hombres. Se detuvo luego otra vez ante aquel salvaje harapiento, que le devolvió una mirada de rabia y desafío que, a Snefru, vistas las condiciones, le pareció bastante estúpida.

—No te acerques mucho, que es capaz de morderte.

—No lo dudo. En fin; para el caso, mejor haberle dejado escapar. Este animal no nos sirve de nada.

—¿Qué es eso de servir…?

Pero el mensajero no llegó a terminar la frase porque, a un gesto más que explícito del seneti, Uni, su escriba, que debía de estar aguardando una señal, tomó una lanza de manos de uno de los soldados y, antes de que Snefru pudiera imaginar siquiera qué pensaba hacer, la clavó a dos manos en la nuca del preso. Éste se derrumbó apuntillado, cara al polvo, sin un lamento, y no se movió.

Un silencio espeso se aposentó sobre la caravana, roto sólo por el agitar de bueyes y el susurro del aire nocturno. Al resplandor de la luna, que lo decoloraba todo, y suavizaba los perfiles, los policías del Delta se observaban unos a otros y, estupefactos, al escriba con la lanza y al cadáver maniatado, antes de pasar la mirada a Snefru, como en busca de instrucciones. Pero fue Petener quien rompió la escena, dando la espalda al cuerpo para subir a su asno.

—En marcha —ordenó, mientras lo hacía—. Cuanto más lejos estemos de Per-Atón al llegar al alba, mejor para todos. No quisiera toparme con patrullas asirias.

Snefru hizo un gesto a sus hombres, indicando que no debían pronunciar palabra y sí obedecer, antes de ponerse con grandes zancadas a la altura del asno, que ya había arrancado rumbo al este, guiado por un sirviente.

—¿Por qué has hecho matar a ese hombre? —preguntó muy por lo bajo, hirviendo de indignación—. ¿Qué comportamiento es ése para un oficial del faraón?

—Ya te lo dije. No nos servía de nada.

—Y yo te he preguntado qué es eso de servir. Estos hombres están presos por expolios a tumbas y deben ir ante los jueces.

A lomos de su asno, el cortesano puso los ojos en su interlocutor, el rostro lleno de sombras de luna.

—No será el caso. Tenemos otros planes para esos hombres…

—Tenéis. Ya. Pues yo no deseo saberlos —le cortó el otro, temiendo lo que ese plural implicaba.

—Mejor así. Escucha. Ese sujeto era un bárbaro o, peor, un egipcio degenerado. ¿A quién le importa la muerte de un ser de su calaña?

—A mí.

—Nunca cambiarás. —Sonrió a la luz de la luna—. Snefru, el mesenti. Bueno, tampoco me gustaría que lo hicieses, amigo. Hombres como tú le son muy necesarios a Egipto en estos difíciles…, como también lo son los hombres como yo. Y ahora, uetuti nesu, vamos a dejar esta conversación aparcada. Lo que de veras importa en estos momentos es estar bien lejos de Per-Atón cuando amanezca.

* * *

El viaje hasta las márgenes del río se le hizo a Snefru largo y tedioso, a la par que sazonado en todo momento por esa tensión de saberse en riesgo. De hecho, un par de veces, se cruzaron con partidas armadas dyanitas pero, en ambas ocasiones, el encuentro no tuvo consecuencias. Tal vez les disuadieron las fuerzas que escoltaban al seneti, o puede que la muerte del casi legendario Petubastis II, ajusticiado por Asurbanipal junto con otros príncipes y jefes revoltosos, hubiese aplacado las ambiciones de Dyanet. En cuanto a los prisioneros, tampoco dieron problema alguno: habían caído en ese estado pasivo de los que se saben condenados y se dejaban conducir como bueyes, en fila, maniatados y unidos por una soga que iba de cuello a cuello.

Aunque el viaje no estuvo exento de sorpresas. Como cuando Petener reclamó a Snefru para indicarle que iban a separarse. Que él seguiría con su escolta de soldados hacia Per-User-Neb-Dyed, en tanto que Snefru y sus policías debían desviarse hacia el oeste, a buscar el Nilo más al sur. Uni les guiaría hasta un punto concreto, en uno de los muchos ramales acuáticos, donde debían entregar a los saqueadores a hombres de confianza que ya estarían esperando. Sólo los varones adultos, porque las mujeres y los niños iban a seguir con la caravana del seneti.

Tanto tejemaneje no podía por menos que dejar perplejo al mensajero del faraón, aunque se cuidó muy mucho de exteriorizar nada, ni de comentar con sus hombres, a los que ya veía bastante desconcertados. Se limitó a acatar la orden, a despedirse de forma ceremoniosa de su viejo amigo y a tomar el camino indicado. Le dio que pensar que los saqueadores se dejaran llevar con mansedumbre, cuando lo lógico era que se hubieran resistido a que les separasen de los suyos. Dado que Uni había tenido un par de conversaciones aparte con ellos, durante descansos, no pudo por menos que suponer que ya habían sido avisados de que eso iba a suceder. No debían de estarlo sus mujeres e hijos, a juzgar por sus gritos y llantos, que sólo se aplacaron cuando los soldados amenazaron con apalearlos con las lanzas.

Y de esa forma volvió Snefru junto a las aguas del Nilo. A través de campos incultos, plantíos vueltos silvestres y canales rotos de aguas estancadas y fango, sobre los que revoloteaban enjambres de mosquitos, llegaron a una aldea abandonada hacía varias estaciones, a juzgar por el estado calamitoso de las chozas de adobes, de que todo estaba cubierto por el limo de las inundaciones y de la altura de la maleza entre las ruinas. Encontraba uno muchas aldeas así, a lo largo de todo el río, porque la desunión y las guerras habían provocado plagas de bandidos —tanto egipcios como extranjeros— que campaban a sus anchas por el valle del Nilo, de forma que los campesinos abandonaban las pequeñas poblaciones, temiendo por su seguridad.

Petener o sus agentes habían elegido ese lugar, sin duda, porque estaba desierto y era, al tiempo, reconocible para el que lo buscase. Y allí, en aguas bajas, entre los papiros ribereños, aguardaba ya una embarcación, con la vela arriada. Y en la propia aldea, entre aquellas chozas ruinosas de techos hundidos, entradas vacías y adobes desmigajados, estaban esperando, pacientes, tres mercenarios griegos. Tres de los muchos que pululaban por el Bajo Egipto, al servicio de príncipes, jefes y del propio faraón. Snefru conocía a esos tres en concreto. Hermolaos y sus hermanos, porque los tres lo eran, pese a ser dos rubios y de tez muy clara, en tanto que el tercero era de piel aceitunada, con ojos y cabellos muy negros.

Los tres vestían túnicas cortas, llevaban los cabellos largos trenzados y se armaban con escudos, lanzas y espadas. Uni, tras rogar a Snefru que aguardase donde estaban, se adelantó para hablar con ellos en voz baja. El mensajero del rey, arco en mano, no quiso ni volverse, porque se imaginaba que sus hombres estarían cruzando entre ellos miradas que lo dirían todo. Sólo cuando el viejo Itef comenzó a protestar que ellos no eran más que artesanos, que todo aquello era una injusticia y que no entendía por qué los llevaban presos, Snefru se giró.

—Ya tendrás tiempo de explicar todo eso al juez. —Zanjó, porque hasta el cambiar unas pocas palabras con gente tan vil le hacía sentirse manchado.

Y, como ocurre a veces con la gente que vive siempre temiendo, esas pocas palabras bastaron para aplacar los temores de los prisioneros. Ellos, que nunca habían respetado nada, al oír a un uetuti nesu asegurarles que serían llevados a un tribunal, aceptaban sin rechistar todas aquellas circunstancias tan extrañas. Pero ya regresaba Uni.

—Esos soldados se harán cargo de los prisioneros, uetuti nesu. Supongo que te alegrarás de ello.

—No lo sabes tú bien.

Cambiaron los presos de guardianes y Snefru y los suyos se apartaron para dirigirse por tierra a Per-Bastet y embarcarse rumbo a distintos destinos. Algunos se giraron al oír gritos destemplados, pero era sólo el patrón de la nave que, al ver que ya volvían con los prisioneros que estaban esperando, mandaba a los suyos que se aprestasen para zarpar. Varios habían saltado por la borda y, a fuerza de manos y hombros, estaban desembarrancando la nave. Snefru observó cómo los ladrones de tumbas chapoteaban en las aguas someras, azuzados por los griegos, y se preguntó si los cocodrilos del Delta, por lo común tan mansos, no se dignarían atacar a aquellos sacrílegos.

Pero ningún monstruo justiciero surgió entre las plantas acuáticas. Eso sí, uno de los prisioneros resbaló y, trabado como iba de manos, perdió el equilibrio, se zambulló y arrastró con él a sus parientes. A punto estuvieron los cuatro de ahogarse en aquellas aguas de tres o cuatro palmos, incapaces como eran de levantarse por ellos mismos. Los griegos y aun el escriba tuvieron que ayudarles, entre muchos chapoteos, denuestos y confusión.

Los hicieron embarcar con ayuda de los marineros y luego algunos de estos últimos acabaron de apartar la nave de la orilla y las plantas, con ayuda de pértigas, para ganar aguas libres. Snefru se quedó contemplando cómo el batel iba derivando poco a poco hacia el centro del río, por un agua amarronada que, sin embargo, resplandecía llena de reflejos del sol, antes de hacer gesto a sus hombres de proseguir y dar él mismo la espalda a esa imagen.