Capítulo 9

Aunque algo perplejo, Snefru accedió a la petición que le hizo la dama Merytneith, a través de un recadero, para que le acompañase a pasear una tarde por las afueras de Menfis. Llevaban ya varios días en la vieja capital, demasiados para el gusto del mensajero del faraón. Porque si Memisabu se pasaba el día en los archivos de los templos, el seneti entregado a sus contactos e intrigas, Bakenamón y Tamit a atender negocios, él no tenía más ocupación que estar mano sobre mano, vagabundear por las viejas calles o vegetar en casas de cerveza.

Por eso aceptó de buena gana, diciéndose que tampoco había tanto motivo para el asombro ante esa invitación. La dama Merytneith hacía honor a su apodo de Tamit, la gata, como había constatado Snefru en el barco que los llevó de Dyebat-Neter a Menfis. No sólo por su constitución flexible, sus modales lánguidos o esa forma peculiar de pintarse los párpados. También por su humor tornadizo o porque, como los gatos, podía prestar toda su atención a alguien o algo, para ignorarlo por completo sólo un rato después. Una forma de ser que sacaba de quicio a muchos, y el ejemplo era el pobre Bakenamón, que estaba siempre pendiente de ella, ávido de caerle en gracia. De hecho, casi con una sonrisa flotando en los labios, Snefru, mientras se decidía o no a llevar a ese paseo su arco, que para él era casi un símbolo de su dignidad, no dejó de preguntarse si la dama no querría arrastrarle a él a ese mismo tipo de juego.

Pero lo cierto es que el interés de Tamit por Snefru era bien distinto. Le intrigaba aquel hombre fuerte, puede que demasiado serio, al que muchos hubieran encontrado incluso algo aburrido. Había estado pensando justo en eso mientras le aguardaba junto a una de las puertas del Menfis amurallado, a lomos de un asno guiado por un pigmeo, con una sirvienta sujetando un parasol de flecos sobre su cabeza y una escolta de media docena de nubios[13] locales, de toda confianza, armados hasta los dientes. Le sorprendió verle llegar sin su famoso arco y sí, en cambio, empuñando un bastón con cabeza de halcón, para indicar su rango. Vestía el mensajero del faraón falda blanca con orla roja y un nemes sobre la cabeza, blanco pero de paño más fino que el que solían gastar las clases trabajadoras. De pasada, ella se preguntó por qué aquel hombre extraño no usaría nunca peluca o, ya en ello, por qué llevaba esa perilla teñida de azul, símbolo de vocación guerrera. Eso sí, aunque había dejado en casa el arco, no se había privado de echarse al cinto la maza, ni de colgar al hombro aquel escudo pequeño, a rayas negras y blancas.

Y eso que decía Bakenamón que el báculo de autoridad de Snefru era su famoso arco asirio. Habían mantenido una larga conversación sobre el uetuti nesu, en la casa de ella, en Dyebat-Neter, la tarde antes de partir. Allí, sentados bajo el techo de cañizo, con los gatos correteándoles entre los pies, el constructor de tumbas se había explayado de buena gana, feliz de contentar así a la anfitriona.

Ella le había atendido cubierta con una túnica leve, libre de joyas, lo que en ella era una muestra de confianza que sólo daba a los muy allegados. De hecho, como él había llegado sudado, por el calor y la caminata, le había invitado a darse un baño, mientras los criados le cepillaban la túnica.

Entre esos dos había una amistad no muy larga pero sí fuerte, basada en el respeto. Tamit era culta, de ingenio inquieto, y fue Bakenamón el que había despertado en ella el interés por las artes, sobre todo plásticas. Se conocieron cuando ella recurrió a él para construir una tumba para su esposo e hijo, digna de ellos, en la necrópolis de Dyebat-Neter y no en Menfis. Quería las mejores calidades, que no les faltase de nada y, sobre todo, que la tumba fuese segura. Por eso la había hecho construir tan al norte, por temor a que los partidarios de los tebanos la profanasen. Y por eso había buscado a alguien que pudiera idear despistes y trampas contra los saqueadores.

Fue durante sus discusiones sobre el diseño, la decoración, las protecciones, cuando —como Tamit era puntillosa y lo preguntaba todo— Bakenamón comenzó a tomar confianza y a dar rienda suelta a su pasión por el arte. Se había explayado sobre pintura, escultura, arquitectura, y, de alguna forma, todas esas disertaciones, a menudo prolijas, habían servido de bálsamo para una mujer aún inmersa en el duelo.

Bakenamón era un purista, un partidario de que los artistas mirasen atrás, a las épocas doradas. Que acudiesen a las formas más puras, aunque para trabajar a partir de ellas y no para imitar, como hacían muchos, cosa que a él le infundía sólo desprecio. Como todos los puristas, rechazaba las influencias griegas, visibles en el trabajo de muchos escultores. De hecho, aquella tarde, sentado tras el baño bajo el cañizo, aireado por una criada con un gran abano, bebiendo vino de uva y picoteando dátiles, no había podido ahorrarse disertaciones, una vez más. Como Tamit no había podido evitar la tentación de pincharle.

—Todo evoluciona, digan lo que digan algunos. Los árboles crecen, los hombres maduran.

—No siempre. A veces, en vez de crecer se envejece. ¿Quién duda que el arte actual sea decadente? Es, en general, muy inferior a los trabajos de la antigüedad.

—¿Y no es eso parte del orden natural? Los hombres maduran, alcanzan su plenitud y luego envejecen. Es lo que le ha ocurrido a Egipto, o eso dicen algunos. Que envejecemos como raza y eso se manifiesta en la decadencia general, que afecta desde nuestras instituciones al arte.

—Evolución, ciclos. ¡Bah! —Bakenamón se permitió una mueca de desdén, pese a que habían sostenido esa conversación infinidad de veces—. Ésas no son ideas egipcias. Es la maldita influencia griega.

—Echas siempre la culpa de todo a los griegos. No sé qué tienes contra ellos.

—Aparte de que contaminan nuestro arte, nada. Aunque, su misma presencia, el verles, me fastidia el humor, porque me recuerda la decadencia que vivimos.

—También sobrevivimos en parte gracias a ellos. Los carios y los griegos han traído nuevas armas y nuevas formas de hacer la guerra. Sin esos mercenarios, el faraón no podría sostenerse.

—Antiguamente, los egipcios nos bastábamos solos para defendernos.

—Me estás dando la razón. Los tiempos han cambiado.

—¡Bah! ¿De qué le sirvieron al faraón Necao sus famosos mercenarios contra los nubios de Tanutamani? Pero en fin, tampoco quiero ser extremista. Lo que te digo es que, de acuerdo, son un mal necesario. Y, como todo mal necesario, hay que tener cuidado. Con los extranjeros, como con el veneno de serpiente. En su justa medida, puede curar; en exceso, matar de forma horrible.

Tamit no pudo evitarse una sonrisa ante tal comparación. Con un ademán, lo invitó a proseguir.

—Necesitamos las lanzas de los carios y los griegos. Pero sería una locura conceder colonias a los segundos, como están reclamando. Yo soy de los que opinan que ni siquiera deberíamos permitirles viajar con libertad por Egipto. Reconozco que algunos son hombres sabios, curiosos, y que se puede aprender mucho hablando con ellos. Pero nada bueno sale al final de esas conversaciones, porque son ellos los que están introduciendo esas falsas ideas de que el cambio es inevitable, parte de la existencia. Conceptos tan ajenos son los que están corrompiendo nuestra visión del mundo. Son como esos viajeros que, sin querer, traen con ellos pestilencias de Asia.

—Cuánto temor a los conceptos. —Ella sonrió, al tiempo que echaba mano a su propia copa de vino, porque la idea de cambio se había convertido en una de las bestias negras de los conservadores egipcios—. Insisto. ¿No cambia la gente, no fluye el Nilo, no se alternan las estaciones?

—Filosofías de vendedor de cebollas y ajos. —Descartó él con gesto casi irritado—. No hay cambio sino alternancia. Existe un orden y ese orden es sagrado. Cualquier alteración de ese orden no es otra cosa que perturbación.

—Ese orden se ha trastocado muchas veces.

—Y siempre para mal. Cuando un hombre enferma, no podemos decir que se ha trasmutado. ¿No? Tan sólo que en su organismo las cosas no van como debieran.

—Visto así…

—Lo mismo le ocurre a Egipto. Está enfermo y ahí están los resultados: decadencia religiosa, corrupción, falta de autoridad. La degeneración artística no es más que otro reflejo de lo mismo. Son como síntomas de ese enfermo del que hablábamos: fiebre, dolor, debilidad…

—Llevas siempre la discusión al terreno que te conviene. —Tamit dejó su copa sobre la mesa—. Bakenamón, ¿por qué eres tan enemigo de lo nuevo?

—Porque alterar algo a veces no lo mejora y sí lo arruina. Ocurre con los ritos y ocurre también con las artes. —Aquí adoptó un aire petulante que, con sus kilos de sobra y su peluca de tres cuerpos, no le favorecía en nada—. He estudiado los viejos cánones desde que era niño. He viajado para ver las obras de los antiguos. La mayor parte de las grandes tumbas han sido saqueadas, pero esa desgracia me ha permitido entrar en ellas y estudiar su diseño, su decoración.

Tamit asentía ahora por cortesía. Aunque fingiera interés, había oído el mismo discurso infinidad de veces, porque Bakenamón era de los que repiten argumentos mil veces. Si no le resultaba del todo aburrido era por la vehemencia con que se expresaba; él, por lo general tan pacífico. También porque, en esos temas, le reverenciaba como a un maestro, aunque no compartiese sus extremos teóricos. Había sido él quien la había iniciado en los entresijos del arte egipcio, en los símbolos, posturas, tamaños, proporciones. Y no dejaba de sentir cierto respeto ante el hecho de que aquel hombre sedentario hubiese viajado sin dudar tan lejos, a las antiguas necrópolis, con los riesgos que eso conllevaba, por más qué él desdeñase eso último con cierto regocijo.

—Nunca he tenido problemas. Siempre he llevado guardas y los ladrones de tumbas no son precisamente valientes. Pero en fin, tenías que ver en qué estado se encuentra Ta-Sekhet-maat. Dan ganas de llorar. Todo abandonado, roto y saqueado. La policía de tumbas ya no existe, ni los sacerdotes acuden a celebrar ritos a las capillas de los muertos.

—¿Y si te confundieran algún día con un saqueador?

—Soy un hombre conocido y procuro avisar a las autoridades, allá a donde voy. Nunca me han puesto trabas a visitar tumbas que hubieran sido violadas.

—Tu amigo, el uetuti nesu, se toma también un interés especial por las tumbas. O al menos eso he oído.

—Snefru… —Bakenamón tomó un sorbo de vino—. Ésa es otra historia, muy distinta de la mía. Él es ante todo un policía. Le admiro. Se atreve a viajar, con las insignias de su rango, a zonas que no controla el faraón de Sau…

—¿Acaso hay otro faraón? —le cortó ella con dureza.

Bakenamón se quedó parado un instante, antes de mover la cabeza.

—Hay otros que se llaman a sí mismos faraones y que cuentan con apoyos, te guste o no.

—Ya. Volviendo a tu amigo Snefru, ése debe de ser otro defensor a ultranza de lo inmutable.

—Aunque pueda parecer a veces una estatua de basalto, lo cierto es que es un hombre complejo. En algunos aspectos, muy conservador, más que yo —ahí sonrió— y en otros un heterodoxo completo.

—He preguntado a mis criados. Corren toda clase de historias sobre él. ¿De verdad es un mesenti?

—Al menos, lo fue. Muchos, en Dyebat-Neter, prestaron oídos en su día a las soflamas de los mesentis. Y eso nos incluye a Petener, o a mí mismo.

—¿Petener?

—Sí, no te rías. ¿Es que no sabes que los tres estuvimos en la primera defensa de Tebas? ¿Por qué crees que estábamos allí? Habíamos ido en peregrinación al templo de la maat, y allí nos sorprendió el ataque asirio.

—Vaya, vaya. Pero, respecto a Snefru, ¿fueron sus creencias las que le llevaron a convertirse en un uetuti nesu?

—No.

Hizo una pausa, como para ordenar pensamientos, que Tamit aprovechó para rellenar las copas.

—En la época en que los mesentis predicaban por el Delta, éramos muy jóvenes. Snefru era el que más atención les prestaba, pero todos lo hacíamos en mayor o menor medida. Oíamos embobados esas prédicas de que la prosperidad de Egipto sólo volvería si se restauraba la maat. —Sonrió—. Sí, es muy posible que siga siendo un mesenti, dispuesto a, con sus actos, hacer que triunfe la maat.

—¿Con ese arco asirio suyo? Vaya métodos.

—Hubo una época en la que era un hombre pacífico, dedicado a sus negocios, con familia. Sólo salía a tirar con el arco por deporte. Fueron las circunstancias de la vida las que le llevaron a convertirse en lo que es. La vida le hizo uetuti nesu, sí, y no sus supuestas creencias.

—¿Qué circunstancias? —Ella se inclinó hacia delante, intrigada, porque algo había oído y Bakenamón, como buen vendedor, tenía su veta de actor y sabía dosificar su relato, para aumentar la curiosidad de sus oyentes.

—Snefru fue siempre un alma inquieta. Un hombre combativo, de principios. En muchos aspectos, un verdadero egipcio, a la vieja usanza. Valiente, preocupado por la moral, respetuoso con los dioses. Nació con el arco en la mano, y todos dábamos por seguro que haría carrera en el ejército.

—Pero no fue así.

—No. Creíamos que dejaría Dyebat-Neter para enrolarse en las tropas de Necao de Sau. Pero se quedó en la ciudad y se dedicó a negocios pacíficos, para sorpresa de casi todos. Tú entonces vivías en Menfis, creo.

Ella asintió. Dyebat-Neter era una ciudad tranquila, al norte del Delta, gobernada por nobles de sangre ma que conservaban sus tradiciones guerreras y se bastaban para mantener el orden, dado que aquello había estado lejos del frente de choque entre asirios y nubios. Allí no habían llegado invasiones, ni se habían producido matanzas, por lo que la gente había vivido al margen de los horrores sufridos en otras partes de Egipto.

—Trabajaba duro, se casó, prosperaba poco a poco, tuvo dos hijos…

—¿Qué ocurrió?

—Todos creíamos que la sangre se le había apaciguado. Pero, de repente, con pocos días de diferencia, murieron sus hijos y su esposa. No fueron los únicos, ya que hubo una pequeña epidemia de fiebres que barrió la ciudad. No sé si la recuerdas.

—No.

—Es normal. No causó demasiadas muertes, pero para Snefru fue calamitosa. Perdió en un abrir y cerrar de ojos a toda su familia.

—Terrible. Pobre hombre. Pero ¿por qué dejó sus negocios para alistarse como mensajero del faraón? ¿Quería huir de todo? ¿O es que la pena le enloqueció?

—No. Justo en la época de las fiebres, se destapó una trama de corrupción. Salió a la luz toda una red de ladrones de tumbas y de mercaderes que daban salida al producto de sus robos, encubiertos por algunos funcionarios de Dyebat-Neter.

—No veo la relación.

—Pues para alguien como Snefru, que considera que la pérdida de la maat es la causa de los males de Egipto, había una conexión clara. Los saqueadores y sus cómplices habían dañado la maat y, como consecuencia, se desató esa pestilencia que se llevó a su familia.

—Ah. —Le miró con sus ojos de gata, cavilosa ahora—. Una especie de magia negra.

—Eso es. La contraria a la que propugnaban los mesentis.

—Entonces, perseguir saqueadores es una forma de vengarse.

—Algo así. Aunque, en general, a Snefru suelen moverle ideales más altos.

—Yo no considero que la venganza sea algo bajo. —Había sonreído ahora de forma tan inquietante que hizo apartar al constructor los ojos.

La dama Tamit tenía en la cabeza esa conversación mientras recorrían los arrabales de Menfis. Cuando las casas comenzaron a escasear para dar paso a sembrados y pasturas, ella despachó a la escolta, lo que no dejaba de ser todo un gesto hacia Snefru, pues le daba a entender que le consideraba protección suficiente. Despidió incluso a la chica que sostenía la sombrilla, que ella misma tomó entre las manos, y al pigmeo que conducía al asno. Snefru se hizo cargo de las riendas, tras pasarse el báculo de mano.

Abandonaron la periferia de Menfis por veredas entre campos de cereales, pastizales en los que andaban sueltas las vacas y canales de agua oscura. Los árboles se mecían en el aire cálido y, sobre sus cabezas, pasaban gran número de aves. Los campesinos desnudos no podían por menos que parar un instante para, azada en mano, observar el paso de esa pareja. El uetuti nesu de perilla azul, con báculo y collares de su rango, guiando al asno de una dama que, aunque obviamente de posición, sujetaba ella misma su parasol.

Aquellas insignias de mensajero del faraón llamaban y mucho la atención de los menfitas. Menfis, como Tebas, vivía en el sueño de sus viejos días de gloria. Pero, al revés que la segunda, que era la capital de los sacerdotes de Amón, aliados a su vez de los nubios, Menfis, Balanza del Alto y Bajo Egipto, estaba de parte del faraón saíta. Y, aun así, tras años de turbulencias, la presencia de un oficial del faraón seguía chocando a mucha gente.

En cuanto a la mujer, no podían por menos que ponderar su belleza, acentuada por unos párpados pintados de azul, la peluca de tirabuzones finos y una túnica de tirantes que le dejaba los hombros al descubierto. Aunque alguno se fijó más en la riqueza que traslucía su gran número de alhajas y más de uno debió de reconocer en ella a la dama Merytneith, dueña de negocios en la ciudad y embarcaciones que surcaban todo el Nilo.

Charlando sobre trivialidades —la última inundación, lo rápido que se había recuperado Menfis de los desastres de la guerra—, fueron avanzando por una senda paralela a uno de los canales. El agua fangosa centelleaba a reflejos del sol y los árboles se mecían en la brisa. Sembrados y pastizales dejaban ya lugar a las huertas, indicio de la proximidad del río. Ninguno de los dos sacó a colación el negocio que les había llevado a Menfis, pero Snefru sí se interesó por la escolta que ella había despachado.

—Trabajan para uno de mis administradores. Mantengo abierta casa en Menfis porque tengo que venir a veces a despachar asuntos. También por respeto a la memoria de mi esposo. Pero el personal es mínimo, lo justo. No veo la necesidad de pagar a ociosos.

—Sabia medida.

—Fue el consejo que me dieron escribas de confianza. —Rodearse de gente capaz y de confianza es, en sí mismo, una muestra de sabiduría.

Ella había sonreído a su manera felina y, tras eso, habían recorrido un buen trecho en silencio. Llegaron a un punto en el que el camino torcía para correr paralelo al río. Entre los árboles de ribera, veían centellear el agua y a pescadores en piragua que, redes prestas, iban en pos de cuanto pez o ave se les pusiera a tiro.

Uetuti nesu. ¿Por qué te causa tantos reparos esta empresa nuestra?

—No son recelos. Pero no conocer ningún detalle, andar metido a ciegas, me tiene desconcertado.

—Tampoco los conozco yo.

—Pues me parece admirable. —Se permitió un aspaviento con el bastón—. Sé que has apoyado económicamente esto, y si ni siquiera has pedido pormenores…

—Soy una mujer curiosa. —Otra de sus sonrisas gatunas—. Pero entiendo que a veces es necesario el secreto.

Snefru agitó la cabeza, haciendo oscilar su toca blanca. No podía dejar de preguntarse por qué se había mezclado esa mujer en política. Para alguien con negocios navieros, había más que perder que ganar en una toma de posición, tal como estaban las cosas. Pero había aportado oro, contactos e incluso la nave en la que habían llegado a Menfis.

—Recelas, uetuti nesu, aunque trates de ocultarlo.

—No voy a negar que estoy inquieto. No pongo en duda los motivos de Petener, al que conozco desde niño. Pero, cuando uno bebe cerveza turbia, ha de elegir con cuidado la caña, no sea que se atragante con algún trozo de cáscara.

Ella sonrió una vez más y él, al hilo de sus propias palabras, no pudo dejar de pensar en Petener. Su viejo amigo estaba, sin duda, algo celoso de la atención que le prestaba aquella dama. Procuraba esconderlo, por supuesto, pero ese tipo de disimulos nunca había sido su fuerte. Le delataba algún mirar torcido cuando los veía juntos, y a Snefru no le había costado mucho sonsacar al cándido Bakenamón. Al parecer, la dama tampoco dejaba indiferente al seneti, aunque lo de éste estaba lejos de la adoración idealizada del constructor. Tal vez era simple deseo, pero cuadraba más con el carácter calculador de Petener que su interés tuviese relación con los negocios y los contactos de Tamit. Se repetía, por tanto, una situación que ya habían vivido muchas veces; porque, por algún capricho del destino, desde que no eran más que dos niños que jugaban desnudos en el polvo de las calles de Dyebat-Neter, habían estado en pugna.

Compañeros de viaje y rivales. Y, lo mismo que en sus juegos infantiles, el seneti no dudaba nunca en recurrir a todo tipo de argucias para ganar. Lo mismo que en Per-Atón, se había instalado en la casa de un magnate local, partidario de Psamético, y había porfiado para que Snefru se alojase con él, con el argumento de que así podría recurrir a él de ser preciso. Aunque sospechaba Snefru que, más bien, lo que buscaba era tenerle lejos de Tamit.

Lo cierto era que el seneti, dejando de lado ese vicio tan cortesano suyo de mezclar cuestiones personales con negocios de estado, merecía alabanza por la elección del alojamiento. Aquella casa era un verdadero palacio, de porche con puertas monumentales y jardines enormes. Muestra de la opulencia de su dueño eran los dos pilonos que se situaban ante la entrada, a modo de adorno. La mansión estaba custodiada por gran número de hombres de armas y allí, a salvo, tuvieron ocasión de hacer planes con más tranquilidad.

No le había sorprendido mucho a Snefru encontrarse con que, en los almacenes, tenían encerrados a aquellos ladrones de tumbas a los que prendiese en Per-Atón. No era difícil suponer que el seneti quería a aquellos saqueadores para algo relacionado con el negocio que se traía entre manos. Lo único que inquietaba al mensajero del faraón era que allí sólo estaban los cuatro varones y que, cuando preguntó por las mujeres y niños a los que montaban guardia ante el encierro, éstos se habían encogido de hombros para dar a entender que ni siquiera sabían que existiesen tales personas.

No había querido sacar conclusiones de todo eso, pero sí pidió a Petener que le permitiera interrogar a esos sujetos. El seneti, que no veía cómo negarse, intentó que Uni, su escriba, estuviese presente, so pretexto de que había que consignarlo todo por escrito. Suponía Snefru que, en realidad, pretendía imponerle su presencia para saber de qué hablaba con los ladrones, porque él ya tenía su propio escriba. Así que esta vez se había reído casi en la cara del otro, aprovechando su vieja amistad.

El seneti, arrinconado, había acabado por dar a entender que tenía algún tipo de pacto con aquellos ladrones. Y entonces fue cuando Snefru había perdido el humor. Había porfiado con aspereza, pues quería interrogarles sobre qué tumbas habían expoliado, acerca también de posibles cómplices, y de cuanto pudiera ser útil para perseguir el saqueo.

—¿Por qué supones que te van a contar nada? —Había acabado por intervenir, burlón, Uni, que estaba presente—. ¿De qué armas dispones para hacerles hablar? No puedes torturarles, ni coaccionarles de manera alguna. Como no quieran delatar a sus cómplices por pura maldad, no sacarás nada. Así que déjate ya de niñerías.

Snefru se había vuelto congestionado, empuñando con tanta fuerza su báculo, por la caña, que el otro había reculado a toda prisa, esfumada la sonrisa, temeroso de que le estampase el pomo de cabeza de halcón en la cabeza. Petener, que conocía el odio de Snefru hacia los ladrones de tumbas, y cómo podía perder la compostura en ciertos casos, había tendido la mano de forma apresurada.

—No olvides el respeto que debes a un uetuti nesu. —Había reprendido a su escriba, antes de rogarle que abandonase el lugar. Luego se había encarado con su amigo—. Disculpa a Uni. Es mi hombre de confianza, mi mano derecha, y nos tratamos con familiaridad. A veces, olvida su lugar y se dirige a quien no debe de forma inadecuada.

Snefru había seguido porfiando y Petener había terminado por recriminarle, lo mismo que días antes su tío el sacerdote, que libraba una guerra particular contra los ladrones de tumbas, movido por la sed de venganza y no de justicia. Pero Snefru, que en esa ocasión no estaba para disquisiciones morales, se había mantenido en sus trece.

—Los necesito —insistía a su vez el seneti—. ¿Es que no puedes entenderlo?

—¿Y cuando no los necesites?

—Tampoco podré dártelos. Les juré que, a cambio de sus servicios, no les entregaría a la justicia. No puedo romper un juramento así. —Alzó la diestra para impedir la réplica del otro—. Pero descuida. Te juro a ti, por lo más sagrado, que no escaparán sin castigo.

Snefru se apoyó en la vara, la mano sobre la cabeza de halcón, para observar al cortesano sin ninguna simpatía.

—Sin el respeto a la ley no somos nada. Es el proceder de la forma correcta lo que garantiza la maat.

—Ya te lo he dicho en más de una ocasión, amigo. Envidio tu forma de encarar la vida, tu seguridad en qué está bien o mal. En fin. —Suspiró—. Te doy mi palabra de que esos impíos no saldrán impunes de ésta.

—Y yo te doy la mía de que no les pondré la mano encima. Déjame verlos.

Así, tras mucho insistir, el uetuti nesu se vio las caras con aquellos saqueadores, para hacerles las preguntas que no había podido durante el trayecto desde Per-Atón al Nilo. Sabía de sobra para qué les quería el seneti: para lo mismo que aquel beduino al que Uni mató de tan mala manera, junto al camino. Por su experiencia a la hora de localizar tumbas ocultas. ¿Por qué, si no, iban a detenerles en secreto, hurtárselos a los jueces y confinarles de aquella manera? El temperamento legalista de Snefru se encrespaba ante procedimientos así, y en que mantuvieran retenidos, sin duda, a sus mujeres e hijos como mayor garantía de docilidad.

El carácter rígido del mensajero del faraón era un tópico, al punto de engañar a muchos, entre los que se incluían viejos amigos que debieran conocerle mejor. Uno de estos últimos Petener, que temía que moliese a palos a los presos. Pero Snefru, lejos de eso, se había tragado su aversión para ofrecerles ropa limpia, mejor comida, pequeñas mejoras en su situación, a cambio de nombres concretos. Pero el patriarca del grupo, el viejo Itef, le había contestado con evasivas, lleno de regocijo mísero al verse en una situación de ventaja.

Uetuti nesu. —La voz de Tamit le sacó de sus cavilaciones—. Espero que no te hayan molestado mis palabras.

—En absoluto. —La observó con esa expresión desconcertada, propia del que ha estado divagando—. Tengo tantas preocupaciones en la cabeza que, a veces, se me va la atención. No. No tengo dudas de la nobleza final de vuestro objetivo. De no ser así, no me hubiera unido. Pero tengo que reconocer que no soy de los que piensan que cualquier método valga.

—Dicen que, para llegar a ciertos lugares, no queda otro remedio que recorrer sendas sinuosas.

—También dicen que es fácil perderse cuando los caminos dan demasiadas vueltas.

—Te repugna la idea de que planeemos apoderarnos de un tesoro funerario… —No pudo evitarse una sonrisa casi de malicia, al ver cómo el otro, riendas y báculo en las manos, se envaraba—. Uetuti nesu, que estamos solos, en mitad de los campos.

—Discúlpame. —Agitó la cabeza, haciendo ondear de nuevo el nemes blanco—. La precaución es en mí un instinto.

—Supongo que es inevitable, cuando se lleva una vida como la tuya.

—Hábito o temperamento, no lo sé. Pero sí, tienes razón, aborrezco expoliar la tumba de un antiguo faraón, por mucho que se haya hecho otras veces, para financiar al estado.

—Has hablado con Memisabu. Él te ha explicado las circunstancias…

Snefru asintió ahora. Había mantenido, sí, una conversación con el sacerdote, que le había insinuado mucho y concretado casi nada. Había aludido a que la tumba que buscaban no era una cualquiera, sino la de un faraón perverso, un hereje que había dañado la maat y causado grandes males a Egipto con su locura.

—No dudo de Memisabu, que parece un hombre sabio. Pero una cosa son los pecados de aquel faraón y otra los nuestros. Los primeros no justifican los segundos. Si es como dice Memisabu, de haber vivido hoy en día ese faraón, tal vez yo hubiese sido de los que hubieran tomado las armas contra él. Pero está muerto. ¿Quiénes somos nosotros para castigarle despojándole de sus tesoros?

—Fue un hombre malvado.

—Fue, tú lo has dicho. No usurpemos el papel de los dioses. Que sea Osiris el que juzgue a los muertos. Bastante trabajo me dan ya los malvados vivos.

—Tienes razón, uetuti nesu. —Ella le estaba observando con otra luz en los ojos, muy parecida a la que apareciera en los de Memisabu, aquella noche, en Dyebat-Neter, puede que porque ella tampoco esperaba reflexiones así en boca de un hombre de armas—. Pero no hacemos todo esto para perjudicarle, sino porque se necesita oro.

—El resultado viene a ser el mismo. Robar a un malvado es lo mismo que robar a un hombre honrado; cambia la calidad de la víctima, no el acto en sí.

Recorrieron unos pasos en silencio, entre cañaverales que el aire estremecía y hacía entrechocar. Pasó sobre sus cabezas un ave blanca de alas festoneadas en negro, para sobrevolar las aguas calmosas del río.

—Mira. Un ibis. —Ella se lo señaló—. ¿No es una señal? Olvida tus dudas. El propio Toth ha venido a mostrarnos que nuestra causa es recta.

Snefru se permitió una sonrisa amable que la otra no llegó a entender. Le sorprendía que una mujer de buena familia, culta, se hubiera contaminado de esa religión popular contra la que tronaban los conservadores, pese a que no era, en sí, más que una muestra de conservadurismo torcido. Las clases populares habían llegado a confundir a los animales con los dioses, a los símbolos con lo simbolizado. Para un peón o un alfarero, un ibis no era un símbolo de Toth, sino el Toth mismo. ¿Y tomar su presencia como una señal? Todo eso era ajeno a Egipto, lo habían introducido carios y griegos, o eso había oído decir.

Ella, aunque no comprendió su cambio de humor, sí debió de pensar que era hora de dar un giro a la conversación.

—¿Tienes idea de cuándo nos iremos de Menfis?

—No. Pensé que tú lo sabrías.

—No sé cuándo ni hacia dónde. Lo único que sé es que Memisabu no hace más que visitar los archivos de los templos. Supongo que busca pistas sobre el paradero de la tumba.

Snefru se encogió de hombros, perplejo ante el hecho de que, justo una persona que había aportado dinero a la empresa, estuviese en tinieblas. Esta vez, ella sí entendió el porqué de su gesto.

—Hay muchas cosas que ni Bakenamón ni yo sabemos. Aceptamos que así fuese, aunque tengo que admitir que no deja de escocerme.

—Éste es un asunto espinoso. Tal vez Petener sospecha que los enemigos de esta aventura tengan un informador entre vosotros. —Se sintió obligado a justificar a su amigo.

—¿Uno de nosotros? —Sentada sobre el asno, la sombrilla de flecos en las manos, le miró atónita.

—Me refiero a un guarda, un escriba, un criado de alguien.

—Ah, sí. Yo también lo he pensado. —Hizo girar la sombrilla, casi juguetona, pensando—. ¿Pero quién?

—Lo único que sé es que no es nadie relacionado conmigo. En esto sólo estamos mi escriba y yo mismo.

—¿Y quién puede ser su amo, el instigador del ataque que sufrimos?

—Ésa es otra incógnita. —Agitó en el aire su báculo.

Pero, pese a lo lacónico de la respuesta, había dado más que vueltas a la cuestión. El acento sureño de los que le atacaron en Per-Atón, unido a que varios de los invasores de la finca de Bakenamón eran nubios, podría apuntar a los sacerdotes de Amón o a Tanutamani, el faraón negro, si no a los dos. Pero no se atrevía a entregarse a la certeza. Como de sobra había constatado a lo largo de su carrera como oficial del faraón, lo evidente podía ser engañoso. Aquellos esbirros podían serlo de cualquiera de los príncipes o jefes ma que tenían algo que perder con la reunificación. Puestos a no descartar nada, podían trabajar incluso para el Ojo de Dios, el legendario servicio secreto asirio.

—¿Y si hubiera que mirar más lejos? —preguntó de repente ella—. ¿Y si algún funcionario de la corte de Sau no fuese tan leal como debiera?

—También pensé en eso y se lo planteé a Petener. No puede ser. Por razones obvias, nadie sabe nada, fuera del faraón y su chaty, claro. —Volvió a agitar el bastón, para dar más énfasis. Era lógico que el faraón quisiese ocultar algo tan delicado como era el expolio de la tumba de un antiguo faraón, no importa cuán hereje y maldito hubiera podido ser—. Nos faltan datos. Lo único cierto ahora es que tenemos que estar alerta, ya que no podemos pasar desapercibidos. No conocemos la identidad de nuestros enemigos, pero sí podemos suponer que tienen agentes en Menfis y que éstos les han avisado ya de nuestra presencia.

—¿Tendrán los asirios que ver con todo esto? —La gata seguía dándole vueltas al tema de quién pudiera estar detrás de todo eso.

—Puede, pero lo dudo. No veo qué interés pudieran tener los asirios en impedir que Psamético refuerce su poder. Les da igual cómo consiga financiarse y, después de todo, ellos le hicieron faraón. Les conviene que afiance su poder sobre al menos todo el Bajo Egipto, para servir de tapón frente a los nubios. Supongo que, para ellos, el ideal sería un faraón más fuerte de lo que fue Necao, aunque no lo bastante como para convertirse en un rival. Un término medio.

—Y los poderosos del Delta Oriental.

—Su fuerza mengua de día en día. Ya oíste lo que se dijo el otro día: muchos andan en negociaciones para someterse de manera pacífica a Sau. Además, no creo que ni los dyanitas ni los jefes ma sean capaces de mantener una red de espionaje tan extensa. Y ésta lo es, lo bastante como para tener agentes en Sau, Dyebat-Neter, Per-Atón

—Entonces, sólo pueden ser los tebanos, los sacerdotes de Amón.

—Eso apostaría yo. Pero no podemos estar seguros.

De nuevo, la simple mención a los adoradores del Oculto había hecho que la voz de Tamit se cargase de veneno. Snefru la había observado, curioso, y ella, al advertirlo, había recobrado en un pestañeo la compostura, aunque algo le dijo al mensajero del faraón que hervía por dentro.

Prosiguieron ahora en silencio. Snefru con las riendas en la diestra, el báculo en la zurda, golpeteando con la contera la tierra del sendero. La dama cabalgando de lado, sujetando su parasol y ahora sumida en sus pensamientos. Pero luego, cuando, tras una de las revueltas del camino, ella levantó la vista, a Snefru le pareció que el rostro se le aclaraba de golpe, como nubes que se abren. Tan drástico fue el cambio que él, intrigado, siguió la dirección de su mirada.

Allí, más allá de un palmeral, y de cañas y juncos que se mecían en el agua, se alzaba un coloso de piedra. La efigie de un faraón entronizado, las manos sobre los muslos, tocado con doble corona y con el mentón adornado por perilla cuadrada. Contempló el mensajero del faraón esa estatua gigantesca del Gran Ramsés II, idéntica a otras que había visto en sus viajes por todo Egipto. La dama, con un gesto, le dio a entender que aquél era su destino. Así que él, con un tirón de riendas, desvió al asno por un lateral, entre herbazales altos que temblaban con la brisa.

No había cultivos en las inmediaciones, quizá por respeto a esa estatua del faraón glorioso. Quedó Snefru asombrado por la belleza extraña de aquel lugar silvestre. Se alzaba el coloso en aguas someras y espejantes, aunque sin duda sus constructores la habían emplazado en tierra firme. Pero alguno de los caprichos del Nilo, en algún momento, había derivado un brazo de agua para crear esa laguna de aguas bajas y despejadas, bordeada de juncales.

La dama se apeó del asno con una agilidad que hacía honor a su apodo felino. Hizo a un lado sombrilla y sandalias, antes de, con fluidez, soltar los tirantes para librarse de la túnica. Snefru, retirado un par de pasos, observó cómo dejaba sobre la silla del asno la prenda para, cubierta sólo de collares y pulseras, adentrarse en la laguna, chapoteando en las aguas bajas. Se quedó allí parado, observando el cimbreo de su espalda. Sí que era de figura tan espigada como la de una bailarina y, por sus caderas, nadie hubiera supuesto que había tenido ya un hijo. Ella, luego de unos pasos, se giró y, con las manos, invitó a su acompañante a seguirla al agua.

Se descalzó él, soltó también el báculo. No abandonó en cambio maza, escudo ni puñal, por simple costumbre, y entró en la laguna para unirse a ella. Cuando la alcanzó, vio que se estaba riendo.

—Los peces me están picando las piernas. —Agitó risueña la cabeza, de forma que hizo ondear los tirabuzones de su peluca y los abalorios de sus collares entrechocaron sobre sus pechos—. Había casi olvidado ya esta sensación.

Snefru, apenas se detuvo, sintió a su vez los mordiscos de los peces que, curiosos, se acercaban a esos intrusos en su territorio. Tamit, aún riendo, se dio la vuelta para seguir su camino por la laguna, provocando ondas a cada paso. Junto con la túnica y sandalias, parecía haberse despojado de atavíos no tan visibles, como aquel amaneramiento suyo y una sombra que parecía a menudo arroparla. Avanzaron juntos, chapoteando, hasta arribar a la gran estatua. Ella alzó los ojos hacia ese rostro de roca, tan sereno como benévolo, como corresponde a un gran dios. Luego, reverente, apoyó la mano sobre la piedra áspera. Snefru, intuyendo que todo aquello era algún tipo de rito privado, se mantuvo a un par de pasos y, no deseando incomodar siquiera con su atención, echó una ojeada a los alrededores.

—No hay cocodrilos por aquí, si es eso lo que temes —le advirtió ella, sonriente.

El mensajero del faraón, metido casi hasta las rodillas en el agua, las manos en la cintura, no dejó de pasear la mirada por los contornos.

—Estar atento es una costumbre. Sólo eso. Pero cuesta desprenderse de las costumbres.

Pese a esas palabras, lo de los cocodrilos no dejaba de inquietarle, por más que la voz popular dijese que los cocodrilos del Delta eran mansos y no atacaban a los hombres, y a que él, en persona, jamás hubiera presenciado ningún incidente, ni conocido a nadie que hubiese sido víctima de uno de ellos en esas aguas. Pero sí había oído relatos sobre personas arrastradas a aguas profundas y devoradas. Y, aunque no supiese si prestar crédito o no a esas historias, si contra algo no podía luchar era contra su desconfianza innata. Aparte de que los juncos y papiros podían ocultar a otros enemigos que no fuesen los cocodrilos y los hipopótamos.

Se alzó un soplo de aire cálido y, a su impulso, se doblegaron las plantas ribereñas y las palmeras. El agua centelleaba y grandes bandadas de aves sobrevolaban el Nilo. Tamit se giró para encararse al sol y, con los ojos casi cerrados, se frotó la espalda desnuda contra la piedra de la estatua, como si ejecutase un rito de fertilidad, o como una gata satisfecha que disfruta al solearse. Sus collares multicolores volvieron a resonar. Mientras cimbreaba la espalda contra la roca, las sartas de cuentas se estremecían, ocultando y descubriendo los pezones oscuros. Los ojos de Snefru se posaron sobre ellos y no pudo evitar sentir cómo un estremecer le subía por el espinazo, aunque ella, al menos en esos instantes, estaba atenta a sí misma, y no a tratar de seducirle.

Pasó otro ibis de alas blancas y negras, saeta sobre las aguas. De soslayo, Snefru se cercioró que el asno seguía por allí, pastando. La dama despegó la espalda de la piedra para apoyar sobre ella una mano.

—Veníamos aquí a menudo. Mi esposo nos traía, a nuestro hijo y a mí. Este lugar es especial para mí. Está asociado al recuerdo de la felicidad.

Snefru asintió con lentitud. ¿Quién no tiene lugares especiales, cargados de significados íntimos? Contempló el rostro sereno de piedra, los reflejos del sol en el agua, las cañas que se mecían y entrechocaban.

—Es un lugar muy hermoso —asintió, más que nada porque la experiencia le decía que, cuando alguien hace comentarios de cierto tipo, espera a su vez alguna respuesta, a la par que no desea entrar en honduras al respecto.

—Mucho. No hay otro igual, al menos para mí. Siempre que vuelvo a Menfis, regreso aquí.

Esta vez él se limitó a agitar la cabeza, porque nada había que contestar a eso. Ella le observó con sus ojos sombreados de kohl negro, con la mirada de quien duda si dar más confianzas o no.

—En realidad, uetuti nesu, si vengo aquí, es para encontrarme con los míos.

—¿Encontrarte?

Ahora asintió ella, al tiempo que se apoyaba otra vez en la piedra y alargaba la mirada para contemplar los márgenes de la laguna, puede que para rehuir el contacto de ojos mientras hablaba de eso.

—Hay quien dice que los pájaros ba[14] vuelan una y otra vez a los lugares que más amaron, a donde más felices fueron. ¿No lo has oído contar nunca? Yo lo creo y por eso vengo aquí. Regreso para, en cierta forma, reunirme con mi esposo y mi hijo. Sentir que están aquí, conmigo…

Mientras decía eso, volvió las palmas de las manos hacia arriba, pero no como el que reza, sino como el que ofrece comida a los pájaros. Snefru callaba. Egipto estaba lleno de doctrinas populares y variantes de la religión tradicional. Versiones que iban desde la adoración ciega de los animales, como si fuesen los verdaderos dioses, a creencias como la que acababa de mencionar Tamit. Asintió para sí mismo, sin mudar de gesto. ¿Acaso no seguía él mismo, Snefru de Dyebat-Neter, un credo popular, que muchos consideraban herético? Ella advirtió aquel asentimiento mudo y tal vez lo malinterpretó, porque fue como si volviese de muy lejos, de forma que esa Tamit más vulnerable se replegó tras la dama de gestos medidos.

Uetuti nesu, he oído decir que eres un hombre muy religioso.

Él se permitió una sonrisa delgada.

—A saber qué entienden por hombre muy religioso los que te han dicho eso.

—¿Y qué entiendes tú por ello? —Ahora le observaba con ojos entrecerrados.

—Uno ha de observar los ritos y los preceptos, sin duda. ¿Qué sería de Egipto si no se ejecutasen las ceremonias en sus fechas, en las formas estipuladas? Pero creo que, además, un hombre ha de ser recto de corazón. Y que los actos individuales son tan importantes para Egipto como las grandes celebraciones colectivas.

Ella le seguía observando con mirada ambigua. Parecía tener preguntas en la punta de la lengua que no se decidía a formular. A Snefru, que la observaba a su vez, le llegó con más fuerza el aroma de su perfume, hecho de mirra y canela. Y ella, caprichosa, pareció cambiar de golpe de humor, porque acarició de nuevo con la diestra la piedra, esta vez como si se despidiese de un viejo amigo, antes de abandonar su amparo.

—¿Te importa que regresemos ya, uetuti nesu? Me temo que mi tiempo libre es escaso. Cada vez que se me ocurre aparecer por Menfis, me persiguen los administradores y los escribas, muchos, todos ansiosos de repasar cuentas.

—No deja de ser una suerte. Yo, en cambio, no tengo nada que hacer aquí, aparte de esperar a que Memisabu, o Petener, decidan que es hora de partir.

Se acarició la perilla azul, mientras ella echaba ya a andar por las aguas bajas. No tenía muy claro qué buscaba con exactitud el sacerdote en los archivos de los templos. Tampoco lo sabía Bakenamón que, para regocijo de Snefru, había tratado de sonsacarle, creyendo que Petener podía haberse confiado a él.

Regresaron a la orilla, chapoteando con lentitud. Se calzaron las sandalias y luego ella se ciñó de nuevo la túnica de tirantes, sin preocuparse de que los bajos se le humedeciesen. Y tomaron el camino de regreso hacia Menfis, sin hablar durante largo rato. Fue ella la que primero despegó los labios.

Uetuti nesu. Tengo entendido que tú también perdiste a una esposa y dos hijos.

—Así es. Hace años ya de eso. Pero no fue por las armas, sino de fiebres.

—Lo sé. Dime: ¿el paso del tiempo consigue mitigar el dolor?

Snefru, báculo en zurda y riendas en diestra, quiso ponderar con calma una pregunta así. Tanto tiempo se tomó que al final la otra prosiguió:

Uetuti nesu, te he molestado.

—No lo has hecho. —Apartó los ojos de la nada en la que los había puesto—. Disculpa. Estaba pensando la respuesta. Sólo te puedo hablar de mí mismo y no de otros. En algunos hombres, el tiempo no sólo mitiga el dolor, sino que además les concede el olvido. Al final, para ellos, el culto a sus muertos acaba por convertirse en una obligación, un rito que realizar de forma mecánica.

—No es algo que yo encuentre deseable.

—No, tampoco yo.

—¿Y en tu caso?

—El dolor se ha transformado. Al principio era atroz, como el de la carne abierta por una cuchillada. Pero ahora es como el de las viejas heridas, que está siempre ahí y asoma cuando cambia el tiempo.

Los cascos de la bestia y la contera del báculo resonaban contra el camino. Los hortelanos en sus campos se detenían unos instantes, azada en mano, a contemplar el paso de esa pareja. Habló ella.

—A veces, me da por pensar que lo mejor hubiera sido estar aquel día en mi casa, compartir el destino de los míos, cuando los esbirros de Amón forzaron las puertas e irrumpieron hachas en mano…

Snefru, una vez más cogido a trasmano por un giro tan brusco, tardó un instante en responder.

—¿No estabas en Menfis?

—No. Había ido a Dyebat-Neter, a visitar a mis parientes, y allí me sorprendió la noticia de que los nubios habían atacado Menfis.

—¿Pudiste recuperar los cuerpos? ¿Darles un entierro digno?

—Sí. Uetuti nesu, fueron días de horror. Los partidarios de Tanutamani y los fanáticos de Amón guiaban a los nubios a las casas de sus enemigos. Echaban abajo las puertas y asesinaban a familias enteras, sin que nadie se atreviese a plantarles cara. Tuve la suerte de que algunos hombres decididos se arriesgaron para recuperar los cuerpos de mi esposo y mi hijo.

—Al menos, sus kas podrán descansar en el otro mundo.

—Mi marido era un hombre bueno y, cuando llegó la hora, no le faltaron amigos que se jugasen la vida por él.

Snefru asintió, al tiempo que caía en la cuenta de que ella, en ningún momento, había mencionado el nombre de su esposo. Se preguntó qué motivo tendría para ello. Pero luego olvidó aquello, al fijarse en que, senda adelante, había tres campesinos sentados a la vera del camino, con una cesta grande y una pértiga para transportarla. Tal vez, se habían detenido un instante a descansar, porque la cesta debía de ser pesada y la pértiga debía de lastimarles los hombros desnudos. Pero no era eso lo que le había llamado la atención, sino que, por algún motivo, no le parecían campesinos verdaderos. No podía precisar por qué, excepto que a él, amigo del disfraz, algo en sus actitudes le sonaba a falso.

Se detuvo, reteniendo con mano firme las riendas del asno. Tamit, sorprendida, giró la cabeza, antes de volver los ojos al mensajero del faraón, desconcertada, porque al mirar no había visto otra cosa que a tres campesinos con calzones y paños en la cabeza, haciendo un alto en el camino. Snefru no le prestó atención, ocupado como estaba en examinar con gesto adusto a esos tres. Luego, tras entregar las riendas a la propia dama, se adelantó, empuñando su báculo de autoridad.

—¿Cuáles son vuestras intenciones? —les espetó con aspereza.

Los aludidos, desde su posición en cuclillas, le observaron con prevención. Uno de ellos, al menos, trató de mostrar sorpresa. Se incorporó despacio, las manos abiertas, para hablar con respeto.

Uetuti nesu, no sé a qué te refieres. Vamos de camino a entregar estas cebollas…

—Vosotros tenéis de hortelanos lo que yo de barquero. —Golpeó el suelo con su báculo, como si pronunciase sentencia—. ¿Qué sois? ¿Bandidos?

El supuesto campesino, alto, magro, de piel oscura que podía indicar algo de sangre nubia en sus venas, le observó ahora con párpados entrecerrados, mientras perdía cualquier aire de supuesta humildad. Se giró, mientras sus dos compinches saltaban en pie y los tres, a una, echaron mano al gran cesto, para sacar armas hasta entonces escondidas.

Snefru, que ya estaba dispuesto a la lucha, pese a su calma, no perdió ni un pestañeo. Dejó caer sin ceremonia su báculo para echar manos a la maza de bola de ébano y al escudo pequeño, blanco y negro. Tan rápido fue su gesto que a Tamit, que observaba cada vez más atónita, le pareció casi arte de malabarista. Como en los cuentos populares, el funcionario se había transformado, en un latido, como por arte de magia, en un guerrero armado.

Sorprendió también a esos tres y no al contrario, como había sido la intención de éstos. Aún estaban rebuscando en el cesto de mimbre y ya el mensajero del faraón caía sobre ellos enarbolando su maza. El que había hablado estaba inclinado, extrayendo una espada griega, cuando Snefru descargó un golpe terrible sobre su cabeza que le echó por tierra, sangrando bajo el paño. Acto seguido, tuvo que recular varios pasos, porque los otros dos le acometían a una, también con espadas.

Hurtó el cuerpo a una estocada, paró otra con el escudo y, aprovechando que, llenos de rabia, sus enemigos se habían arrojado a ciegas contra él y estaban desequilibrados, hizo un barrido horizontal con la maza. La cabeza de ébano impactó contra el codo del que estaba a su izquierda. Los huesos se rompieron con un crujido que la dama Tamit oyó desde donde estaba, a varios pasos de la pelea. El herido lanzó un alarido atroz, mientras la espada se le escapaba de los dedos sin fuerza.

Pero el tercero le acometió sin amilanarse. Aquellos hombres estaban hechos al combate. Sostuvieron un intercambio rápido de golpes pero, ahí, uno contra uno, era Snefru el que tenía toda la ventaja, porque contaba con escudo. Paró dos puntazos, con resonar de hierro sobre cuero pintado, y, al tercero, bloqueó con el escudo, abrió la guardia del arma enemiga y, haciendo girar la maza, le clavó a su contrario la contera afilada en el vientre. La sacó tan rápido, sin un respiro, que Tamit sólo llegó a intuir, más que ver en realidad, la maniobra.

Mientras el herido se derrumbaba de cara en el polvo del camino, el mensajero del faraón se giraba ya para hacer frente al único atacante que seguía en pie. Pero éste, el brazo derecho quebrado, huía tambaleante, sujetándose el codo con la zurda, dando traspiés y buscando salvar la vida campo a traviesa.

Snefru le observó correr haciendo eses, pesaroso de no haber llevado consigo el arco, antes de volver su atención a los otros dos. Pero uno estaba muerto del gran golpe en el cráneo, su paño de cabeza retinto ya de sangre. El otro agonizaba bocabajo, con babas sanguinolentas embarrando el polvo del camino. Snefru, que había visto a no pocos heridos, supo que no tardaría en morir.

La dama Tamit, que había saltado del asno, se llegó hasta su lado. Observó a los vencidos, antes de encararse con el mensajero del faraón.

Uetuti nesu, eres un gran luchador.

Lo dijo en un susurro, con un fulgor nuevo e inconfundible en los ojos oscuros. De nuevo, hasta Snefru llegó su aroma a mirra y canela. Como él no dijese nada, atento a limpiar la contera de su maza con hierbas, ella añadió:

—Es la segunda vez que me salvas la vida.

—O tal vez te la he puesto en peligro. Puede que éstos quisieran matarme a mí.

Se enlazó, por la correa, la maza al cinto. Ella, que le traía el báculo de su rango, se lo tendió de forma casi ceremoniosa.

—Toma. Has batido a tres enemigos tú solo.

—Hubiera preferido capturar a alguno vivo. Los muertos no hablan.

—¿Tendrán relación con los que nos atacaron en Dyebat-Neter?

—Espero que sí. Es mejor tener un enemigo que dos. Sólo nos faltaría que éstos obedeciesen a otro amo. Aunque tenían acento de Menfis, ¿te has dado cuenta?

—¿Y qué conclusión sacas de ello?

—Que nuestros enemigos tienen agentes en todos lados. Y esta vez no querían secuestrar a nadie. Venían a matar. Hay que urgir a Memisabu a ultimar sus indagaciones, sean cuales sean. Tenemos que marcharnos lo antes posible o, si no, tal vez nunca salgamos de Menfis.