Capítulo 4
Bel-Nirani, uno de los mejores agentes del Ojo de Dios, el legendario servicio secreto asirio, de regreso de lo que fue su última misión en Egipto, tuvo oportunidad de comentar pormenores de la misma con el propio rey Asurbanipal. El monarca, espejo de ferocidad para los pueblos vecinos, era hombre de mente inquieta y, además, sentía especial simpatía por aquel hombre. Uno que, pese a ser de cuna noble, se había dedicado a aquella labor oscura, lejos de la gloria de las batallas y, empero, vital para la supervivencia de Asiria.
Mientras paseaban por los jardines del gran palacio real de Nínive, entre árboles en flor y toros de piedra alados, Bel-Nirani quiso explicar al rey en qué consistía con exactitud la maat de los egipcios. Lo intentó, al menos, ya que era un concepto tan inasible que hubo de echar mano de comparaciones y metáforas para aproximarse a él. El rey, tras escucharle un buen rato, había acabado por menear la cabeza.
—Orden, verdad, justicia…
—Los egipcios la definen mediante esos tres atributos, sí. Pero la maat es algo más que la simple suma de los tres.
—Ya. —Asurbanipal movió, majestuoso, la cabeza—. Maat, por lo que veo, es uno de esos conceptos básicos que, creo, todos los pueblos tienen. Entiendo que se define a sí misma y no a partir de nada, tal como ocurre con vida, muerte, piedra, árbol.
—Así es. Maat es maat.
—¿Pero no es también un dios? Creo recordar haber visto alguna estatua suya, traídas por mis soldados tras alguno de los escarmientos que tuvimos que dar en Egipto.
—Una diosa, sí. Una alada, con una pluma de avestruz en la cabeza. Esa pluma, señor, es entre los egipcios el emblema de la justicia y esa diosa, con su pluma, aparece a menudo en las pinturas del juicio de las almas. Pero tengo que insistir en que la maat es más que justicia. La justicia define a la maat de igual forma que afilada define a una espada, por ejemplo. Es una de sus características.
—Eso lo entiendo.
—Hay quienes llaman a la maat la luz de Egipto. Y no es mala definición, porque es la maat quien alumbra el camino del reino. Cuando la maat impera, Egipto prospera.
—Y, claro, cuando se pierde, sobreviene la ruina del reino.
—Sí. —Bel-Nirani, fornido, de hombros anchos y manos grandes, se había acariciado la barba espesa, contento de haber podido dejársela crecer de nuevo, luego de vivir rasurado entre egipcios, haciéndose pasar por uno de ellos—. Desde tiempos inmemoriales, los egipcios han celebrado ceremonias relacionadas con la maat. Una de las más sagradas era aquélla en la que el faraón proclamaba el imperio de la maat…
—¡Ah! —El rey le miró, interesado—. ¿Estarán en esos ritos los orígenes últimos de esa secta de magos, los mesentis, de los que me hablabas?
—Tal vez. Se ha producido, en Egipto, una fractura seria entre la religión tradicional y las formas religiosas populares. Los mesentis son, sí, magos que, mediante el ejercicio de la rectitud, pretenden devolver la maat a Egipto. Su existencia misma es una muestra de la decadencia de Egipto. —Sonrió—. De la pérdida de la maat, por decirlo en sus propios términos.
—Siempre hubo magos y hechiceros en Egipto.
—Sí, pero no eran más que una variante de su religión. Hombres capaces de convocar a los elementos sobrenaturales, tanto para hacer el bien como el mal. Los mesentis procuran obrar con rectitud, evitar los cuarenta y dos pecados, como un acto mágico cuyos efectos deben alcanzar a todo el país.
—La magia, por lo general, viene a ser una especie de atajo para conseguir las cosas. No sé yo si una así, con el gran esfuerzo personal que parece requerir, podría llegar a ser muy popular entre las gentes.
—Los mesentis, en su momento, causaron un revuelo bastante considerable en algunas zonas del Delta. Pero ese momento ya pasó. En efecto, a la hora de la verdad, pocos abrazaron de forma activa el credo mesenti y, además, sus grandes figuras fueron asesinadas por instigación de los jefes ma. Hablo de hace años.
—¿Por qué? ¿En qué les molestaban esos hombres virtuosos?
—En que proclamaban la necesidad de la unión de Egipto, como requisito indispensable para la restauración de la maat.
—Ah, ya. Pero algún mesenti queda, ¿no? Ese oficial del faraón…
—¿Snefru de Dyebat-Neter? Él nunca admitió ser un mesenti, aunque tampoco lo negaba.
—Ya. Bueno, prosigue con tu historia.