Capítulo 13

Hay veces que, sin necesidad de que nadie diga nada, todos saben que comparten sensaciones parecidas. Urgencia, incertidumbres, dudas. Todas eran incógnitas. Ignoraban si la treta había dado resultado y no podían apartar el temor a que sus enemigos sospechasen cuál era su destino real. Tal vez el recuerdo de los faraones malditos hubiera sido borrado, pero, sin duda, los sacerdotes de Amón conservaban buena memoria de todo. Y, a falta de algo mejor, apenas se destapase el ardid, los tebanos iban a dirigir su atención hacia aquella capital olvidada. Más tarde si los suyos eran aniquilados, más pronto si alguno lograba sobrevivir y dar la alarma.

Emplearon el resto de la mañana en varar las naves, abatir mástiles y camuflar los cascos con vegetación, para luego dedicar la tarde a montar un campamento junto a las ruinas del templo ribereño. Estaban ahí a pocos keths de sus naves, a mano de acudir a ellas en un suspiro, de surgir alguna emergencia. Mientras todos se afanaban en la descarga y montaje, Memisabu había vuelto a aquella vieja calzada que recorría la orilla de sur a norte, para una exploración en serio, más allá de la barriada meridional. En esa ocasión le dieron escolta no egipcios ni nubios, sino los tres griegos, quizá porque para estos últimos iba a significar mucho menos lo que pudiese descubrir.

Snefru, que no era de los de estar mano sobre mano, salió por su cuenta a batir los alrededores, junto con su escriba Kayhep. Como ya había advertido la primera vez que se llegó hasta la calzada, la franja de verdor en esa bahía era más bien angosta, al punto de que desaparecía entre las ruinas y ya, desde allí hasta los farallones que cercaban aquel anfiteatro natural, no había sino una extensión de tierra y piedras, como una caldera baldía abrasada por el sol.

Los dos hombres del faraón emplearon esa tarde y el día siguiente en batir aquellos parajes, para asegurarse de que ninguna amenaza acechaba tras las rocas peladas. Cierto era que los hombres evitaban esa bahía pero, por eso mismo, también era buen destino para posibles proscritos. Fugitivos que, de haberse llevado sus mujeres y procreado, podían haber dejado descendientes que, vueltos al salvajismo, serían más bestias que humanos. Seres así merodeaban por los desiertos, alimentando las leyendas sobre ogros caníbales, parientes de los demonios de las arenas.

Pero no parecía haber un alma en aquel semicírculo áspero de calor y polvo. Lo recorrieron de sur a norte, de oeste a este, sin descubrir ni una huella, ni un indicio de que nadie hubiese pasado por allí desde hacía décadas o siglos. Fue una jornada de sed y fatigas, de aires que rielaban, dibujando a lo lejos espejismos, a cada cual más extraño. Pero no les resultó del todo estéril, ya que, aparte de disfrutar con la caminata, luego de varios días embarcados, pudieron hacerse una idea más cabal de cómo era toda aquella bahía entre cerros pétreos.

Los farallones formaban un anfiteatro, sí, pero abierto en varios puntos por gargantas que, en otro tiempo, debieron de ser de torrenteras. Cauces secos desde hacía edades, recuerdo de eras muy lejanas. Snefru, al pasar junto a las bocas de esas gargantas, no podía evitar echar la mirada a lo largo de ellas, a la par que se preguntaba cómo sería todo aquello en los días en que el agua de las tormentas bajaba por allí espumando. Luego, de forma inconsciente, acababa siempre por volver los ojos al río, oculto por los palmerales. Y era entonces cuando, si forzaba la vista, podía distinguir que allí, en tiempos remotos, se había alzado una ciudad poderosa, formada por varios núcleos de población segregados, alienados todos junto a la calzada norte sur.

El más meridional de esos núcleos era aquel barrio que habían visitado el día anterior. Como estaba en línea con el templo del río y había que pasar junto a los restos de sus muros para dirigirse al interior, Snefru y Kayhep habían visto pruebas de que, en efecto, no todos los daños se debían a la mano del tiempo. Que allí, como dijese Memisabu, se habían llevado a cabo desmantelamientos, retirando no sólo sillares de piedra, sino también ladrillos de adobe. Kayhep, hombre de ojo atento y mente activa, se había preguntado en voz alta si esa destrucción habría obedecido a cuestiones económicas o si habría habido algo más, tal vez el deseo de borrar toda aquella urbe de la faz de la tierra.

Al norte de ese barrio estaban las ruinas pétreas de lo que debió de ser el corazón de la ciudad, con los restos de un gran palacio y varios templos de diversos tamaños. Snefru hubiera querido explorar todo eso a fondo pero, al ver que por allí andaban Memisabu y los tres griegos, y sabiendo lo reservado del sacerdote en ciertos temas, optó por desviarse y seguir viaje de reconocimiento. De esa forma alcanzaron, más al norte, a un segundo barrio similar al sureño y, todavía más lejos, muy cerca ya de los riscos septentrionales, lo que quedaba de dos palacios.

En sus vagabundeos a lo largo y ancho de la bahía, descubrieron también las ruinas de un poblado al interior, a medio camino entre la ciudad central y los farallones orientales. Moradas modestas, apiñadas, sin árboles ni pozos, lo que hacía suponer que el agua llegaba desde el río. Aquello debió de ser un asentamiento de obreros especializados, tal vez canteros que trabajaban en las tumbas de las colinas. Muy al norte, encontraron también unos altares en mitad de la nada. Por algún motivo, Snefru se había sentido impresionado ante esos altares solitarios, dedicados en su día a quién sabe qué dioses. Parado ante ellos, entre los golpes de aire ardiente, había cedido a una melancolía extraña, inducida tal vez por la desolación del lugar, el viento, el abandono, y tardó mucho en salir de aquel estado de ánimo.

Al regresar ya bien entrada la tarde, los arcos a las espaldas y las túnicas ondulándose a cada caricia del aire, se encontraron con que reinaba una excitación más que considerable. Memisabu había ido a instalarse en las mismas ruinas del barrio meridional, aduciendo que era más cómodo para él, porque tenía que ir y venir por distintas zonas de la ciudad y así ahorraba tiempo. Una excusa que no engañó a Snefru, que supuso que más bien buscaba alejarse de bateleros, guardas y criados, y evitar así que nadie pudiera, por accidente, descubrir qué estaban buscando.

Tras aquellas excursiones de ojeo del día anterior, el sacerdote se había llevado consigo a los cuatro saqueadores, bien custodiados por los tres griegos, y les había obligado a cavar en los patios del gran palacio y algunos de los templos. Las dos primeras veces no habían encontrado nada pero, a la tercera, sus azadas habían sacado a la luz cantidades ingentes de papiros, preservados por la aridez de aquellas tierras secas. Memisabu había jugado con la suposición —a la vista estaba que acertada— de que los sacerdotes y los funcionarios leales tenían que haber enterrado sus archivos, antes de obedecer la orden del faraón de abandonar sin demora la capital.

Era una verdadera montaña de rollos, a los que Memisabu no había permitido que nadie echase ni un vistazo, para disgusto de más de uno, el primero de todos Bakenamón, siempre tan ansioso de conocer sobre los tiempos antiguos de grandeza. Sí había, al menos, comentado que la gran mayoría eran registros contables e informes de actividades, y que le iba a llevar cierto tiempo seleccionar los que necesitaba examinar.

La tarea, a la vista de la cantidad de documentos, parecía ingente, pero eso no parecía pesar al sacerdote. Sólo había aceptado la ayuda de los dos escribas, Uni y Kayhep, a los que tenía por hombres discretos y capaces que sabrían trabajar a buena velocidad, para descartar los documentos inútiles. Puede que para compensar al mohíno Bakenamón, o para no tenerle rondando por el campamento de mala cara, el seneti Petener le había instado a visitar las tumbas de los farallones de la zona sur de la bahía.

Eso consiguió al menos animar algo al constructor, aunque suponía retirar del trabajo a Uni. Al parecer, mientras Snefru y su escriba exploraban la bahía, Uni se había dedicado a hacer lo propio en aquellos hipogeos antiguos de los cerros, suponía el mensajero del faraón que por encargo del seneti, para averiguar si contenían riquezas que mereciera la pena saquear. Pero, al parecer, aunque las cámaras y túneles habían sido abiertos y decorados, casi ninguno llegó a ocuparse, tal vez porque con la caída del régimen de los faraones herejes, sus propietarios —altos dignatarios de la corte, sin duda— habían preferido hacerse nuevas tumbas en lugares mejor considerados. Y justo eso le convenía a Bakenamón, que se mostró más que dispuesto a estudiar in situ sepulturas construidas y decoradas en una época en la que Egipto estaba en la cima de su poder.

Partió así el constructor de tumbas, guiado por Uni y protegido por un nubio robusto que no se apartaba de sus talones desde el asalto a su finca de Dyebat-Neter. A la escapada se unió Tamit que, además de aburrirse en el campamento del río, compartía con Bakenamón el amor por las artes plásticas. Y por ella fue Snefru, en tanto que Petener, por si acaso, envió con ellos a Hermolaos y sus dos hermanos.

Partieron a primera hora en dirección este. Calculaba Snefru que entre la barriada meridional y aquellas bocas de tumbas no mediaría ni un centenar de keths. Kayhep y él las habían divisado desde abajo el día antes, pero no se habían acercado a inspeccionar. La andadura se hizo esa vez larga, porque Bakenamón no estaba hecho a caminatas por terreno abrupto y a pleno sol. Al menos había tenido la prudencia de llevarse un báculo, cosa que compensaba su sobrepeso y lo inadecuado de sus sandalias de papiro. Le ayudó también a recorrer esa distancia el enzarzarse en discusiones con Hermolaos, en la jerga bastarda, mezcla de griego, fenicio y egipcio, que usaban mercaderes y navegantes en el Delta para comunicarse entre distintas gentes.

Eso permitió a Snefru rezagarse unos pocos pasos en compañía de Tamit. Vestía ella una túnica sin mangas y, sobre ella, otra traslúcida, abierta por delante, a manera de capa, aparte de que entre las manos llevaba una sombrilla de flecos, con lo que iba bien a resguardo del sol.

Pero lo que más llamaba la atención al mensajero del faraón era la peluca que había elegido: una sencilla y corta, de las llamadas nubias. Ese tipo de tocados eran casi un símbolo, pues se asociaban a las mujeres activas e incluso a las reinas belicosas de las antiguas leyendas.

Aquella llanada baldía estaba recorrida por algunas sendas antiguas, casi borradas ya, abiertas sin duda en su día por los obreros que trabajaban en las tumbas de los cerros. Uni, que ya las había transitado la tarde anterior, les indicó por dónde seguir, pues, pese a que no discurrían en línea recta, eran más cómodas. Mientras caminaban hacia el este, Snefru, apuntando con el arco, mostró a Tamit, a mano izquierda, aquel poblado alejado de todo en el que debieron de vivir los canteros que trabajaban la piedra blanda de los farallones.

Se había levantado de nuevo un aire muy cálido que les agitaba los ropajes. Snefru, con túnica blanca de ribetes rojos y un nemes sobre la cabeza, acababa de cambiar de mano el arco, para no fatigar en exceso ningún brazo. Al ver que ella observaba pensativa aquellas ruinas distantes, le preguntó sin rebozo qué era lo que le preocupaba, pues, desde que estaban en aquella bahía, era como si llevase una sombra sobre los hombros. Ella no hizo intención de negarlo siquiera. Se le había quedado mirando con aquellos ojos brillantes suyos, de párpados pintados de negro en esa ocasión, puede que para protegerlos de la luz dura de los baldíos secos, antes de asentir.

—El hipopótamo, uetuti nesu. El hipopótamo. No puedo dejar de pensar en lo que ocurrió ayer. —Echó a andar de nuevo, con la sombrilla entre las manos.

—Ah, ya. —Él se arrancó junto a ella, a su paso—. Bakenamón se puso ayer muy pesado con que era un aviso de los dioses. No me digas que tú piensas lo mismo.

—No sé si fue un aviso o si el hipopótamo era un dios encarnado, que nos atacó para impedirnos desembarcar. Pero sí que es un signo del desagrado de los dioses.

—¿Por qué dices eso?

—El hipopótamo es animal de Seth. Llegamos a este lugar y, cuando aún no hemos desembarcado, uno nos ataca y mata a uno de mis hombres que, aunque tú no podías saberlo, era adorador ferviente del dios. ¿No son todo eso señales?

—Señales, señales… —cabeceó, haciendo ondear el nemes blanco—. Los frutos de esta expedición se usarán para combatir a hombres que son enemigos encarnizados de Seth; los principales represores de su culto, desde que cayó la dinastía de los Ramsés.

—Pero Psamético tampoco ve con buenos ojos el culto a Seth. Lo sabes de sobra. Se rumorea, incluso, que afirmó en público que, el día que por fin imponga su autoridad sobre todo Egipto, prohibirá los ritos en honor a Seth y que le dediquen altares.

—Tamit. Es un culto que lleva siglos en decadencia. Abre los ojos y reconócelo. Son ya muy pocos los que adoran a Seth, el pueblo lo aborrece y ése es el verdadero problema al que se enfrenta. No la hostilidad de los poderosos, sino la aversión de la gente llana. Y parte de esa culpa la tiene la incesante campaña que, en su contra, han estado haciendo durante siglos los sacerdotes de Amón.

Se volvió para apuntar con el arco hacia el río.

—Ahí tenemos las ruinas de una gran ciudad, construida por un faraón que, si Memisabu no miente, soñó con entronizar a un solo dios sobre las Dos Tierras y desterrar a todos los demás. Era poderoso, dueño de los ejércitos. Pero no pudo con las creencias del pueblo. Es éste, al final, el que decide si un culto vive o muere. E, insisto, la labor de zapa de los sacerdotes de Amón tiene mucho que ver con que la gente vea ahora a Seth como un dios del mal, hermano de la serpiente Apofis.

—Lo sé. —Ella, con aire ausente, hizo girar el mango de la sombrilla entre los dedos—. Pero, de todas formas, me temo que Seth no aprueba esta empresa.

—¿Pero qué sabrás tú? —Snefru se encrespó de golpe, puede que ya enervado por el calor y la sequedad de aquellos parajes—. ¿Es que el dios te habla en sueños? Dime: ¿por qué nos atacó sólo un hipopótamo? ¿Por qué no acudieron todos los que viven en estas aguas, que deben ser cientos? Hubieran destrozado nuestras naves y acabado con todos nosotros. ¿Tan débil piensas que es el poder de Seth, que sólo puede gobernar a un animal? ¡En qué poco lo tienes!

Ella le contemplaba entre perpleja y retraída por aquel estallido súbito. Hizo girar de nuevo la sombrilla, insegura.

—No te enfades, uetuti nesu.

—No me enfado. Estoy asombrado. Eso es todo. Ahora resulta que, de repente, todo el mundo es capaz de interpretar la voluntad de los dioses. Lo encuentro admirable. Debo de ser el único estúpido que no es capaz de tal cosa.

Eso la hizo callar y, de alguna forma, la sosegó. Las palabras de Snefru habían sembrado en ella la duda, lo que a su vez aventó esa sombra que había parecido acompañarla desde que desembarcaron. Pasó sobre sus cabezas un gran buitre, las alas oscuras tendidas, planeando en las corrientes de aire cálido, rumbo al río. Snefru alzó los ojos para seguir su vuelo y Tamit le imitó, ladeando el parasol de flecos. Luego apretaron el paso, para no distanciarse tampoco mucho del resto.

Comenzaban a subir las cuestas por los antiguos senderos, siempre guiados por Uni, que portaba también arco, aunque él lo llevase terciado a la espalda, junto a la aljaba, seguro de que no encontrarían contratiempos. Bakenamón, aunque falto de resuello por el esfuerzo y el calor sofocante, no cejaba en su charla ardorosa con Hermolaos, siempre en esa lengua bastarda y sin nombre que, por su trato con mercaderes y proveedores de muchas razas, dominaba tan bien. La discusión, ¿cómo no?, había ido derivando hacia los temas recurrentes del constructor de tumbas, que ahora no se recataba de recriminar al griego que su pueblo trivializase las artes plásticas.

—¡Sagrado! —casi clamaba—. El arte es sagrado. Sirve a la divinidad y, por eso, vosotros los griegos estáis ciegos a las verdaderas dimensiones del arte egipcio.

Hermolaos, vestido con túnica roja, el escudo a la espalda y usando la lanza como bastón, la piel dorada y la barba rubia algo descolorida por el sol, agitó su cabellera, recogida en trenzas, antes de escoger su respuesta.

—Te lo digo con todo respeto, señor: no sé de dónde sacas esas ideas tan raras. Para los míos, el arte es también sagrado.

—Tal vez he exagerado. Pero, en todo caso, será sagrado de forma secundaria. Vuestros artistas dan prioridad a la belleza, a la búsqueda estética. Y te estoy ahora repitiendo palabras que escuché hace no mucho a un escultor griego. Yo, por mi oficio, me trato con muchos artistas de tu raza.

—Mi raza, dices. Pero, señor, la opinión de unos pocos no representa a la de todos. Te aseguro que, al menos de donde yo vengo, nos tomamos con la mayor seriedad cuanto tiene que ver con los dioses, y eso incluye a sus imágenes. Aquél que ofende a la estatua de un dios, ofende al dios mismo y es castigado en consecuencia. —Se echó la lanza al hombro para mayor comodidad, pues ese sendero, al menos para un hombre en buena forma física, no resultaba nada arduo—. Por cierto, señor, que no estoy seguro de a qué te refieres cuando hablas de «griegos».

—¿A qué me voy a referir? A vosotros.

—¿Y quiénes somos nosotros? He conocido a más de un egipcio que creía que los carios y los lidios eran también griegos. Ésos a los que tú llamas griegos son para nosotros jonios, rodios, acadios, dorios…, y te aseguro que entre nosotros somos bien distintos.

—Distintos a vuestros ojos. A los de los demás, tenéis casi todo en común, de manera muy clara. —Bakenamón resoplaba—. No trates de enredarme, que eso también es muy de griegos. Lo que te estaba diciendo es que he conversado con muchos artistas de tu raza, nativos de diversos lugares. Y casi todos han coincidido en que la búsqueda de cánones ha de dar prioridad a la belleza.

—Hablas de pintores, escultores. ¿Por qué no preguntas a alguno de mi profesión? —Agitó sonriente la cabeza, haciendo ondear las trenzas—. A mí, que un dios sea bello me importa bien poco. Prefiero que sea poderoso, benévolo y que, llegado el caso, me sea propicio…

Tamit, el parasol a dos manos, se había ido arrimando cada vez más a los polemistas, interesada por el tema. Ella misma decía que Bakenamón le había despertado una sed que ya nunca se podría apagar. Snefru, por el contrario, bastante aburrido de ese duelo de palabras, se fue rezagando de nuevo, de forma que al final acabó subiendo en solitario, pasándose el arco de mano a cada rato, a sus buenos diez pasos de los demás, convertido así de facto en la retaguardia del grupo.

Caminando en soledad, se fue deslizando hacia un ánimo cada vez más meditabundo, sin por ello dejar de estar alerta a los alrededores. Se dejó ganar por el silencio que colgaba sobre aquel paraje áspero, por el calor asfixiante, el brillo del sol, el aire seco que soplaba por las cuestas. En un momento dado se detuvo para volverse y otear hacia el río. Unos pocos buitres daban vueltas en el cielo sin nubes y, más allá del llano, los palmerales formaban un muro de norte a sur. Parado en la ladera, achicó los ojos para observar.

Desde allí se columbraban las ruinas. Las imágenes rielaban por la distancia y el calor y al mensajero del faraón se le ocurrió que todo aquel lugar estaba bajo diversas magias, ninguna de ellas muy propicias. La del odio de los sacerdotes de Amón. La de la ira de los faraones herejes, hecha de sueños evaporados. La de la sentencia del tiempo, que todo lo aniquila.

Con los ojos perdidos a lo lejos, se dijo cuán poco quedaba de una ciudad que debió de ser todopoderosa en su día; una capital que soñaba con sobrepasar a Menfis y Tebas, y de la que sólo quedaban escombros entre palmerales. De creer a Memisabu, había surgido de un día para otro, por decreto del faraón sin nombre. Concebida a partir de planos y no librada al crecimiento natural, como ocurría con las ciudades comunes. Con un chasquear de dedos, surgieron moradas de artesanos, mansiones, templos de piedra, grandes palacios para la parentela del faraón. Y luego, con otro simple chasquido, la abandonaron de golpe y fue borrada de los mapas y el recuerdo.

Soplaba viento caliente a ráfagas, la atmósfera vibraba. Paradójico era que lo mejor conservado fuesen las casas de los más humildes. Palacios, templos, mansiones, habían sido desmontados casi hasta ras de suelo, en tanto que las viviendas populares habían sufrido menos, y Snefru se preguntó si cabría sacar alguna enseñanza de todo aquello.

Los vientos secos soplaban siglo tras siglo y, ráfaga a ráfaga, deshacían pizca a pizca el adobe de las casas. Hasta el último de aquellos ladrillos acabaría por pulverizarse al cabo del tiempo. Y, como esa ciudad, así era Egipto. Los faraones se enterraban en tumbas fastuosas, entre tesoros, para gozar de una vida muelle en el más allá. Sus dignatarios, los magnates, todos les imitaban en la medida de sus posibilidades, en tanto que los pobres tenían que conformarse con sepulturas modestas.

Lo mismo que le ocurrió a esa ciudad, cuando llegaba la decadencia, las primeras tumbas en ser saqueadas eran las de los poderosos, empezando por las de los faraones mayores. Las de los pobres, guardadas por su propia pobreza, permanecían más tiempo intactas. Aquél era el verdadero destino a la postre: el colapso del orden, la pérdida de la maat, la extinción de los linajes y, para los muertos, olvido, expolio, extinción total. La vida en el más allá se sustentaba en la permanencia de los cuerpos, y eso era, a la larga, imposible.

Un grito largo le sacó del ensueño. Se dio la vuelta. Era uno de los hermanos de Hermolaos, el cetrino, que, al mirar atrás y verle parado abajo, arco en mano, oteando la distancia, había pensado que pudiera haber divisado algo. Agitó una mano y, con una última mirada a los palmerales lejanos, retomó el ascenso.

Aún taciturno, llegó hasta ellos. Había allí dos grupos de tumbas, separadas por una de las gargantas de torrentera. Uni les había guiado al más norteño de ellos, formado por menos hipogeos, más separados también entre ellos. Dado que había estado explorándolas el día anterior, habría elegido ese grupo porque en él debía de haber tumbas más acabadas, que debían de contener más estatuas y frescos, y serían por tanto las más adecuadas para la visita de Bakenamón. Éste, feliz casi como un niño, abría ya el saco que había llevado hasta ahí su guarda nubio, para sacar lámparas de aceite. Tamit estaba igual de excitada, al punto de haber dejado de lado cualquier actitud lánguida. Reparó sin embargo en la expresión de Snefru.

Se acercó a preguntarle si le ocurría algo.

—¿No te habrá dado demasiado el sol? —Sonreía, aunque se la notaba algo preocupada, porque él estaba demudado—. A ver si ese nemes es poco para un sol tan fuerte…

—Estoy bien. Pero sí, aprieta el sol.

—Dentro estaremos más frescos.

—Eso seguro, pero es un fresco que prefiero ahorrarme. —Meneó la cabeza.

—¿No vas a entrar?

—No. Alguien tiene que quedarse fuera y montar guardia.

Ella le miró a los ojos. En la punta de la lengua tenía toda clase de réplicas, empezando por la de que, para eso, se sobraban y se bastaban los griegos y el nubio. También que se dejase de tantos escrúpulos, que esas tumbas nunca habían sido utilizadas y no era ningún sacrilegio invadirlas, máxime cuando lo hacían en busca de conocimientos y no de botín. Pero, a la postre, optó por no decir nada.

Así que sólo entraron el escriba, el constructor y la dama. Uni les había llevado hasta el tercer hipogeo, empezando a contar desde el norte. Era el último algo aislado, porque luego había cinco o seis apiñados, llegando ya a la garganta. Mientras les veía encender las lámparas para adentrarse en la oscuridad, se dijo el mensajero del faraón que el escriba debía de haber hecho el día antes un registro minucioso de todas ellas, y no una simple inspección ocular desde fuera.

Fue a sentarse en la cuesta. Dejó a un lado escudo, aljaba y maza, aunque se quedó con el arco entre las manos. No tardó en unirse a él Hermolaos, amigo siempre de conversar. No así sus hermanos, que se fueron a sentar algo aparte, ni el nubio, que parecía hombre hosco, de ésos que si pierden la lengua nadie nota la diferencia. El griego y el egipcio no cambiaron palabra alguna al principio. Snefru acariciaba meditabundo las palas del arco, con los ojos de nuevo en la línea de ribera y los pensamientos de antes aleteando de nuevo en su cabeza. Habló Hermolaos luego, siempre en jerga, al tiempo que señalaba con la lanza hacia los palmerales. La pregunta, sin duda, debía de llevar quemándole en los labios desde hacía dos días.

—Señor. ¿Qué ciudad es ésa?

—No sabría decirte. —Esquivó la pregunta sin mentir—. No tiene ni nombre. Se perdió con el paso del tiempo.

—He visto, en otras tierras, ruinas tan antiguas que nadie sabe quiénes las levantaron, ni qué nombre tenían. Pero, cuando eso ocurre, la gente les pone un nombre nuevo y ya está.

—Éstas las construyeron egipcios, eso seguro. Pero el nombre se ha perdido a fuerza de no mencionarlo, porque todo aquí está maldito. Los dioses castigaron a este lugar y ponerle nombre sería como desafiarlos.

El griego se paseó los dedos por la gran barba rubia. Snefru sonrió sin volverse a mirarle.

—Los egipcios somos así. No somos tan curiosos como los griegos.

El otro sonrió entonces a su vez, de manera franca. —Los egipcios, y no te ofendas, señor, os creéis un pueblo aparte de los demás. Puede que vuestra historia sea milenaria y que vuestros monumentos no conozcan parangón. Decís que ésta es la tierra de los dioses y yo no lo dudo, pero compartís vicios comunes a todo el mundo. Los estereotipos, por ejemplo. Decís que los carios son así, los fenicios asá, etcétera—. Con ademanes, iba recalcando las frases. —Hay griegos curiosos y griegos que jamás levantan los ojos de las uñas de los pies, como en todos los sitios.

—Tienes razón. —Snefru seguía sonriendo de manera distraída—. Pero has de reconocer que hay más personajes curiosos entre los tuyos que entre los de otros pueblos.

—Eso dicen, pero no sé. Sí puedo decirte que no lo llevamos en la sangre.

—¿Ah, no?

—Si tomases a un bebé griego, hijo de mil generaciones de griegos, y lo educases como egipcio, ¿cómo se comportaría? ¿Cómo griego o como egipcio?

—Supongo que lo segundo.

—Así es. En nada se distinguiría, ni en su forma de pensar ni de actuar, de un egipcio de pura cepa.

—Tal vez no. —Pensativo, hizo girar el arco, los ojos siempre a lo lejos—. Pero entonces, ¿por qué la gente tiene formas de pensar y costumbres tan distintas?

—No por su sangre, sino por las tradiciones que maman desde pequeños.

—Puede. —Agitó la cabeza, haciendo ondear el vuelo del nemes—. Pero eso traslada la cuestión desde las personas al grupo. La pregunta entonces es por qué los pueblos son tan distintos.

—Por su historia y los avatares que viven. Cuando una tribu se desgaja en dos, es sabido que, al cabo de pocas generaciones, entre ellas se diferencian en el habla, el vestido, las costumbres…

Snefru estaba insistiendo.

—Sigues teniendo razón. Es verdad que dicen que es la necesidad lo que hace a los griegos tan inquietos. —Recordaba cómo muchos mercenarios carios y griegos culpaban a la pobreza de haber tenido que salir de sus suelos natales, en busca de sustento con las armas.

—Eso dicen, sí, pero también habría bastante que discutir al respecto. A algunos les saca la miseria de su casa, pero no a todos. Ésos se embarcan con sus esposas e hijos, emigran a lugares lejanos en busca de un pedazo de tierra que arar, o un negocio que les dé sustento. No es mi caso. ¿Dónde está mi esposa? ¿Dónde mis hijos? Yo, y como yo muchas de las lanzas de alquiler que andan por Egipto, salí de mi ciudad por otras razones.

—¿Cuáles?

—Sólo puedo hablarte de mi caso. Mis hermanos y yo somos del Ática. Te juro que jamás pasamos hambre, ni grandes privaciones, y que podíamos habernos quedado en los alrededores de Atenas, sin que nos faltase el sustento.

—¿Dejasteis vuestra casa, a los vuestros, por sed de aventuras? Eso sí que, para un egipcio común, es algo impensable. Sacarnos de Egipto es como desarraigar un árbol. Así lo sentimos.

—No. No fue el deseo de aventuras. Te he dicho que no pasábamos hambre, pero éramos pobres, al menos en comparación con otros ciudadanos. Nos medíamos con nuestros vecinos y nos sentíamos insatisfechos. Otros tenían barcos, habían hecho fortuna con la piratería y el comercio. Nosotros no. Ni mis hermanos ni yo estábamos dispuestos a ser menos que otros. Lo hablamos y un día nos despedimos de los nuestros. Nos embarcamos en busca de fortuna en países lejanos.

Sentado junto al mensajero del faraón, el escudo en tierra y la lanza entre las manos, el mercenario había puesto ahora también los ojos lejos.

—No volveré a mi casa hasta que haya reunido la fortuna suficiente como para no tener que avergonzarme al cruzarme con nadie.

—Un egipcio nunca pensaría así. ¿Ves como sí hay diferencias?

—Se hacen, no se nace con ellas. A los pueblos los hace su historia. Y otro tanto ocurre con algunos hombres.

—Tal vez.

Se quedaron ahí largo rato, contemplando la línea verde lejana. Después, el griego pareció perder de golpe la paciencia. Buscó con los ojos la posición del sol, luego a sus dos hermanos, al nubio y, por último, se volvió hacia la boca de la tumba.

—Señor. ¿No te parece que llevan demasiado ahí dentro?

Snefru se tomó la molestia de ojear al sol también, antes de negar con la cabeza.

—No hay motivos para inquietarse. Conozco bien a Bakenamón. Andará extasiado, estudiando tallas y pinturas.

—Pero hay muchas tumbas que visitar. No les dará tiempo, si están tanto en cada una de ellas.

—No creo. Uni les ha traído primero a una de las mejores. Supongo que no les mostrará todas…, mira, ahí vienen ya.

Primero salió Bakenamón, lámpara en mano, como un bólido, casi como si hubiera sido expulsado desde dentro. Salía tan descompuesto que la media sonrisa se le fue a Snefru del rostro, temiendo que hubiera ocurrido algún percance dentro. Pero luego apareció Tamit, risueña, y por último Uni, que trataba de mantener la compostura.

El constructor de tumbas dijo algo muy por lo bajo, con vehemencia suma. Tamit le respondió también en sordina, antes de, entre risas, hacerle gestos de que se serenase. Pero el otro, en vez de eso, arrojó con rabia su lámpara contra las piedras, de forma que el barro estalló en mil pedazos. Se revolvió después, buscando al nubio.

—¡Nos vamos! —rugió, al tiempo que recobraba su báculo.

Al ver que echaba a andar a buen paso, camino abajo, el nubio recogió a toda prisa su arco y el saco, y salió en pos de su patrón. Snefru que, ya en pie, se estaba colocando la maza al cinto, cuando le vio pasar a su lado, echando humo, no tuvo otra ocurrencia que preguntarle:

—¿No quieres ver más tumbas?

—¿Ver? —El otro se revolvió blandiendo el bastón, como si quisiera rompérselo en la cabeza—. ¡Ahí no hay nada que ver! Si por mí fuera, vendría con una brigada de obreros, a arrasar todo esto. Ni cascotes dejaría.

Y, tras ese exabrupto, se marchó seguido por el nubio. El mensajero del faraón se acarició la perilla azul, boquiabierto. Tamit, que seguía riéndose, los ojos brillantes llenos de reflejos maliciosos, le indicó por gestos que no pasaba nada serio. Así que Snefru, tras cruzar una mirada de pasmo con Hermolaos, que se estaba colgando el escudo a las espaldas, se echó la aljaba al hombro. Luego todos comenzaron el regreso cuesta abajo en pos de Bakenamón que, ahora, se alejaba a paso ligero, casi como si quisiera huir de aquellos farallones y sus tumbas subterráneas.