1
—Un ladrón que no tiene mal aspecto —dijo—. Supongo que no tendrá por casualidad una coartada decente, ¿verdad?
No oí las palabras en cursiva. No las empleo aquí para indicar énfasis al hablar, sino para mostrar que eran títulos o, cuando menos, títulos acortados. C de coartada y L de ladrón, estos eran los libros en cuestión, y él acababa de dejar un ejemplar de este último sobre el mostrador delante de mí, lo cual debería haberme permitido adivinar a qué se refería. Pero no fue así, y tampoco oí las palabras en cursiva. Lo que oí fue a un tipo rechoncho con voz ronca llamarme ladrón, aunque no con mal aspecto, y preguntarme si tenía una coartada. He de reconocer que me dio un susto.
Porque lo cierto es que soy un ladrón, aunque se trata de algo que he procurado que no trascienda. También soy vendedor de libros, y como tal estaba sentado en un taburete detrás del mostrador de Barnegat Books. De hecho, prácticamente había conseguido abandonar el robo de pisos por completo para dedicarme a la venta de libros, siendo así que había pasado más de un año desde la última vez que había entrado en el domicilio de un extraño. Sin embargo, últimamente tenía la sensación de que me encontraba al borde de lo que esa gente tan seria que aparece en los programas sobre temas sociales denominaría probablemente un desliz.
Almas menos caritativas lo denominarían un delito con premeditación.
En cualquier caso, estaba un tanto susceptible al respecto. Me quedé helado; luego mis ojos se posaron en el libro y caí en la cuenta.
—¡Ah! —exclamé—. Sue Grafton.
—En efecto. ¿Tiene C de coartada[1]?
—Creo que no. He tenido un ejemplar de la edición del club del libro, pero…
—No estoy interesado en las ediciones del club del libro.
—Ya. Bueno, incluso si lo estuviera, tampoco podría vendérselo. Ya no lo tengo. Lo han comprado.
—¿Cómo es posible que alguien compre la edición del club del libro?
—Bueno, la letra es algo más grande que la de la edición de bolsillo.
—¿Y?
—Resulta más fácil de leer.
Por la expresión de su cara supe qué pensaba de la gente que compraba libros sin otro motivo que leerlos. Le faltaría poco para cumplir los cuarenta, iba bien afeitado, llevaba traje y corbata y lucía una abundante mata de brillante cabello castaño. Tenía los labios abultados y expresión de estar de morros, y para que se le notara la mandíbula debía perder unos cuantos kilos.
—¿Cuánto? —preguntó con apremio.
Miré el precio que había escrito a lápiz en la guarda.
—Ochenta dólares. Con el impuesto… —eché un vistazo a la tabla de los impuestos— es un total de ochenta y seis dólares y sesenta centavos.
—Le pagaré con un cheque.
—De acuerdo.
—Aunque puedo darle los ochenta dólares en efectivo —dijo—, y así nos olvidamos del impuesto.
A veces esto da resultado. A decir verdad, no es difícil persuadirme de que haga un descuento del diez por ciento con muchos de los libros que tengo en mis estanterías, incluso sin el incentivo de pegársela al gobernador. No obstante, le dije que prefería que me pagase con el cheque, y que lo extendiera a nombre de Barnegat Books. Cuando hubo terminado de garabatear, miré el cheque y leí la firma. «Borden Stoppelgard» había escrito, el mismo nombre que aparecía impreso en la parte superior del cheque junto con una dirección de la calle 37 Este.
Miré la firma y lo miré a él.
—¿Me enseña algún documento de identidad? —dije.
No me preguntes por qué. No pensaba realmente que él o su cheque tuvieran algo de sospechoso. Los individuos que extienden cheques falsos no te ofrecen dinero en efectivo para evitar pagar el impuesto sobre la venta. Supongo que no me caía bien, eso es todo, y que me había propuesto ser, lisa y llanamente, un pesado.
Me miró con una cara que daba a entender precisamente eso, y luego sacó bruscamente la cartera y me tendió una tarjeta de crédito y un permiso de conducir. Comprobé la firma, apunté su número de American Express en la parte de atrás del cheque y luego miré la fotografía del permiso. Era él, sin duda, aunque con un poco menos de papada. Leí el nombre, Stoppelgard, Borden, y al fin caí en la cuenta.
—Borden Stoppelgard —repetí.
—Eso es.
—De Fincas Hearthstone.
En su cara se dibujó una expresión de cautela. No había sido muy abierta desde un principio, pero ahora era una fortaleza, y él se había puesto a cavar un foso en torno a ella.
—Usted es el propietario de mi local —dije—. Acaba de comprar el edificio.
—Tengo muchos edificios —repuso—. Los compro y los vendo.
—Usted ha comprado este, y ahora se propone subirme el alquiler.
—No negará que es ridículamente bajo.
—Son ochocientos setenta y cinco dólares al mes —dije—. El contrato vence el uno de enero, y usted me ofrece un nuevo contrato por diez mil quinientos dólares al mes.
—Imagino que le parecerá alto.
—¿Alto? —exclamé—. ¿Qué le hace pensar eso?
—Le puedo asegurar que…
—¿Y por qué no estratosférico? —sugerí.
—… se ajusta bastante al mercado.
—Lo único que sé es que es completamente imposible. Quiere que pague al mes más de lo que pago por todo un año. Eso es una subida de… ¿cuánto? ¿El mil doscientos por ciento? Diez mil quinientos al mes es más de lo que gano en bruto, por amor de Dios.
Se encogió de hombros.
—Pues tendrá que mudarse.
—No quiero mudarme —respondí—. Me encanta esta tienda. Se la alquilé al señor Litzauer cuando se jubiló y decidió irse a Florida, y quiero que siga siendo mía hasta que yo me jubile, además…
—Quizá debería empezar a pensar en una jubilación anticipada. —Le miré fijamente—. Afróntelo —añadió—. No le subo el alquiler porque quiera acabar con usted. Créame, no es nada personal. El alquiler que paga es un robo desde antes incluso de que usted comprara la tienda. Un idiota le ofreció a su amigo Litzauer un contrato por treinta años, y las subidas escalonadas que este incluía no se correspondían con el ritmo que impone la realidad del mercado inmobiliario en una economía inflacionaria. En cuanto le saque de aquí, arrancaré todas esas estanterías y alquilaré el local a un tailandés que quiera abrir un restaurante o a un coreano que quiera poner una verdulería. ¿Y sabe qué alquiler cobraré por un local tan grande como este? Pongamos quince mil. Si pido quince mil dólares al mes, el arrendatario se alegrará de pagármelos.
—Pero ¿y qué voy a hacer yo?
—Ese no es mi problema, aunque estoy seguro de que hay zonas en Brooklyn o en Queens donde puede encontrar esta cantidad de metros cuadrados por un alquiler razonable.
—¿Y allí quién va a comprar libros?
—¿Y aquí? ¿Quién viene aquí a comprar libros? Usted es un anacronismo, amigo. Es una reliquia de los tiempos en que la Cuarta Avenida era conocida en todo el mundo como calle de los libreros. Había docenas de librerías y ¿qué ha ocurrido con ellas? El negocio ha cambiado. Los libros de bolsillo prácticamente han acabado con el mercado de segunda mano. Las típicas tiendas de libros usados se han convertido en algo del pasado, y sus dueños se han jubilado o han muerto. Las pocas que quedan están contando los días para que se les acabe el contrato, que es de renta antigua como el suyo, o son propiedad de astutos vejetes que compraron sus edificios en su totalidad hace años. Está usted en un negocio en vías de desaparición, señor Rhodenbarr. Es una preciosa tarde de septiembre y yo soy el único cliente de su librería. ¿Qué dice esto sobre su negocio?
—Supongo que debería dedicarme a vender kiwis —dije—. O macarrones fríos con salsa de sésamo.
—Lo que debería hacer es conseguir que esta empresa sea lucrativa —dijo—. Tirar a la basura el noventa por ciento de esta basura y especializarse en costosos artículos de coleccionista. Con un negocio así podría arreglárselas con una décima parte del local. Podría dejar la calle y ocuparse de todos los asuntos desde una oficina situada en un piso, o incluso desde su casa. Pero no quiero decirle cómo ha de ocuparse de su negocio.
—Ya está diciéndome que lo deje.
—¿Tengo yo la obligación de mantenerle en un negocio que está condenado a fracasar? No me dedico a los negocios a causa de mi salud.
—Pero… —dije.
—Pero ¿qué?
—Pero usted es un mecenas —dije—. Vi su nombre en el Times la semana pasada. Ha donado un cuadro a una subasta organizada para recaudar fondos destinados a la Biblioteca Pública de Nueva York.
—Me lo recomendó mi asesor fiscal —dijo—. Me explicó que así ahorraré más en impuestos que lo que habría ganado si hubiera vendido el cuadro.
—De todos modos usted tiene interés en la literatura. Las librerías como esta son un bien cultural, un bien tan importante a su manera como la biblioteca. Estoy seguro de que lo comprende. Como coleccionista…
—Como inversor.
Le señalé L de ladrón.
—¿Es eso una inversión?
—Por supuesto. Es una inversión muy buena. Las escritoras de novelas policiacas están muy de moda. Coartada valía menos de quince dólares hace doce años, cuando se publicó. ¿Sabe cuánto se paga ahora por un ejemplar de la edición original con sobrecubierta?
—Pues no.
—En torno a los noventa dólares. Así pues, me dedico a comprar cosas de Sue Grafton, de Nancy Prickard, de Linda Barnes… He dejado aviso en Tinta China de que me guarden ejemplares de las primeras novelas de todas las escritoras, porque ¿cómo puede saber uno quién va a acabar siendo importante? La mayoría no valen gran cosa, pero de este modo no tengo que preocuparme de quedarme sin un libro que en cuestión de pocos años pasa de valer veinte dólares a valer mil.
—De modo que está interesado únicamente en la inversión —dije.
—Ni más ni menos. No creerá que leo esta basura, ¿verdad?
Arrojé su tarjeta de crédito al mostrador y a continuación hice lo mismo con su permiso de conducir. Cogí su cheque y lo rasgué por la mitad una vez y luego otra más.
—Largo de aquí —dije.
—¿Qué mosca le ha picado?
—No me ha picado ninguna mosca —respondí—. Vendo libros a personas que disfrutan leyéndolos. Es algo anacrónico, lo sé, pero a eso me dedico. También vendo a personas que obtienen satisfacción coleccionando ejemplares raros de sus autores favoritos y probablemente a unas pocas almas que están más orientadas hacia lo visual y a las que sólo les gusta el aspecto que tienen los buenos libros en la pared al lado de la chimenea. Es posible incluso que tenga unos cuantos clientes que compran con idea de hacer una inversión, aunque no me parece que esta sea una manera muy segura de ahorrar dinero para la vejez. Sin embargo no he tenido ningún cliente que menosprecie abiertamente lo que compra, y no creo que quiera tener esa clase de clientes. Tal vez no pueda pagar el alquiler, señor Stoppelgard, pero mientras sea esta mi librería, debería poder decidir a quién le acepto los cheques.
—Le pago en efectivo.
—Tampoco quiero su dinero en efectivo.
Alargué la mano para coger el libro, pero él me lo arrebató.
—¡No! —gritó—. Lo he encontrado y lo quiero. Tiene que vendérmelo.
—Ni hablar.
—¡Le demandaré! Pero no va a ser necesario, ¿verdad? —Sacó un billete de cien dólares de la cartera y lo estampó contra el mostrador—. Puede quedarse con el cambio —añadió—. Me llevo el libro. Si trata de impedírmelo, haré que le acusen de asalto.
—Por amor de Dios —dije—. No voy a pelearme con usted por un libro. Espere un momento, que le dé su cambio.
—Le he dicho que se lo quede. No me importa el cambio. Acabo de comprar por cien dólares un libro que vale quinientos. Es usted un verdadero estúpido, no sabe ni poner precio a sus artículos. No es de extrañar que no pueda pagar el alquiler.