8
A medida que fue avanzando la tarde, el negocio se animó y el flujo de gente que entraba y salía de la tienda se hizo continuo. Unos cuantos no hicieron más que hojear libros, pero ya estoy acostumbrado a ello; al fin y al cabo, esa es parte de la gracia de una librería de segunda mano. Como lo es la cháchara, a la cual me dediqué un poco, y en concreto durante una animada discusión acerca de cómo habría sido Nueva York si los holandeses hubieran mantenido su posición en el Nuevo Mundo. Mi compañero de conversación fue un anciano caballero de cuidada barba blanca y penetrantes ojos azules que había estado hojeando libros en la sección de historia de Nueva York. Que me cuelguen si no acabó gastándose cerca de doscientos dólares antes de marcharse.
En cuanto salió por la puerta, un hombre voluminoso, vestido con un traje gris oscuro de piel de tiburón, se acercó al mostrador y apoyó un carnoso antebrazo sobre él.
—Vaya, vaya… —dijo—. Bernie, hay que reconocer que este lugar está convirtiéndose en un verdadero centro literario.
—Hola, Ray —dije—. Siempre es una alegría verte.
—El tema del que estabas hablando con Santa Claus era de lo más interesante —dijo.
—¿No te parece que era un tanto delgado para compararlo con Santa Claus?
—Ya entrará en carnes, como todo el mundo. Además, hay tiempo de sobra. ¿Cuántos días laborables quedan hasta Navidad?
—Nunca consigo llevar la cuenta.
—¿Y días de robo, Bernie? ¿Cuántos quedan hasta que Santa Claus se cuele por el tragaluz?
—Por la chimenea querrás decir.
—Lo que digas, Bernie. Tú eres el experto en eso, ¿no? —Me lanzó una sonrisa que hizo que su traje de piel de tiburón resultara especialmente apropiado para la ocasión—. De todos modos a uno le da que pensar lo que tú y ese anciano estabais comentando. Podríamos estar aquí, tú y yo, hablando sin parar en holandés.
—Pues sí.
—Y todos estos libros estarían escritos en holandés, ¿verdad? Yo no podría leer ni uno. Aunque claro, si estuviera hablando contigo en holandés, imagino que también podría leer. Tendría que poder leer si estuviera estudiando para el examen de sargento, por ejemplo, ya que todas las preguntas estarían en holandés. —Frunció el entrecejo—. Y en lugar de taxistas que no entienden inglés, habría taxistas que no entienden holandés, y daría igual, porque nueve de cada diez no sabrían cómo llegar a Penn Station. Sería algo totalmente distinto, ¿verdad?
—Pues sí.
—No hay duda de que es un tema interesante, Bern. He estado a punto de meterme en vuestra conversación, pero luego he pensado que no debía fastidiarte una venta. Eres vendedor de libros, y llevas camino de convertirte en el dueño de un centro literario, así que lo que menos necesitas es que un policía meta las narices y te corte las alas.
—Tienes razón.
Apoyó el codo en el mostrador y la barbilla sobre la palma de la mano.
—¿Sabes una cosa, Bernie? —continuó—. Con Santa Claus no parabas de hablar, y ahora apenas puedes mantener la conversación. Veo que te has comprado un gato. Ahí lo tienes, en el escaparate, tratando de broncearse. ¿Te ha comido la lengua o qué?
—No.
—Entonces ¿cómo es que no puedo arrancarte más que monosílabos?
—No lo sé —contesté—. Quizá porque estoy intentando adivinar qué estás haciendo aquí, Ray.
—Bern —repuso él, con cara de estar dolido—. Creía que éramos amigos.
—Supongo que lo somos, pero tus visitas de amigo suelen tener algún motivo ulterior.
Él asintió con la cabeza.
—«Ulterior». Siempre me ha gustado esa palabra. Nunca se oye a menos que vaya precedida por «motivo». ¿Qué significa, a todo esto?
—No lo sé —reconocí, y cogí el diccionario. Hay una estantería de un metro llena de diccionarios en la sección de libros de consulta, pero siempre tengo uno a mano, que fue el que utilicé para hacer la consulta—: «Ulterior» —leí—: «Uno: Que está de la parte de allá de un sitio o territorio».
—Como el gato —sugirió Ray—. Está en la parte de allá de la fila de estanterías.
—«Dos: Siguiente, futuro, consecutivo. Tres: Más allá, posterior; cosa que se da después de otra mencionada o consabida; no revelado: “motivo ulterior”».
—Exacto —dijo Ray, haciendo un gesto de asentimiento—. Parece una definición correcta. Así pues, eso es lo que piensas: que tengo uno de esos motivos.
—¿Y no es así?
—Puede que sí —dijo—, aunque también puede que no. Todo depende de cómo respondas a una pregunta.
—¿Qué pregunta?
—¿Qué demonios te pasa? ¿Estás chocheando ya o qué?
—¿Esa es la pregunta?
—No —dijo—, no es esa. Son sólo los pensamientos que se le pasan por la cabeza a un hombre que te conoce desde hace tiempo y que sabe que no tienes la costumbre de meter la pata. No, esa no es la pregunta. La pregunta es esta.
—Me muero de ganas de oírla.
—¿Por qué llamaste a ese tipo?
—¿A qué tipo, Ray?
—«¿A qué tipo, Ray?». Ni siquiera tengo que mirar mi libreta, porque es la clase de nombre que suele quedársete grabado en la cabeza. Martin Gilmartin. ¿Por qué demonios le llamaste por teléfono anoche?
De pronto sentí una especie de vacío en el estómago, como si me hubiera comido un burrito en mal estado.
—No sé de qué estás hablando —dije.
No creo que fuera muy convincente, porque Ray Kirschmann ni siquiera se molestó en poner los ojos en blanco.
—No voy a preguntarte por qué entraste a robar en su piso —dijo—, porque sería lo mismo que preguntarle a ese gato por qué caza ratones. Es algo innato. Es un gato, igual que tú eres un ladrón.
—Lo he dejado.
—Venga ya, Bernie. Te sería tan fácil dejar de ser ladrón como a él dejar de ser gato. Es algo innato en ti; eres así. De modo que no tienes que explicarme por qué atracaste a ese tipo. Lo que quiero saber es por qué le llamaste y te burlaste de él.
—¿Quién dice que fui yo?
—Él lo dice. ¿Estás diciendo que no fuiste tú?
—¿Qué más dice él?
—Que al principio no supo qué pensar, pero que luego inspeccionó el piso y se dio cuenta de que le habían atracado.
—Es la segunda vez que utilizas esa palabra —dije—. A ver cuándo aprendes. Ya sabes lo que significa atraco: quitar dinero o bienes ajenos mediante la fuerza o la violencia o la amenaza de usar la fuerza o la violencia.
—Aquí me tienes —dijo—, de nuevo en la academia, atendiendo a una clase.
—Eres exasperante —dije—. «Se dio cuenta de que le habían atracado». Uno no puede darse cuenta de que le han atracado porque es consciente de ello mientras está sucediendo. Un atraco es cuando alguien te apunta con un arma a la cara y te dice que o le das tu dinero o te descerraja un tiro en la cabeza. Yo no he atracado a nadie en mi vida.
—¿Has acabado ya, Bern?
—Perdona —dije—, pero las palabras tienen importancia para mí. ¿Cómo se ha enterado el señor Gilmartin de que le han robado en casa?
—Le faltan cosas.
—¿Qué clase de cosas?
—Como si no lo supieras…
—Sé amable conmigo, Ray.
—Sus cromos de béisbol.
—¡Vaya por Dios! —exclamé—. ¿Qué apuestas a que su madre los ha tirado a la basura?
—Bernie…
—Es lo que me ocurrió a mí. Llegué a casa de la universidad y habían desaparecido, y cuando me puse a despotricar, ella me miró sin inmutarse y me citó a san Pablo. Algo sobre que hay que desprenderse de las cosas infantiles.
—El señor Gilmartin tenía una colección muy importante.
—Yo también —recordé—. También tenía una tonelada de cómics. Me gustaban los que te enseñaban cosas de historia. La delincuencia no lleva a ninguna parte era mi favorito.
—Es una lástima que no te enteraras de la moraleja.
—Por lo que pude entender —dije—, la moraleja era que la delincuencia te llevaba hasta la última viñeta, lo cual no estaba nada mal. Mi madre también tiró mis cómics a la basura.
—Bernie…
—Así que puedo imaginarme cómo se siente el señor Gilmartin, y con esto no quiero decir que haya sido su madre, pero creo que debería descartar esa posibilidad antes de ir por ahí acusando a la gente. Puedo asegurarte una cosa, Ray: no tengo nada que ver con este asunto.
—¿Niegas que le telefoneaste anoche?
¿Cómo era posible que supiera lo de la llamada?
—Tal vez no sea una buena idea que confirme o niegue nada —dije lentamente—. Tal vez debería hablar antes con mi abogado.
—¿Sabes qué te digo? —dijo Ray—. Que probablemente eso sea lo que debes hacer. Voy a cumplir mi deber de leerte tus derechos, y luego tú y yo vamos a ir a la Central, donde nos encargaremos de que te fichen, foto y huellas incluidas. Luego podrás llamar a Wally Hemphill. Si no se ha ido a correr a Central Park, quizá te anime a recordar lo que hiciste anoche.
—No me leas los derechos.
—Los recuerdas de la última vez, ¿no? Da igual, Bern. Tengo que cumplir las normas.
Como faltaba poco para el maratón, posiblemente sería difícil localizar a Wally. ¿A qué otra persona podía llamar? ¿A Doll Cooper?
—Supongo que no hay motivos para que no hable —dije lentamente—. Como no hice nada malo, será mejor que aclare la situación.
Ray sonrió. Nunca se había parecido tanto a un tiburón.
En primer lugar cerré la puerta y colgué el cartel de «Vuelvo dentro de diez minutos». No quería que nos molestara ningún cliente mientras resolvía aquel asunto con Ray. Además, necesitaba un par de minutos para ordenar las ideas.
Por un lado era ridículo que me ficharan y me encerraran en una celda de prisión preventiva durante un par de horas por un delito con el que no tenía nada que ver. Por otro, debía tener cuidado con lo que decía, porque de lo contrario saldría a colación lo de los Nugent, con lo que yo saldría de Guatemala para entrar en Guatepeor.
Gané unos segundos más cambiándole el agua a Raffles. Mientras lo hacía, estuve tentado de darle nuevamente de comer; dudo que se hubiera negado a ello, pero ya había tenido una comida de más aquel día.
—Bien —le dije a Ray—. Ya estoy listo para hablar.
—¿Estás seguro de que no quieres un poco más de tiempo para ordenar los libros en las estanterías?
Pasé aquello por alto.
—Llamé a Gilmartin —dije—. Lo reconozco.
—Aleluya.
—Pero la llamada no tuvo nada que ver con el robo. Es cierto que lo he dejado, Ray, tanto si me crees como si no. Bueno, será mejor que empiece por el principio.
—¿Por qué no?
—Carolyn y yo salimos ayer después de trabajar.
—Siempre lo hacéis —repuso él—. Vais a Bum Rap, ¿no?
Asentí.
—Últimamente he estado sufriendo algo de tensión —continué— y supongo que ayer me afectó. En resumidas cuentas, bebí más que de costumbre.
—A veces pasa, oye.
—Es cierto —dije—, pero a mí no, al menos no a menudo, y no estoy acostumbrado a ello. Me pongo tonto.
—¿Tonto?
—Ya sabes a qué me refiero. Te pones alegre, haces el bobo…
—Qué pena habérmelo perdido.
—Deberías haber estado. Pues bien, Carolyn y yo pasamos toda la noche juntos. Del Bum Rap fuimos a cenar a un restaurante italiano, y luego fuimos a su piso, a Arbor Court. Desde allí llamé a Gilmartin.
Ray hizo un gesto de asentimiento, como si yo acabara de superar una especie de prueba.
—No sé cómo comenzó el asunto —proseguí—. Todavía estaba un poco borracho, supongo, y me dio por buscar nombres curiosos en la guía telefónica. Elegía nombres, se los leía en voz alta a Carolyn y hacía chistes.
—¿Os dedicasteis los dos a hacer chistes con nombres de gente?
—Fui yo quien lo hizo principalmente —dije—, y no estoy orgulloso de ello, pero ¿qué puedo decir? Fue algo que ocurrió. No sé cómo, pero en un momento dado surgió el nombre de Geraldine Fitzgerald. ¿Te acuerdas de ella? Es una cantante que había hace años.
—Si tú lo dices…
—Bueno, yo dije que su nombre era como la receta para una relación perfecta. ¿Lo coges? Geraldine Fitz Gerald[5].
—Geraldine Fitzgerald —dijo Ray—. ¿Y qué?
—Geraldine… Fitz… Gerald.
—Eso acabo de decir. ¿Qué tiene eso de gracioso, coño?
—Supongo que deberías haber estado para entenderlo. No conseguí encontrar a Geraldine Fitzgerald en la guía, pero en cambio encontré un Gerald Fitzgerald, lo cual me pareció muy gracioso.
—Sí, la monda. ¿Y qué hiciste? ¿Llamarle?
Oí un timbre de aviso.
—Sí —contesté—, pero no respondió nadie. Así que seguí pasando las hojas de la guía en busca de nombres dobles como ese.
—William Williams —sugirió Ray—. John Johnson.
—Sí, algo así, aunque los que acabas de decir no son especialmente graciosos.
—No, no para desternillarte como con Gerald Fitzgerald.
—Ya sé que no parece tan divertido cuando estás sobrio —dije—, pero yo no lo estaba. Al final encontré Martin Gilmartin, y no sé por qué, pero nos hizo tronchar de risa. Ya sé que era demasiado tarde para llamar a nadie, y no digamos ya a una persona desconocida, pero cogí el teléfono y le llamé. Respondió, y yo hice una especie de chiste con su nombre, como los que cuentan los estudiantes de instituto. Me da vergüenza admitirlo.
—¿Y qué? ¿Soltó una buena carcajada al oírlo, Bern?
—Creo que se quedó algo confuso, así que bromeé un poco más y luego colgué.
—Así, por las buenas.
—Sí, más o menos.
—¿Cómo sabías que él y su esposa habían ido al teatro?
Vaya por Dios…
—¿Era allí donde estaban? Ya decía yo que estaban en alguna parte, porque llamé varias veces antes de que cogiera.
—¿No me digas? ¿Y por qué insististe?
—Bueno, hoy en día te lo ponen muy fácil —dije—. El teléfono de Carolyn tiene uno de esos botones que vuelve a llamar automáticamente al último número que has marcado.
—Un verdadero ahorro de tiempo.
—Así que cuando por fin respondió —proseguí—, supongo que debí de decir algo como que me alegraba de que ya estuviera en casa y que esperaba que hubiera pasado una velada agradable. Ya sabes, uno de esos comentarios de listillo. Pero no dije nada de ninguna obra.
Ray pasó aquello por alto.
—Gilmartin dice que llamaste pasada la medianoche.
—Yo diría que faltaban unos minutos para la medianoche —dije—, pero me fío de su palabra. ¿Y bien?
—¿Qué hiciste luego? ¿Seguir llamando a gente?
—No —dije—. El hecho de hablar finalmente con alguien me hizo darme cuenta de lo pueril que era lo que estaba haciendo. Además, ya era tarde y estaba cansado.
—¿Pasaste la noche en casa de Carolyn?
—No; me fui a casa.
—Y no saliste hasta la mañana, ¿verdad?
Ay, ay, ay…
—Eso es —contesté.
—Llegaste a casa a la una aproximadamente y no volviste a pisar la calle hasta esta mañana, cuando viniste a abrir la tienda.
—Eso es —repetí. Y justo cuando él iba a decir algo, añadí—: Salvo cuando fui a la tienda.
—¿Y se puede saber a qué hora saliste, Bern?
—Pues no lo sé. No recuerdo haber mirado la hora. Puse la tele y vi un rato la CNN, luego me di cuenta de que no tenía leche para el desayuno. Salí y compré unas cosas en la tienda de ultramarinos. ¿Por qué?
—Sólo por curiosidad.
—Yo también tengo curiosidad —dije—. Por lo que has dicho, cuando Gilmartin dejó de hablar conmigo, se puso a buscar sus cómics y su anillo descodificador del Capitán Medianoche.
—No, sólo los cromos de béisbol, Bern.
—¿Estás diciéndome que no guarda sus tesoros de la infancia en el mismo lugar? Olvídalo. El hecho es que, independientemente de dónde los guarde, fue a buscarlos y habían desaparecido. ¿No es así?
—Sí, ¿y qué?
—Ya habían desaparecido entonces, ¿no? A medianoche, a las doce y media o a la hora que fuera, ¿no?
—¿Qué estás intentando demostrar, Bern?
—Que sus cromos de béisbol ya habían desaparecido cuando hablé con él —respondí—, así que ¿qué más da si fui a la tienda a la una o a la una y media de la madrugada?
—Si da igual —dijo él—, ¿por qué has mentido cuando te lo pregunté?
—¿Que he mentido?
—Bueno, ¿cómo lo llamarías tú? —Sacó una libreta de bolsillo y consultó una página—. Saliste de tu casa a la una y media. Regresaste a las seis menos veinte. Más de cuatro horas, Bern. ¿Dónde estaba la tienda?
—Supongo que me entretuve en alguna parte —dije—. En el camino de vuelta a casa.
—¿Y no lo has recordado hasta ahora?
—No, lo he tenido presente desde que comenzó este interrogatorio, pero no quería hablar de ello. Me estoy viendo con alguien, Ray.
—No me digas. ¿Alguien que yo conozca?
—No, y no vas a conocerla. Tú eres un hombre de mundo.
—Esta va a ser una de las gordas, ¿no?
—Está casada —dije—. Hemos tenido que hacerlo a escondidas y aprovechar los momentos libres. Lo de anoche fue uno de esos momentos.
—Me avergüenzo de ti.
—Bueno, yo tampoco estoy muy orgulloso de ello, Ray, pero…
—Me avergüenzo de que tengas que recurrir a un truco tan viejo. No vas a decirme su nombre, ¿verdad?
—Ya sabes que no puedo hacer eso.
—Eres todo un caballero, ¿eh?
—La educación exige que…
Levantó una mano.
—Ahórrate eso —dijo—. Anoche no fuiste a ver a ninguna mujer, casada o soltera. Lo que hiciste fue salir disimuladamente de tu casa a altas horas de la noche con los cromos de béisbol que le habías birlado a Martin Gilmartin…
—¿Lo ves? —repuse con tono apremiante—. Es un nombre estúpido, tanto si estás borracho como si estás sobrio.
—… ir a un perista y venderlos. Por lo que respecta a cuándo entraste en la casa de los Gilmartin para robarlos, yo diría que fue anoche, ya que ayer tuviste una discusión con el dueño de este local. —Hizo una mueca—. No balbucees de esa manera. Si tienes algo que decir, dilo claramente. No irás a decirme ahora que no tuviste algún problema con el dueño de tu local, ¿verdad?
—Tuvimos una acalorada discusión sobre libros —dije—. Pero es normal que suceda algo así en un centro literario. A todo esto, se llama Stoppelgard.
—Borden Stoppelgard.
—¿Y qué tiene que ver con Marty Gilmartin y sus cromos de béisbol?
—Gilmartin está casado.
—Bueno, juro que la mujer con la que me acosté anoche no era su esposa.
—Su esposa se llama Edna.
—Ese nombre suena bien —comenté—. Edna Gilmartin. No tiene absolutamente nada de gracioso.
—¿Y Edna Stoppelgard? ¿Qué opinión le merece ese nombre a tu nervio de la risa?
Cuando Cornwallis estaba a punto de rendir sus tropas a George Washington en Yorktown, ordenó a la banda que tocara la melodía El mundo al revés. Si hubiera tenido una grabación de ella a mano, la habría puesto.
—Un momento —dije—. ¿La esposa de Gilmartin estuvo antes casada con Stoppelgard?
—Eso es imposible —respondió Ray—. Hay una ley que lo impide. Aunque supongo que habrá maneras de saltársela, ¿no crees? La única ventaja que le veo es que no tendrías que discutir todos los años sobre si vas a pasar la Navidad con tus padres o con los de ella. —Negó con la cabeza—. Borden Stoppelgard es el cuñado de Martin Gilmartin.
—Te lo estás inventando.
—No lo sabías ¿eh, Bern? Bueno, lo has intentado, pero no cuela. Déjame que te diga otra cosa que no sabes: anoche los Stoppelgard y los Gilmartin fueron juntos al teatro a ver una obra sobre alguien que desea tener caballos. Luego fueron todos a cenar y tu nombre salió en la conversación. Al parecer Stoppelgard se pavoneó del negocio que había hecho con un libro raro que tú le habías vendido y dijo que los precios serían todavía mejores cuando hicieras la liquidación por cierre de negocio.
—Eso dijo, ¿eh?
—Luego Gilmartin y su esposa se fueron a casa; tú llamaste y él respondió, pero en aquel momento no supo quién era. Aun sin saber que eras tú, su primera idea fue que alguien había entrado a robar y lo primero que miró fue su colección de cromos. Había desaparecido.
—Y por tanto llamó a la policía.
—Exacto. La comisaría mandó a un par de agentes y estos hicieron un informe, que ha aterrizado en mi despacho esta mañana. Lo habría dejado donde estaba si Gilmartin no hubiera llamado, la llamada no me la hubieran pasado a mí y yo no hubiese olido algo raro.
—Alguien se había comido un burrito en mal estado —sugerí.
—Gilmartin me ha contado lo de la llamada —prosiguió—, y he pensado que cualquier ladrón sería lo bastante listo para hacer una llamada de ese tipo desde un lugar donde no pudieran localizarlo. Pero uno aprende a comprobar este tipo de cosas, porque un ladrón que es lo bastante tonto para hacer una llamada así puede ser lo bastante estúpido para hacerla desde el piso de una amiga, sobre todo si la amiga en cuestión es una tortillera enana que se gana la vida cortando el pelo a caniches.
—Me llama la atención que Carolyn y tú nunca hayáis congeniado, Ray. Ya he admitido que hice la llamada, así que ¿qué problema hay?
—El problema es que le he dicho a Gilmartin tu nombre, y él lo ha reconocido enseguida por la conversación con su cuñado. «Ya sé quién es», me dijo. «Es un librero, uno que no conoce muy bien el negocio». Yo le dije que te conocía, y que no eras sólo eso. «También es un ladrón», le dije. «Y hay que reconocer que es uno de los mejores del gremio».
—Gracias por tu apoyo, Ray.
—Bueno, el mérito para quien lo merece.
—Pero si soy un ladrón tan estupendo…
—Eres uno de los mejores. Siempre lo has sido.
—¿Por qué habría de desperdiciar mi talento robando una caja de puros llena de cromos de béisbol?
—Era más bien una caja de zapatos, según Gilmartin.
—Me da igual, como si era un cajón de embalaje. Por amor de Dios, Ray, estamos hablando de unos pedazos de cartón que huelen a chicle. No estamos hablando de los mármoles de Elgin.
—Hablando de mármoles, acabo de acordarme de mi colección de minerales —dijo Ray—. Eso fue lo que mi madre tiró a la basura, Dios la guarde en su gloria. Tenía un montón de ellos. No sé si tenía algún mármol de Elgin, pero tenía una colección estupenda.
—Ray…
—Los cromos de béisbol ya no son cosa de críos, Bernie. Los adultos los compran y los venden. Los inversores se pelean por ellos.
—Como Sue Grafton.
—¿Ella también los colecciona? Acabo de leer un libro suyo y no estaba mal. Estaba ambientado en una base militar durante unas maniobras de combate simulado.
—R de raciones.
—Sí, el título era algo así.
—Sé que alguno de los cromos más raros valen bastante dinero —dije—. Hay uno famoso. El de Honus Wagner, ¿no? Vale mil dólares, o quizá más.
—Mil dólares…
—En perfecto estado —dije—. Si está machacado de tanto arrojarlo contra la pared, vale mucho menos.
Ray volvió a consultar su libreta.
—Honus Wagner —leyó—. Medio de los Piratas de Pittsburgh que está en la galería de jugadores famosos. Pusieron su foto en el cromo en 1910; aunque en aquel entonces no los vendían en los paquetes de chicle sino en los de cigarrillos.
—Pero él no fumaba —recordé—. No quería ejercer una mala influencia en los niños.
—Así que hizo que retiraran el cromo, por eso es tan difícil de encontrar hoy en día. De todos modos te quedas un poco corto diciendo que vale mil dólares.
—Bueno, también me quedé corto con L de ladrón. ¿Cuánto vale?
—Lo subastaron hace un par de años —dijo—, y dieron por él 451 000 dólares. Según Gilmartin, hoy en día en el mercado superaría el millón. ¿De veras no lo sabías, Bernie?
—De veras —respondí—. Y no estoy muy seguro de si me lo creo. ¿Un millón de dólares? ¿Por un cromo de béisbol?
—El cromo T-206. Hay otros cromos de Honus Wagner, pero no anuncian cigarrillos y no valen toda esa pasta ni por asomo.
—¿Y Gilmartin tenía un T-206?
—No.
—¿No? ¿Entonces qué más da? Ray…
—Pero tenía muchos cromos buenos —dijo—. La serie de Topps de 1952, con el cromo de Mickey Mantle en su primer año de profesional. Y también un montón de Ted Williams, Babe Ruth y Joe DiMaggio. He de reconocer que no me importaría tener un cromo de Joe D.
—Si alguna vez consigo uno —dije—, te lo cambiaré por los mármoles de Elgin.
—Trato hecho, Bern. De todos modos, aunque Gilmartin no tenía el cromo de Honus Wagner, su colección valía probablemente mucho más de lo que tu madre regaló a la venta de objetos usados de beneficencia. La tenía asegurada por medio millón de dólares.
—Medio millón…
—Y dice que vale más que eso. Por eso confiaba yo en que le hubieras robado sus cromos, Bernie. Podríamos hacer un pequeño negocio y los dos saldríamos ganando. Y no hay duda de que se los has robado, so tonto, pero no sabías cuánto valían. Los robaste entre las ocho y las doce, y luego saliste a altas horas de la noche a ver a uno de esos receptadores que tú conoces y los vendiste baratos. Bernie, tú y yo podríamos haber llegado a un trato con la compañía de seguros y habernos dividido cien de los grandes entre los dos. Apuesto a que anoche no te embolsaste ni una décima parte de ese dinero.
—No robé los cromos, Ray.
—Sí los robaste. Estabas enfadado con Stoppelgard. Probablemente lo seguiste hasta casa de los Gilmartin y luego, cuando se fueron todos al teatro, entraste en el piso. Te vengaste de Stoppelgard robando a Gilmartin. Entraste en su casa y cogiste lo primero que viste que te pareció de algún valor. Y en lugar de tomarte el tiempo y la molestia de averiguar qué te habías llevado, te deshiciste rápidamente de los cromos y te metiste en un buen lío —suspiró—. Tienes una posibilidad de librarte de esto. ¿Tienes los cromos?
—No.
—¿Puedes conseguirlos?
—No.
—Lo que me temía —dijo cansinamente—. Bueno, en tal caso, tengo algo para ti. ¿Dónde he puesto la puñetera hoja? Aquí está. «Tiene derecho a guardar silencio. Tiene derecho a llamar a un abogado. Si no dispone de un abogado…».