7
Bien, al parecer estaba funcionando. En un principio había tenido muchos recelos. Estaba convencido de que iba a estar tropezando continuamente con el bicho, pero desaparecía con una habilidad notable. Todas las mañanas, cuando yo abría la librería, se dedicaba al rutinario frotamiento de tobillos, pero esa era su manera de decirme que no me olvidara de darle de comer. El resto del tiempo apenas notaba su presencia. Andaba por ahí como gato sobre ascuas (valga la expresión) y no tropezaba con nada. A veces tomaba un poco el sol en el escaparate, y de vez en cuando daba un silencioso brinco hasta un estante alto y se acomodaba en el hueco que hay entre James Carroll y Rachel Carson. Por lo demás, la mayor parte del tiempo pasaba inadvertido.
Pocos clientes llegaban a verlo, y los que lo veían no solían reaccionar con sorpresa ante la presencia de un gato en la librería. «¡Qué gato más mono!», decían, o también: «¿Qué le ha pasado en la cola?». Al parecer prefería mostrarse cuando el cliente era una mujer atractiva, lo cual convertía su presencia en una especie de ventaja, ya que a mí me servía para romper el hielo. Aunque no se ganaba el sustento realizando aquella función, debería incluirla en su currículum como un aspecto positivo.
El gato se ganaba el condumio haciendo aquello para lo que había sido contratado, y eso era lo que más me importaba. Desde que Carolyn lo había traído a la librería, no había encontrado ni un solo libro con el lomo mordisqueado. Había dejado de sufrir los daños producidos por los roedores de manera tan repentina y duradera que llegué a preguntarme si realmente los había sufrido alguna vez. Quizá, pensaba a veces, nunca había tenido un ratón en la librería. Quizá los volúmenes de Waugh y Glasgow habían llegado así a mi establecimiento. O quizá Carolyn había entrado furtivamente y había roído los libros ella misma con el único propósito de encontrarle un hogar permanente al tercer gato.
La creo muy capaz de algo así.
En cuanto le hube llenado el tazón del agua y el platillo de la comida, volví a cerrar y fui al establecimiento de Carolyn.
—Ya he comido —dijo—. Pensaba que hoy no ibas a abrir.
—Esa era mi intención —respondí—, pero quería echar un vistazo. Voy a comprar algo aquí al lado y ahora vuelvo. Tenemos que hablar.
—Claro —dijo.
Fui a la tienda de comestibles más cercana y regresé con un sándwich de jamón y un vaso grande de café. Carolyn tenía encima de la mesa para cepillar un perrito de pelo castaño que no dejaba de emitir un sonido parecido a un gemido.
—Ponte cómodo —me dijo ella—. ¿Te importa si acabo con Alison mientras hablamos?
—Sigue, sigue —dije—. ¿Por qué hace ese ruido?
—No lo sé, pero ojalá dejara de hacerlo. Si lo hace cuando la examine el juez, creo que su dueño ya puede ir olvidándose del premio a la mejor raza.
—¿De qué raza es?
—Terrier de Norfolk o terrier de Norwich; nunca me acuerdo de cuál es cuál.
—¿Y se llama Alison? No me dice nada.
—El nombre que viene en sus papeles es Alison Wanda Land.
—Creo que ya sé por qué gime.
—Puede que lo haga porque echa de menos a su pareja de camada, que hoy no ha venido porque no está previsto que la exhiban este fin de semana. Da la casualidad de que el nombre que utilizan para llamarla es nada menos que Trudy. ¿A que no adivinas qué pone en el registro de la Asociación Canina?
—No me digas que es Trudy Logan Glass…
—¿Quieres apostar algo?
Me estremecí, y luego me erguí en la silla.
—Oye —dije—, sigue peinando a Alison, y mientras lo haces, déjame que te diga qué ocurrió anoche.
—No hace falta, Bern.
—¿Cómo?
—En serio, ¿qué te hace pensar que tienes que hacerlo? —repuso—. Fuiste tú quien no paró de beber en el Bum Rap. Ya sé que de vez en cuando se me queda la mente en blanco, pero anoche no bebí alcohol suficiente ni para entrar en calor, y menos aún para destruir unos miles de neuronas. Me acuerdo de todo lo que ocurrió hasta que te fuiste, y después de eso no hay nada de lo que acordarse porque todo lo que hice fue acostarme.
—Quiero contarte lo que me ocurrió a mí.
—Te fuiste directamente a casa.
—Exacto. Y luego volví a salir.
—Bern, no…
—Escucha, deja que te lo cuente de principio a fin. Luego hablamos.
—De veras que no lo entiendo —dijo Carolyn—. Con todo lo que estabas esforzándote. Hiciste todo lo posible para no entrar en el piso de los Gilmartin.
—Lo sé.
—Y luego, así, en un arranque…
—Lo sé.
—Y además no tenías motivos para pensar que hubiera algo que mereciera la pena robar. Que tú supieras, los Nugent lo mismo podían estar forrados que arruinados.
—Lo sé.
—Además, para ti la noche ya había acabado. Te encontrabas en tu piso sano y salvo.
—Lo sé.
—«Lo sé, lo sé, lo sé». Entonces ¿por qué lo hiciste?
—No lo sé.
—Bern…
—Digamos que fue por un desliz —dije—. O un lapsus o una enajenación mental transitoria. Puede que estuviera todavía algo borracho y que todo el café que bebí me impidiese darme cuenta. Todo lo que puedo decir es que fue algo parecido a un regalo de los dioses. He sido un buen chico, he resistido a una tentación irresistible y ellos me han recompensado enviándome una mujer hermosa para que me condujera a un piso en el que si quería podría entrar a robar.
—¿Y si te puso una trampa?
—Es lo primero que pensé. De hecho se me ocurrió la posibilidad antes incluso de meter las ganzúas en el bolsillo.
—Y aun así fuiste.
—Bueno, no podía ser una trampa. Para que lo fuera, ella habría tenido que saber que soy un ladrón y que iba a estar en aquel vagón de metro en concreto.
—Es posible que ya estuviera en él y que estuviese siguiéndote.
—¿Durante todo el día? No me parece probable. Y no creo que fuera en ese tren, porque me habría fijado en ella. Es la clase de mujer en la que uno se fija.
—Era bonita, ¿eh?
—Bastante. Un ocho en una escala de diez.
—Y, mira por donde, te pide que la acompañes a casa y luego menciona casualmente que Joan y Harlan están en Europa.
—No creo que me siguiera —dije—, pero es posible que haya ido a comprar un litro de leche, por ejemplo, y que me viera salir del metro. Dijo que me conocía porque me había visto por el barrio, pero yo no recuerdo haberla visto, así que tal vez se lo inventó. ¿Y si sabía que soy ladrón, me vio y se acercó a mí para que la acompañara a casa?
—Si es que era su casa —dijo Carolyn—. Quédate quieta —le dijo a Alison Wanda, y fue a mirar en la guía telefónica—. Cardamon… Chesapeake… Collier. Aquí está, Cooper… No veo a ninguna Gwendolyn Cooper. Hay muchos G. Cooper, y hay uno en el 910 de West End, pero eso queda muy al norte. ¿En qué número viven los Nugent?
—En el 304.
—Pues no. No veo ningún Cooper en esa dirección.
—Puede que lo escriba con K.
—¿Como «okupa»? A ver… Pues es verdad, hay gente que lo escribe con K. Pero no nuestra querida Doll. De todos modos, esto no prueba nada. Tal vez su número no figure en la guía o tenga un piso subarrendado o viva con otra persona y el número esté a otro nombre.
—Conocía al portero.
—Eso no es muy difícil. Tú también lo conocías, ¿recuerdas?
—Bien pensado —dije—. Ese portero no es la línea Maginot. Podría haber pasado por delante de él tanto si vive en el edificio como si no. ¿Pero entonces adónde iba?
—Al piso de los Nugent.
—¿Para entrar y salir al cabo de unos segundos? Tal vez. También es posible que se quedara en la escalera a esperar a que yo me fuera a casa para luego irse. «Adiós, Edie». «Adiós, adiós…». Pan comido. —Fruncí el entrecejo—. Pero ¿para qué lo hizo?
—Para que cayeras en la trampa.
—¿En qué trampa? Carolyn, si hubiera sido cualquier otra noche de mi vida, me habría ido a casa y buenas noches. Olvídate que he dejado de robar. Pongamos que sigo siendo un ladrón activo, incluso un ladrón hiperactivo. Es una hora avanzada de la noche, y una extraña misteriosa acaba de informarme de que los inquilinos de un determinado piso no están en la ciudad. ¿Qué hago?
—Tú sabrás.
—Para empezar me voy a la cama y lo consulto con la almohada —dije—. Es posible que a la fría luz del amanecer investigue un poco y que, si el asunto ofrece perspectivas verdaderamente halagüeñas, dé el golpe al cabo de uno o dos días, cuando los visitantes resultan menos sospechosos. Pero lo que nunca haría sería entrar esa misma noche.
—Pero eso es lo que hiciste.
—Sí, eso hice —reconocí—, pero ¿cómo iba a saberlo ella?
—Quizá sepa leer los pensamientos a la gente, Bern.
—Quizá me los leyó a mí y vio que estaba como loco. Por tanto me puso una trampa y yo caí. Pero ¿qué salía ganando ella?
—No lo sé, Bern.
—¿Se suponía que me tenía que pillar en el piso de los Nugent? Está claro que se lo puse fácil. Habitualmente entro y salgo de un sitio tan rápido como puedo. Pero anoche fue diferente. Si llego a quedarme más tiempo, podría haber reclamado mis derechos de okupa. Si ella hubiera avisado a la policía, me habrían pillado con las manos en la masa. La caballería habría podido venir a pie desde Albany y llegar al piso antes de que yo me fuera.
—Quizá tenías que hacer algo dentro del piso.
—¿Qué?
—No lo sé.
—Yo tampoco. Pero fuera lo que fuese, no lo hice. Todo lo que hice en el piso 9 G fue matar el tiempo. Entré con unas bolsas de ultramarinos y salí con ellas.
—Diste un meneo a tus bolsas y luego te marchaste.
—Lo que me di fue un susto de muerte. Cuando vi el cadáver en la bañera…
—¿Quién era, Bern?
—No era ni Harlan ni Joan.
—Bueno, ya imagino que no sería Joan.
—Dados los tiempos que corren, a saber —dije—. De todos modos había una fotografía de ellos en el estudio de Harlan, y el cadáver no era el de ninguno de los dos. Había otras fotos en el piso, fotos de los hijos y nietos de la familia Nugent, y él no aparecía en ninguna de ellas. Es poco probable que fuera un pariente desaparecido tiempo atrás, porque no advertí ningún parecido con la familia. —Fruncí el ceño—. Había algo en él que me resultaba familiar, pero no sabría decir qué.
—¿Qué pinta tenía?
—La de una persona desnuda y muerta.
—Bueno, con eso queda aclarado. Te recordó a una novela de Norman Mailer.
La miré fijamente.
—Tendría treinta y pico de años —dije—. Pelo oscuro, corto y peinado hacia adelante como Julio César.
—Pero no tenía heridas de cuchillo.
—No, sólo un agujero de bala en la frente. —Cerré los ojos y traté de recordar su aspecto—. Era delgado —añadí—, pero musculoso. Mucho vello, y de tono oscuro. Tenía los ojos muy abiertos, aunque no recuerdo de qué color. A decir verdad no estuve mucho tiempo mirándolo.
—¿Qué estaría haciendo allí, Bern?
—Cuando lo vi no estaba haciendo gran cosa.
—Quizá estaba buscando un sitio donde suicidarse —dijo Carolyn—, y no tenía dinero para pagar una habitación de hotel. De manera que forzó la puerta…
—¿Con una cerradura Poulard?
—A ti no te impidió entrar… Bueno, vale, pongamos que tenía una llave. Entró, se quitó la ropa… ¿Dónde estaba su ropa, Bern?
—Supongo que se la daría a beneficencia, porque yo desde luego no la vi por ninguna parte.
—Bien, olvidémonos de la ropa. Se la quitó, de eso estamos seguros, y luego se metió en la bañera. ¿Por qué se metió en la bañera?
—Cualquiera sabe.
—Se metió en la bañera y se pegó un tiro. No; en primer lugar cerró la puerta del cuarto de baño, luego se metió en la bañera, corrió la cortina de la ducha y luego se pegó un tiro.
—Ya iba siendo hora.
—Pero ¿por qué, Ben?
—Eso es lo que menos importa. Lo que me pregunto es cómo lo hizo. Supongo que puedes pegarte un tiro en medio de la frente si te lo propones. Siempre puedes utilizar el pulgar para apretar el gatillo. Sin embargo, ¿no sería más natural apuntar a la sien o meter el cañón en la boca?
—Lo natural —dijo Carolyn— sería seguir viviendo.
—El problema es que no vi ningún arma —dije—. Eso sí, no me puse a buscarla, y si estaba de pie cuando se disparó, es muy posible que el arma cayera en la bañera y que luego cayera él encima. Pero también es posible que no haya ningún arma en la bañera ni en ninguna otra parte del baño.
—Y si no hay ningún arma…
—Fue otra persona quien le disparó.
—¿Doll Cooper?
—Es posible —dije—, pero hay ocho millones de personas en la ciudad que podrían haberlo hecho igualmente. Cualquiera de los Nugent, por ejemplo, lo cual es una buena razón para que cogieran el avión.
—¿Crees que fueron ellos?
—No lo sé —respondí—. Puede haberlo hecho cualquiera.
—Tú y yo no, Bern. Nosotros tenemos coartada. Pasamos toda la noche juntos.
—El problema es que no sé a qué hora lo mataron. No sé nada de eso que dicen los forenses sobre el rigor mortis y la lividez, y no quise tocarlo para averiguar lo frío que estaba. No olía muy bien, pero eso es normal en los cadáveres, incluso si son bastante recientes. ¿Te acuerdas del tipo que murió en la librería?
—¿Cómo no voy a acordarme? Además, ocurrió también en el retrete.
—Así es.
—Luego movimos el cadáver en una silla de ruedas. Vaya si me acuerdo. Llevaba muy poco tiempo muerto, y no despedía un olor especialmente agradable, ¿verdad?
—Verdad.
—De modo que no tenemos coartada… —dijo—. Vaya puñeta. ¿Cómo sabemos que no fuimos nosotros?
—Bueno, yo sé que no fui yo. Este tipo de cosas no se olvidan. Y sé que tú no lo hiciste porque no eres la clase de persona que haría algo así.
—Qué alivio.
—Y no necesito saber más —añadí—, porque no es problema mío. Jamás he estado allí.
—¿Cómo?
—No hice fotos ni dejé pisadas —dije—. Ni huellas dactilares, quiero decir. Y tampoco dejé cajas de cereales. Nadie me vio entrar ni salir, a menos que cuentes a Eddie el Tranquilo. Yo no lo cuento. Recogí todo lo que había llevado y dejé en su sitio todo lo que había cogido. Incluso cerré al salir.
—Siempre lo haces.
—Bueno, no cuesta nada. Si puedo abrir una cerradura con una ganzúa, tengo que ser capaz de cerrarla. Además es un buen sistema. Cuanto más tarda la gente en darse cuenta de que le han robado, más difícil es capturar a la persona que lo ha hecho.
—De modo que dejaste todo exactamente tal y como lo encontraste.
No dije nada.
—¿Bern? Dejaste todo exactamente tal y como lo encontraste, ¿no?
—Yo no diría «todo» —respondí—. Y tampoco diría «exactamente».
—¿De qué estás hablando?
Extendí una mano y le revolví el pelo a Alison, que volvió a hacer ese sonido que parecía un gemido.
—Me quedé el dinero —dije.
—Bern.
—Iba a dejarlo en su sitio —expliqué—, pero entonces reparé en que me había quitado los guantes para contarlo, ya que si iba a llevármelo daba igual que dejara en él mis huellas dactilares. Tenía que limpiar todos y cada uno de los billetes minuciosamente; luego tenía que forzar la cerradura del cajón del escritorio, la primera vez para abrirlo y la segunda para cerrarlo.
—De manera que lo cogiste.
—Bueno, ya lo había cogido. Lo que hice fue quedármelo.
—¿Ocho mil dólares?
—Ocho mil trescientos cincuenta, para ser exactos.
—¿Y cuánto tiempo estuviste dentro? ¿Cuatro horas? Pongamos dos mil por hora. Eso es bastante más que el salario mínimo.
—Créeme —dije—, no mereció la pena. La única razón por la que me quedé con el dinero fue que era menos complicado que dejarlo en su sitio. Y también que es prácticamente imposible dar con él. Los relojes y las joyas pueden conducirle a uno hasta el piso de los Nugent, pero el dinero es el dinero. —Me encogí de hombros—. Supongo que debería haberlo dejado, incluso si esto significaba limpiar todos y cada uno de los billetes. Pero era tarde y lo único que quería era largarme de allí.
—Ya, pero te tomaste la molestia de forzar las cerraduras. Puedo comprender que cerraras las de la puerta de entrada, pero ¿por qué echaste el cerrojo del cuarto de baño? Te costó una eternidad abrirlo, y debió de costarte lo mismo echarlo.
—No exactamente. Echar un cerrojo como ese es más fácil que abrirlo. Además ya había hecho unos surcos superficiales en la barra al abrirlo. Aun así, me costó cierto tiempo, lo reconozco.
—Entonces ¿por qué te tomaste la molestia?
—Pero ¿no lo comprendes? —dije—. Imaginemos que llega la policía y que derriba la puerta. Encuentran un cadáver en la bañera con una pistola al lado y una ventana pequeña, cerrada tal como lo estaba la puerta hasta que ellos la han forzado. Si fueras uno de esos policías, ¿a qué conclusión llegarías?
—Que el hombre se ha suicidado —respondió ella—. Es la única conclusión posible. ¿Bern? Espera un momento.
—Estoy esperando.
—¿Y si no hubiera ninguna pistola?
—¿Qué?
—Entonces no habría suicidio que valiera, ¿no?
Negué con la cabeza.
—No, no lo habría —respondí—. Lo que habría sería un homicidio cometido en una habitación cerrada salido de una novela de John Dickson Carr, y que me cuelguen si entiendo cómo pudo hacerlo el asesino. Aunque francamente no creo que haya ocurrido eso, ya que es imposible. Creo que la pistola estaba oculta en alguna parte, detrás del cadáver o debajo. Si se trata de un suicidio, lo mejor es que no haya hecho más que entrar y salir. Y si es un asesinato, un asesinato físicamente imposible cometido en una habitación cerrada, ¿por qué he de ser yo quien fastidie todo el asunto? Si la puerta está abierta cuando los polis lleguen allí, lo que encontrarán será otro cuerpo desnudo en la bañera. Eso no tiene nada de especial.
—Entiendo.
—Esa es la razón por la que volví a cerrar la puerta —proseguí—. Quizá haya un error en mi razonamiento, pero anoche estaba demasiado agotado como para darme cuenta. Manipular el cerrojo del cuarto de baño fue más fácil la segunda vez, pero aun así resultó bastante complicado, y me entretuve bastante tiempo. A fin de cuentas, me sentí autorizado para quedarme con los ocho mil dólares. Trabajé duro para ganármelos y creo que me los tenía merecidos.
Tragué el último trozo de mi sándwich con ayuda del último trago de café y eché el envoltorio y la taza vacía a la basura. Luego volví para ver a Carolyn dar el último toque al peinado de Alison.
—Debes de estar agotado tras una noche como la de ayer —dijo—. Estoy sorprendida de que te hayas tomado la molestia de abrir la librería hoy.
—Es que me ha llamado Patience, y ya no he vuelto a conciliar el sueño. Además tenía que dar de comer a Raffles.
—No tenías que haberte molestado —dijo ella—. Al ver que no habías abierto, cogí mi juego de llaves y le di comida y agua fresca.
—¿A qué hora ha sido eso?
—No lo sé… A las once, más o menos. ¿Por qué?
—Porque cuando abrí pasadas las doce ha hecho una imitación estupenda de un gato a punto de morirse de hambre.
—¿Le has dado de comer otra vez?
—Pues claro. Su platillo estaba impoluto y estaba haciéndome un agujero en el tobillo.
—No deberías sobrealimentarle, Bern.
—Lo tendré en cuenta —dije.
Regresé a Bernegat Books y volví a abrir. Raffles empezó a frotarse contra mi tobillo en cuanto mi pie cruzó el umbral de la puerta.
—Pero bueno… —exclamé—. Ni soñarlo, amiguito.
Saqué la mesa de las ofertas fuera y puse el cartel de «tres libros por un dólar». De vez en cuando algún transeúnte robaba algún ejemplar, pero a ese precio, qué más me daba. Me habría molestado más que alguien se hubiera llevado el cartel.
Me encaramé a mi taburete detrás del mostrador y cogí el libro que estaba leyendo: El clan de la cueva de los osos. Ya lo había leído años atrás, pero si piensas que no merece la pena leer libros más de una vez, es mejor que no te dediques a la venta de libros usados. Aún no había leído el periódico de la noche anterior, pues no lo había cogido al irme de casa. Daba igual, porque no tenía muchas ganas de saber qué estaba sucediendo en el mundo. Me sentía más cómodo leyendo cómo un niño de Cromañón era criado por una pareja de Neanderthal, lo cual no era muy diferente de como yo recordaba mi propia infancia.
A las dos de la tarde hice mi primera venta. Fue sólo un dólar, pero rompió el hielo, ya que para las tres ya había metido unos cincuenta pavos en la caja registradora. Uno no se hace rico de ese modo; ni siquiera cubre gastos, pero al menos estaba vendiendo libros. Y supongo que el gato podría atribuirse el mérito de aquellas ventas, ya que si no hubiera tenido que darle de comer, no me habría tomado la molestia de abrir.
Además, tanto si me gustaba como si no, ya me había embolsado 8350 dólares por haber visitado a los Nugent. Y podía hacer lo que quisiera con el dinero y olvidarme de lo que había tenido que pasar para ganarlo, ya que aquel capítulo pertenecía definitivamente al pasado y yo estaba libre de sospechas.
Anda ya. Ni soñarlo, Bernie.