CAPÍTULO 11

Cuando mis vecinos de al lado, los Klopstock, recibían a gente en su casa, siempre aparcaban sus tres coches delante de la mía. Así la fachada y la rampa les quedaban libres para aparcar los coches de los invitados. Yo no podía hacer nada al respecto, pero mirar por la ventana y ver el gran Mercedes blanco de los Klopstock plantado delante de mi puerta era algo que me exasperaba. Sabían lo que yo pensaba de los coches importados. A veces me preguntaba si no lo harían a propósito, pero no había ninguna ordenanza municipal, ni normativa local que impidiera que la gente aparcase el coche en cualquier lugar que se le antojara de la calle, excepto cuando los camiones municipales venían a recoger la basura los viernes por la mañana. Pero con aquellos coches colocados ante el bordillo de mi casa era difícil entrar en mi pequeño garaje, y eso me sacaba de mis casillas.

Así que estaba bastante cabreado unos días más tarde cuando llegué a casa muy tarde y me encontré la calle como si fuera un aparcamiento. Era una noche de clara luz de luna y soplaba una ligera brisa; me llegó el olor a pollo chamuscado y a ponche de vino caliente. Aquella mañana yo ya había sospechado que se avecinaba una de las caprichosas fiestas de los Klopstock. De pronto los árboles de su jardín aparecieron engalanados con colgaduras de luces de colores, y les habían llevado en un camión varias pilas de sillas y mesas alquiladas.

—¡Eh, hola, Mickey, querido!

Binnie Klopstock estaba de pie a la puerta despidiendo a unos invitados.

Henry Klopstock también se encontraba allí, ataviado con un esmoquin —¡un esmoquin!—. Ayudaba a una mujer que estaba un poco bebida a entrar en un Lexus.

—¿De verdad tenéis que marcharos tan temprano?

Estuve observando a Henry mientras éste metía debajo del asiento del coche el largo abrigo ribeteado de la mujer para que ésta no se lo pillase al cerrar la puerta. Ella se reía como una tonta, y el conductor del coche, su marido, supongo, dijo:

—Compórtate como es debido, Fleur. —Al ver que su advertencia no surtía efecto y con la voz amplificada por el alcohol, repitió—: Compórtate como es debido y di que lo hemos pasado estupendamente.

Binnie y sus hijas llevaban todas vestidos cortos, a la moda de los años veinte, que destellaban a causa de las lentejuelas y los ribetes de vidrio y cuentas cilíndricas. Binnie se acercó a mí mientras yo metía despacio el coche en la rampa de mi casa. Estaba atrapado.

Bajé la ventanilla.

—¡Hola, Binnie! —la saludé.

—¿Has vuelto a quedarte trabajando hasta tarde en el despacho? Tú siempre tan trabajador.

—¿Cómo lo has adivinado?

—Lo he sabido porque llevas ropa de ir a trabajar. Deberías salir más y darte algunos caprichos.

Tenía caradura. Ropa de ir a trabajar. Aquél era el mejor de mis trajes, un traje oscuro de lana de tres piezas que me había comprado para ponérmelo en los juicios. Sonreí y apreté el botón que abría la puerta del garaje. Ésta se enrolló hacia arriba con gran estrépito y puso a la vista el terrible desorden que había en mi garaje. Dejando a un lado los periódicos manchados de aceite que se encontraban diseminados por todo el suelo, la parte de atrás se había convertido en un espacio paira almacenar cosas viejas, rotas y polvorientas: una bicicleta que Danny había utilizado hasta que se le quedó pequeña, un león de juguete relleno que mi familia le había regalado a mi hijo en su noveno cumpleaños, algunos neumáticos con un montón de kilómetros encima. Eran cosas que yo no necesitaba, pero que no era capaz de tirar.

Binnie contempló con tristeza todo aquel desorden. Los Klopstock eran obsesivamente ordenados: incluso guardaban los adornos de papel de Navidad.

—Ya sabía que no te importaría que hubiese tantos coches —dijo. Me esforcé por mantener la sonrisa, pero no me resultó fácil—. Ahora que tu esposa se ha marchado y Danny ha volado del gallinero, hay sitio de sobra.

—Sí, sí —convine en mi habitual estilo cobarde.

—Y tener un Sel quinientos aparcado a la puerta le confiere a esta vieja chabola un toque de distinción, ¿verdad?

Se dio la vuelta y lo repitió en voz bien alta para que pudieran oírla sus amigos.

—Que lo pases bien, Binnie —le dije; y proseguí con mi intento de meter el coche en el garaje.

—Ven a tomar una copa —me gritó.

—Y a hace rato que debería estar en la cama.

—Nosotros continuaremos todavía durante horas —amenazó.

Oh, Dios mío. Apreté el control del garaje y la puerta se cerró con estrépito.

Cuando entré en la casa por el garaje encendí la luz del recibidor y vi en el suelo una hoja de papel naranja. La habían metido por debajo de la puerta principal en lugar de echarla al buzón. La cogí y la leí. Un dibujo de palmeras enmarcaba una invitación escrita a mano para una fiesta en casa de los Klopstock. Con fecha de aquel mismo día: un recurso de último momento. «¡Por favor, veeen, queridísimo Mickey!». Lo había garabateado Binnie al margen con rotulador. Bueno, todo habitante de los suburbios sabe qué clase de ultimátum es ése. Cuando las manillas del reloj se acercaban lentamente a la hora cero, mis vecinos habían decidido hacer un ataque preventivo que me privase de la oportunidad de quejarme ante los mil vatios de altavoz para graves y altas frecuencias de fabricación japonesa que metería en mi casa conmigo a Cher y a sus mayores éxitos. La música continuaba sonando. Cher había dado paso a música heavy metal, a un «bum, bum, bum» sin melodía y a Colé Porter en un pulmón artificial.

Me senté y me puse a escuchar los mensajes del contestador automático con la esperanza de que hubiera llamado Danny. Me gustaba oír su voz. Pero no había nada de parte de Danny. Me hice café y empecé a cargar el lavavajillas. No era broma lo que le había dicho a Budd sobre el estado en que se encontraba mi casa. Necesitaba con auténtica desesperación a la señora Santos. Me pregunté cuánto tardaría en recuperarse su hija, pero no se me ocurrió ninguna manera delicada de llamarla para preguntárselo. ¿Tendría de verdad una hija enferma? Puede que aquello no fuera más que su manera latina de decirme que se iba a trabajar para otro por más dinero. Quizás yo debería poner un anuncio. Quizá debería organizar un festival de señoras de la limpieza: música latina caliente, pulimento para muebles como premio de pista al mejor baile. Y todo el mundo trae una botella de Palmolive.

Me acosté y estuve leyendo en la cama hasta medianoche; luego apagué la luz y empecé a sentirme preocupado. A veces me ocurre cuando tomo demasiada cafeína. Cuando por fin empezaba a conciliar el sueño sonó el teléfono. No tenía intención de contestar, pero entonces pensé que quizá fuera Danny, y a éste no le gustaba dejar mensajes en el contestador. —¿Sí?

—¿Mickey?

—Sí, soy Mickey. ¿Cómo estás?

—Soy Ingrid.

Tenía la voz tenue y tensa.

—Claro, ya lo sé.

¿Acaso creía que no iba a reconocer aquella voz suya de terciopelo?

—¿Qué ruido es ése? —me preguntó—. ¿Qué está ocurriendo ahí?

El ruido de la casa de al lado alcanzaba el número seis en la escala de Richter y le llegaba a Ingrid a través de la línea telefónica.

—Es que le he alquilado la habitación de huéspedes a la Filarmónica.

—Necesito tu ayuda, Mickey.

Parecía muy nerviosa.

—¿De qué se trata?

Encendí la luz, miré la hora y bostecé con nerviosismo.

Ingrid no contestó. Era como si estuviera pensando mejor lo de haberme llamado y estuviera debatiendo sobre si colgar el teléfono o no.

—¿Qué puedo hacer por ti, Ingrid, cariño?

—Mickey… —La dejé hacer una pausa y luego ella añadió con cierto apresuramiento—: ¿Podrías venir hasta aquí a recogerme con el coche?

—¿Dónde estás? Es decir, claro que puedo ir; pero dime dónde tengo que ir. ¿No estás en Aspen?

—Estoy a la puerta de Alice’s.

—¿En Malibú, en el muelle?

—Sí.

—¿Sola?

—Sí. No. Hay unas personas pescando.

—¿Está todavía abierto Alice’s?

No creo. Las ventanas están todas oscuras. ¿Por qué?

—¿Cómo has encontrado un teléfono?

—En mi bolso. Es mi teléfono, tonto.

Era la primera vez que se le alegraba la voz. Casi se estaba riendo.

—¿El muelle de Malibú?

—Deja de repetir las mismas preguntas, Mickey. ¿Puedes venir o no?

—Claro, pero tardaré treinta minutos. Puede que más.

—Puedo esperar. Ven pronto, cariño.

—¿Te encuentras bien?

—No quiero hablar por teléfono.

—Ahí estaré.

Sentí un estremecimiento y colgué. Me vestí apresuradamente; elegí un jersey de cuello alto y una cazadora de piloto de nailon color verde que pertenecía a Danny. En conjunto yo estaba que daba pena, pero no tenía tiempo para afeitarme. Mientras sacaba el coche del garaje la música procedente de la casa de al lado hacía temblar el asfalto.

Topanga y Malibú son ambos tortuosos y llenos de inconvenientes en una noche oscura, así que subí por la 101, por Kanan, que es una carretera más ancha y recta. Tras manipular los botones de la radio di con una emisora nocturna que emitía éxitos de los años cincuenta. Supongo que los geriatras no pueden dormir.

Pronto apareció ante mi vista el océano. Hay algo que infunde un pavoroso respeto en el hecho de encontrarse al borde del Pacífico de noche. El cielo negro se alarga hasta unirse con el igualmente negro océano, así que es como un paseo por el espacio. En Malibú, apretadas muy juntas a lo largo de la carretera de la Costa del Pacífico, se alzan las casuchas de un millón de dólares de las personas ricas y de éxito. Y enfrente de estas casas, al otro lado de la carretera, se encuentra una variada colección de restaurantes, tiendas, moteles y gasolineras.

Las luces nunca se apagan en la carretera de la Costa del Pacífico, pero en aquel momento había poco o ningún tráfico. De pie, debajo del parpadeante letrero de neón de un restaurante, unos juerguistas que llevaban abrigos de pieles y esmóquines permanecían de pie junto a sus resplandecientes coches nuevos salpicados de luz; se despedían interminablemente. Dejaron de hablar y se volvieron para mirar hacia mí cuando pasé en busca de Ingrid. Qué escena constituía todo aquello; igual que una de esas grandes óperas italianas que se representan al aire libre para los turistas en Varona: el cielo atiborrado de estrellas, las almenas salpicadas de luces teatrales, el coro, en silencio y ataviado con trajes de época, colocado con esmero y sin dejar de mirar fijamente hacia el callado auditorio a la espera de que la prima donna hiciera su dramática entrada. Y allí estaba ella.

Ingrid me estaba esperando al lado de la carretera. Vestida con un abrigo verde que le llegaba hasta los tobillos y con el cabello metido en un gorro negro bien encajado sobre la cabeza, se parecía a Marlene Dietrich en una antigua película de espías en blanco y negro. Iba descalza, sostenía en la mano los zapatos, muy caros, y un teléfono móvil le sobresalía de un bolsillo. Una vieja grabación de Perfidia sonaba suavemente en la radio de mi coche, pero cuando abrí la puerta, el rugido del océano entró, inundó el coche y apagó el sonido de Dorsey.

—¡Salta dentro! —la conminé. Ingrid metió consigo en el coche una ráfaga de aire frío—. ¿Qué haces aquí sola en la calle a estas horas de la noche?

Cerró violentamente la puerta y no me contestó, sólo dejó caer los zapatos en el asiento, a mi lado, conectó la calefacción, la puso al máximo y colocó la mano junto a una de las salidas de aire caliente para comprobar si, en efecto, salía pendía aire caliente. Aguardé allí un momento para permitir que Ingrid recobrase el aliento. Al otro lado de la carretera el coro se dispersó y se marchó en los coches. Un momento después el letrero de neón de apagó y dos camareros salieron y se pusieron a apilar bolsas de basura al lado de la carretera. La ópera había finalizado.

—¿Te encuentras bien? —le pregunté.

—No, no me encuentro bien.

Estaba encogida en el asiento y se daba masajes en los dedos de los pies descalzos.

—¿Adónde quieres ir?

—¿Podemos ir a tu casa, Mickey?

—Si eso es lo que quieres, sí.

—Necesito tiempo para pensar —me confió. Abrió la guantera y miró en el interior.

—Como tú digas, Ingrid.

—¿Tienes una pistola? —me preguntó al tiempo que cerraba la guantera.

—No, no tengo pistola.

—Budd va a conseguir una —me indicó.

—¿Verdad que estuvo bien la fiesta del otro día? Siento que no coincidiéramos.

—Budd dice que todo el mundo debería tener una pistola —insistió Ingrid—. Dice que ésta es una ciudad peligrosa.

—Y lo será mucho más cuando Budd consiga una pistola —puntualicé yo.

—Gracias por venir a buscarme, Mickey. Eres la primera persona a quien pensé en telefonear. También pensé en llamar a Budd, pero te llamé a ti.

—Me alegro de que lo hicieras, Ingrid. Budd se encuentra en Albany.

La fiesta continuaba en la casa de al lado. Un pequeño grupo de invitados tambaleantes se había congregado en la acera, donde se despedían ruidosamente de los Klopstock. Éstos les devolvían las despedidas. Los Klopstock eran las personas más ruidosas que he conocido. No podían ni tirar un pañuelo de papel a la basura sin producir un fuerte estruendo capaz de alborotar a toda la calle. Pero ¿qué podía decir yo? Danny había estado aporreando durante años una guitarra capaz de producir megadecibelios. No podía empezar a representar de pronto el papel de señor «Callen, callen, hablen bajo, cómo se atreven».

Binnie Klopstock me vio, naturalmente. Es imposible esquivar los ojos de barrena de esa mujer. Me saludó con la mano y se agachó para ver quién iba conmigo en el coche. Cuando vio que se trataba de una mujer atractiva, sonrió con malicia y agitó los dedos largos y delgados.

Cuando entramos en la casa Ingrid se quedó allí de pie, parpadeando a la luz y abrazándose como alguien a quien acaban de salvar de morir ahogado. Se acercó a la ventana y apretó la nariz contra el cristal tratando de ver el jardín. No había nada que ver, aparte de las luces colgadas en el jardín de al lado.

—¿Café? ¿Una copa? —le pregunté.

Ingrid permaneció con la cara apoyada contra el cristal.

—¿Dónde estamos? —me preguntó finalmente.

—¿Qué quieres decir? Ésta es mi casa.

—Esto no es Mulholland. Desde allí se ve todo el valle.

—Vivo en Woodland Hills —le expliqué.

—Creía que vivías en Mulholland.

—Eso era hace años. ¿Café? —Le di al botón de la cafetera—. Tengo que beber algo caliente.

Se dio la vuelta y quedó frente a mí.

—Sí, café. Gracias, Mickey. ¿Te he sacado de la cama?

—Ingrid, ¿le has dicho tú a alguien que yo vivía en Mulholland? Quiero decir, ¿le has dado a alguien esa dirección hace poco?

—Puede que sí.

—¿A quién?

—No me acuerdo.

—Inténtalo. Por favor, intenta recordarlo.

—Pobre Mickey. Sólo soy una molestia para ti. —Se alejó de la ventana—. Tengo mucho frío. ¿Puedo tomar un baño? ¿Está el agua caliente?

Ahora se movía por allí, inquieta, apretándose el abrigo por delante como si todos los botones se le hubieran caído.

—¿Quieres quitarte el abrigo? ¿Quieres sentarte? El café estará listo en un minuto. ¿Quieres que llamemos a Zach y le digamos que estás sana y salva?

—Se ha ido a Minneapolis en viaje de negocios.

Otra vez se hizo un silencio incómodo. Ingrid estaba de pie bajo la luz; se sujetaba el abrigo con ambas manos y tenía un aspecto muy vulnerable; estaba despeinada, aunque muy hermosa.

—¿Qué ocurre?

—No llevo puesto nada de ropa —dijo con una vocecita infantil—. Voy desnuda debajo de este abrigo.

—¿Bromeas?

—Ojalá.

Oh, Dios mío, ¿cómo había llegado a meterme en semejante situación?

—¿Qué hacías desnuda en el muelle?

—Sólo tengo el abrigo… y estos zapatos.

Levantó un pie en un gesto infantil.

—¿Qué ocurre, Ingrid? Dime a quién le diste la dirección de Mulholland. Es importante.

Soltó un profundo suspiro.

—Iba a ahogarme, iba a suicidarme esta noche.

—¿Ibas a qué?

—Lo tenía todo preparado. Tiré la ropa al océano en cuanto llegué allí.

—¿Para qué?

Dio media vuelta y me habló por encima del hombro.

—Era como el punto sin retomo. Me imaginé que no tendría valor para volver atrás desnuda por el muelle.

Se acercó más a mí.

—Lo que quiero decir es, ¿por qué ibas a querer ahogarte? Me dijiste que tenías que cuidar de John júnior.

Me tendió las manos y me rodeó el cuello con los brazos como si estuviera hundiéndose en el océano por tercera vez.

—Pero no he podido hacerlo. Soy una cobarde. No he tenido el valor suficiente para suicidarme. Hacía mucho frío, Mickey. Abrázame fuerte.

La abracé con fuerza y noté el calor de su cuerpo.

—Hacía viento procedente del océano; miré hacia el agua y me pareció muy gris y muy violenta —me dijo en un susurro—. No pude saltar. No pude. No te rías de mí.

—No me río.

Ingrid tenía la cara muy fría, y yo podía oler su perfume y los olores del océano en aquellos cabellos suyos.

—Ingrid —susurré a mi vez—, ¿alguna vez has intentado matar a tu marido?

Creía que ella reaccionaría con fiereza, pero permaneció muy quieta.

—He pensado en ello, Mickey. Que Dios me perdone, pero lo he pensado muchas veces.

—Aquella bomba en el teléfono la noche de la fiesta…, ¿te acuerdas?

—Tú la encontraste.

—Sí, yo la encontré. Quienquiera que la pusiera allí tendría que haber hecho que tu marido usase el teléfono. ¿Quién le habría convencido para que subiese a aquel despacho? Alguien muy cercano a él, creo yo.

Sin dejar de abrazarme, Ingrid inclinó la cabeza para mirarme a la cara.

—¿Goldie? ¿Te refieres a él?

—Sí, Goldie pudo arreglarlo. Pero fue Goldie quién se fijó en los cables. Ya ves, Ingrid, supongo que tú también podías haber hallado una manera de llevar a tu marido hasta allí.

—¿Cómo?

—Podrías haber inventado un motivo.

—No lo dirás en serio.

Me miró directamente a los ojos.

—Sólo intento mostrarte la manera cómo un investigador se las podría arreglar para hacer que el caso se volviera contra ti y acusarte.

—Pero es Zach quien quiere librarse de mí —me aseguró Ingrid con enojo y entre lágrimas.

—Cálmate, Ingrid. Quiero que recuerdes a quién le has dado esa dirección de Mulholland. Todas esas cosas pueden estar relacionadas entre sí.

—No querrás que me invente un nombre, ¿verdad, Mickey?

—Quiero que recuerdes a quién se la diste.

—Dame un poco de tiempo y me acordaré —prometió—. Pero déjame usar la bañera. Cuando vuelva a entrar en calor podré pensar como es debido.

—Usa el cuarto de baño principal. A la izquierda. Hay toallas limpias allí mismo, en el armario. El otro no se usa desde que Danny se marchó de casa, así que no hay jabón ni nada.

El café había salido y serví un poco para cada uno.

—¿Te estoy resultando una terrible molestia? —Entre sorbo y sorbo de café consultó el pequeño reloj de oro que llevaba en la muñeca—. Mira qué hora es; pronto se hará de día. ¿Puedo dormir aquí esta noche? Tengo que pensar en cómo resolver este problema, Mickey. Tú eres la única persona a la que podía recurrir sabiendo con toda seguridad que estaría a salvo.

¿Qué clase de reputación tienes, Murphy? Si llega a correrse la voz de que una hermosa mujer desnuda te ha dicho eso en mitad de la noche, vas a tener que irte a vivir a otra ciudad.

Pero yo seguía aturdido a causa de Ingrid. No podía pensar como es debido. Tenerla allí de aquel modo era lo que siempre había soñado, pero aquella demente situación era justo lo que yo menos necesitaba en aquellos momentos.

—Claro, Ingrid. Siempre tengo hecha la cama de Danny. Puedes dormir en su habitación si logras abrirte camino entre los modelos de aviones, los amplificadores y los relojes rotos que piensa arreglar algún día.

—Gracias, Mickey. Siempre has sido un encanto.

—Hay pijamas limpios en el armario, y te buscaré un jersey.

Entró en el cuarto de baño y oí correr el agua. Mientras estaba sentado tratando de poner en orden mis pensamientos, sonó el teléfono. Era una voz de mujer.

—¿Señor Murphy?

—En efecto.

—¿Michael Murphy? ¿El abogado?

—Ha acertado.

—Le llamo de la oficina del sheriff en Malibú, señor Murphy. ¿Tendría la bondad de decirle a la señora Petrovitch que se ponga al teléfono?

—Ahora mismo no puede ponerse —le dije—. Yo hablo en su nombre. ¿Qué puedo hacer por usted?

—Tengo aquí al médico de la señora Petrovitch. Dice que su paciente se halla en un estado mental de gran turbación y que necesita atención médica.

—¿Es cierto eso?

—Sí, así es —insistió la mujer de la oficina del sheriff.

—Bien, pues dígale que yo soy su abogado y que creo que se encuentra bien y que es perfectamente capaz de decidir por sí misma si necesita tratamiento médico, de elegir médico y de llamar a uno si cree que es capaz de pagar los honorarios. Así que dígale que buenas noches.

—No cuelgue, señor. ¿Ha recogido usted a esa señora del muelle esta noche?

—¿Por qué?

—Alguien la ha recogido. Alguien con un Cadillac Coupé de 1959, como el que está registrado a su nombre.

—De acuerdo, de manera que tiene usted acceso al ordenador de vehículos. Sí, la he recogido yo. ¿Y qué?

—El señor Petrovitch irá a su casa a buscar a su esposa. ¿Puedo suponer que usted está dispuesto a cooperar? No quiero mandar un agente con él a menos que tenga usted intención de crear dificultades.

—¿Ahora?

—Eso es.

Así que, después de todo, Zach Petrovitch no estaba en Minneapolis.

—Estaré en casa. De acuerdo.

—Gracias, señor Murphy.

Me acerqué a la puerta del baño y llamé.

—Tu marido viene a buscarte —le informé a Ingrid.

Temía que se tomara a mal la idea, pero a juzgar por el tono de voz que empleó, lo aceptó con suavidad.

—Se dará cuenta de que no llevo ropa —comentó.

—Sí, yo también he pensado en eso.

—Ya recordé lo de la dirección de Mulholland —me dijo Ingrid a través de la puerta—. Zach la estuvo copiando de una vieja agenda de direcciones mía. Me dijo que tenía que mandarte unos documentos legales.

No sé si ustedes habrán entregado una mujer desnuda a su marido alguna vez en horas nocturnas, pero es algo que no les recomiendo.

—Te he cogido prestado un pijama —me dijo Ingrid mientras esperábamos sentados.

—Sí, ya lo veo.

—Y este precioso jersey. Es de cachemir, ¿verdad? Te los mandaré, desde luego.

Tenía la inocente sinceridad de una niña. Y, como una niña, parecía incapaz de comprender el desagradable y único mundo que la rodeaba.

—Ingrid —le dije—, ¿te deprimes a menudo hasta el punto de ir al océano con intención de suicidarte?

—Para ti todo está bien, Mickey. Tú eres un tipo alegre al que le gusta salir. Eres fuerte, agresivo e independiente. Siempre lo has sido. Pero no todos podemos ser como tú.

—Pero ¿estás contenta de volver a casa con tu marido?

—Es mi problema, y tengo que resolverlo a mi manera.

Fue la limusina blanca la que vino a recogerla. Goldie iba sentado al lado del chófer y Petrovitch en la parte de atrás. Tenía un aspecto afligido. Salí yo en primer lugar para hablar con él.

—Ingrid está bien —le indiqué a Petrovitch.

Éste se quedó sentado, muy quieto. Tenía una elegante bolsa a los pies, de las que llevaría una mujer para pasar un fin de semana. Había una bebida dispuesta en la pequeña mesa frigorífico que había delante de él. Petrovitch tenía el rostro serio como un busto de granito, pero no había en él señales de ira. Era un hombre que sabía reprimir sus emociones… o cuando menos disimularlas. Supongo que ése es el secreto de los grandes negocios. Debería ser ilegal; llevar una emoción disimulada es duro para aquellos que quieren saber lo que se avecina.

—¿Tú has recogido a Ingrid en el muelle?

—Estaba muy turbada —le indiqué.

Esperaba que Zach estallase, pero fue una mirada de sufrimiento en lugar de enojo la que le cruzó por el rostro.

Cogió la bolsa y me la pasó.

—Aquí están sus cosas. Y dile a Ingrid que se ponga algo de ropa —me pidió.

—¿Sabes lo que ha ocurrido?

—Me llamó desde el muelle —me explicó.

—¿Ingrid sabía que estabas aquí, en la ciudad?

—No debes creerte todo lo que te diga Ingrid. Es una chica muy dulce, pero al parecer posee un sentido melodramático muy desarrollado.

Sonrió. Aquel tipo era realmente indomable. Dada la situación, lo propio sería que casi cualquier marido del mundo estuviera hecho pedazos. Petrovitch se mostraba reservado y racional, y casi era capaz de sonreír.

—Ingrid me ha dicho que me enviaste unos documentos a la casa de Mulholland, donde yo vivía antes —le dije.

—Nunca envío documentos a direcciones particulares. Tú tienes un despacho, ¿no?

—Eso es lo que me parecía. La iré a buscar.

—No hace falta —apuntó.

Miraba a algún punto detrás de mí. Me di la vuelta y vi a Ingrid de pie a la puerta. Llevaba en la mano los zapatos y ahora se apoyaba con una mano mientras se los ponía.

—Estoy preocupado por Ingrid. ¿Cómo vas a cuidar de ella? —le pregunté a Petrovitch. Éste me miró sin responder—. Ella tiene muchos amigos —añadí—. Si le ocurriera algo mucha gente se disgustaría. ¿Sabes lo que quiero decir?

—Sé exactamente lo que quieres decir, Mickey.

Retrocedí para permitir que Ingrid subiera al asiento de atrás para colocarse junto a Petrovitch. Éste la agarró y la apretó con fuerza.

—¿Qué le has estado contando de mí a este hombre, nena?

—Nada, querido. Sólo que eres un encanto.

Ingrid me dedicó una gran sonrisa y besó a su marido en la mejilla.

—Yo la cuidaré, Mickey —me dijo Petrovitch—. Puedes estar tranquilo.

—Buenas noches, Ingrid —me despedí al tiempo que cerraba Ja puerta de la limusina; pero no dio muestras de haberme oído.

Cuando el coche se alejaba ví cómo ella se abrazaba a Petrovitch como una adolescente en un cine. ¡Se estaban besando! Esa Ingrid debía de ser la actriz más grande desde Sarah Bemhardt. Pero eso seguía sin explicar cómo la policía tenía aquella dirección mía de Mulholland o qué era lo que buscaban. ¿Y qué era todo aquello de que oía chasquidos en el teléfono cuando Zach descolgaba la extensión para oír lo que ella decía? Ingrid tenía su propio teléfono móvil.