CAPÍTULO 4
Imagínense a Goldie recordando nuestros desayunos en Tommy’s. Es uno de esos restaurantes que abren al amanecer y cierran a primera hora de la tarde. Estacioné el coche en la parte de atrás. El sol salió arrastrándose de la oscuridad y comenzó a asomarse por encima de los tejados para reflejarse en mi bonito y viejo Caddie. Con su pintura original de color dorado resultaba algo espectacular. Me quedé de pie largo rato contemplándolo; me encanta ese coche. Hasta la radio era la que traía de origen. Habría quedado una foto en color pasmosa tal como estaba aquella mañana. Quizá debería comprarme una cámara.
Entré por la puerta trasera. El comedor estaba ya abarrotado de hombres que se dirigían al trabajo. Tipos musculosos con monos y camisa a cuadros de faena, hombres que arreglaban maquinarias, aparatos y utensilios; hablando con franqueza, héroes americanos como los hermanos de mi madre.
Goldie estaba ya allí, sentado cerca de la ventana, mirando cómo el cocinero partía los huevos y les daba la vuelta a las hamburguesas sobre la reluciente plancha de acero. Nos saludamos. Goldie parecía cansado. A juzgar por la ropa que llevaba y el tono azul del mentón, había estado levantado toda la noche. El olor a tocino me abrió el apetito; me volví loco y pedí salchichas, tocino, huevos fritos, tortitas con mantequilla y almíbar, tostadas, miel y café. Era como volver a estar con mi gente. El café estaba buenísimo, los huevos pasaban bien y es el único lugar de por allí que abre a las cinco y media de la mañana.
—Hola, señor Murphy —me saludó Cindy. Cogió el plato vacío de Goldie y le volvió a llenar la taza de café.
—¡Hola, Cindy, estás estupenda!
Hacía años que conocía a Cindy Lewis. Era una mujer trabajadora y sensata con dos hijas mayores. Su marido había sido un marine que murió en el Vietnam allá en los viejos tiempos. Cuando Danny era muy pequeño ella venía a menudo a hacer de canguro de mi hijo.
—Es el trabajo lo que me mantiene en forma —dijo sin dejar de mirarme mientras yo comía—. Eso les digo a los jóvenes, pero no hacen caso. A la gente se le ha olvidado lo que es trabajar. Mi vecino de al lado es un anciano caballero japonés que trabaja en Northrop. El pobre hombre ni siquiera puede salir al jardín que hay delante de su casa a regar las flores y las plantas sin que la gente piense que es el jardinero. No pueden creer que se arregle él mismo el jardín; están agobiándole continuamente con ofertas de trabajo.
Goldie asintió sobriamente. A mí me daba la impresión de que se iba a quedar dormido en cualquier momento.
—¿Habrase visto cosa igual? —dije.
Pero ni siquiera yo me lo creía. Los dos memos que me cuidaban a mí el jardín sabían lo mismo de jardinería que de física nuclear, y me cobraban un ojo de la cara y la mitad del otro. Se dejaban caer por allí diez minutos los viernes por la mañana para cortar el césped y ni siquiera se llevaban la hierba cortada y las hojas cuando se marchaban. Intenté recordar exactamente dónde vivía Cindy. La había llevado a su casa en el coche un millón de veces. El vecino de al lado, ¿verdad? Quiero decir: ¿cuánto podrían estar pagándole en Northrop?
—He estado esperando a que apareciera usted por aquí, señor Murphy; a ver si puede aclararme una apuesta que he hecho. Fue Frank Loesser el que escribió «Hermano, ¿tienes diez centavos de sobra?», ¿no? Lo estuve discutiendo con mi hermano pequeño; se cree que lo sabe todo. Respáldeme si es necesario, ¿quiere? Me he apostado diez dólares a que sí.
—Lástima. Has perdido tu dinero, Cindy. Letra de Yip Harburg, música de Jay Gomey.
No pareció demasiado desolada por haber perdido los diez pavos. Movió la cabeza con admiración.
—Debería ir a uno de esos concursos de televisión —le dijo a Goldie. Éste asintió. Cindy tenía un respeto exagerado por todo lo que percibía como educación.
Dragué mi memoria.
—Escrita para una obra llamada Americana a principios de los años treinta.
Cindy volvió a llenarme la taza de café.
—Yo no me acuerdo ni de una sola cosa últimamente —nos confesó con alegría—. Por ejemplo, siempre se me olvida decirle a usted lo de su coche, señor Murphy. —Se alejó para servirles café a los de la mesa de al lado y luego volvió—. Aunque a lo mejor ya se lo ha dicho alguien. Ese viejo coche suyo va dejando un reguero de aceite por todas partes.
—Ya lo sé; no es nada —le dije.
—Me fijé cuando se fue usted de aquí la semana pasada. Había un gran charco de aceite.
—No es nada importante —repetí—. Probablemente una junta.
—¿Por qué no se compra usted un coche nuevo y bonito? Ahora que le han comprado el bufete y todo eso.
—¿Estás loca? —le dije—. Se trata de un coche de época muy valioso.
—Esos coches japoneses dan muy buen resultado. Mi nieto tiene uno verde brillante, con cuatro puertas, radio y todo lo demás. Es muy cómodo y muy de fiar. Y sólo paga noventa y nueve dólares al mes.
Goldie me estaba mirando con una estúpida sonrisa reflejada en el rostro.
—Y no me han comprado el bufete.
Es posible que lo dijera demasiado alto.
—No he querido decir nada.
Me sirvió café.
—Todo el mundo me va diciendo que soy rico, sólo que yo no me quedo con la pasta. Así que no vayas por ahí diciendo que he vendido nada.
Nos miró a Goldie y a mí y asintió. Pude adivinar lo que estaba pensando. Estaba pensando que yo iba a hacer millones de dólares y los iba a esconder en alguna parte.
—Creí que estaría bien decirle a usted lo del aceite —dijo; y se marchó.
—Es estúpida —le dije a Goldie—. Coches japoneses. No quiero oír hablar de coches japoneses.
—¿Lo has traído todo? —me preguntó Goldie.
—Lo he traído todo —dije. Goldie asintió.
Devoré el desayuno entero y hasta rebañé el plato con pan. ¿Sería señal de que estaba nervioso? Siempre como demasiado cuando estoy tenso. Ojalá fuera yo uno de esos tipos flacos que pasan de comer cuando tienen estrés, pero conmigo la cosa funciona justo al revés. De todos modos era un desayuno delicioso: cocinado exactamente como a mí me gusta.
Luego metí la mano en la cartera y saqué el guante que había encontrado en mi caja fuerte. Lo puse encima de la mesa. Goldie lo miró sin emoción.
—¿Es tuyo? —le pregunté.
—Podría ser. Tengo uno igual en casa.
—Hijo de perra.
—Ahora estamos en paz —dijo Goldie—. No juegues con mis teléfonos en el futuro.
Levantó aquellos pesados párpados suyos para mirarme.
—Yo no coloqué esa bomba, Goldie.
—¿Y fue casualidad que quisieras hacer una llamada y que te fijaras en el cable? ¿Es eso?
—Pues claro que es eso. Yo no puse esa bomba.
—Puede que no, pero creo que sabes quién lo hizo. Y le aseguraste de que la encontrásemos. Ya capto el mensaje, Mickey. ¿Habéis tramado algo Budd Byron y tú?
—¿Qué tiene que ver Budd con esto?
—Le prometiste que le conseguirías una pistola, ¿no te acuerdas?
—¡Esto es demasiado! ¿Has puesto micrófonos en mi oficina?
—Ya no es tu oficina. Ahora trabajas para nosotros.
Me puse en pie y dejé dinero sobre la mesa. Goldie estiró [la mano y me sujetó por el brazo.
—Ya somos mayores, Mickey. No estamos jugando al Monopoly, es la vida real. Pregúntatelo a ti mismo, amigo. Cuando las grandes empresas ponen encima de la mesa cientos de millones de dólares, no les detiene ningún tipo insignificante que lea en voz alta las instrucciones que vienen en la tapa de la caja. —Me miró—. Te aplastarán como a una chinche.
—Mantén a esos tipos tuyos lejos de mi casa —le dije. Me solté de él, cogí el guante y se lo tiré—. Vuelve a salir con una cosa semejante y te voy a dejar bien arreglado, y de un modo que no te va a gustar.
—Tuerce donde veas la torre de agua —comentó Goldie—. Es una limusina blanca con cristales ahumados; está aparcada cerca del hangar principal.
El aeropuerto de Camarillo es un antiguo campo militar con una pista de hormigón de dos mil metros de largo y cincuenta de ancho, y eso es más que suficiente para que pueda aterrizar el avión de Petrovitch aunque esté a los mandos el viejo Petey en persona recuperándose de una resaca. Yo ya conocía aquel campo. Durante años, cuando conducía por la carretera 101, le había echado una ojeada a la vieja Lockheed Constellation azul y blanca que marcaba el final de la pista.
Reconocí la rampa de salida de la autopista. Yo antes llevaba a Danny por ese camino a comprar fresas. A Danny le encantaban las fresas. Recuerdo la primera vez que vio los campos de fresas —campos que tenían varios kilómetros a todo lo largo del camino hacia las montañas—, apenas si podía creer que todo aquello fuera de verdad. A Betty también le gustaban. Solíamos comprar fresas allí; y nos llevábamos un gran recipiente de helado y nos dábamos un banquete en el coche.
Giré al llegar a la torre de agua, pasé por los barracones que ahora son oficinas municipales y divisé el mayor de los coches blancos, una limusina del mismo tamaño que Moby Dick. Debían de haberle dicho al chófer que estuviera atento por si yo llegaba; me hizo señales con las luces. Estaba aparcado en el extremo más alejado, junto a un gran cartel que rezaba: «PROHIBIDO EL PASO A TODO VEHÍCULO NO AUTORIZADO». ¿En qué otro lugar iba a haberse puesto Petrovitch?
El chófer, un agresivo joven con una oreja hecha polvo, saltó de su asiento blandiendo en la mano lo que parecía una percha de alambre para chaquetas sujeta a un transistor. Era un detector de metales, y lo utilizó para descubrir un manojo de llaves y monedas por valor de tres dólares en mi bolsillo.
Por lo visto Petrovitch, una vez descartado que le atacara con un puñado de calderilla, estaba bien repantigado en el asiento de cuero auténtico; bebía café caliente y tenía cara de un millón de dólares. ¿Cómo consigue la gente estar así tan temprano por la mañana? Yo tenía un dolor de cabeza enloquecedor, los ojos rojos y el cabello despeinado.
—Hola, Mickey —me saludó.
A lo mejor les he hecho creer que Petrovitch era íntimo amigo mío. No es así. Era sólo una personalidad rica y llena de encanto que no hacía más que cruzarse en mi camino, el cual es una zona que no suelen permitirse frecuentar demasiadas personalidades con encanto. Lo había visto cien veces o más, pero siempre en el otro extremo de una habitación abarrotada de gente. Y cuando por fin me encontré teniendo realmente una conversación con él, necesitó un compinche que le dijera al oído quién era yo. Pero hoy no había allí ningún compinche: solamente el maestro en persona sentado en el asiento de atrás de su cochazo y vestido con una cazadora de cuero de piloto de la segunda guerra mundial, camisa de seda con el cuello abierto, botas con cremallera a un lado y pantalones Bedford planchados con pulcritud.
—Hola, Zach —le dije al tiempo que tomaba asiento a su lado—. ¿Qué te ronda por la cabeza?
—Alguien intentó matarme anoche.
Me miró con aquellos ojos fríos y grises. Recordé la advertencia de Goldie de que me aplastarían como a una chinche. Por muy civilizados que parecieran, los tipos como Petrovitch y Westbridge habían llegado a la cabeza de la fila pasando por encima de un montón de cuerpos inertes.
—Ya lo sé. Fui yo quien encontró la bomba.
Sin el menor parpadeo de emoción dijo:
—Goldie cree que tú tienes algo que ver.
—Goldie ha perdido el juicio —repuse.
—Te equivocas; Goldie es un buen hombre y además es muy eficiente.
—¿Cómo iba a ponerte en peligro una bomba en un despacho de la parte trasera? —le dije—. Tú no tenías planeado pasarte la velada allí sentado para ver si sonaba el teléfono, ¿verdad? Quien instale una chapuza letal como ésa lo único que lograría sería matar a alguno de tus compinches.
—Continúa —me dijo sin parecer excesivamente interesado—. Has conseguido captar mi atención. ¿Crees que la bomba no tiene nada que ver conmigo?
—Pregúntatelo a ti mismo. ¿Qué cliente o asociado tienes que sea tan importante como para que tú te molestes en subir de un brinco a contestar en persona la llamada? ¿Esperabas alguna llamada especial anoche?
—No. —Aguardó unos instantes y luego añadió—: ¿Este rompecabezas viene con solución o tengo que esperar a la próxima entrega?
—¿Quién salió de ello realmente bien parado?
—¿Qué quieres decir?
—El señor Supereficiente.
—¿Crees que es una especie de artimaña para hacer que Goldie resplandezca como el oro? —Se echó a reír. Todavía hablaba lentamente cuando dijo—: ¡Cómo me encantaría creer eso! Sin embargo, Goldie me ha dicho que la idea de subir al despacho fue tuya, no suya. Dice que llegaste y le preguntaste si podías utilizar el teléfono. ¿Lo he entendido mal?
Vaya. Me cogió en eso.
—Quería llamar a mi socio —dije.
Había estado a punto de colocar el veneno para Goldie y quejarme de que hubiera irrumpido en mi casa, pero ahora eso ya no me parecía tan buena táctica.
Se hizo un largo silencio; luego Petrovitch habló.
—Bueno, es muy amable de tu parte haber venido hasta aquí. —Tal como lo dijo parecía que yo hubiera insistido en hacerlo en contra de sus recomendaciones—. Estoy a punto de ultimar un trato con sir Westbridge y sé que tú lo conoces bien.
—Sir Jeremy —dije yo.
—¿Cómo es eso?
Abrió la puerta de un pequeño armario chapeado y señaló con el dedo. Empotrado en el espacio que quedaba entre los asientos delanteros había un bar con el frontal de espejo dotado de nevera y cafetera.
—No es sir Westbridge —le expliqué—. Es sir Jeremy. Sir es un título, por lo tanto va con el nombre de pila, no con el apellido.
—¿Ah, sí? ¿Café?
—Sí, por favor.
—Sírvete tú mismo.
Se apoyó en el respaldo y me miró mientras yo maniobraba para coger una taza del pequeño estante sin volcar las copas y me servía café. Encontré un paquete con blanqueador de café no lácteo, eché un poco en el remolineante líquido negro y lo removí bien antes de dar un sorbo. Dios mío, era un mejunje asqueroso. Observé que había pequeñas islas de sucedáneo de leche en polvo que chocaban unas con otras y daban vueltas a una velocidad mareante. Me produjo ganas de vomitar. Volví a meter la taza en el pequeño armario. Los tipos ricos comen cualquier clase de inmundicia con tal de que sea cara; me di cuenta de ello cuando era camarero en el centro de la ciudad, cuando trabajaba para poder ir a la universidad.
—Bien, sir Jeremy acudió a mí diciendo que carecía de liquidez… ésa es la manera delicada que tienen esos aristócratas europeos de decir que están de mierda hasta el cuello. —Petrovitch sonrió ampliamente—. Estoy intentando hacer que la mierda en que está metido sea un poco más líquida.
—Ellos no confían en mí —observé.
—Ahora me dicen que el viejo está muerto. Pero yo creo que lo que sucede es que ha tenido que abandonar la ciudad a toda prisa. ¿Qué sabes tú de eso?
—Es la primera noticia que tengo.
—Puede que sean amigos tuyos —dijo Petrovitch—, pero esos tipos son delincuentes. ¿Sabías que Crichton lleva una pistola dondequiera que va? ¿Por qué iba a llevar un hombre de negocios una pistola si no es porque piensa utilizarla?
—No sé nada de ellos. No son amigos míos —le indiqué—. Son clientes.
—Touché, amigo —dijo él echándose a reír inexorablemente—. Bueno, puede que estemos de acuerdo, al fin y al cabo. Estoy metido en todas esas molestias necesarias para llegar a un trato con esa gente y pienso terminarlo, Pero no me caen bien y no me fío de ellos. Dime, ¿qué hay en esa condenada cartera de cuero que abrazas con tanta fuerza?
—Los papeles de Westbridge.
—Por Dios, Mickey. ¡No me enseñes eso! —Esbozó una risita irónica—. Tú tienes una relación profesional con ellos. Podrían meterte en prisión por eso.
—Goldie Amez me dijo que los trajera.
Petrovitch se echó a reír brevemente.
—Bueno, a veces hasta Goldie se pone demasiado entusiasta. Es un tipo leal, pero un gorila de corazón… No, guarda esa cartera de documentos.
De repente pensé que quizá pudiera convertir mi más bien apresurada decisión de despedir a Westbridge en responsabilidad de Petrovitch.
—¿Quieres que el bufete continúe llevando los asuntos legales de Westbridge?
—¿Por qué no?
—Conflicto de intereses. Además, creo que los están investigando. Podría salpicar a todo el mundo.
—¿Es por eso por lo que has traído la documentación?
—Y a te he dicho por qué la he traído.
Sonrió.
—No mezas la barca hasta que se haya cerrado el trato. Después pensaremos en ello.
Volví a dejar la cartera en la hermosa moqueta de la limusina. Qué sádico hijo de puta era Petrovitch. Sólo me había hecho llevar aquella maleta llena de documentos para que yo supiera que a la hora de la verdad era Petrovitch quién movía la batuta. Ahora habíamos dejado claro que él era el jefe. Yo era el estafador, pero él me salvaría el alma. Y ahora él sabía que en cualquier momento que hiciera restallar el látigo y sostuviera en alto el aro de fuego, Mickey Murphy echaría a correr y saltaría por el aro para él. ¡No olvidaré esto, hijo de puta!
—¿Qué sabes de las leyes de California y de las instituciones benéficas?
—Ni pizca —le dije. Lo miré. Estaba saboreando aquel café rancio como si se tratase de Château Margaux.
—Pero tú dejaste caer la botavara encima de dos estafadores que estaban ordeñando una institución caritativa falsa el año pasado. Te ganaste una admiradora en la oficina del fiscal. Ella me dijo que fue tu procedimiento de descubrimiento lo que los puso a la sombra por quince años.
Aquel tipo no sólo me estaba espiando, sino que alardeaba de ello. Me ponía micrófonos en el despacho, atracaba mi casa y me registraba la caja fuerte. ¿Cómo puede uno tener tratos con gente como aquélla?
—Tu informadora exageraba —dije—. Era una institución benéfica coreana sin importancia del centro de la ciudad, y mis socios realizaron la mayor parte de la preparación. Ellos hablaban el idioma y sacaron a la luz los papeles. Yo no habría tenido nada que ver en ello de no haber sido porque uno de mis socios, Charlie, resultó muerto en un accidente. Y mi otro socio, Billy Kim, estaba ocupado haciendo de albacea de Charlie, así que no me quedó más remedio que llevar el caso a juicio.
El ruido de un avión hizo imposible seguir con la conversación. Un C-130 Hércules pasaba por encima, un rugiente monstruo naranja y gris que estaba dando la vuelta para dirigirse a la cercana base aérea naval de Point Mugu. Aguardamos hasta que el ruido comenzó a disminuir.
—Necesito a alguien que sepa desenvolverse en el negocio de las obras benéficas —dijo Petrovitch—. Ingrid pertenece a un comité. No quiero que tenga enredos con la ley. ¿Estás libre este fin de semana? Estaremos en Aspen.
—Puedo estar libre, Zach, claro.
—Vic Crichton será nuestro invitado. Espero cogerlo de buen humor y llegar, grosso modo, a alguna clase de acuerdo.
Y tú puedes hablar con Ingrid.
Un hombre con un mono de trabajo se acercó al coche y anunció que el avión estaba listo para salir. Petrovitch le preguntó:
—¿Lo ha comprobado el ingeniero?
—Desde luego, señor Petrovitch. Está allí ahora, con el piloto. El aparato funciona con verdadera suavidad esta mañana.
—¿Eso es todo? —quise saber.
Petrovitch se inclinó mucho hacia mí, sacó una mano y se puso a acariciarme la corbata como si estuviera buscando el latido de mi corazón.
—Espero no haberme equivocado considerándote el señor Buen Chico —me dijo en un susurro ronco. Durante un momento se dejó ver el auténtico Petrovitch, y no fue una visión agradable—. Porque me odio a mí mismo cuando me equivoco al juzgar a las personas. Me pongo como loco y me las arreglo para que sucedan cosas de las que después me arrepiento.
Ahora sus ojos estaban inmóviles y fríos, sin ver, como si estuviera mirando a través de mí.
—Conozco esa sensación —dije al tiempo que apartaba de mí su mano.
Cuando empezó a salir del coche, el chófer saltó del asiento y casi arrancó la puerta de cuajo a causa del nerviosismo.
—Quédate ahí sentado y termínate el café —me indicó Petrovitch—. Y tómate algo más fuerte si te apetece.
—Ahora estoy reduciendo el consumo de café —repuse.
De café como éste, debería haber añadido. Estaba contando los minutos que faltaban para llegar a una farmacia y tomarme un Alka-Seltzer con hielo. Petrovitch se incorporó y miró algo en el horizonte. Vi un Tomcat de la Marina que volaba muy bajo; había aviones de combate con base en Point Mugu, y su circuito pasaba por el borde del campo de aviación de Camarillo. Éste concretamente pasó como un relámpago por detrás de los eucaliptos y desapareció; el estruendo se oyó poco después.
—Míralos cómo van —dijo Petrovitch con admiración—. ¡Qué no daría yo por cambiarme por uno de esos deportistas de la Marina!
—Semper fidelis.
—¿Eso qué es? Ah, sí, Semper Fi —dijo él.
Observé a Petrovitch mientras se dirigía hacia la pista agitando las manos en el aire sin dejar de gritarle a un ingeniero con camisa blanca que iba danzando alrededor de él todo el camino. Petrovitch era una personalidad inescrutable. Yo no comprendía las conexiones entre mente y cuerpo. Hablar de volar por cable… Yo creo que Petrovitch preferiría morirse antes que permitir que alguien supiera lo que realmente pensaba. Puede que sea eso lo que el dinero en grandes cantidades produce en las personas, o lo que determina qué clase de personas son las que hacen mucho dinero. Me pregunté si Ingrid sería así ahora que formaba parte de la sociedad acaudalada. Contemplé a Petrovitch, que estaba de pie con los brazos en jarras mientras le sacaban el reactor del hangar. El avión era blanco, con una tira especial de pintura roja en la que se veía el letrero «PETROVITCH ENTERPRISES INTERNACIONAL» pintado a lo largo de la cola.
—Un aparato así cuesta una fortuna —dijo el chófer como si me estuviera leyendo el pensamiento.
—Seguro que supera en asientos a la clase turista de Aero México —dije yo.
—Tienen que estar seguros —explicó el chófer—. Desde el mes pasado todos están muy preocupados.
—Eso es —dije yo mientras me preguntaba por qué demonios había de estar preocupado un tipo guapo con una mujer preciosa al que el dinero le salía por las orejas.
Supongo que contaba con que yo le preguntase algo al respecto, porque antes de que yo tuviera tiempo de pensar en algún modo de ahondar más en el asunto, continuó hablando.
—Fue una llave inglesa que encontraron en el motor. Una llave inglesa corriente y moliente, una de esas que hay en las cajas de herramientas, así que no hubo manera de saber a ciencia cierta si se trataba o no de un sabotaje. Pero desde entonces se monta guardia las veinticuatro horas del día y se revisa otra vez de punta a punta antes de cada despegue.
—Nunca se es demasiado cuidadoso —dije al tiempo que abría la puerta y tiraba en el asfalto el café que me quedaba—. Un tipo que se encuentra una llave inglesa en el compartimento del motor debería repasar la agenda de direcciones y ver si ha estado yendo a clase de baile con alguien a quien su familia no invitaba a las fiestas. —Metí la mano en la cajita recubierta de espejo y eché mano de una botella de Jack Daniels que había visto detrás de las licoreras—. Enemigos con clase, ¿sabe a qué me refiero? —Al levantar la botella y dar un trago rápido me encontré con la mirada del chófer en el retrovisor. Aquel fisgón hijo de puta me estaba observando—. ¿Cuál cree usted que puede ser la causa de que un coche pierda aceite por el cárter? —le pregunté mientras me limpiaba los labios y volvía a dejar la botella en el lugar correspondiente; luego cerré la puertecita del bar—. ¿Tiene fácil arreglo?
—¿Se le ha ocurrido buscar una llave inglesa? —me preguntó taimadamente.
Puñetero comediante.
Fue entonces cuando recordé algo acerca de la bomba. Yo le había pedido a Goldie que me dejase usar su teléfono celular. Subir a aquel despacho había sido idea suya.
Al volver a la ciudad desde el aeropuerto de Camarillo por la carretera 101, prácticamente hay que pasar por la puerta principal de mi casa en Woodland Hills. Pero yo no pasé. Después de una noche sin dormir necesitaba cerrar los ojos un poco. Me fui a casa. Después de llamar a la señorita Huth para decirle que tenía varias citas importantes cerca de Woodland Hills y que volvería a la oficina a primera hora de la tarde, corrí las cortinas, me desnudé y me metí en la cama.
Recuerdo haber oído llegar a los jardineros de los Kiopstock con toda su ruidosa maquinaria, pero no se demoraron mucho tiempo en hacer el trabajo. Aquellos tipos no eran horticultores con dedicación; en realidad no tenían nada de dedicación. No tardé mucho en estar profundamente dormido.
Me despertó el teléfono y la telefonista me preguntó si aceptaba una llamada a cobro revertido desde Phoenix.
—¿Mickey? Soy Billy. Billy Kim.
—Hola —dije aún somnoliento—. ¿Cómo me has encontrado?
—Magda me ha dicho que le parecía que estarías en casa durmiendo una resaca.
—¿La señorita Huth te ha dicho eso?
Qué descaro, teniendo en cuenta que yo le había dicho que estaría trabajando.
—Mickey, estoy metido en un pequeño lío.
—¿No habrás vuelto a vestirte de tía y les has metido mano a todas las damas de honor?
—No tengo tiempo para tus bromas irlandesas. Me embistió una furgoneta llena de borrachos en la autopista. Mi coche está hecho chatarra y yo en el hospital.
—Dios mío, Billy. ¿Te encuentras bien?
—Estoy un poco zarandeado, pero me están haciendo pruebas. Quería volver hoy en avión, pero luego, de pronto, se me ocurrió que si me daba de alta del hospital yo solo, ello podría afectar a mi posición legal con la compañía de seguros.
—¿Pero tú estás bien?
—Fracturas del grosor de un cabello en los huesos de la mano, no es nada. Pero siguen haciéndome pruebas y esas cosas. Ya sabes cómo son los hospitales.
—¿Hay algo que yo pueda hacer aquí? —le pregunté.
No es que yo buscase trabajo extra, pero Billy me había hecho tantos favores que me encontraba en deuda con él.
—Sí, muchísimo.
—Tú dirás.
—Si miras en la caja fuerte verás que hay un paquete de dinero allí. Quiero que le pagues al reverendo Edgar Stojil; Rainbow, le llaman. ¿Sabes a quién me refiero?
—Claro, es famoso. Lo vi en una fiesta. Un tipo alto y delgado con patillas y la cara colorada. Dirige un refugio para personas sin hogar, ¿verdad?
—El refugio Final del Arco Iris para hombres sin hogar. Ése es. Dale todo el dinero que hay en el paquete. Hay unos ocho de los grandes. Saca otros dos de los grandes de tu cuenta para que sean diez. En metálico; no acepta cheques. Te lo devolveré en cuanto salga de aquí. ¿Puedes hacerlo?
—Claro, Billy.
Quería preguntarle de qué se trataba todo aquello, pero supuse que me lo contaría a su debido tiempo. Billy Kim siempre estaba metido en mucha acción, con sus inversiones en restaurantes, salones de manicura y demás.
—Ve al refugio y el reverendo te dará un pasaporte nuevo de Estados Unidos y te dirá lo que has de hacer. Es algo complicado, pero no quiero contártelo por teléfono.
—De acuerdo.
—Puede que te lleve algo de tiempo —me dijo—. Medio día quizá. —Me pareció que estaba decepcionado por no haber tenido que convencerme para que lo hiciera—. Coge las llaves de repuesto de mi casa que encontrarás también en la caja fuerte. Puede que las necesites.
—¿Es muy urgente todo esto?
—¿Podrías ir a verle hoy mismo, Mickey? Confiaba en poder estar ahí. Asegúrate de que te dé el pasaporte antes de entregarle la pasta.
—De acuerdo.
—Y Mickey… a lo mejor reconoces a algunas de las personas implicadas. No te enfades conmigo.
—Hablaremos de dinero más tarde —le dije.
Billy siempre estaba haciendo tratos al margen, y robarles los clientes a otras personas era su especialidad.
El reverendo Rainbow Stojil era la clase de monstruo creado para los debates de televisión… o quizá creados por ellos. Las algodonosas patillas blancas lo hacían fácilmente reconocible, y su bien modulada voz al hablar carecía de identificación de clase social o regional. ¡Y vaya si rezumaba encanto! Estaba fumándose un puro cuando entré a verle. Hacía juego con el traje negro y el alzacuellos, pero la ceniza derramada desentonaba.
La pensión Rainbow —como los bromistas llamaban al refugio para hombres sin hogar— había sido en otro tiempo un gran hotel que Rainbow había comprado cuando ya no podía seguir funcionando como pensión de mala muerte de tres noventa y nueve por noche. Les había sacado el dinero para la adquisición al Ayuntamiento, a varias instituciones benéficas y a gente de negocios. Rainbow se había hecho famoso por el modo como pasaba el tiempo asistiendo a cenas benéficas y a programas de debate, pronunciando discursos en Sociedades Rotarías y sacándoles donativos a ricos de California corroídos por el sentimiento de culpabilidad.
—Me llamo Murphy. Soy socio de Billy Kim.
Me miró, dejó caer la ceniza y asintió.
—¿Ha traído el dinero? —fue lo primero que dijo.
—Diez de los grandes —repuse; y se los pasé.
Apagó el puro a medio fumar en la tapa de una lata que contenía otras colillas y una gran cantidad de ceniza viejísima.
—Nos hace muchísima falta. Tome asiento.
Él estaba sentado tras una mesa en lo que en otros tiempos había sido la oficina del director del hotel. En las paredes había dos láminas de pinturas de Matisse y dos carteles que mostraban en detalle gráfico cómo se adquiere el sida por utilizar agujas hipodérmicas usadas.
Hubo una época en que aquello había sido el corazón de la ciudad, un vecindario de estupendas casas antiguas y hoteles de lujo; ahora era un barrio de mala muerte. La calle estaba llena de pedazos rotos de automóviles y de hombres durmiendo en un montón. Inmediatamente después de la puerta, sobre la acera cocida por el sol que había delante de la fachada del refugio, vi hombres harapientos sentados con la espalda apoyada contra una valla de eslabones de cadena. No tenían nada que hacer más que esperar a que fuera la hora de que la pensión Rainbow abriera las puertas y sirviera la única comida del día. No conversaban, ni jugaban a las cartas, ni siquiera discutían o peleaban; se limitaban a estar allí sentados.
Rainbow no contó el dinero. Lo único que hizo fue pasar rápidamente entre los dedos una de las esquinas, pero poseía el juego de manos de los cajeros de banco y me dio la impresión de que si en el fajo no hubiera habido más que 9999 dólares lo habría detectado con la punta de los dedos.
—Pobres diablos —dijo siguiendo la dirección de mi mirada—. No les asusta trabajar, ¿sabe usted?
Lo dijo en tono acusador.
—Supongo que no —respondí.
—Están ansiosos por turnarse en mi equipo de limpieza, y con eso sólo ganan un dólar al día.
Consulté el reloj.
—¿Qué pasa ahora? —le pregunté.
—¿Tiene usted alguna identificación, señor Murphy?
Le enseñé el carnet de conducir. Me miró y observó atentamente la fotografía antes de devolvérmelo. Me di cuenta de que recelaba. Le dije:
—Mi socio ha tenido un accidente en la autopista. ¿No le ha llamado por teléfono?
—Sí, me dejó un mensaje en el contestador. A mí no se me da muy bien manejar esas máquinas. Sin querer borré el mensaje después de oírlo una vez.
—Le llamó desde el hospital.
El reverendo me miró.
—Normalmente lo llevamos todo con mucha discreción. No utilizamos nombres en estas transacciones.
—No lo sabía. Lo siento.
—Esperaba que vinieran a recogerlo hace dos días. Me estaba poniendo un poco nervioso. —Cogió un gran libro de registro de un estante que contenía guías de teléfonos, planos de calles y un reloj viejo que se había dado por vencido a las dos y media hacía mucho tiempo. Abrió el libro y le dio la vuelta para situarlo frente a mí en la mesa—. ¿Haría el favor de firmar aquí, señor Murphy? La mayoría del papeleo ya se ha hecho. —Firmé el libro mayor donde decía que yo hacía donación de diez mil dólares en nombre de un cliente que deseaba permanecer anónimo. Me pareció que no estaba mal hacerlo.
Me pasó unos documentos de aspecto oficial dentro de un sobre marrón—. Le hará falta todo esto. Ahí va el nombre del difunto. El certificado de defunción. Causas naturales: ataque al corazón; y también está ahí la carta del médico que lo atendía.
—¿Que lo atendía?
¿Qué era todo aquello?
—Murió hace tres días, señor Murphy. El médico lo atendió durante diez días antes de la muerte, tal como prescribe la ley. De otro modo tendríamos que haberle practicado la autopsia.
—Tendrá usted que ayudarme —le dije—. Mi socio tenía prisa. Me dijo que usted me lo explicaría todo. ¿Quién ha muerto, un pariente de Billy?
—Uno de nuestros internos. Usted viene a recoger el cuerpo, ¿no es así?
—¿Yo? ¿Es eso lo que Billy… es eso lo que se ha hecho otras veces?
Rainbow suspiró.
—Ojalá hubiera venido su socio en persona. Él sabe que no me gusta que se vean involucradas personas extrañas.
—Yo no soy un extraño —le dije—. Soy socio del hombre del que hemos hablado.
—Es un hombre alto. No podrá usted llevarse el cuerpo en ese Cadillac suyo.
—No pienso meter ningún fiambre en mi coche —le aseguré—. Bastante tengo con que huela a tequila. ¿Es que la otra persona se los llevaba en su coche?
Creía que Billy tenía sólo un Porsche.
—Él siempre traía un Jeep y un remolque para caballos.
—¿Qué quiere usted que haga yo con el cuerpo?
—La ley dice que el difunto tiene que ir a una funeraria. Las líneas aéreas no admiten que alguien como usted o como yo se encargue de entregar un cadáver. Debe ser entregado en el avión por personal de la funeraria, y recogido por un empleado de funeraria en el lugar de destino. Las autoridades de los aeropuertos se muestran muy rigurosas en eso.
—¿Qué avión?
—El cuerpo va a Londres. Creí que usted ya lo sabía. Siempre van a Londres. Cargamento aéreo, herméticamente sellado, y paga cuatro dólares por cada medio kilo de peso.
—¿Billy hacía eso?
—Será mejor que venga usted a ver. —Se puso en pie y sacó una llave del bolsillo—. De todos modos tendrán que embalsamarlo —añadió—. La línea aérea no admitirá el cadáver si no está embalsamado, así que será mejor que no se le pase por la cabeza la idea descabellada de llevarlo directamente al aeropuerto de Los Ángeles.
Abrió una puerta que daba a un pasillo oscuro. Lo seguí muy de cerca. Mientras caminábamos le dije:
—¿De modo que dónde lo llevo no es al aeropuerto?
—Yo le daré la dirección.
Pasó por una puerta en la que se veía un letrero que decía: «SÓLO PERSONAL DE LA CASA», y le seguí por un tramo de escaleras que bajaba hasta un oscuro sótano. Al llegar al pie de la escalera Rainbow se tomó su tiempo para abrir la cerradura de la puerta; luego se echó hacia un lado y me hizo pasar a una habitación fría y débilmente iluminada.
—¡Madre de Dios! —exclamé. La única luz procedía de cuatro velas, pero era suficiente para ver un cuerpo tendido sobre una gran mesa. Estaba rígido, con los brazos muy pegados a los costados y los ojos mirando fijamente al techo, e iba vestido con unos pantalones muy anchos y una camiseta limpia. La ropa era sencilla, pero de buena calidad: la ropa de ocio de un hombre acaudalado en lugar de los harapos que uno esperaría encontrar en un pobre vagabundo. Era un hombre de mediana edad y de una estatura superior a la media. Tenía el rostro oscuro a causa de la barba que continuaba creciendo después de la muerte. Las llamas de las velas parpadearon movidas por una corriente de aire procedente de la puerta, y con el movimiento de la luz el ensombrecido rostro pareció sonreírme con malicia. Le habían puesto unas bolsas de plástico llenas de hielo a modo de calzas alrededor del cuerpo, y una considerable parte del mismo se había derretido y había escapado de las bolsas formando grandes charcos en el suelo. Se oía el sonido del constante goteo a medida que el hielo seguía derritiéndose. Era el único sonido que se oía aparte de mi propia respiración. En un estante, al fondo de la habitación, junto con las velas, se alzaba un gran crucifijo de latón y dos tarros con flores baratas.
—¿Quién es este fiambre?
—Le estaría agradecido, señor Murphy, si mostrase más respeto —dijo—. Yo conocía a este hombre. Trabajaba mucho y era temeroso de Dios. —La voz de Rainbow resonó en la pequeña habitación—. Ésta es nuestra capilla, en ella han hallado la paz final muchos hombres. No olvide que está usted en presencia de Dios.
—¿Una capilla? ¿Muchos hombres? ¿A cuántos muertos maneja usted en el refugio?
—El Ayuntamiento calcula que se recogen unos cincuenta cuerpos cada noche de las calles de nuestra ciudad. A menudo una pobre alma que se enfrenta a su creador elige venir a pasar con nosotros esas últimas horas.
Ya había conseguido recuperarme del susto inicial, de modo que cogí una de las velas y la acerqué al cadáver. La circulación sanguínea había cesado hacía mucho, por lo que la piel del muerto estaba apagada y gris. Tenía el entrecejo fruncido y las manos —siempre lo más revelador— eran duras, estaban llenas de cicatrices y callosidades y tenían muchas uñas rotas. El legado de una vida entera de duro trabajo manual.
—¿Quién era? —quise saber.
—Era Jeremy Westbridge.
Perdí la paciencia con el reverendo: no eran sólo sus móldales; me parecía mal todo lo demás acerca de este asunto en el cual me habían metido suavemente y en el que ahora estaba empezando a ahogarme.
—Los dos sabemos que éste no es sir Jeremy Westbridge. Tuve oportunidad de verle a usted hablando con sir Jeremy la otra noche. Este cuerpo quizá tenga aproximadamente su mismo tipo, tamaño y edad, pero nosotros dos sabemos que no es él, ¿no es así? Sabemos que éste no es Westbridge.
—Me asusta usted, señor —dijo el reverendo. Sacó el paquete de dinero del bolsillo interior de la chaqueta y lo sostuvo como si estuviera a punto de devolvérmelo. Luego pareció tomar otra decisión—. He tenido a Jeremy Westbridge registrado en este refugio durante más de tres semanas, y este hombre es él. Puedo mostrarle a usted el registro si quiere. ¿Qué motivos puede tener usted para afirmar lo contrario?
—De acuerdo. No voy a discutir. Haga como que soy Billy Kim. ¿Qué hago ahora?
—Con diez mil dólares yo puedo consolar y dar cobijo a cientos de almas. No acuda a mí buscando ninguna clase de contrición por quebrantar la letra de la ley; yo no le obligo.
—Vale, reverendo. Ahórrese el sermón y dígame qué he de hacer. Si no me proporciona usted un poco más de ayuda y me da algunas explicaciones, lo que voy a hacer es coger el dinero y dejarle a usted aquí el fiambre.
Me miró. No aprobaba mi actitud, pero le gustaban mis diez de los grandes, y ése fue el factor decisivo. Dijo:
—Su socio lo habría llevado a la casa, me refiero a la dirección particular, del funerario con el que él suele trabajar. Eso es lo que tiene que hacer usted. Ellos se encargarán de todo lo demás. Lo llevarán a la funeraria en una furgoneta cerrada. Una furgoneta funeraria cerrada llama muy poco la atención delante del domicilio de un empresario de pompas fúnebres.
—No me gusta —le dije.
—A mí tampoco —dijo Rainbow—. Pero es lo que tendrá usted que hacer. —Me miró para mostrarme que él sabía muchísimo más de lo que se suponía que sabía. No se le puede ocultar secretos a Rainbow. Asentí—. Tendremos que moverlo de aquí pronto, señor Murphy. Hay que embalsamarlo. Ya lleva demasiado tiempo aquí, y esas bolsas de hielo no lo están manteniendo todo lo frío que es necesario.
—Tiene razón —convine yo.
—Será mejor que vaya usted a buscar el remolque para caballos a casa de su socio. Él lo remolca con un Jeep que probablemente también esté allí.
—Tardaré un par de horas —le indiqué.
—¿Le he dado el pasaporte?
Se me había olvidado el asunto del pasaporte.
—No.
Sacó el pasaporte del bolsillo y me lo dio. Era un pasaporte de Estados Unidos nuevecito, el nombre de cuyo titular yo no había oído antes, pero la fotografía era una bien reciente de Jeremy Westbridge. Así que eso es lo que había. No era de extrañar que al tipo no le preocupase que los federales anduvieran detrás de él. Estaba cambiando la identidad con alguien que había muerto en la calle. Stojil y Billy estaban montando un buen fraude. Habrían solicitado un pasaporte y sin duda toda clase de papeles mientras el tipo todavía estaba vivo. Ahora el verdadero sir Jeremy tendría un nuevo nombre, se habría convertido en ciudadano americano y su documentación sería cien por cien auténtica.
—No se preocupe por su coche. Mandaré a alguien para que lo vigile.
—Gracias —le dije.
Yo conservaba muy bien la calma, pero la mente me daba vueltas vertiginosamente. Recordaba lo que Vic Crichton me había dicho en la fiesta acerca de si sir Jeremy se marchaba. Ahora lo comprendía. Me metí el pasaporte en el bolsillo. ¡Vaya con Billy Kim! ¿En qué otros asuntos sucios andaría metido aquel hijo de perra? Me estaba involucrando cada vez más hondo en aquel asunto, pero no alcanzaba a ver la manera de escabullirme. Le debía a Billy Kim una enorme cantidad de favores. Si ahora lo dejaba plantado con esto, mi socio podría acabar en la cárcel.
—Sí, siempre lo hago. Han sido ya demasiadas las personas buenas y generosas que han venido aquí a donar cien dólares y al salir se han encontrado con que les habían desaparecido los tapacubos del coche. Y por cierto, no le diga a nadie que he sido yo quien le ha dado la dirección del dueño de la funeraria —me dijo—. Se supone que yo no sé quién es. Pero en esta ciudad es verdaderamente difícil guardar algo en secreto.
—Es verdad —convine yo—. Pero, afortunadamente para los que tenemos secretos, en realidad a nadie de esta ciudad le importa nada un rábano.
—Tengo que mandar a buscar más hielo. La tienda de licores se preguntará qué clase de fiesta estamos celebrando aquí. Quizá no debí decirles que lo necesitaba para una celebración.