CAPÍTULO 3
Cuando regresaba en coche de la fiesta de Petrovitch llevaba la cabeza llena de preocupaciones. La autopista Ventura 101 va hacia el oeste en dirección a Woodland Hills, pero no llega lo bastante lejos ni es lo suficientemente rápida, porque cuando llegas allí se diría que no se ha salido de la ciudad. Cuando nos fuimos a vivir a Woodland Hills no era más que una aldea. A Betty le encantaba. Era un estilo de vida campestre, decía, un lugar estupendo para criar a los hijos. ¿Una aldea, he dicho? Ahora tiene todos esos bancos que le ponen trabas al usuario, comida rápida de plástico, altísimos hoteles internacionales con atrios y galerías comerciales cuyos suelos están hechos de mármol italiano, palmeras de interior y fuentes con luces de colores, por no hablar de los vagabundos que duermen en la calle en cajas de cartón.
Dicen que es una ciudad donde la gente se va temprano a la cama; pero entonces, ¿quiénes son todos esos tipos que van por la autopista 101 a las tantas de la madrugada? Porsches recién encerados, Mazdas abollados, camionetas Chevy, largos Caddies con cristales ahumados y antenas de televisión… ¿Quiénes son esos tipos? Díganme. Ese trayecto a mi casa me llevó casi una hora a paso de tortuga en medio de una viruela de luces rojas. Sintonicé las noticias en la radio del coche. Era una letanía de violencia: un cadáver en descomposición hallado en un armario en Newport Beach, un atraco en una tienda de licores de Koreatown, un tiroteo desde un coche en Ramparts y, por si eso no fuera suficiente, podías unirte al gentío que acudía en bandadas a Westwood a ver una película sobre un caníbal asesino en serie. ¿Es eso d mundo del espectáculo?
Cuando iba llegando a mi casa vi unos fogonazos de color azul que iluminaban los árboles. ¿Ah, ah? Había dos coches patrulla estacionados delante de la fachada. Uno de ellos todavía tenía la luz dando vueltas y las puertas abiertas.
Llevé el coche hasta allí y aparqué en la rampa de mi casa. Cuando me detuve y bajé el cristal de la ventanilla, un joven y nervioso policía salió de la oscuridad y se me acercó con una pistola en la mano.
—¿Reside usted aquí?
Era un muchacho delgado —recién salido de la Academia de Policía, si mucho no me equivoco— que se dejaba crecer un bigote ralo a fin de parecer lo bastante mayor como para poder pedir cerveza sin enseñar la documentación.
—Exacto, muchacho. ¿Te importa apuntar esa cosa hacia otro sitio?
—¿Es usted el señor Murphy?
Levantó la vista al tiempo que el otro coche arrancaba y se alejaba.
—Eso es.
Al mismo tiempo que yo decía esto llegó otro policía que salía jadeante de algún lugar situado detrás de mi casa. Era un tipo viejo y rollizo que llevaba la pistola en la mano. Tenía facciones orientales. No se ven muchos policías orientales, ¿no es cierto? Hispanos sí; y negros también. Pero ¿cuántos policías orientales se ven por ahí?
—¿Qué ocurre? —le pregunté. Me dirigí a la puerta y saqué las llaves.
—Había alguien curioseando por aquí —dijo el policía rollizo—. Un vecino dio el aviso a la policía. Vio a alguien merodeando en su jardín. ¿Quiere usted pasar y comprobar si ese tipo ha entrado en la casa?
—Confucio dice: «Policía con pistola ir primero» —le indiqué yo en broma.
Antes de que nadie pudiera ir a ningún sitio se oyó el sonido cercano del pestillo de una puerta y la luz del coche patrulla iluminó el umbral de mi vecino de al lado, Henry Klopstock. Había salido a mirar. Era profesor de inglés en la Universidad de California, en Los Ángeles. A su mujer le gustaba llamarlo profesor Klopstock.
—¿Todo va bien, señor Murphy?
Estaba inclinado entre los naranjos, y las parpadeantes luces le iluminaban la cara arrugada y el pelo aplastado hacia abajo. Cuando mi hijo salía con la hija de Klopstock, éste se deshacía en sonrisas y me decía: «Hola, Mickey». Luego rompieron las relaciones —ya se sabe cómo son los jóvenes y de pronto me da este tratamiento de «señor Murphy».
—Sí, desde luego. ¿No ha oído las sirenas? Ahora que me presento como candidato para alcalde siempre llevo escolta policial.
—Bueno, bueno. Siento haber preguntado —dijo.
Le vi intercambiar miradas con los ojos en blanco con el policía asiático. Entonces, ¿para qué hacer preguntas tontas?
Subí por el sendero, abrí con llave la puerta principal y esperé a que el policía gordo pasara a mi lado y entrase. Rex, mi terrier, se despertó de pronto y vino de estampida desde la cocina gruñéndonos a los dos.
—Soy yo, Rex —le tranquilicé.
Rex se aplastó contra el suelo, dio la vuelta y me miró con resentimiento. El policía me miró a su vez, miró a Rex y luego pasó por encima de él para empujar la puerta de la cocina con la porra. La puerta se movió sólo un poco, pero un segundo empujón hizo que se abriera de par en par.
—Ojo con la pintura, amigo —le dije—. Intente actuar con un poco de delicadeza.
Allí no había nadie, sólo las pequeñas luces de seguridad que se encienden automáticamente cuando oscurece. El policía recorrió toda la casa, de habitación en habitación. Yo iba detrás de él. En realidad no era un registro y no lo hacía como en las películas; no era lo suficientemente ágil. Sabía que allí no había nadie y estaba decidido a hacer que me sintiera mal por obligarle a hacer aquello. Se limitó a recorrer despacio toda la casa, resollando, suspirando y dando golpecitos en los muebles con la porra. Terminó inspeccionando los objetos que tengo como decoración en las paredes. Carteles de Broadway y fotografías satinadas de cincuenta por sesenta de estrellas con dedicatoria. Mi padre me dejó su colección y yo la amplié. Se remonta en el tiempo hasta Show Boat. Perdona, papá: se remonta a Rose Mane. Es la mejor de todas. Mi padre consiguió fotografías firmadas de todos, desde Colé Porter hasta Ethel Merman.
El policía inspeccionó estas fotografías y carteles sin entusiasmo.
—Parece que nuestro intruso no ha entrado —dijo como si estuviera consolándome.
—¿Es ésa su opinión profesional? —le pregunté.
Después de estudiar detenidamente los títulos de mis libros, el nivel del whisky, la provisión de cereales y la gran fotografía en color de Danny que está en el mostrador donde desayuno, se volvió hacia mí, esbozó una sonrisa y se metió los pulgares en la canana de la pistola.
—Está bien. Puede usted apoyar la cabeza en la almohada esta noche y disfrutar de un sueño tranquilo.
—Usted debe de ser el poeta que escribe las galletas de la suerte —le dije.
Sonrió.
—Sólo las entradas.
—¿Para el concierto de caridad de la policía? —quise saber—. ¿A quién tienen este año…?
—Sí, a la señorita Demeanor Washington y a Thelonious Monk —me interrumpió—. Esto está empezando a resultar una broma pesada, señor Murphy.
Yo sabía que él sólo intentaba hacer que me sintiera mal por haberle obligado a entrar en primer lugar. Pero ¿para qué si no se le paga a la policía? No me interpreten mal; me caen bien los policías, pero no al final de un día durísimo, ¿vale? Y no cuando interpretan a Lennie Bemstein con la porra como si fuera la batuta.
—¿Vive usted solo en la casa, señor Murphy?
—Lo ha captado.
—Un sitio grande para una persona sola.
—No, tiene el tamaño justo. Escuche, sabio, he puesto esta mansión en venta cuatro veces seguidas con tres agentes de la propiedad inmobiliaria falsos que llevaban chaquetas cruzadas de diferentes colores. Tres veces creí haberla vendido y tres veces se deshizo el trato. ¿Qué más le apetece saber?
—Nada —dijo el policía—. Lo ha «explicacionado» usted todo muy bien.
Lo acompañé al exterior. «Explicacionado»: ¿qué clase de palabra era aquélla?
Nos encontrábamos de pie delante de la casa oliendo los naranjos, y a mí se me estaba ocurriendo que si me dedicaba a chinchar demasiado a aquellos tipos, podrían someterme a la prueba de alcoholemia, de manera que de pronto me volví todo bondad: sonreí y les di las buenas noches y las gracias; y sin ningún tipo de aviso previo se oyó un ruido y una refriega cuando un ladrón bobo y memo salió de un salto de mi mejor buganvilla y echó a correr por el pasillo lateral que había junto a la casa.
Estaba muy oscuro. El policía rollizo no titubeó ni un segundo. Salió tras él, moviéndose con asombrosa rapidez para su edad, peso y longitud de piernas. Yo no veía ni un pimiento en la oscuridad, pero salí corriendo tras ellos lo mejor que pude; percibía con toda claridad el resonar de sus pies y luego se oyó el fuerte y fiero crujido de mi valla trasera al saltar por encima de ella primero el delincuente y juego el policía, los cuales se metieron en el jardín de mi vecino. Detrás de mí oí el sonido rasposo de unas voces en la radio de la policía: el segundo policía estaba llamando para pedir refuerzos. Luego cambió de opinión y dijo que se las estaban arreglando bien. ¿El qué sabía? Estaba en el coche con la calefacción encendida.
El fugitivo iba atravesando cómo podía los jardines trateros de las casas hacia la calle que se encontraba al otro lado de la manzana. Yo ya conocía el timo. Algún otro delincuente estaría llegando allí en coche para recogerlo. Los periódicos decían continuamente que éste se había convertido en un modus operandi muy popular entre estos artistas de forzar las puertas en las casas de los barrios residenciales de las afueras. Los periódicos decían que los policías deberían estar contrarrestándolo con patrullas aleatorias y un mejor trabajo de inteligencia. Esos tipos de los periódicos lo saben todo, ¿verdad? A veces me pregunto por qué esos tipos y esas tías que escriben en los periódicos no se hacen cargo del mundo entero y lo convierten en algo impecable como ellos.
¡Bam! Ahora oí el ruido de alguien al chocar contra la elaborada instalación de la barbacoa de mi vecino. Choque, crujido y estruendo; allá van las parrillas y los hierros, la bombona de gas al golpear contra el suelo; y, finalmente, las delgadas bandejas hacen un ruido como el de un xilófono al caer.
—¡Owwwww… errrrrr!
Me quedé de pie con la esperanza de que aquello subrayase la caída del delincuente, pero el grito que oí tenía el timbre de tenor del policía rollizo.
—¡Cuidado! —grité con todas mis fuerzas.
Pero era demasiado tarde. Antes incluso de que yo llegase a la valla se oyó un poderoso salpicón y otro grito de angustia con un montón de gritos y gluglús.
El otro policía, el joven delgado, venía corriendo hacia mí con la pistola desenfundada. Miró hacia la valla.
—¿Qué ha pasado?
—Parece ser que su compañero se ha metido en la piscina de mi vecino.
—Será posible —dijo tranquilamente; y mirándome con cara de pocos amigos, añadió—: ¡So hijo de puta! ¿Le ha dejado hacer eso?
—A mí no me mire —le dije—. Eso es una piscina, y no una trampa. No la hemos excavado en secreto y luego la hemos cubierto con hojas y ramas.
—¿Te encuentras bien, Steve? —preguntó en dirección a la oscuridad. Yo podía oír a su compañero vadeando por el agua.
Se oyó el sonido de un hombre al saltar a tierra firme.
—El muy hijo de puta se ha escapado.
La voz medio ahogada del policía sonaba baja y sin aliento mientras se acercaba por el callejón y abría la puerta lateral de la valla de mi vecino. Los zapatos chapoteaban llenos de agua; estaba retorciendo la camisa para escurrirla. Más agua salió al apretar los pantalones mientras seguía soltando tacos sin parar. Se acercó mucho a mí, como si estuviera a punto de ponerse violento: olía mucho a los productos químicos de la piscina que impedían la formación de algas.
—Será mejor que entre usted a secarse —le dije.
A mi vecino no se le veía por ninguna parte y todas las luces de su casa estaban apagadas. El profesor Klopstock sabía verdaderamente cuándo esfumarse.
—¿Por qué no se muere? —repuso él.
Cualquiera habría pensado que con quien él tendría que estar enfadado era con mi vecino, pero el policía mojado estaba actuando como si yo le hubiera apagado las luces de la piscina y lo hubiera echado a ella tendiéndole una trampa.
—Volvemos a la comisaría —dijo el policía seco—. Dentro de treinta minutos estaremos fuera de servicio.
—Como gusten —dije yo.
Ahora que estábamos de pie a la tenue luz antimerodeadores de mi porche ví lo mojado que estaba aquel hombre. Estaba empapado hasta la cintura, pero los hombros sólo los tenía mojados parcialmente. Debía de haberse caído en la parte poco profunda, donde están flotando todos los juguetes y el caimán amarillo inflado, y debía de haber recuperado el equilibrio antes de llegar a sumergirse del todo.
—Tendría que ficharle a usted, listillo —me dijo el policía empapado.
¿Ficharme?
—¿Por qué?
—Por conducta escandalosa —repuso.
—La próxima vez que se dé usted un chapuzón a medianoche —le dije—, no cuente conmigo para hacerle el boca a boca.
—Y la próxima vez que le roben en casa, tírele una moneda de diez centavos a su decorador de interiores —me dijo él.
Supongo que estaba enfadado porque le había dicho que no me desconchara la pintura.
Ambos se metieron en el coche patrulla, el policía mojado moviéndose con mucho cuidado, y luego se marcharon. Una vez que se hubieron perdido en la noche entré en casa, me serví una copa, me hundí en el sofá y me quité de dos puntapiés los zapatos. Con un ventanal, ¿quién necesita televisión en esta ciudad? Miré a mi alrededor, debería esforzarme más por vender la casa. Quizá si le sacásemos a Petrovitch una oficina nueva yo podría alquilar un pequeño apartamento con servicio incluido en algún lugar cercano. Si encontrara un piso que quedase realmente cerca de mi trabajo, podría dejar el coche estacionado en el aparcamiento de la oficina. ¿Por qué no la había vendido hacía años? Yo sabía muy bien la respuesta. Aquélla era la casa donde yo había sido feliz. Allí había traído Betty a Danny del hospital, y todo en la casa me recordaba aquellos días. Debajo de la mesa del comedor había dos cajas de cartón que contenían distintos adornos y alguna porcelana. Cuando Betty se marchó decidí mudarme de allí inmediatamente y empecé a embalar los objetos rompibles. Pero era una tarea desalentadora y pronto la abandoné. Ahora las cajas a medio llenar estaban allí, acumulando polvo debajo de una mesa de comedor que yo nunca utilizaba. Tenía que hacer algo con mi vida; estaba hecha un lío.
Había tenido un día realmente malo. Y entonces, para completarlo, el teléfono se levanta sobre las patas de atrás y se pone a sonar.
—¿Eres tú, Mickey? —preguntó una voz que reconocí.
—No, soy su criado. Le paso la comunicación al solárium.
—Soy Goldie —dijo—. Goldie Amez.
—Sí, ya sé qué Goldie eres —le indiqué—. No conozco a tanta gente que se llame Goldie como para equivocarme.
—Te marchaste sin que te viera.
—¿Sí? A veces suelo hacer eso, cuando las manos se arrastran hacia las horas de las brujas y me he tragado demasiados de esos palillitos afilados que clavan en las salchichas de Frankfurt de aperitivo.
—El señor Petrovitch quiere hablar contigo.
—Que se ponga.
Una risita educada.
—Mañana. A las nueve en punto de la mañana en el aeropuerto de Camarillo. Y trae todos los papeles concernientes al trato de Vic Crichton con el lord británico. Y los de las compañías británicas y todo eso.
—¿Camarillo?
—Es un trayecto corto por la autopista, Mickey. Y a esa hora del día tendrás el lado que va hacia el oeste para ti solo.
—Yo pensaba que un tipo tan rico tendría un hangar en el John Wayne o en Santa Mónica, algún lugar donde hubiera un restaurante de lujo.
—Tengo una noticia para ti. Los tipos que son así de ricos tienen un chef en el mismo avión que les cocina toda la comida sofisticada que son capaces de comerse.
—¿En el edificio principal? ¿Dónde lo encontraré?
—No hay edificio principal. Ya verás la limusina; es blanca y con los cristales ahumados. Asegúrate de traer los papeles cómo te he dicho.
—No sé si podré hacerlo. Esos papeles conciernen a un cliente. Hay implicaciones de confidencialidad en esto.
—Tú trae las carpetas.
—Ya te digo, Goldie. La confidencialidad entre cliente y abogado es una cuestión de secreto profesional.
—¿Te está entrando amnesia senil o algo así? Una de las compañías de Petrovitch posee ahora todas tus instalaciones. ¿Lo recuerdas, amigo?
—Legalmente eso no supone diferencia alguna. No se puede comprar un bufete de abogados. Lo único que ha pasado es que hemos cogido a un nuevo socio elegido por el señor Petrovitch. Y yo ni siquiera lo conozco todavía.
—Juégalo como quieras, Mickey. Siempre has sido un inconformista. Pero si yo estuviera en tu pellejo me presentaría mañana en el aeropuerto de Camarillo con la libreta debajo del brazo y el lápiz bien afilado.
—Tendré que pensarlo.
Ya lo estaba haciendo, y mis pensamientos eran más bien negativos. Aquel asunto se remontaba a mucho tiempo antes. Por ejemplo, las libretas: Denise las había llenado de aquella taquigrafía suya. ¿Quién sabe lo que cualquiera de nosotros podía haber dicho en alguna de aquellas frenéticas sesiones?
—Sí, piénsalo —me indicó Goldie—. Pero no se te ocurra hablar con Crichton, con lord Westbridge ni con nadie de mi gente. ¿Lo entiendes?
—¿Te ha dicho Petrovitch que incluyas esa cláusula en este vulgar ultimátum tuyo?
—No es un ultimátum. —Luego lo arregló—. Pero, sí. En realidad sí, Mickey, me lo ha dicho.
—Dile que se pierda por ahí —le recomendé.
—No voy a transmitirle ese mensaje. Tú estate allí mañana por la mañana, y si sigues pensando igual que ahora podrás decírselo a él en persona.
—De acuerdo.
Goldie se mostraba reacio a colgar; no estaba seguro de haberme amenazado lo suficiente.
—Mejor aún, ¿qué dices si nos vemos en Tommy’s, en Ventura? ¿Todavía vas allí a desayunar?
—A veces.
—¿A las siete y media?
—De acuerdo —dije.
Supongo que Goldie quería disponer de tiempo suficiente para echarme a los perros detrás si no me presentaba.
—Consúltalo con la almohada, Mickey. Si quieres hablar conmigo a cualquier hora, el número ochocientos de la tarjeta que te di es el de mi teléfono portátil.
—Gracias.
Goldie era el único hombre que yo conocía que tenía su propio número ochocientos personal.
—Entrarás en razón —dijo Goldie.
Cuando hube tomado algunos sorbos más de mi whisky tuve una súbita inspiración. Entré en mi vestidor —en realidad es un armario en el que se puede entrar— y me dirigí al lugar en el que está oculta la caja fuerte detrás de un panel. Mi caja fuerte de acero, pesada y a prueba de incendios, estaba sana y salva, y bien cerrada. En ella no había nada que pudiera ser de valor para un ladrón. Estaban mis papeles del seguro, las escrituras de la casa y aproximadamente una docena de disquetes que copiaba del ordenador cada semana y me traía para guardarlos en lugar seguro. Pero ahora que la miraba de cerca, una inspección más detenida me revelo unas tenues rayas grises a lo largo del borde del panel de madera exterior. No se me ocurría cómo habían podido producirse aquellas marcas —no permito que la señora de la limpieza entre en el vestidor—, así que quizá el intruso hubiese entrado al fin y al cabo. Tal vez sólo estuviera empezando a manipular la combinación cuando la llamada de mi vecino a la policía lo había interrumpido. La clase de intruso que fuerza la entrada de una casa equipado con herramientas de relojero habría traído consigo un escáner de la policía para captar la llamada, y por ello habría salido antes de que llegase el coche patrulla. Puede que se hubiera quedado fuera muy quieto esperando que todo el mundo se marchase antes de que su compinche viniera a recogerlo. ¡Caramba!
Manipulé la combinación de la cerradura, abrí la puerta de la caja fuerte y miré el interior. El estómago me dio un vuelco. Inerte encima de un montón de papeles había una fea y marchita mano marrón, una mano cercenada. Di un salto hacia atrás como si fuera a morderme. Luego volví a mirar. Allí estaba, como una enorme tarántula dispuesta a atacar. Me dieron ganas de vomitar. ¡Una mano! Con un gesto inútil y tonto cerré la puerta de la caja fuerte y fui a buscar una linterna al garaje.
Ahora que la luz le daba encima pude ver que lo que había en el interior de la caja fuerte era un pesado guante protector de los que se utilizan en fábricas y almacenes. Tiré de los papeles hacia mí y los sostuve junto con el guante bajo la lámpara del techo para poder verlo mejor. Era un guante de piel, estropeado, ajado y emblanquecido por el uso, de un tipo que podía haber sido rescatado de un contenedor de basura industrial. Incluso ahora tardé un minuto o dos en atreverme a tocarlo. Parecía latir como si tuviera vida, pero luego me di cuenta de que lo que pasaba era que me temblaban las manos. No había ningún mensaje con el guante, pero era justo la clase de broma que Goldie le gastaría a un tipo que en principio no entrase en razón.
Aquello estaba empezando a ser demasiado para mí. Abrí mi libreta y llamé por teléfono al Century Plaza, el hotel donde se alojaba Vic Crichton. Le pasaron la llamada a la suite, y contestaron de inmediato.
—Hola, ¿podría hablar con Vic? —dije.
—No está aquí. Soy la señora Crichton. ¿De qué se trata? —Soy Mickey, Dorothy. Hemos estado hablando esta noche, ¿te acuerdas? Sé que Victor estaba muy colocado, pero sácalo a rastras de la cama y pide café al servicio de habitaciones, cariño. Tenemos que hablar.
—No me llamo Dorothy. Ya le he dicho que soy la señora Crichton, acabo de llegar de Londres y estoy esperando a que mi marido regrese. ¿Quién es usted?
¡Mierda! Todas esas voces británicas me suenan igual, sobre todo después de un largo día en el despacho.
—Murphy. Soy el abogado de la Costa Oeste de sir Jeremy. Volveré a llamar cuando haya tenido usted tiempo de instalarse.
—¿Dice usted que ha visto a Víctor esta noche?
—No. Es decir, debió de ser otra persona. Se le parecía mucho, pero el club de salud está siempre abarrotado de gente y yo estaba en la piscina con el agua dorada metiéndoseme en los ojos.
—Había planeado darle una sorpresa —dijo la señora Crichton—. Pero aquí no hay ningún mensaje, y en el número que tengo de la oficina no contesta nadie.
Darle una sorpresa; ya lo creo que se la daría, y también le daría una sorpresa a la amiga de su marido si ambos volvían juntos al hotel.
—Estoy seguro de que aparecerá por ahí —dije—. ¿Hará el favor de decirle que telefonee a Murphy? Dígale que es cuestión de vida o muerte.
—¿De vida o muerte?
Estoy exagerando —admití enseguida—. Estamos en el sur de California; por aquí todo es un poco más grande que la vida. Y un poco más pequeño que la muerte.
—Se lo diré.
—Gracias, señora Crichton.
Colgué y luego empecé a preocuparme, pues temí que algún cabrón me hubiera pinchado el teléfono. Habría desenroscado el auricular y me hubiera puesto a buscar un micrófono como hacen en las películas, pero aquél era un teléfono japonés con el auricular de plástico soldado.
—¿Qué me aconsejas que haga con el papeleo, Rex? —le pregunté; pero Rex había desaparecido. Era un perro de los que siempre se acuestan temprano.
Yo también tenía ganas de acostarme, pero los expedientes de Westbridge, tres cajas llenas, estaban en el despacho, en la ciudad, a unos cuarenta kilómetros de distancia, y Camarillo quedaba a sesenta kilómetros en la otra dirección. ¿Por qué se me habría ocurrido coger aquel puñetero teléfono? ¿Por qué no habría dejado que Goldie le diera el mensaje al contestador automático?
Era preciso que tuviera algo para enseñarle a aquel cabrón de Petrovitch. Es decir, no me encontraba en situación de decirle que se muriera. Cuando el trato estuviera cerrado y yo hubiera cobrado mi cheque puede que las cosas fueran diferentes, pero no podía hacerlo en aquellos momentos. Goldie tenía razón; no importaba la letra pequeña. El hecho era que Petrovitch era mi amo y el amo de todo el equipo y de todo el rollo. Quizá el archivo escrito fuera secreto, pero todas aquellas hojas de papel en las que había algo mecanografiado o escrito le pertenecían. Así que, ¿qué hice yo? Me fui y volví a saltar a mi Caddie.
A las cuatro de la mañana estaba sentado en el despacho clasificando todo el material Westbridge con una gran máquina industrial de destruir papeles a mi lado. Daba miedo aquel lugar en el silencio de la noche. En la calle había unos desconocidos patrullando; se lo explico: busconas, camellos y chicos de bandas callejeras armados hasta los dientes y con las pupilas dilatadas. El conserje era inútil. Tiene un apartamento como parte del trato, pero no se mueve de allí. Podría haberme llevado el edificio entero sin que él bajase a ver adónde nos dirigíamos.
Puse a hervir un poco de agua y le robé un poco de café instantáneo a la señorita Huth; encontré dónde ocultaba las galletas con trocitos de chocolate. Luego repasé los papeles hoja por hoja. Hice tres piláis: una, no importan; dos, gran jurado para Vic Crichton; tres, problemas para Murphy. Y les digo que me aseguré bien de que el tercer montón quedase convertido por completo en tiras de papel, sacudidos y bien removidos. Mientras elegía todo aquel material vi articulitos indiscretos que habrían podido hacer que me expulsasen del colegio de abogados una docena de veces. No respiré a gusto hasta que quedaron sólo dos montones. Los problemas para Westbrige era silgo que yo podía soportar.
Luego embutí todo el papeleo totalmente inocuo en mi mejor cartera de documentos de piel de cerdo. Hecho esto salpiqué unas cuantas unidades de las de problemas para Westbridge por encima de las demás sólo para que todo aquello pareciera más oficial, lo apreté bien y cerré el portafolios. Luego cogí el material Westbridge más delicado —una caja de agua Perrier llena de papeles al menos en sus tres cuartas partes—, lo puse en el maletero del coche y volví a casa con todo ello.
Lo coloqué en un estante del garaje junto a un montón de cajas de cartón que antes habían contenido el ordenador, el microondas, la cafetera y toda clase de cosas, porque si no se guardan las cajas de cartón las tiendas no arreglan los artículos que se estropeen. ¿Sabían ustedes eso? No los arreglan si no tienen caja.
El polvo y la tierra que desalojé de ese garaje me ensució lo bastante como para necesitar una buena ducha, larga y caliente. Cuando terminé de lavarme ya no me quedaba tiempo para dormir. Me puse una chaqueta deportiva y unos pantalones de pana para mostrarle a todos los implicados que aquello no formaba parte de mi jomada laboral normal y luego me tui por el bulevar Ventura hacia la cafetería de Tommy.