CAPÍTULO 7
El viaje de regreso en avión desde Colorado no me resultó muy placentero, pero por lo menos iba en la dirección correcta. Cuando estoy trabajando y un cliente paga la cuenta, hago que mi secretaria alquile un coche para mí, pero esto se había planeado tan apresuradamente que cogí uno de esos autobuses de puerta a puerta para ir al aeropuerto, y después del vuelo de regreso salí del aeropuerto bolsa en mano y cogí el primer taxi que vi.
—¿Quiere ir a Woodland Hills?
Se lo pregunté porque algunos de esos tipos son muy melindrosos en lo que se refiere a meterse en los suburbios. Pero aquél incluso me ayudó con la bolsa de viaje; debía de estar pasando un momento de crisis o algo así.
—Claro, ése es mi tipo de hábitat. ^El taxista era un armenio bajo y gordo con bigote rizado de color gris, cara de preocupación y una palanca de cambiar neumáticos debajo del asiento. Vio la etiqueta que había en mi bolsa. —Ha estado en Aspen, ¿eh? ¿Qué tal la nieve?
No sabría decirle, amigo. Yo he estado allí por asuntos de trabajo.
No quería que me tomase por algún imbécil rico que podía ir a Aspen a pasar el fin de semana, no fuera que pensase que iba a darle una propina con los ojos cerrados.
—¿Es usted agente de viajes?
Saltó al asiento del conductor, aceleró el motor y arrancó como si estuviéramos haciendo el circuito de Indianápolis.
Me sujeté con fuerza cuando dio la vuelta sobre dos ruedas por la carretera de circunvalación que salía del aeropuerto.
—Soy abogado. He estado con un cliente.
—Abogado, ¿eh? ¿Y qué cree usted que hará el jurado? ¡Mire el tío ese!
Pegó un bocinazo, se pasó el semáforo en ámbar y arremetió colina arriba a toda velocidad.
—¿Qué jurado?
—El del juicio de Simi Valley. —Lo dijo como si yo fuera un visitante llegado de Marte—. Lo de los policías y el negro en Foothills hace un año. No me irá a decir que no ha visto la grabación del videoaficionado.
—La he visto.
¿Quién no había visto las imágenes borrosas de aquella figura tendida en el suelo mientras los policías lo aporreaban? La paliza a Rodney King ocupó la franja horaria de mayor audiencia en la televisión. Todos los locutores del mundo cobraron por hablar del asunto bajo los focos.
Cuando nos adentramos en el tráfico y tuvo que amoldarse a la velocidad del mismo, el taxista se recostó en el asiento.
—Hace poco tuve un pasajero que acababa de llegar de Taiwan. Un oriental que hablaba un inglés perfecto, casi sin acento. Lo primero que me preguntó es qué pasaba con esos policías a los que estaban sometiendo a juicio. Y ese tipo se pasa todo el tiempo viajando. Me contó que habían pasado el vídeo en todas las emisoras de televisión del mundo.
—Supongo que sí. Incluso en Aspen.
—¿Ah, sí? ¿Cree que le pagan derechos a ese tipo cada vez que utilizan el vídeo?
—No estoy seguro.
—Bueno, ¿y cuál cree que será el veredicto?
—Nunca me aventuro a hacer predicciones sobre veredictos; es más seguro adivinar qué harán los caballos en Santa Anita.
—No culpables. Tome usted nota de mis palabras. Ése será el veredicto.
—¿Usted cree?
—¿Y usted es abogado? Pues claro. No culpables. Ya sabe lo que dice la ley. Es un delito resistirse a un agente que intenta detenerte. Lo dice el código; someterse, dice. Si te resistes a que el policía te ponga las esposas, éste puede aporrearte hasta dejarte sin sentido. Eso es lo que dice la ley, jefe. ¿Va a decirme que estoy equivocado?
—La ley dice que puede ejercerse una fuerza razonable hasta que se somete al detenido —le expliqué.
El taxista asintió sabiamente con la cabeza; ya había tenido antes aquella conversación.
—Vale. Puede que a usted le guste o puede que no, pero es la ley de este territorio. No hay manera de que el jurado pueda llegar a la conclusión de que esos policías son culpables. ¡Ni hablar! Usted es abogado y lo sabe.
—Nunca se puede saber lo que hará un jurado, créame.
Pero no dio muestras de haber oído mi advertencia.
—Tienen que hacer la ley de ese modo. Un policía a menudo está solo en el coche cuando se enfrenta a un delincuente. No hay manera de que un policía que se encuentra solo pueda ponerle las esposas a un tío enorme si el tipo en cuestión está determinado a que no se las pongan. No hay manera, a menos que pueda aporrearlo hasta dejarlo sin sentido si se resiste.
—Fuerza razonable —puntualicé—. Eso no quiere decir que puedan aporrear a nadie hasta dejarlo sin sentido; han de limitarse a emplear una fuerza razonable.
No me escuchaba. Era igual que todos mis clientes. Vienen a pedirme consejo y nunca escuchan lo que les digo. El taxista continuó hablando.
—¿Quiere usted que vayamos por la carretera de la costa o por la 101?
—Lo que usted diga.
—Vamos a probar la 101. Sí, ese tipo es culturista. A veces llevo a esos tipos en el taxi, pero cuando noto que es uno de esos tíos musculosos el que me hace señas para que pare, no me detengo.
—¿Por qué?
—¿Por qué? ¿Por qué? —Levantó la voz. Vencido por mi ignorancia y necedad, se volvió en el asiento para echarme otra ojeada—. ¿Bromea usted? Porque un negro con la complexión física del hotel Bonaventure probablemente habrá logrado su larga tarea de construcción de músculos a expensas del gobierno, por eso. —Nos metimos de pronto en una serie de socavones—. No sé cómo les permiten tener todo ese material de gimnasio en la prisión. Culturismo… ¡una mierda! Todos esos presidiarios deberían estar arreglando las carreteras… ¡Mire ese hijo de perra!
El coche dio otra sacudida.
—¿Cómo es que sabe usted tanto de derecho? —quise saber—. Me refiero a lo de esposar a los delincuentes.
—Los taxistas tenemos que conocer la ley. Permítame que se lo diga, mi hijo es policía y es duro ser policía en esta ciudad. Vale, algunas ciudades son aún peores, pero ¿sabe usted a cuántos policías de Los Ángeles se han cargado en los últimos diez años? Mi hijo tiene veintiún años. Le supliqué que no se hiciera policía, pero él dice que quiere ayudar a la gente. Mi mujer se preocupa todas las noches por el muchacho. ¿Ha visto usted las cifras que la oficina del Fiscal del Distrito de este condado le proporcionó a la revista Time para que las publicara? Tenemos trece mil asesinos empedernidos paseando por las calles de esta ciudad… y muchos de esos gorilas son recién llegados de Asia, recién salidos de la jungla.
—Fue una mujer —le dije al recordar el informe de la revista— la que derribó a aquel tipo por exceso de velocidad y por conducir bajo los efectos del alcohol; fue una mujer, agente de Homicidios, la que empezó todo ese asunto.
—Dios mío. —Se estremeció—. Y bien que me alegro de que ninguna hija mía patrulle por esas calles de noche. Si viera usted las cosas que yo veo cuando hago el tumo de noche. Camellos, pervertidos, sicópatas. Preferiría que fuera señorita de compañía de veinticinco dólares en Dreamland. Hay gente ahí fuera en las calles que mataría por el precio de una dosis. ¿Ha estado alguna vez en Little Phnom Penh, en Long Beach, la zona camboyana?
—He oído hablar de ese sitio —le dije.
—No se le ocurra acercarse por allí; es un campo de batalla. Las bandas gobiernan el barrio. Hay tiroteos desde coches en marcha a diario. Nadie está a salvo allí.
—Es por la próxima salida —le indiqué.
—¿Qué? Oh, claro, no se preocupe. Conozco bien Woodlands Hills. Éste es un barrio agradable. Hay buenos colegios y gente decente. Gente blanca europea y respetable, no como todos esos inmigrantes extranjeros de mierda que tenemos en el centro de la ciudad. Tiene usted suerte.
Cuando llegamos a mi casa se estaba haciendo de noche, pero el sol tiene derecho a visita en el sur de California, de modo que lo vemos regularmente. Di la vuelta a la casa, lo que hizo que me sintiera bien, y salí al porche a contemplar la puesta de sol, a oler mis pequeños naranjos y a escuchar el tráfico que bajaba ruidosamente por la autopista.
Me cercioré de que la señora Santos, mi asistenta mejicana que en realidad es de Colombia, le hubiera dado a Rex la lata de comida. Aunque el recipiente de agua no estaba vacío, le puse más agua. Rex se puso a menear el rabo.
—Es bueno estar en casa, Rex —le dije. El animal sonrió y bebió un poco de agua sólo para mostrarme que la necesitaba.
Me senté en el gran sofá de cretona con un vaso helado de una de esas cervezas sin alcohol bajas en calorías. Tenía una selección de cervezas en la puerta de la nevera y me iba abriendo camino entre ellas. Un día dejaría el alcohol del todo. La policía se estaba poniendo dura últimamente con los conductores borrachos y los tribunales daban la impresión de que se distinguieran por las sentencias punitivas.
Y en realidad algunos de aquellos brebajes sin plomo se podían beber. Ñam, ñam.
Apreté el botón del contestador para oír los mensajes. Todo era cosa de rutina excepto un largo mensaje de Jo-Anne, una chica agradable con la que yo había estado saliendo desde el día de Acción de Gracias, cuando la conocí en una barbacoa en Palos Verdes. Trabajaba de agente de bolsa, y el mensaje decía que se iba a Chicago el lunes por la mañana a visitar a su madre y que volvería a mediados de semana. Últimamente nos lo habíamos tomado bastante en serio, pero en aquel momento yo no tenía ganas de hablar con ella. Encontrarme con Ingrid de nuevo me había producido una sacudida como nunca hubiera creído que fuera posible. Yo no estaba dispuesto a explicarle nada de aquello a Jo-Anne. Ni la más comprensiva de las mujeres acepta que la pongan en la lista de espera porque yo hubiera estado tomándome una taza de café con una mujer casada que me había dado calabazas hacía más años de lo que ninguno de los dos quería recordar.
No hacía ni media hora que había regresado a casa cuando sonó el timbre de la puerta. Era un poco tarde para visitas sociales. Miré por la mirilla con los ojos entornados y encendí la luz que iluminaba el porche de la entrada. La luz pareció sobresaltar a aquel tipo, que dio un respingo hacia atrás. No era nadie a quien yo conociera. Abrí la puerta hasta donde permitía la cadena de seguridad.
—Soy amigo de Betty, su esposa —me explicó el tipo que estaba ante la puerta.
Aquel personaje debía de haber estado por allí cerca, en un coche estacionado; me habría visto llegar y habría esperado un poco. ¿Habrase visto? Descubrir con qué clase de tipos se relaciona la exesposa de uno da mucho que pensar. Aquel individuo de pelo engomado, que llevaba un puro entre los dientes e iba ataviado con un traje elegante y una pajarita de nudo prefabricado con estampado de flores, procedía directamente de Central Casting: el manager de boxeo convertido en delincuente de una película en blanco y negro de serie B que quiere que su muchacho baje en picado.
—Soy amigo de su esposa —repitió con acento de Nueva York—. No tiene por qué asustarse.
Se sacó el puro de la boca y me dirigió una sonrisa nada convincente.
—¿Asustarme? Me siento aliviado —le dije—. Le había tomado por un cazatalentos.
—Sí, bueno, en realidad me gustaría hablar de dinero con usted —me explicó; y esperó a que yo quitase la cadena y le pidiera que entrase en la casa.
—Usted dirá.
—¿Quiere dejarme entrar?
—Tengo un perro que es una fiera —le advertí—. Y aún no le he dado de comer.
Tiene usted que darle a Betty más dinero —empezó a decir—. No puede pasar con lo que usted le da, y no puede trabajar.
—¿Por qué no puede trabajar?
—No es una mujer fuerte, usted ya lo sabe.
—No tengo noticias de nada por el estilo —le dije—. Créame, Betty es muy fuerte. Puede que no tenga músculos, pero es una de las mujeres más fuertes contra las que he luchado nunca.
—Déjese de comedias —me exigió—. No puede pasar con ese dinero, y usted tiene que darle una cantidad en metálico de toda esa pasta que va a sacar por la venta del bufete.
—Lárguese —le pedí.
—Diez mil.
—Váyase de aquí. Haré que le detengan por pedir dinero bajo amenazas.
—Ya me dijo ella que era usted un gilipollas.
—Mire, amigo, si cree que la pasta que le doy a ella cada mes no es suficiente, puede usted darle un poco de su propio dinero.
—Diez mil, y ella no volverá a molestarle nunca más.
Se quitó el puro de la boca y le dio unos golpecitos para tirar la ceniza al suelo.
—Le he dicho que se largue.
Y cerré la puerta.
¡Bum, bum! Mi visitante comenzó a propinar una sucesión de golpes a los paneles de la puerta. No era muy buena: a lo largo de los años habían forzado la cerradura tres veces, y una de las bisagras estaba en muy mal estado. Y aquel tipo era corpulento, una verdadera apisonadora.
—¡Déjeme entrar! —estaba gritando mientras aporreaba la puerta de manera que toda la casa temblaba.
Me imaginé que en cualquier momento la cola de los paneles de la puerta cedería y aquellas grandes manos pasarían a través de la puerta para agarrarme. ¿Dónde demonios estaba Rex? Siempre iba a esconderse cuando le necesitaba.
—¡Rex! ¡Rex! —le llamé en voz baja y confidencial—. Esto es un diez-trece, Rex, viejo amigo; el oficial requiere ayuda.
Ni rastro del chucho. Aunque sólo fueran un par de gruñidos y un ladrido habrían supuesto un respaldo.
A falta de Rex, tenía que arreglármelas para calmar a aquel maníaco antes de que me echase la casa abajo. Le grité:
—Deje de dar golpes y váyase de aquí, bola de sebo, o le volaré esas dos puñeteras cabezas. —Con eso logré captar su atención; muy bien—. Con esta Magnum —añadí, aunque lo único que yo tenía escondido detrás de la puerta era un sombrero para la lluvia y un certificado con fecha que me había dado el inspector de control de plagas y termitas.
Dejó de aporrear la puerta y se calló, puede que para dar una calada del puro. Luego me dijo a voces:
—Volveré, señor Murphy. ¡Volveré!
—Eso es, ha sido muy bonito, hagámoslo de nuevo —bromeé—. Váyase a casa y tómese las vitaminas.
Dios mío, ¿qué había hecho yo para merecer aquella vida en una gran ciudad? Entré en el salón familiar… Salón familiar, qué risa; la última vez que estuvo alguna familia en ese salón fue cuando mi asistenta trajo a sus primos y a su marido a quitar telarañas de los vericuetos más elevados de aquel techo catedralicio.
Me senté y con el mando a distancia pasé revista a los treinta canales que ofrece la empresa de televisión por cable. Luego estuve revolviendo entre las cintas de vídeo pero no encontré ningún musical de Hollywood que me apeteciera ver por centésima vez. Tenía hambre. Saqué un pollo alia cacciatore del congelador y lo metí con brusquedad en el microondas. No estaba mal; no era como la foto que venía en el envase, desde luego, pero hubo cierta emoción mientras yo rebuscaba entre aquella espesa salsa roja y me tropezaba con pedazos de aceituna, restos de tomate y algunos champiñones antes de descubrir la escurridiza pieza de pollo.
Después de comerme aquella condimentada mezcla me hice un café verdaderamente fuerte en la cafetera automática, me senté y saqué suavemente los pies de los zapatos mientras el café silbaba y burbujeaba. Últimamente parecía que estaba teniendo muchas discusiones. Éste no eres tú, Mickey, pensé mientras veía mi bulbosa y distorsionada persona reflejada en la oscura pantalla en blanco del televisor. Estás discutiendo con policías que cumplen con su deber, con bomberos que intentan salvar vidas, con la encantadora y guapa novia de tu hijo e incluso con los bienintencionados socios de tu querida exmujer. Pensándolo bien, puede que una Magnum no fuera tan mala idea. Y una pistolera colgada del hombro. Estaba aquella Browning que mi hijo Danny guardaba en un burrito a medio comer, o puede que alguna amistosa armería del barrio me vendiera una M60.
Miré el correo. Ya lo tenía en la mano. La señora Santos ponía el correo recién llegado —junto con su cuenta detallada— en la jarra de plástico de la cafetera eléctrica. Tenía que quitarlo de allí antes de hacer café. Y desde el mes pasado, la señora Santos había estado usando el ordenador de su hijo para imprimir las facturas: papel continuo y ese disparatado tipo expandido de letra que algunos de ellos hacen. La señora Santos no sabía leer, escribir ni hablar el idioma, pero con aquel ordenador era una Horowitz cualquiera, y sus cuentas eran indiscutibles. No me malinterpreten; todos somos inmigrantes, y ella me cae bien. La señora Santos enseguida se pone al corriente de las cosas, y eso lo admiro; desde luego, a mí me estaba costando mucho tiempo adaptarme a la vida en los Estados Unidos de América. Si la señora Santos se presentase como candidata a algún cargo público, yo seguro que la votaría, porque si la pusiéramos en la Casa Blanca con el ordenador de su hijo, esta nación no continuaría teniendo un déficit de cuatro billones de dólares durante mucho tiempo, créanme.
El correo. Más cupones de dos por uno para los envases de tamaño gigante de piezas de pollo frito. Pero no soy capaz de terminarme uno de esos envases gigantes antes de que la piel se me ponga amarilla y yo me ponga melancólico. Un dólar de descuento por el nuevo lavacoches Lightfinger, y una y la única ocasión de invertir en propiedades inmobiliarias. La única carta auténtica, con la dirección escrita a mano, era de Danny. Decía «ENTREGAR EN MANO» en la parte superior y llevaba un sello que parecía haber sido despegado con vapor de otra misiva. La abrí. Había una hoja de papel oficial arrancada de un bloc y la fotografía, una Polaroid, de un bonito automóvil antiguo. En el papel amarillo Danny había escrito:
Si éste es el que buscas, está en un garaje en Topanga Canyon. Pertenece a un tipo llamado Panter que hace años que lo tiene. No lo conduce mucho debido a que es demasiado valioso, pero todos los aficionados a los coches lo conocen. Tendré la dirección del dueño el lunes a última hora o, si eso falla, el martes por la mañana. ¿Dijiste cien pavos?
Tuyo,
DANNY
Era una foto malísima, pero parecía un Packard Darrin, desde luego. Aquél era un coche valioso: si un Bugatti quisiera regalarle a un Ferrari un coche de capricho compraría un Packard Darrin. Intenté deducir dónde se había tomado la instantánea, pero se veía tan poco fondo que era difícil estar seguro. Una palmera, un pedazo de acera con una raya amarilla pintada en el bordillo y una señal de tráfico al fondo. No era Topanga Canyon; puede que fuera Malibú.
Panter, Pinter, Pindero. Me quedaría con cualquiera de esos nombres. Esos tipos nunca se cambian el nombre de una manera drástica. Algunos conservan las mismas iniciales para que las camisas con el monograma bordado, los objetos de plata, los anillos de sello y los cepillos de plata para el pelo que poseen no den la impresión de pertenecer a otra persona.
De manera que me parecía que había dado con el señor Pindero. Seguirle la pista a aquel Packard Darrin había sido un disparo afortunado. Supongo que el tal Pindero estaba tan apegado a aquel cochecillo como yo a mi Caddie de época. Bueno, si quería desaparecer era una tontería mantenerse bien pegado a aquel coche. Los maniáticos de los coches enseguida se fijan en semejantes máquinas si circulan por las calles. Ir circulando por ahí en un coche que llama la atención no es la mejor manera de esconderse; es lo mismo que si a uno lo llama por su nombre en voz alta un botones en el Polo Lounge. ¿Topanga Canyon? Bueno, puede que eso tentase a un tipo que está sometido a presión y le hiciese pensar que aquél era un buen lugar al que irse para evitar que se fijaran en él. Valía la pena intentarlo. Eructé. Puede que sea mi obligación advertírselo a ustedes: el pollo alia cacciatore lleva un montón de ajo.
Estuvo lloviendo toda la noche, cosa que hizo que los mapaches lo pasaran mal. No me dejaron dormir, pues correteaban por todas partes y trataban de apoderarse de las ripias del tejado. Si estaban construyendo allí una especie de casa, yo tendría que hacer algo para desahuciarlos; son unos pequeños monstruos destructivos.
Cuando se hizo de día la lluvia había cesado, las nubes se habían roto y esparcido y brillaba el sol. Topanga Canyon une la 101 con la carretera de la Costa del Pacífico, pero no es como los otros cañones. Sus escarpadas paredes laterales son verdes y rugosas; todo resplandecía después de la lluvia. No se puede conducir por Topanga Canyon sin que a uno le vengan a la memoria aquellas películas baratas hechas cuando Hollywood descubrió, con bastante retraso, que había habido una guerra en un lugar llamado Vietnam. Las colinas están cubiertas de maleza y son muy empinadas, las carreteras son estrechas y tortuosas. Pero no todo es verdor. Se puede encontrar casi todo lo que se necesite en Topanga. Es una zona absurda: Sunset Strip servido al estilo campestre. Vendedores ambulantes de perritos calientes, desguazadores de coches, anticuarios, fabricantes de sillas de montar, profesores de universidad, vagabundos y estrellas de cine, todos llaman hogar a Topanga.
Hay senderos que ascienden a ambos lados, y todos los cruces están adornados con docenas de letreros pintados a mano para ayudar a encontrar las casas de los que residen allí. Encontré un poste indicador que llevaba el nombre de Panter y señalaba hacia una carretera lateral bastante estrecha. Me hizo falta hasta el último centímetro cúbico del gran V-8 para hacer subir el Caddie por aquel empinado trecho de superficie resbaladiza, curva cerrada tras curva cerrada cubiertas todas de fango, hasta la cima donde Albert H. Pindero, por otro nombre Panter, se había escondido.
Mi Caddie es grande, y maniobrar por aquellas curvas mientras otros coches bajaban era una experiencia como para poner los pelos de punta. Había caminos de entrada a las casas cada pocos metros, para así añadir un poco de terror extra. Dos veces estuvieron a punto de echarme fuera de la carretera: en una ocasión unos muchachos en traje de baño que iban en una camioneta, y la otra una mujer con pelo ensortijado que iba en un Honda abollado y que estuvo a punto de chocar conmigo mientras yo estaba parado para preguntar el camino a un hombre que podaba los rosales. Me amenazó con el puño mientras pasaba tocando la bocina.
La cima de la colina estaba cubierta de denso bosque y había más cruces de caminos y más letreros, así como buzones abollados y herrumbrosos; eran de conglomerado y relucían a causa de la lluvia. Tenían el mismo aspecto que esas cuidadas estructuras abstractas que las compañías ricas de seguros encierran en los vestíbulos de sus sedes. Pero ninguno de aquellos letreros decía Pindero, ni tampoco Panter. Llegué al final de un camino sin salida y me encontré ante unas puertas anchas de hierro forjado de las que colgaba un aviso de «NO ENTRE, RESPUESTA ARMADA» y junto a las cuales había un cubo de basura vacío.
Apagué el motor, bajé del coche y respiré hondo. Miré a mi alrededor, pero los árboles y la maleza eran suficientes para ocultar cualquier casa cercana. Se había quedado un día magnífico. El sol caía oblicuamente entre los árboles y moteaba el suelo sembrado de rocas. En el aire flotaba un aroma picante de madera recién talada, y de algún lugar invisible llegaban los crueles gruñidos y jadeos de una sierra de cadena. Siempre se oyen ruidos de obras de construcción en esos cañones verdes. Casas a las que se les hacen ampliaciones, porches nuevos, piscinas, jacuzzis, cobertizos para coches y habitaciones para invitados.
Cuando fui a quitar el pestillo de la verja de hierro emergió un hombre de detrás de los árboles.
—Eh, oiga, ¿qué quiere?
Tendría unos cuarenta y tantos años, y llevaba puesta una camisa a cuadros nueva, unos pantalones vaqueros limpios y unas zapatillas de lona. De vista aguda, recién afeitado y noventa quilos de músculo. En mi libro decía que eso era un policía que hacía horas extras en su tiempo libre.
—Éste es un lugar precioso —comenté.
No mentía. El cielo era de un color azul intenso en lugar de caqui, el olor a savia y a eucalipto sustituía al de la contaminación y los pájaros cantaban en lugar de toser. Resultaba difícil creer que estuviéramos a sólo unos kilómetros de la gran ciudad de Los Ángeles. Quizá yo me trasladase allí cuando ya no tuviera que ir al trabajo cada día.
—Estoy buscando al dueño de un gran Packard Darrin antiguo —le dije.
El hombre tiró al suelo la colilla del cigarrillo, la aplastó en el barro con el talón y me miró.
—¿Para qué?
Yo sabía que si le decía que quería comprar aquel viejo coche le invitaría a que me respondiese que no estaba en venta; y eso pondría fin a la conversación.
—Me llamo Murphy. Soy coleccionista. Automóviles de época Murphy, de Bakersfield. Puede que haya oído usted hablar de mí. Poseo un ejemplo de elegancia aún mejor que el que tiene él. Una auténtica pieza de coleccionista, una joya. A lo mejor a su jefe le interesaría comprarlo.
—¿Tiene identificación?
—Una entrada del club Price pasada de fecha y una tarjeta Amex partida en dos pedazos.
Pasó por un portillo que había en la verja, se acercó a mí y me palmeó la chaqueta con aire desenfadado para ver si llevaba pistola. Me dio la impresión de que ya lo había hecho muchas veces. De cerca olía a cebollas fritas. No fue un cacheo muy concienzudo y lo agradecí: nunca me ha gustado oler cebollas fritas con el estómago vacío.
—¿Y quién es usted de verdad, tío? —me preguntó cuándo terminó de buscar la pistola.
—¿Quién se cree usted que soy? ¿La señorita de Avon? Eche una ojeada al coche en el que vengo. Soy comerciante. Coches antiguos, piezas dignas de museo. Le escribiré a usted lo que vendo. Y usted se lo enseña a su jefe.
Arranqué una hoja de un bloc y le escribí en letras mayúsculas de imprenta el nombre de un automóvil muy deseable.
El hombre cogió el papel y, antes de leerlo, se inclinó y echó un vistazo al interior de mi Caddie. Abrió la guantera para ver si yo almacenaba allí alguna pieza de artillería. Al no encontrar nada, cogió el álbum de fotos en el que yo había puesto parte de mi gran colección de fotografías de coches. Pasó las páginas rápidamente sin manifestar reacción alguna al ver aquellas maravillosas imágenes. Aburrido, dejó el álbum y miró en el asiento de atrás.
—¿Este cacharro es una especie de antigüedad? —inquirió al tiempo que se incorporaba. Me miró atentamente. Un doberman con cara de estar hambriento salió del bosque y también se quedó mirándome.
—Puede apostar el culo a que sí lo es —le respondí—. Este encanto es una antigüedad de 1959 que pasa de cero a cien kilómetros por hora en diez segundos. —Tampoco manifestó reacción alguna ante eso. Continué hablando—: Vaya a ver a su amistoso vendedor de coches del barrio del concesionario BMW, compre un 525i nuevo flamante y vea si ese reluciente montón de maquinaria importada es capaz de hacer una cosa así.
El hombre asintió. Al parecer lo había impresionado.
—Hasta ese punto es bueno, ¿eh?
—Puede apostar.
Mientras él leía lo que yo había escrito en el papel, aproveché para mirar a mi alrededor y me fijé en que varios de los árboles cercanos estaban desconchados, tenían muescas y algunos estaban adornados con dianas de papel salpicadas de agujeros de bala. Supuse que sería sólo para guardar las apariencias. Como sistema para mantener alejados a los intrusos resultaba muy recomendable. Recuperé el álbum de fotos y me cercioré de que aquel hombre no hubiera dejado huellas en él.
El tipo corpulento leyó la nota que yo había escrito, volvió a mirar el coche y luego sacó del bolsillo un teléfono portátil y comenzó a apretar botones.
—Tengo un tipo aquí fuera con un Caddie viejo y enorme, jefe —le dijo por el teléfono—. Dice que se llama Murphy.
Y que tiene un coche antiguo para vender. Dice que es mejor que el de usted. —Leyó lo que yo había garabateado en el papel—. Un Packard Twelve Special de 1933; cola Speedster, con carrocería hecha de encargo por Darrin. —Oí una especie de farfulleo ininteligible que esperé hubiera sido de admiración, y luego, sin apresurarse, el hombre corpulento quitó los pestillos de la puerta de la verja y la abrió de par en par—. Conduzca hasta la casa. —Cuando yo ya estaba poniendo el motor en marcha, metió la mano dentro del coche, me agarró el brazo con fuerza y me hizo una advertencia—: Pero si le han enviado a usted para notificar algo, o si es detective o abogado, saldrá usted de aquí en ambulancia. ¿Entendido?
Como miembro de pleno derecho del colegio de abogados del condado me sentí negativamente discriminado. ¿Qué hacía un abogado irlandés de buen corazón en el final de las listas de popularidad? Ese puesto estaba reservado para los corredores de fincas y los políticos. Pero no le dije nada de eso a aquel tipo grandote. Sonreí y, dando unos golpecitos en el álbum de fotos encuadernado en piel, le dije:
—No se preocupe por eso, amigo. Cuando su jefe vea estas fotografías le va a hacer llevar ese viejo Packard que tiene al desguace más próximo para que lo prensen.
La sonrisa torcida del hombre me indicó que no pensaba exactamente igual, pero me hizo señas con la mano para que pasara y me indicó un sendero fangoso entre los árboles. Dos dobermans jóvenes, en forma, muy bien cepillados y de lustroso pelo, salieron precipitadamente sin dejar de ladrar mientras yo pasaba junto a ellos, muy enojados por haberse perdido la ocasión de orinar en las ruedas de mi coche.
Al final del camino una casa de madera oscura encajaba perfectamente en aquel paisaje boscoso. Con ventanales y el tejado formando un pico poco pronunciado, era de esa clase de cabañas de montaña que sólo puede construirse en lugares donde nunca llega el invierno. A la puerta había aparcada una camioneta Ford nueva y un Jeep muy usado. Ni señal del Darrin, aunque había un garaje lo bastante grande para albergar uno. La puerta de la casa tenía un llamador de latón y un letrero en el que se leía: «CUIDADO CON EL PERRO». ¡A buenas horas!
—¿Hay alguien en casa? —grité desde la entrada.
No obtuve respuesta. Entré y avancé por el pasillo. Por una puerta abierta ví una estupenda cocina brillantemente iluminada por tubos fluorescentes. Había platos apilados en ambos fregaderos junto con envoltorios de cenas precocinadas, y el aire estaba cargado de olor carbonizado a pollo frito y café hervido. Aquel tipo también debía de haber cenado pollo alia cacciatore. Confié en que le hubiera gustado; yo todavía tenía el regusto del mío.
Caminé hasta el final del pasillo, donde éste iba a dar a una galería interior. Desde allí pude ver que aquella casa no era la simple estructura de una planta que parecía desde el exterior, sino que anidaba diestramente sobre la falda de la montaña. La puerta principal daba entrada al piso superior de un edificio de tres plantas. Desde donde yo estaba podía asomarme a un gran cuarto de estar con alfombras de vivos colores y muebles de piel colocados frente a una imponente chimenea de piedra. El fuego no estaba encendido; sólo cenizas y leños a medio quemar era lo que quedaba de alguna remota conflagración. Al fondo de la galería había una escalera de caracol de acero inoxidable que conducía a la sala principal. Pero la pared de enfrente consistía principalmente en altas ventanas de cristales ahumados de color bronce, las cuales proporcionaban una impresionante panorámica de Topanga Canyon. Mucho más abajo pude ver coches que circulaban por la tortuosa carretera que llevaba al océano Pacífico.
Todo estaba hecho con muy buen gusto, con pinturas abstractas en las paredes y cojines con pedrería en el sofá, pero algo me decía que aquella casa había sido decorada para otras personas y para otra época. A lo mejor era alquilada.
O puede que se tratase de un cambio de llaves que lo incluía todo menos la esposa y los niños. A lo largo de la pared había un acuario de dos metros de largo muy iluminado, donde distintos peces tropicales de colores imposibles nadaban veloces jugando a perseguirse entre conchas y rocas.
Mientras yo seguía apoyado en la barandilla de madera de la galería apreciando todo aquello, una voz malhumorada dijo a mi espalda:
—¿Así que usted es Murphy?
Me di la vuelta. El lugar donde él estaba sentado se encontraba envuelto en la penumbra. Había colocado un escritorio a la sombra de un piano vertical, al fondo de la galería. Era un instrumento muy elaborado cuya parte frontal tenía algunos ornamentos tallados en madera de roble y cuyas teclas de marfil, que quedaban al descubierto como dientes amarillos, tenían un curioso parecido con el hombre que estaba sentado allí cerca, en el sillón giratorio. Oculto como estaba en las sombras, el hombre podía ver la habitación que quedaba debajo de nosotros y la magnífica vista que se apreciaba a través de las ventanas. Había un par de binoculares en un estante, sólo por si necesitaba ver algo más de cerca.
—Murphy. Sí, ése soy yo —le dije—. Me gustaría enseñarle un coche.
—¿Ese Caddie que está ahí fuera?
Tenía un pequeño monitor en blanco y negro en equilibrio sobre el escritorio, de manera que podía ver mi coche mediante una cámara de seguridad situada en algún punto del tejado. Debía de haber observado mi llegada.
—No, otro.
—¿Un Packard Twelve Special de 1933? ¿De cola Speedster, con carrocería hecha de encargo por Darrin? —me preguntó citando textualmente el mensaje que yo le había escrito.
—No exactamente —repuse yo titubeante.
—Bueno, ya me parecía a mí que la cosa no sería exactamente así —sentenció el hombre con una voz lenta y perezosa—. Porque un coche como ése no existe.
Sonó el teléfono. Era alguien a quien llamó Hamp. Estuvieron hablando un rato no muy largo acerca de si se encontraba cómodo y de pagar dinero mediante transferencia bancaria. Supuse que era el dueño de la casa que llamaba para ver cómo iban las cosas.
—En efecto, señor —dije yo cuando hubo terminado la llamada—. Quería llamarle la atención.
—Pues lo ha conseguido, tipo listo. ¿Quién diablos le envía? —Hubo un largo silencio—. ¿Petrovitch?
—Estoy aquí por mi cuenta.
—Entonces, ¿de qué chantaje se trata?
—De ningún chantaje. Soy un viejo amigo de la señora Petrovitch, un amigo íntimo. Ella estaba preocupada por usted. Me dijo que usted había desaparecido.
—Pues no he desaparecido; y la prueba es que usted me ha encontrado.
—Quería asegurarse de que se encontraba usted sano y salvo. Eso es todo.
—¿La señora Petrovitch? —Se frotó la barbilla—. Siempre tiene alguna nueva sorpresa para mí.
—Ingrid le considera a usted un amigo personal; estaba preocupada por usted. Averiguó que su apartamento de Wilshire había quedado desocupado y luego pudo hallar el rastro de esas empresas falsas que dio usted como referencia.
—¿Ah, sí? —Se puso en pie y avanzó hacia la luz.
¿Y a Ingrid le parecía que aquel tipo tenía aspecto de profesor de universidad? Hombre, yo llevo mucho tiempo fuera de la facultad, debe de ser eso. Era alto y delgado, un corpulento tipo del salvaje oeste pasado de moda, con un bigote que dominaba el rostro. Tenía el aspecto del típico hombre que vive solo: el mentón canoso y velludo de quien hace varios días que no se afeita, zapatillas deshilachadas y una camisa limpia de dril que había salido directamente de la lavadora y que nadie había planchado. Y tenía en el aliento la fragancia del hombre que vive solo; había estado bebiendo.
—¿Hace mucho que la conoce? —me preguntó; cogió la taza de café y bebió un sorbo. La otra mano la mantenía enganchada en un amplio cinturón de cuero que tenía la clase de hebilla de latón ornamental que venden en las tiendas del salvaje oeste.
—Mucho —repuse.
—Yo también. ¿Conoce usted a su marido? A su primer marido, me refiero.
—No —dije yo.
—Yo sí lo conocía. Estaba en la Universidad Estatal de Urbana; era el compañero de habitación de mi hermano. Cuando conocí a Ingrid ella estaba con Jack Piech. —Luego, de ese modo como los borrachos se ponen de repente sobrios y suspicaces, añadió—: ¿Qué es mucho tiempo? ¿Y qué opina usted de todo esto?
—Estuve con ella en la escuela secundaria —le expliqué—. En Alhambra. Ella vivía con su familia en la manzana de al lado. Me ha pedido que lo busque a usted, eso es todo. —Esbocé la mejor de mis sonrisas—. Y no opino nada.
De modo que aquel tipo conocía al primer marido de Ingrid; ella no me había dicho nada de eso.
El hombre asintió y se relajó durante unos instantes; volvió a adoptar la misma postura en el sillón giratorio detrás del escritorio. Éste crujió cuando él se sentó.
—De acuerdo. Sí, yo hice un pequeño negocio con su primer marido, Jack Piech.
—Nunca lo he conocido.
—Jack y su padre tenían una pequeña sociedad inmobiliaria. Debieron de ganar un montón de pasta. —Vació el café que le quedaba—. ¿Quiere un poco de café? Está en la placa, caliente. Coja una taza del gancho.
¿Por qué no? Me acerqué a la alacena, cogí una taza y me serví café. Era un brebaje oscuro que tenía un olor amargo. Cogí un cartón alto de Ralp’s Mocha Mix Lite —con la mitad de grasa y la mitad de calorías de una mezcla de moca normal— y vertí una gran cantidad en el café junto con dos grandes cucharadas de azúcar. Aquel tipo no era de los que usan edulcorantes bajos en calorías.
—Venga aquí —me pidió; y cuando me acerqué al escritorio él ya le había quitado el tapón a una botella de Chivas Regal. Me echó un chorro de whisky en el café—. Le da un poco de sabor —me explicó; y se sirvió una generosa dosis en su taza.
Yo asentí y di un sorbo. ¡Puaf! Sabor ya tenía, pero desde luego aquel whisky era capaz de matar los gérmenes. Levanté la vista y sonreí.
—Desde luego, da en el blanco —le indiqué.
—Ya lo sé —dijo él; y dio un trago de whisky directamente de la botella. Trató de volver a ponerle el tapón, pero le costó hacerlo. Estaba borracho, aunque había pasado mucho tiempo aprendiendo a disimular los efectos—. Mire, aunque Petrovitch matase a Jack Piech, yo no quiero meterme en ese asunto.
Borracho y muy parlanchín. Yo había llegado en el preciso momento para oír un montón de cosas.
—¿Matarlo? —le pregunté. No respondió. Durante unos instantes pensé que había enmudecido. A los borrachos les pasa eso a veces: hablan como si no hubiera un mañana, y luego, de repente, se atascan como un motor lleno de arena—. ¿Cómo lo mató?
—¿No se lo ha contado Ingrid? Petrovitch se abrió camino en la sociedad de los Piech a base de dinero. Así es como se puso en marcha en el camino hacia el triunfo. Ganó cinco millones, según me contó Ingrid.
—¿Ingrid se lo dijo?
—Puede que no fuera Ingrid quien me lo dijera. Ella es más bien discreta en lo referente al dinero.
—No lo cojo —observé.
—No, el que lo cogió bien fue Petrovitch.
—¿Cómo?
—Con la sociedad inmobiliaria. No tengo que dibujarle un diagrama, ¿verdad? Abrieron un montón de cuentas falsas; siempre unos cuantos pavos por debajo de los cien mil con el fin de obtener el seguro federal. Luego prestaron los fondos basándose en la seguridad de las escrituras de los terrenos para futuros tratos comerciales. —Se detuvo como si estuviera agotado, pero otro trago de combustible volvió a ponerlo en marcha—. No tengo que decirle a un tipo listo como usted cómo funciona. El negocio de los terrenos se pone mal; las autoridades locales no conceden permiso para construir algún edificio grande de oficinas o unas galerías comerciales. La sociedad inmobiliaria se queda con las escrituras de un montón de parcelas de tierra que nadie quiere. El gobierno paga el seguro, los socios pierden un poco de pasta y Petrovitch se sienta a contar el dinero. El gobierno federal resuelve el lío de la deuda y se lo vuelve a pagar todo otra vez. Eso es lo que hacen esos tipos de Washington todo el día. ¿Se había creído usted que estaban para hacer leyes que protejan la Constitución o algo así?
—¿Y mató a Jack Piech?
—No me malinterprete. Piech disfrutó cada minuto del asunto hasta que vio que se estaban metiendo en el fango.
—¿Quién mató a Jack Piech?
Mi pregunta cayó en el vacío. La mente de aquel tipo seguía en piloto automático.
—Un bombón, ¿eh? Hasta la compañía de seguros más tonta sólo pagaría un tanto por ciento de las pérdidas aseguradas… sesenta centavos por dólar, o algo así; pero el tío Sam paga cien centavos por dólar. Límite: cien por cuenta. ¡Así que fijaron todas las cuentas en noventa y cinco de los grandes! —Se echó a reír—. Esos peces gordos de Washington tienen el ritmo de la Mafia en lo que se refiere al latrocinio.
—¿Mataron a Jack Piech?
Me miró y frunció el entrecejo mientras intentaba recordar quién era yo y qué podría estar haciendo allí. Luego, de repente, le vino la iluminación.
—Sí, sí, sí. A Jack había que liquidarlo. Jack iba a contarle toda la historia a los inspectores bancarios. Iba a ir con el soplo a los del comité. Jack y su padre habían vivido en aquel vecindario toda la vida. Eran los líderes de la sociedad del club de campo: cenas de quinientos dólares el cubierto para recaudar fondos para un hospital nuevo, un comité para comprar pinturas valiosas para el museo del condado. Puede que fuera todo demasiado fácil o que fueran muy religiosos o algo así, pero aquellos petimetres sufrieron un repentino ataque de remordimiento. Celebraron una confabulación familiar con Ingrid presente, y luego Jack e Ingrid volaron hasta Nueva York para darle la noticia a Petrovitch. Jack le dijo que los Piech iban a deshacer todo el tinglado. Que iban a devolver todo el dinero. Que iban a conservar la solvencia del banco.
Y que ellos poseían acciones suficientes para forzar la decisión.
Suspiró; la cabeza se le cayó hacia atrás y la boca se le abrió ligeramente. Permaneció de ese modo durante un rato y por un momento creí que iba a sumirse en el sueño producido por la borrachera. Luego emitió un potente eructo. Eso pareció despertarle.
—¿Qué le pasó a Jack Piech? —repetí.
—Un camión de cerveza le atropelló cuando cruzaba la Sexta Avenida. Murió de camino a Bellevue.
—¿Me está diciendo que Petrovitch arregló lo de ese camión?
—Desde luego, no lo arrastró para apartarlo del camino del camión. Pregúntele a Ingrid.
—¿Y luego Ingrid se casó con el hombre que había asesinado a su marido?
—Fue un accidente —me indicó con sarcasmo—. Petrovitch lo lloró profundamente, pagó el funeral y organizó una exhibición de pena y mortificación digna de ganar un Oscar. Consoló a Ingrid. ¿No es así como se hace?
—¿Quién le ha contado a usted todo eso? —quise saber—. ¿Se lo ha explicado su hermano?
—¿O fue Ingrid quién lo dirigió todo? Puede que ella engatusara a Zachary Petrovitch para llegar a un acuerdo con él. Puede que fuera ella quien animara a Jack Piech a meterse en el timo y luego, cuando Jack empezó a tener dudas, organizó una conspiración con Petrovitch para matarle. ¿A usted qué le parece? ¿Cree que la señorita podría llegar a ser tan intrigante?
No contesté. Noté que aquel hombre disfrutaba con la perplejidad que debió de reflejárseme en la cara. Se hallaba en ese estado de ánimo en el cual sería capaz de decir cualquier cosa con tal de obtener una reacción.
Agitó un dedo ante mí.
—Pregúntele a Ingrid; ella lo sabe. A mí me costó bastante tiempo calarla, pero vaya si la calé. Es una damita peligrosa. Dispénseme, ¿quiere?
Con una extraordinaria demostración de actividad, cogió el teléfono y llamó a alguien para preguntarle el precio de unas bujías y un silenciador. Era un individuo de los que telefonean siguiendo impulsos irrefrenables. Hollywood está lleno de personas así: hombres que no pueden estarse quietos sentados durante cinco minutos sin hacer una llamada telefónica.
—¿Cómo sabe usted todo eso? —le pregunté.
—Yo antes era un asesino a sueldo. Ingrid intentó contratarme; le dije que no. No me meto en asuntos de familia.
—Déjese de tonterías y dígamelo. Quiero saberlo —insistí.
Levantó la vista y me sonrió.
—Ya se lo he dicho. Fui asesino a sueldo. Trabajé para la mafia. Así se conoce a un montón de gente influyente. Lo malo es que luego vuelve a perder uno el contacto con ellos.
Otra amplia sonrisa.
¿Por qué seguía yo perdiendo el tiempo con el parloteo de un hombre borracho? Aquel tipo estaba echando veneno, y yo no era lo bastante listo como para cerrar el grifo.
—Las cosas que está diciendo…
Pindero levantó una mano para hacerme callar. Se quedó escuchando por el auricular, escribió unos precios y luego colgó el teléfono. Después de un largo silencio, durante el cual se quedó contemplando el fondo de la taza de whisky como si intentase leer allí su futuro, levantó la vista.
—Así es como hace las cosas Petrovitch. Ése es el nuevo modo de hacer negocios. Rápido, sin obstáculos y sin demasiado papeleo. Se asesina a la oposición. —Se echó a reír—. Se les asesina. Fue un matrimonio hecho en el cielo.
—Está usted loco.
—No estoy loco. Ya lo averiguará usted un día de éstos. Es la gente así la que está haciendo que los pistoleros a sueldo nos quedemos sin trabajo. —Se removió en el sillón y me clavó una mirada intensa—. Usted dígale a Ingrid que no ha podido encontrarme. No pienso hacerle daño; dígaselo. Pero ella tiene que resolver sus propios problemas. —Me encontraba cerca de él; alargó una mano para agarrarme por el brazo, pero me aparté—. Nunca hay que meterse en peleas familiares. Primera ley de supervivencia, ¿verdad?
—¿Todo eso se lo ha contado el padre de Jack Piech?
A veces un pariente afligido quiere encontrar un chivo expiatorio y echarle encima toda su desgracia.
—¡No! Todo es como le he dicho. El padre de Jack le firmó el traspaso del negocio a Petrovitch. Ahora vive en un remolque en El Paso y le tiene miedo hasta a su propia sombra. Fui hasta allí para verle; apenas me habló. Estaba asustado. Insistió en que estaba contento con el trato que había hecho con Petrovitch, pero ese viejo se pasó todo el tiempo mirando por encima del hombro. Mientras estábamos sentados allí, en el remolque, vino un tipo a entregarle una dentadura reparada. ¿Se lo imagina usted? Después de toda la pasta que habían tenido, entonces ya no podía ni comprarse unos dientes postizos nuevos.
—¿Y cómo figura usted en todo esto? —le pregunté.
Me miró como quien mira fijamente una luz deslumbrante.
—Yo no figuro en ello; estoy retirado. Usted dígale a la señora Ingrid Petrovitch que estoy perfectamente. Pero no le diga a ninguno de los dos dónde pueden encontrarme. Pienso continuar perfectamente bien. No quiero parte alguna en el negocio de ella. Y si Ingrid acepta mi consejo desaparecerá también. No se puede luchar contra el mundo entero.
Olvidándome por un momento del sabor que tenía aquello, di un gran trago de la mezcla de café con whisky, chisporroteé y me puse en pie.
—Tiene usted un coche estupendo, señor Pindero —le dije—. Pero llama demasiado la atención. Si de verdad está escondiéndose del mundo, haría usted mejor en vendérmelo a mí y marcharse de la ciudad para siempre.
—¿De veras quiere usted comprarlo?
—Desde luego.
Muy lentamente, como si se lo estuviera aprendiendo de memoria, me dijo:
—Es puñeteramente llamativo. Tiene usted razón en eso. —Se tomó un poco de tiempo para arreglar unos lápices sobre el escritorio—. Estaría dispuesto a aceptar doscientos mil pavos por él.
—Vale más que eso —observé.
—¿Quién es usted, la madre Teresa de vacaciones? Sí, vale más, pero a mí no me conviene poner anuncios ni entenderme con los vendedores y todo eso. Usted tráigame doscientos de los grandes en metálico y hablaremos. Pero digo en metálico: billetes usados de cien dólares.
La idea de poseer una auténtica pieza de museo como aquel coche suscitó en mí una codicia de la peor clase. Con el dinero que iba a conseguir del trato con Petrovitch podría permitírmelo.
—Guárdemelo —le pedí—. Reuniré el dinero como sea, aunque tenga que solicitar otra hipoteca.
Sonrió al ver mi excitación. Yo no sabía si pretendía embaucarme o no.
—Usted tráigame el dinero en metálico. Pero no vuelva aquí de la mano de la familia Petrovitch.
—No. —No serviría de nada cerrar un trato con él en las condiciones en que se hallaba. Me dieron ganas de decirle que se espabilase la borrachera, pero yo sabía que ésa es una de las peores cosas que se le pueden decir a un borracho—. Odio a Petrovitch. Está en tratos para comprar ni bufete de abogados. Cuando hayamos liquidado el acuerdo, me mantendré bien alejado de él.
—Liquidado —repitió con desprecio—. ¿No le han enseñado a usted nada en la universidad? ¡Mierda! Se lo he explicado con la mayor claridad que he podido. —Levantó las manos como un maestro de párvulos que quiere dar ritmo a una clase—. Petrovitch no liquida los tratos. Liquida a las personas.
Desde el exterior me llegó un sonido como de ramitas al romperse. Supuse que sería el tipo de la puerta que estaba haciendo más agujeros en las dianas de papel. Puede que no estuvieran allí sólo para guardar las apariencias.