CAPÍTULO 6
No era lo mismo que alojarse en casa de unos amigos. Había cierta clase de perfección en casa de Petrovitch que le quitaba gracia a la cosa. La sirvienta que me acompañó arriba, a la suite de invitados, llevaba un delantal almidonado y hablaba en susurros. Era un pequeño apartamento con litografías, flores y una colcha antigua de retazos; todo sumado daba la impresión de que uno pasara la noche en un museo de arte popular.
Desde la ventana contemplé a Ingrid, que cruzaba apresuradamente el patio y se subía a un Jeep Cherokee de color negro que tenía una larga antena de teléfono de coche y la marca del rancho Petrovitch pintada en la puerta. Llevaba puesto un abrigo de pieles a rayas. Era uno de esos abrigos de pieles que parecen falsos, porque los de pieles auténticas no tienen éxito en Aspen.
Hacía frío allí afuera y la nieve caía densamente, flotando en el viento para formar remolinos y cubrir los caminos recién barridos con nuevas capas de nieve. Supe qué hacía frío por las nubes de humo vaporoso que emitió el motor cuando Ingrid arrancó. Divisé a Goldie de pie a la entrada de los establos. Se había puesto unas gruesas botas de caucho, el upo de calzado que llevan los hombres que friegan los quirófanos después de una operación. La saludó solemnemente cuando ella pasó a su lado y luego cruzó el patio; sin duda se dirigía al lugar donde sus muchachos estaban revolviendo el alojamiento de los trabajadores del rancho. Cuando llegó al punto en que la capa de nieve era profunda empezó a caminar pesadamente al tiempo que se sujetaba el faldón del abrigo para que no arrastrase por la nieve.
Corrí las cortinas, subí el termostato y luego llamé por teléfono a Danny. Tuve suerte; estaba en casa.
—Danny, ¿te acuerdas de ese chico chiflado que intentaba colgarte aquella chatarra de Studebaker el mes pasado?
—Es mi mejor amigo —repuso Danny poniéndose en guardia.
—Vale, de acuerdo. Bueno, ¿no dijo que su padre se dedicaba a reconstruir coches de época?
—En efecto.
—Danny, estoy buscando a un tipo que tiene un Packard Darrin descapotable de color azul. Es un individuo viejo. Es él quien conduce el coche. Debería estar en un museo, pero va por ahí conduciendo ese cacharro restaurado. Supongo que un automóvil así llamará mucho la atención, ¿no es cierto? Telefonea a unos cuantos amigos, a ver si alguno lo ha visto. Si consigues localizar a ese tipo te ganas cien pavos.
—No tienes que pagarme nada —repuso Danny malhumorado.
De tal palo tal astilla.
—Pero a lo mejor tú tienes que pagarle a alguien. Estoy seguro de que podréis encontrarlo. Hay que ponerle gasolina, revisarlo, llevarlo al garaje, encerarlo y cuidarlo.
—Haré lo que esté en mis manos.
—¿Puedes ponerte a ello enseguida? Durante el fin de semana, me refiero.
—¿Desde dónde llamas?
—Estoy en Colorado. En Aspen.
—¡En Aspen! Hay que ver qué suerte tenéis algunos —dijo Danny—. ¿Has visto a alguna estrella de cine?
—Cien dólares —le repetí, por si acaso se le había olvidado lo de la recompensa. ¿Olvidarse Danny de cien pavos? Eso me gustaría verlo.
—¿Así que no comeremos juntos en el bufet libre el domingo que viene?
—No, lo siento, Danny. Pero tendremos que posponerlo para otro día.
—No importa. Supongo que tú estarás ahí por algún asunto de trabajo.
—Sí, es cosa del trabajo. Lo dejaremos para el fin de semana que viene. A lo mejor a Robyna le apetece venir con nosotros.
Robyna también… aquél era el mayor sacrificio, y Danny lo sabía.
—Packard Darrin. Te lo encontraré. Y conservaremos los cien dólares en la familia.
—Ya te he dicho que lo siento. —Yo nunca sabía con certeza cuándo Danny me quería sacar de quicio—. Escucha, almorzaremos en el bufet del Beverly Hilton el domingo que viene.
—Con Robyna.
Se iluminó con aquella idea. El almuerzo en el bufet libre del Beverly Hilton era su preferido, y Danny, mi muchacho, era una autoridad en materia de almuerzos de esos de «todo lo que puedas comer».
—Claro. Reserva mesa. Pero que no esté demasiado cerca de la comida.
Danny siempre pedía una mesa que estuviera bien cerca de la comida.
—Vale —convino—. La reservaré bien temprano, para que seamos los primeros en cortar las tartas y lo demás.
—Desde luego. —¿Qué clase de muchacho es este filósofo? Empieza a hablar de comida, se emociona y dice que sí a todo—. Déjame un mensaje en el contestador. Por ahora, adiós.
—Adiós, papá.
Al colgar el teléfono oí un ruido, como si alguien anduviera moviéndose por el pasillo. Crucé la habitación, abrí la puerta y salí al rellano. Toda la casa estaba a oscuras excepto el tenue resplandor de las luces de emergencia de la escalera. Tuve la impresión de que había alguien allí cerca, escuchando y mirándolo todo, pero no vi a nadie. Me quedé muy quieto. Aquélla era una casa grande y laberíntica con escaleras que crujían y un reloj que daba las horas. Permanecí de pie allí parado mucho rato, pero no hubo movimiento alguno en ninguna parte. Por las ventanas entraba la luz de la luna que se reflejaba en la nieve, de manera que todo estaba poco iluminado y bastante espectral.
—¡Mickey!
Saliendo de entre las sombras como el fantasma del padre de Hamlet, y con una voz el doble de lastimera, apareció Victor Crichton. Llevaba puesta una bata de seda decorada con dragones chinos y zapatillas de noche con sus iniciales bordadas.
—Ahora iba a buscarte —le dije. Me pregunté si habría estado él escuchando a mi puerta.
—¿Quieres una copa?
Le seguí hasta su habitación. La cama estaba toda arrugada, con las sábanas retiradas y un montón de papeles de negocios esparcidos por la colcha.
—No, no quiero una copa. Parece que estés grogui.
—No voy a volver a comer comida mejicana nunca más —me comentó—. Estoy a base de antibióticos.
—Han cancelado la cena. Los dos han ido a la ciudad a visitar a un caballo enfermo.
—¿Cuánto tiempo hace que conoces a esta gente?
—Mucho.
—Ojalá nunca me hubiera metido en esto.
—No te hagas el inocente ultrajado, Vic. Sé lo de sir Jeremy y su pasaporte nuevo.
—A mí no me relaciones con ese asunto —dijo Vic bastante enojado—. Esos cabrones me engañaron para que les siguiera el juego, exactamente igual que te engañaron a ti.
—En la fiesta…
—En la fiesta yo estaba muy borracho. Y te diré por qué estaba tan borracho. Sir Jeremy acababa de soltarme que yo me quedara en la línea de fuego mientras él se daba el piro.
No le creí, y supongo que se notó.
Víctor continuó hablando:
—¿Has visto lo que han montado Petrovitch y sir Jeremy? ¿La empresa peruana?
—Cuéntamelo.
—Lo pondrán todo en manos de personas interpuestas, que luego se desharán de todas esas posesiones mediante acciones al portador. El capital principal pasará a personas sin dinero de Lima y luego, por medio de las acciones al portador, montarán allí una empresa. Sin pagar impuestos en ningún momento de la transacción.
—¿Por qué Perú?
—Todos los paraísos fiscales caribeños han dejado de ser lo que eran. Washington ha amenazado de forma tan enérgica a esos gobiernos que ya nadie los utiliza.
—¿Tenéis una empresa en Perú?
—Un pequeño banco provinciano que sir Jeremy adquirió medio regalado. Resultará útil para la organización en sí.
—¿Y tú cederás las propiedades necesarias?
Supongo que aquello era legal. Los tipos como Victor saben cuándo hay que mantenerlo todo dentro de la legalidad.
—Sí, y la señora Petrovitch hará lo mismo por la otra parte. Todo está a nombre de ella, —según me ha dicho Petrovitch.
—Odio las acciones al portador —le comenté—. Pueden perderse o las pueden robar, y no hay recurso posible.
—No hay otra alternativa. —Se dirigió al otro lado de la habitación. Daba la impresión de que los dragones rojos de la bata se hubiesen puesto a rugir.
—Me parece que deberíais pensar en alguna otra alternativa —le dije—. Si alguien se apodera de esas acciones al portador, todos vosotros perderéis un montón de millones.
—Si se incluyen las propiedades inmobiliarias, asciende a casi cien millones de dólares.
Se sentó en la cama, como si se sintiera débil. Sacó unas tabletas de un frasco y se las tragó acompañadas de un sorbo de agua. Después, con un movimiento furtivo, metió la mano debajo de la almohada.
—¿Qué tienes debajo de la almohada, Vic? Ésta es la tercera vez que haces eso.
Levantó la almohada y dejó a la vista un revólver. ¡Oh, no! Otro no. Se volvió hacia mí.
—No me gusta lo que veo en esta casa. Me siento mejor con una pistola debajo de la almohada.
—¿A qué te refieres?
—Escucha, ojos azules. Lo que te he contado es lo que Petrovitch dice que está planeando. Pero podría hacerlo todo con mucha más elegancia si hiciera asesinar a su esposa en el momento oportuno. Además, siendo como es uno de los principales socios de la empresa que actúa en ese negocio de formar otra empresa, ella quedaría cubierta por el plan de seguro colectivo. Y eso le proporcionaría a Petrovitch otro par de millones extras.
—¿Matar a la señora Petrovitch? ¿Eso te lo ha dicho Ingrid?
—¿La señora Petrovitch? Ni siquiera conozco a esa mujer. En lo único que me baso para decirlo es en la reputación de Zachary Petrovitch.
—Intenta descansar, Vic —le recomendé—. Puede que te esté subiendo la fiebre.
Se quitó las zapatillas de sendos puntapiés, se deshizo de la bata y se metió en la cama. Tenía la cara muy blanca, como si hubiera visto a un fantasma o un vampiro se hubiera dado un banquete a su costa.
—Puede que sí —me dijo—. Hablaremos mañana.
—No habrás estado comiendo chocolatinas, ¿verdad?
—Soy alérgico al chocolate. Hace que me salgan sarpullidos.
—Asegúrate de que está puesto el seguro antes de quedarte dormido —le advertí.
De pronto sentí ganas de salir de aquel lugar y estirar las piernas. Un filete en cualquier tasca ruidosa del centro de la ciudad sería preferible a permanecer sentado en aquella mansión llena de crujidos intentando aclararme con todo aquel volumen de notas ininteligibles que había tomado en el ordenador portátil.
Cogí el Audi y me adentré en la ciudad. Las calles estaban abarrotadas de visitantes. Se me había olvidado lo que podía ser Aspen un sábado por la noche cuando la capa de nieve en polvo es profunda. Me arrastré de bar en bar hasta que encontré un lugar que me había gustado en otros tiempos, antes de que lo decorasen para que pareciese el apartamento de Sherlock Holmes en la calle Baker. Había brillos y oropeles por todas partes, como si se les hubiera olvidado quitarlos en Navidad, sólo que para la gente que tiene un lugar así todos los días son Navidad.
Los clientes iban vestidos en su mayoría al estilo cowboy. No como los vaqueros de verdad: nada de camisas sudadas y tejanos llenos de manchas, sino a ese estilo cowboy a base de seda y satén que Hollywood inventó para los cantantes allá por los años treinta. Había cuatro músicos delgados de pelo largo: violín, contrabajo, teclado electrónico y una vocalista femenina con mucho maquillaje blanco. Tocaban Country and Western y hacían buena música, pero el volumen con que salía por los amplificadores era suficiente para hacer temblar los tímpanos.
—¡Mickey! —Era alguien a quien yo conocía de la facultad y una de las mejores amigas de mi exmujer, Betty. Tengo una memoria terrible para las caras. La conocía bien, había cenado en mi casa muchas veces, pero… ¿cómo se llamaba? ¿Fluffy? ¿Fifi? ¿Francés?—. ¿Te acuerdas de mí, cariño? ¡Felicity! —Bueno, yo casi lo había acertado—. Felicity Weingartner. ¿Te acuerdas? De la universidad.
—Claro que me acuerdo, Felicity. Dime, ¿no nos conocimos en la Universidad del Sur de California? ¿De qué promoción eras, de la del cuarenta y cinco?
—¡Cerdo! —Soltó una risita estridente, pero el alto volumen de la música se la tragó. Se inclinó hacia mí y pasó un brazo por debajo del mío del mismo modo que si fuera a coger una jarra de cerveza y empezar a cantar una canción de borrachos—. Me recuerdas, ¿verdad que sí?
Una camarera llegó y se puso a revolotear cerca de nosotros, expectante.
—Ya lo creo, Felicity. Siéntate y tómate una copa conmigo.
—Ya me he tomado una.
Levantó un vaso que llevaba en la mano e hizo sonar los cubitos de hielo que se encontraban en su interior. Había estado bebiendo, pero no tanto como para estar en modo alguno borracha. Era una mujer de buena presencia que medía un metro ochenta; llevaba puesto un vestido azul marino con mangas acampanadas. Alrededor del cuello tenía una cadena de la que colgaba un enorme signo del zodíaco de oro. Tenía el pelo castaño corto y rizado y lucía un bronceado dorado, unos dientes muy blancos y una sonrisa fija, como de chiflada. Era bastante mona.
—Pues tómate otra —le indiqué.
—Sólo una Coca-cola. Bebo demasiado últimamente.
—Whisky irlandés con hielo y una Coca-cola —le pedí a la camarera—. ¿Qué estás haciendo en Aspen, Felicity? Creía que trabajabas en el cine.
—Trabajo en el cine. Vinimos aquí hace dos semanas para rodar en la ciudad. Es un pueblucho. Todavía nos faltan tres exteriores por rodar: Denver, una cabaña de montaña y luego una estación de tren o algo así. Me muero de ganas de marcharme de aquí.
—¿Qué haces en el cine? —le pregunté, más por educación que porque sintiera curiosidad.
—Creía que a ti no te gustaba el cine —me contestó. De modo que de verdad se acordaba de mí. La camarera me dio el whisky y puso una lata de Coca-cola fría sobre la mesa junto con un vaso que contenía hielo. Felicity tiró de la anilla y comenzó a beber directamente de la lata. Así es Aspen.
—Sí, bueno, no suelo ir mucho al cine —confesé—. Prefiero los vídeos, porque puedo levantarme y hacerme un café o un sándwich, y tengo la oportunidad de volver a ver la misma secuencia si no me acuerdo de qué iba.
—Vídeo. Eso es como comer caramelos sin quitarles el papel. El vídeo es para los viejos.
—Últimamente me estoy haciendo viejo con mucha rapidez, Felicity, y ésa es la verdad.
—¿Me estás tomando el pelo? ¡Viejo! —Me dio uno de esos puñetazos que hacen que te salga un cardenal—. Yo me dedico a los efectos especiales: explosivos, humo y todas esas cosas.
—Sí, ahora lo recuerdo —mentí—. Eso debe de ser realmente interesante.
—Se habla con el director. Se conocen lugares y gente.
Y con estos negocios de exteriores se hace dinero. Este rodaje es una semana de seis días y muchas noches de trabajo. Y eso supone una buena pasta. Y a mí ahora me hacía falta: un hombre vino a llevarse mi BMW porque yo no pagaba. ¿Te lo imaginas?
Soltó otra de aquellas risitas estridentes. Debieron de oírla desde el otro extremo del local.
Me di la vuelta y miré. Había una docena o más de hombres ataviados con cazadoras de esas que se abrochaban con cremallera en la parte delantera y con gorras de béisbol; estaban apiñados en torno a una mesa que se encontraba cubierta de latas y botellas. La saludaron con la mano.
—¡Marchaos a hacer puñetas! —les gritó Felicity—. Son los del equipo —me explicó—. Un montón de borrachos vagabundos e inútiles. En la última película estuve con gente realmente estupenda. Nunca se sabe. —Se acercó la lata fría a la mejilla—. ¿Y a ti qué te trae por aquí, Mickey?
—El trabajo.
Eché una mirada por el local. Estaba abarrotado; incluso los que bailaban se movían entre apreturas. Se puede distinguir a los turistas de los que tienen una casa allí por el modo como llevan la cabeza. Los forasteros siempre van mirando a todas partes para ver si divisan a alguna celebridad, mientras que los que suelen pasar temporadas allí llevan gafas de sol y se esconden en los rincones oscuros. Y las personas que viven allí tienen todas arrugas en la cara, dientes de porcelana, cabello de plástico y relojes de pulsera de diez mil dólares.
—¿Trabajo? ¿De qué tipo?
—Me alojo en casa de un cliente; la casa está bajando por la carretera 82 —le expliqué. La miré mientras decidía si hablarle de Ingrid o no. Felicity conocía a Ingrid; ella había sido alumna de primero en la universidad al mismo tiempo que nosotros—. Sólo he venido a la ciudad a tomar una copa. Los clientes con los que me alojo tenían otras cosas que hacer esta noche, así que me prestaron un coche.
—Yo ya no uso coche en esta ciudad. ¿Has visto cómo multan a los coches que aparcan por aquí? Vivo fuera, cerca del aeropuerto. Puedes llevarme en coche hasta casa si vas en esa dirección. Así me ahorraré el taxi.
—Vale. ¿Seguro que no quieres una copa de verdad?
—Tomaremos la última en mi casa —me indicó.
—Me parece muy bien —convine—. Vamos.
—¡Calma, muchacho, calma! —dijo ella.
Sonreí y seguí bebiendo muy despacio; estuvimos hablando de naderías durante media hora. Sus achispados compañeros de trabajo nos vitorearon cuando nos vieron salir juntos. Nos abrimos paso entre la gente noctámbula del sábado y salimos a la calle. Felicity era una persona muy atractiva. Me pregunté si tendría suficientes viejos amigos con coche como para arreglárselas permanentemente sin tener que alquilar uno.
No me esperaba la fantástica casita que Felicity ocupaba. No era grande ni muy lujosa, pero en aquella ciudad —incluso en las afueras, cerca del aeropuerto—, si uno compraba una casa así sólo le devolvían calderilla de un millón de dólares.
—¿Qué clase de presupuesto tenéis para esta película? —le pregunté mientras me instalaba en el sofá tapizado de terciopelo y contemplaba los lujosos apliques de luz.
—No seas bobo. Esta casa no tiene nada que ver con la producción. Es de mi hermana, Sheree. Tú no la conoces, ¿verdad? Es una chica encantadora. —Felicity en realidad no quería decir «chica», sólo que no quería afrontar la realidad de que ella era ya lo suficientemente mayor como para que su hermana fuese una mujer—. Su novio ha alquilado esta casa para ella, además de un elegante apartamento en Nueva York, por la calle Cincuenta, con vistas a Park Avenue, portero, calefacción y todos los recibos pagados. ¿Te lo imaginas?
—No me resulta fácil —dije—. A mí hace siglos que no me ocurre una cosa así.
—Pero ella tiene sus problemas. Su novio es caprichoso y exigente. Y es cocainómano…, bueno, no hace falta que siga, ¿verdad?
—¿Está casado, ese cocainómano caprichoso?
—Siempre dije que deberías haberte hecho detective.
—Ja, ja. Dame una copa.
—Prepáratela tú mismo, muchachote.
Se derrumbó en el sofá, cerró los ojos, sacó los pies suavemente de los zapatos y suspiró.
Me levanté y me acerqué al mueble bar estilo art deco. En los estantes recubiertos de espejo había toda clase de bebidas. Me serví un Manhattan que ya venía preparado y cogí hielo del frigorífico, que estaba empotrado debajo del fregadero. Con el vaso en la mano miré a mi alrededor. Sobre el piano había algunas fotografías, todas con marco de plata. Algunas eran fotos de grupo y otras eran de revistas satinadas, y siempre, en algún lugar de las fotografías, aparecían el mismo hombre y la misma chica, ambos guapos y sonrientes: Sheree, supuse, con su cocainómano.
—¿Vienes mucho a Aspen? —le pregunté—. ¿Incluso cuando no estás trabajando aquí?
—A veces, a esquiar; es una gloria esquiar aquí. Pero para la gente como yo resulta caro. —Se me acercó por detrás para ver lo que yo estaba mirando. Era la fotografía de un montón de gente agrupada alrededor de una tarta nupcial—. Ésa es Sheree, y ése es Frank Sinatra —dijo al tiempo que daba unos golpecitos en la foto.
—Sólo se ve un brazo —le comenté.
—Pues es el brazo de Frank Sinatra —insistió Felicity.
Di unos golpecitos en el punto donde se veía un retazo de traje de sarga azul y dije:
—¿Podría ser eso el culo de Michael Jackson?
—Eres un miserable cabrón, Mickey —me dijo ella sonriendo, aunque no lo suficiente como para dar a entender que no lo decía en serio.
—Es debido a la altitud —dije yo—. Al nivel del mar soy verdaderamente simpático. Descubrí el rostro sonriente de Zach Petrovitch en otra de las fotografías: una gran melée de invitados en algún tipo de función donde todos llevaban esmoquin, sonrisas fijas y tiaras—. ¿Conoces a ese tipo? —le pregunté.
Me miró como si yo estuviera loco. Como si estuviera contestando la gran pregunta en un programa concurso, repuso:
—Es Zach Petrovitch. Está casado con tu Ingrid. Claro que lo conozco.
¿Mi Ingrid? Oh, vaya.
—Es mi cliente. Ahí es donde me alojo.
Me senté y apoyé los pies en un cerdo de cuero relleno muy pulido. Crujió cuando lo hice.
—Eso me había estado preguntando yo. Ingrid me ha dicho que últimamente trabajabas para Petrovitch.
Se estiró en el sofá y permitió que se le subiera la falda, igual que hacen las mujeres lascivas en las películas.
—¿Tú los tratas?
—Claro. A temporadas he visto mucho a Ingrid. Durante un par de semestres compartimos habitación. Nos hemos mantenido en contacto, lo mismo que me mantuve en contacto contigo y con Betty. A mí me gusta conservar a los viejos amigos. Yo estaba con Ingrid el día que fue a ver a su astrólogo para consultarle si era conveniente o no que se casara otra vez.
—¿Y el astrólogo dio el visto bueno?
—No. El astrólogo le advirtió de que los signos eran realmente malos. Zach Petrovitch no es un Acuario auténtico: ha nacido en la cúspide. Eso forma parte del problema que tienen.
—Es una lástima —comenté—. Y nadie puede hacer gran cosa al respecto.
—Sí, eso parece. Últimamente no la he visto mucho. Ingrid abrió una cuenta en Gianni Versace mientras yo me veía quitándoles a mis vestidos preferidos la etiqueta de Saks, de modo que empecé a pensar que aquélla no era una relación sana para ninguna de las dos. ¿Sabes a qué me refiero?
—Se llama estado de ansiedad.
—Insistía en que fuéramos a comer a sitios muy lujosos, y luego no hacía más que mirar por encima de mi hombro para ver quién entraba. Me sentía bastante incómoda con ella.
Y supongo que a Ingrid le pasaba lo mismo conmigo. Nunca llegamos a pelearnos ni nada parecido; sigo llamándola de vez en cuando, y nos vemos de tarde en tarde. Hace sólo dos semanas tomamos café juntas y vino a ver el rodaje, pero Ingrid ahora es diferente. Ya no es de nuestra clase. Tiene esa casa enorme carretera abajo e invita allí a todo tipo de celebridades, pero a mí nunca me ha invitado a ir, ni siquiera para tomar un café. —Se agarró los brazos y se abrazó a sí misma—. Parece que empieza a hacer frío aquí.
—Ingrid no ha cambiado —le dije—. Pero puede que esté un poco perdida.
—Contigo siempre podría hacer lo que quisiera. Tú estabas hechizado.
—Éramos jóvenes.
—Puede que no fuera acertado que se casase con Petrovitch; al menos si quería la clase de atenciones y cariño que nosotros dos sabemos que ella exige. Petrovitch es un individualista.
—¿Eso se lo has dicho a ella?
—No. Me alegré por ella. Estaban enamorados y él era rico y dueño de medio mundo.
—Parecen felices —le dije.
—Son de mundos diferentes; quieren cosas diferentes. —Felicity abrió el bolso y miró en el interior como si fuera a coger un cigarrillo. A lo mejor iba a hacerlo, pero si era así cambió de opinión: cerró el bolso y lo puso a un lado—. Cuando empezó a sentirse abandonada recurrió a mí, Mickey. La ayudé todo lo que pude, pero me dejó para el arrastre emocionalmente. —Puede que yo no pareciera convencido, porque continuó hablando—. Una noche, en Los Ángeles, vino a verme y me dijo que estaba asustada. Pasé media noche hablando con ella. Por fin se fue a casa contenta y tranquila, y durmió hasta mediodía; luego hizo que la doncella le llevase la comida a la cama. Estupendo, pero yo sólo pude pasar dos horas en la cama dando vueltas antes de irme a trabajar hecha polvo. No puedo ser su doble para asumir su desgaste emocional. Ingrid no comprende lo que a mí me supone eso.
—¿De qué estaba asustada?
—Estaba asustada de Petrovitch. Es una tontería, desde luego. La verdad es que Ingrid se ha convertido en una neurótica; necesita ayuda.
—Puede que se encuentre sola.
—Todos lo estamos. Tú lo tienes muy bien, siempre te queda tu encantador hijo.
—Ya no tengo a mi encantador hijo. Vive cerca de los estudios de la Paramount con una chica que se parece a Gloria Steinem. La última vez que fui a verle estaba blandiendo una Browning automática para explicarme cuánto le darían por ella. No tengo a mi hijo.
Felicity continuó hablando como si no me hubiera oído.
—Pero ¿qué tiene Ingrid? Cenas y comités de beneficencia.
—Tiene a su marido —sugerí yo a modo de tanteo.
—Vaya, muchacho, ésa es la respuesta de un hombre. ¡Un marido! Permite que te diga una cosa: su marido se lleva hojas de balance para leer en la cama. Me lo ha dicho Ingrid.
A mí no me caía bien Petrovitch, pero aquél no me pareció un comentario justo.
—Ese tipo se mata a trabajar para que ella tenga una tarjeta de oro que llevar a Rodeo Drive, y tú hablas mal de él.
—Habla con Ingrid.
—Estuve hablando con ella esta tarde —le dije.
—¿Te contó sus problemas?
—No —reconocí.
—Pues mira, a lo mejor tú eres la única persona a la que ella debería habérselos contado. Tú eres abogado. Te pagan por darle consejos a la gente.
—Gracias, Felicity. ¿Puedo darte media docena de tarjetas de visita mías?
—Vaya, vaya. ¿He tocado un nervio?
—¿Así que te dedicas a los efectos especiales? Eso suena interesante.
Felicity sonrió.
—¡No abuses de tu suerte, tío! En realidad llevo casi dos años desarrollando un tema. Hice que me escribieran un guión, incluso pagué el primer borrador, pero luego decidí que podía darle mejor forma yo misma. En la facultad cursé algunas asignaturas de periodismo y de lengua inglesa, de manera que sé escribir. ¿Efectos especiales? Diablos, no, eso es algo de poca monta. La próxima película voy a dirigirla yo.
—¿Dirigir? ¿Eres capaz de hacerlo?
—La mitad de esos imbéciles salen como directores en los créditos sólo por estar por allí mientras el equipo hace la película. Yo sé dirigir. Sí.
—¿Cuándo?
Yo no estaba convencido, y ella tampoco.
Se tiró del borde de la falda.
—Buena pregunta, viejo amigo. Cuando logre que alguien se emocione con mi guión. ¿Sabes cuál es el problema con Hollywood?
—Estoy esperando para oírlo.
—El nepotismo. Toda esa piojosa industria está abarrotada de primos, cuñados e hijos de los tipos que están en la cima. Si repasas los créditos de cualquier película de las de ahora, te encuentras con los nietos de los tipos que dirigían la industria allá por los años treinta.
—No es tan fácil —le sugerí—. Hay mucha competencia, incluso para las personas que tienen la familia apropiada.
Tengo muchísimos clientes entre gente del cine. Pero pasar de ser un desconocido con un guión bajo el brazo a convertirse en director con unos cuantos millones de pavos para hacer una película es un salto que pocos de los aspirantes llevan a cabo. Yo esperaba que Felicity no fuera a pedirme que le retorciera el brazo a alguien a quien yo conociera.
—Y también demasiados muchachitos procedentes de las escuelas de cinematografía. Hasta la última y más piojosa universidad del país tiene una facultad de cinematografía, normalmente dirigida por algún memo que está suscrito a Variety y que aprendió lo que sabe de cine haciendo una visita turística a los estudios Universal.
—Deberías ver a los tipos que enseñan derecho —dije yo.
—Conocen todos los planos: «Cogeremos la escena del paraguas de Hitchcock, la secuencia del carrito de bebé de Eisenstein, el amanecer de David Lean, los jinetes de Peckinpah». El problema está en que no tienen ni una sola idea original en la cabeza; de lo único que saben es de ángulos de cámara.
—¿Puedo tomarme otra copa? —le pregunté al tiempo que me levantaba para ir a ponérmela.
—Demasiadas puñeteras persecuciones de coches —continuó diciéndome mientras levantaba la voz y agitaba en el aire el vaso vacío.
—Y pocas escenas de sexo y violencia —opiné yo cogiéndole el vaso y volviendo a llenárselo.
Felicity me miró durante unos instantes y dijo:
—Estás muy bien, Mickey.
—Si tú lo dices, Felicity…
—Fuiste a la universidad con una beca de fútbol, ¿no?
—Cuando me dicen eso en ese tono de voz, ya sé lo que significa: «Puedo creer que tengas suficiente poco cerebro, pero… ¿tienes bastante cuerpo para ello?». —Le di la copa—. Es cierto. Tuve suerte. Aquel año necesitaban gente en el equipo. El cuerpo de infantes de marina me había dado la patada con una mano lesionada después de diez meses de servicio. La Universidad del Sur de California estaba concediendo becas de fútbol, y como era un veterano al que habían dado por inútil para el servicio, toqué el punto débil del consejo y se apiadaron de mí.
—No tienes que justificarte. Lo he dicho sólo porque nunca te has parecido a esos petimetres futbolistas.
—Estuve en el equipo con Budd Byron. Él se pasó de ciencias políticas a estudiar teatro.
—Lo veo muchísimo. Trabajamos juntos en una película el verano pasado.
—Sí, no deja de trabajar.
—Es un actor estupendo y todavía conserva un aspecto maravilloso. Yo podría volverme loca por él.
—Afortunado Budd.
Di un sorbo de la copa y luego la dejé sobre la mesa. Ya no me apetecía. El estado de ánimo había cambiado. Cuando llegamos a la casa yo tenía la impresión de que Felicity apenas sería capaz de esperar el momento en que nos echásemos en la cama. Pero el momento había pasado.
Ella debió de adivinarme el pensamiento y quiso hacer un ataque preventivo.
—De verdad que me hace falta ir a dormir un rato.
—Sí, y ya es hora de que me vaya —observé—. Mañana por la mañana tengo una reunión con Petrovitch, y antes tengo que leer unos documentos.
Supongo que los dos estábamos poniéndonos tiritas en nuestros egos respectivos.
—Y yo tengo que estar en el lugar de rodaje a las seis y media. Hay que hacer un montón de preparativos, y tenemos un director de ocho años que coge unas rabietas terribles si le hacemos esperar.
La besé con decoro, un beso en cada mejilla, como hace la gente bien que ha estado en Europa. Luego volví en el coche a casa del ranchero Petrovitch. Hacía una noche maravillosa y las montañas resplandecían a la luz de la luna. No vi a nadie cuando aparqué el coche, pero se oyeron unos cuantos zumbidos cuando las cámaras de seguridad giraron, enfocaron y comprobaron quién era yo y adónde me dirigía.
Sólo era poco más de medianoche. No me asomé a ver a Vic Crichton, no fuera a ser que recibiera una descarga de plomo. Decidí trabajar media hora, y mientras tecleaba en el ordenador portátil oí ir y venir de coches. Mientras trabajaba no dejaba de pensar en Ingrid, tratando de decidir si ella era realmente feliz o no. No podía saberlo. Darle chocolatinas a la potra favorita de tu marido parece algo de lo que un siquiatra pueda sacar una saga completa. ¿Celos? ¿Odio? ¿Desenfreno? Me di por vencido y cambié el ordenador por el televisor. Sólo pude encontrar nieve electrónica. Puede que en Aspen no hubiera programación nocturna. Me sentía cansado. Supongo que había caído en alguna clase de laguna generacional.
Me acerqué a la ventana y la abrí para respirar un poco de aquel aire limpio de Colorado. En la ladera de la montaña, como sartas de cuentas de ámbar, las luces de los Sno-Cats reptaban por las pendientes tapizando otra vez las pistas de esquí para la mañana siguiente. Cerré bien la ventana. Esa clase de aire fresco puede resultar excesivo.
Por fin me metí en la cama y me puse a leer un libro que encontré en el estante: Cartas escogidas de Ernest Hemingway, el escritor. ¡Oh, vaya, y yo que creía que los abogados teníamos problemas! Después de apagar las luces me quedé tendido en la cama escuchando gritar a las lechuzas y todo ese jaleo que produce la vida de la naturaleza en estado salvaje. Allá afuera, en las montañas de Colorado, todos los animales salen cuando se hace de noche; en ese aspecto es muy parecido a Los Ángeles.
Me despertaron unas voces. Al principio no pude oír lo que decían; los sonidos quedaban apagados por la profunda nieve. Pero reconocí las voces como la gente que vive en la montaña: Petrovitch e Ingrid. Luego oí decir a ésta:
—Puede que te encariñes demasiado con ellos.
Petrovitch respondió algo como:
—No voy a matarla de un tiro, y no se hable más.
Y luego la puerta se cerró y silenció las voces.
Casi estaba amaneciendo; probablemente ya habría amanecido de no ser por aquellas malditas montañas que impedían que llegase la luz. Supuse que se habrían pasado la noche sosteniéndole la pezuña a la yegua. En lugar de discutir por causa de los hijos discutían por los caballos; puede que aquellas regañinas respondieran a cierta necesidad que tenían. O puede que no. En cualquier caso, ¿a mí qué me importaba? Me di la vuelta, ahuequé la almohada de plumas y volví a dormirme.
A la mañana siguiente recibí la llamada de una especie de secretaria interna que me comunicó que los señores Petrovitch se quedarían durmiendo hasta tarde. Que yo podía coger el avión y volverme a casa. Se pondrían en contacto conmigo la semana siguiente, cuando me necesitasen. Vale, tíos, no me ofendo; todo está detallado en la factura. No fui a ver a Vic Crichton. Desayuné en el salón yo solo, mientras dos criados me servían café y zumo de naranja. Ante mí había un recipiente con un montón bien alto de ensalada de berros y pomelo, dos pastelillos de avena y muesli con yogur. Era delicioso y sano, pero no pude evitar tener la esperanza de que en el avión sirvieran huevos fritos, bacon crujiente y salchichas de cerdo.
El hombre del gorro de lana llevaba puesta la parka Eddie Bauer con el cuello de pieles cuando me llevó al aeropuerto; pasó por el centro de Aspen, donde tenía que hacer unos encargos de vital importancia. Era un individuo taciturno y no le pregunté si Tía Jemima se había ido al gran hipódromo del cielo. Después de recoger un paquete del laboratorio y poner en el correo cierta correspondencia, nos dirigimos despacio entre el denso tráfico de Aspen hasta que nos dio d alto una especie de policía privado que blandía un cartel con la señal de stop y un walkie-talkie.
—Espere, amigo.
Las montañas no dejaban pasar la luz. El cielo gris a causa de las nubes cargadas de nieve hacía que las calles no tuvieran sombras y despojaba de color al mundo, excepto a la pequeña sección del mismo que quedaba dentro del campo de visión del equipo de cámaras. Un reflector. —La gigantesca clase de arco voltaico de carbono que los del mundo del cine llaman una bestia— inundaba para ellos la calle con un lago ovalado de luz amarilla y festoneaba las casas con un ribete dorado. La calle mayor de Aspen, que normalmente era una zona fija de ordenado aparcamiento de automóviles, ahora estaba llena de coches sembrados por todas partes, como juguetes olvidados a la hora del baño, excavadoras y furgonetas, caravanas y autobuses, camiones y grúas.
El centro de Aspen era una escena digna de contemplar. En un loco trastorno de la vida normal, estaban bajando en camiones nieve de la montaña y la descargaban en la calle desde los remolques de camiones volquetes que avanzaban despacio. ¡Estaban transportando nieve a Aspen! Aspen, cuyas calles, hasta la más insignificante de ellas, eran barridas y desprovistas de nieve cada noche: ¿qué clase de majaretas eran aquellos tipos del cine?
—Nada de coches; ninguno hasta que rodemos la toma.
—Sólo tardaremos diez segundos en pasar y marchamos —le dije.
El tipo sonrió y dejó al descubierto unos dientes rotos.
—Esto es mil ochocientos ochenta y dos, jefe. Nada de coches, ¿comprende? No podemos dejar que la cámara tome las huellas de sus neumáticos Michelin de bandas profundas, ¿no le parece?
La calle estaba abarrotada de gente: algunos llevaban ropa del vestuario de la película, muchos de ellos tomaban café y comían rosquillas que dispensaban en una furgoneta con un costado abierto que llevaba el letrero: «ABASTECIMIENTO DE EXTERIORES KING KONG». Habían tendido raíles a lo largo de la acera, y en la plataforma rodante de la cámara un tipo barbudo con sombrero de pieles estaba inclinado para mirar por el objetivo. Dos poderosos empleados estaban flexionando los músculos, listos para tirar de la plataforma hacia atrás a lo largo de los raíles.
—¡Mickey! Mickey, date prisa. ¡Qué suerte! ¡Llegas justo a tiempo!
Era Felicity. Se había puesto una cazadora de aviador con el cuello de pieles. Llevaba en las manos dos vasos de plástico con café humeante. Sonreía y le brillaban los ojos, como si trabajar en la película le diera energía.
—¿A tiempo para qué?
Abrí la puerta del coche. Hacía frío allí afuera.
—Tómate un café y ven a ver cómo me gano la vida.
—Tengo que coger un avión.
—El avión esperará.
Me dio uno de los cafés.
—Tenemos película que enviar al laboratorio. El vuelo de Los Ángeles no saldrá hasta que la película esté a bordo.
—Tiene razón. No perderá usted el avión —convino el amigo del gorro de lana.
—El cine gobierna el mundo —comenté.
Pero salí del coche y eché a andar pesadamente por la nieve detrás de ella hasta un lugar donde se había dispuesto una fila de sillas plegables para los técnicos. El director estaba acurrucado encima de un taburete alto. Iba vestido completamente de negro: pantalones negros, botas negras, anorak negro, jersey de cuello alto negro y sombrero de pieles negro. Era un individuo grande para tener ocho años.
—Estate callado. Siéntate aquí. ¿Quieres más café? ¿Una rosquilla?
Me indicó una silla de lona con el rótulo «EFECTOS ESPECIALES» impreso en la tela.
Hice un movimiento negativo con la cabeza.
—¿Estás segura de lo del avión?
—Claro que estoy segura. ¡Mira! Mira el actor que está en el medio, el del Stetson grande. Están a punto de empezar.
Yo tenía docenas de clientes del mundo del cine. Ver cómo se rueda una película no era nada del otro mundo para mí.
—¿Dónde está el del enfoque? —le pregunté.
Felicity estaba al tanto de aquello.
—Es una toma en movimiento a la velocidad del paso. No necesitarán cambiar de enfoque; la distancia entre el actor y la plataforma rodante de la cámara es la misma todo el tiempo.
—Humm —susurré; y me bebí el café humeante mientras uno de los ayudantes del director mandaba callar de un bocinazo a todo el mundo. Luego la script soltó su instantánea.
Polaroid y la enganchó con un clip en el libro para poner el punto.
Felicity se inclinó hacia mí y me dijo:
—Desde luego sería fantástico si lo consiguieran en una sola toma. Supone un montón de trabajo prepararlo. ¿Ves las otras cámaras? Ésta es una toma clave dentro del argumento, y el director quiere cubrirla desde muchos ángulos diferentes. En esta ocasión se trata de cámara muda; no hace falta que contengas la respiración. Como está tan cerca el aeropuerto es imposible grabar la voz en el mismo punto de rodaje.
—Bien, vamos allá. ¡Cámara! ¡Acción! —gritó el ayudante de dirección.
La plataforma rodante de la cámara retrocedió, manteniéndose siempre a unos tres metros de los tres cowboys, que salían con estruendo del saloon y cruzaban por la nieve sin dejar de soltar tacos y agitando los brazos en el aire, llenos de cólera.
—¡Sal, pistolero! —gritó el director.
Por la misma puerta, situada detrás de ellos, salió un hombre con un rifle. Se lo puso en el hombro, apuntó e hizo fuego. Oí el débil gemido de alguna especie de aparato controlado por radio. Luego me quedé estupefacto al ver cómo el cráneo del cowboy alto estallaba en medio de una densa nube de sangre. ¡Bang! Sesos, sangre y fragmentos de cráneo llovieron sobre la nevada calle mientras la figura se desmoronaba, agitaba los brazos y se desplomaba sobre la nieve incrustada de sangre.
Fue horrendo. La cabeza se le abrió de manera que la sangre de imitación, los sesos de color gris y los pedazos rotos del Stetson quedaron esparcidos por doquier. Durante un momento incluso aquellas endurecidas personas del cine parecieron quedar atónitas a la vista de aquel revoltijo; el director gritó de nuevo:
—¡Corten! Vamos a repetirlo otra vez. —Se le notaba enfadado cuando le dijo a voces al invisible tipo de efectos especiales que había provocado la explosión—: Alan, no quiero que se estropee el Stetson. Eso nunca ocurriría en la realidad, ¿no es así? ¿Podemos arreglar eso?
Felicity agitó una mano en el aire y el director asintió.
Una excavadora se acercó con estruendo y recogió la nieve manchada de sangre y los pedacitos de cerebro y de cráneo. Mientras un hombre de efectos especiales y una chica de vestuario ayudaban al actor a ponerse en pie, pude ver que le habían puesto una cabeza falsa sujeta a una estructura que le habían montado sobre los hombros. Se trataba de un doble: en realidad era unos quince centímetros más bajo de lo que aparentaría en la película. A su lado había una muchacha que sostenía una cabeza nueva completa con una antena de radio que quedaría oculta por el Stetson. Un segundo sombrero, exactamente igual que el anterior hasta en la última mancha y la última arruga, estaba también dispuesto.
—Muy bueno, ¿eh? —me comentó Felicity—. Les dije que le pusieran un refuerzo al Stetson, pero a ese bobo de director le pareció que ya estaba bien sin refuerzo.
—Es asqueroso —convine yo. Hablé muy impresionado.
—Te has puesto blanco —me dijo Felicity. Emitió una risita satisfecha—. Me parece que realmente vas a disfrutar de tu desayuno en el avión.
—¿A qué clase de mente se le ocurre una secuencia así?
Le habría estado bien empleado a ella si yo hubiese vomitado allí mi ensalada de berros y pomelo.
—Estás un poco alterado, Mickey. Lo siento —dijo Felicity, sin que por el tono pareciera sentirlo mucho—. No sabía que fueras un tipo tan sensible, si no te lo habría advertido.
—Todos los futbolistas somos así —le aseguré.
Pero yo había captado algo en su voz que traicionaba la idea de que estaba encantada. Entonces supe que la noche anterior me había equivocado. Felicity se había sentido rechazada por el hecho de que yo me levantase y me marchase a casa, y a ella no le gustaba que la rechazasen.
Pero no estaba dispuesta a dejarme marchar tan fácilmente. Colgada de mi brazo, dijo:
—Anoche no pude dormir. Hiciste que me sintiera culpable… acerca de Ingrid, quiero decir. Nunca debí decir que era una neurótica. Puede que en el fondo yo estuviera un poco celosa. Iré a hablar con ella, le daré ánimos y trataré de prestarle un poco más de apoyo.
—Van a quedarse durmiendo hasta tarde. Anoche tuvieron un caballo enfermo —le comuniqué.
—No habrá vuelto a darle chocolatinas a Tía Jemima, ¿verdad? —Al ver que yo no respondía, Felicity continuó hablando—: Me juró que no volvería a hacerlo. Supongo que las cosas deben de andar mal entre ellos. Ingrid lo hace para castigarlo a él, desde luego.
—Estás haciendo un gran trabajo, Felicity —le comenté—. Ya nos veremos alguna vez en Los Ángeles.
Dejó que me metiera en el coche antes de responder.
—Sí, desde luego. —Y luego la oí decir en voz muy fuerte—: Puede que sí.
Una vez en el coche me recosté en el asiento de cuero y luché contra las oleadas de náuseas. Abrí la ventanilla y le dije adiós con la mano.
—¿Ha visto usted ese truco? —le pregunté al conductor.
—Sí. Estupendo, ¿no le parece?
—Quizá al señor Petrovitch le gustase bajar a echar un vistazo —sugerí—. Van a estar volando cabezas toda la mañana.