1. El hurón

Era una de esas calurosas noches de verano demasiado infrecuentes. Una noche de las que a mí me gustan, sofocante y seca, sin una brizna de aire, sin siquiera la perspectiva de una tormenta falazmente refrescante. Una verdadera olla a presión, como quien dice. O una sartén, según la pieza de batería de cocina que uno prefiera. El mercurio se les había subido a la cabeza a todos los termómetros y la sábana más liviana pesaba una tonelada.

Una modorra pegajosa envolvía la calle Cange. En general, la temperatura alimenta la conversación, pero de momento no la favorecía en absoluto. Ninguna de las porteras de aquel barrio populoso celebraba una conferencia de prensa en su portal.

Por las ventanas de un mísero hotelucho, que daban a oscuras habitaciones, se oía a unos pobres desgraciados, indefenso pasto de las chinches, agitándose en luchas estériles sobre gimoteantes somieres. Abriéndose paso con dificultad a través de la espesa atmósfera algodonosa me llegó el gruñido de un tren de Montparnasse que se tambaleó en el cambio de agujas de la vía cercana.

Ningún otro ruido turbaba la pegajosa paz nocturna. El barullo del tren fue atenuándose en la distancia, hasta no ser más que un murmullo que murió tras un breve y lejano pitido. El convoy atestado de felices veraneantes se dirigía en línea recta hacia Bretaña y el mar perfumado de yodo. Más cerca de mí, una alcantarilla exhalaba fétidos relentes.

Desemboqué en la calle Moulin-de-la-Vierge.

En el cruce de esta con la calle del Oeste no encontré ni virgen ni molino, sino solamente un enano de tez amarillenta que debía de venir del Este. Salía del café al que aquella noche me llamaba más o menos el ejercicio de mi profesión. Ágil y furtivo, deslizándose en silencio con sus zapatillas de fieltro, se hundió en la noche en dirección de la calle Raymond Losserand, antes llamada de Vanves.

Entré en la luz cálida del café.

En aquel lugar reinaba la misma calma penosa e irreal que en la calle. Podía uno creerse en uno de esos clubes anglosajones de los que he oído hablar y en los que, al parecer, el silencio es obligado. Parecía, en efecto, algo de ese estilo, pero en menos limpio y menos concurrido.

A poca altura, el techo exponía a la mirada un recubrimiento asfáltico tan distinguido como el de la cazoleta de mi pipa y del mismo origen, y el texto de los carteles publicitarios pegados en la pared desaparecía bajo las múltiples profanaciones de las moscas.

Tras el mostrador, en el agrietado zinc en el que los pies de las copas habían dejado rastros violáceos y circulares, un fofo fortachón en camiseta, probablemente el patrón de aquel palacio, enjuagaba melancólicamente la cristalería tanto en el agua turbia del fregadero como en el sudor que le caía a chorros por los brazos y la cara.

Del lado de pago de aquella barricada, un único cliente, tan mal vestido como el que suscribe, estudiaba muy circunspecto un tintorro de incontrolable denominación. Su gaznate, sin embargo, debía de haber tragado cosas peores. Cuando entré, me echó un rápido y neutro vistazo y volvió a centrarse en su consumición.

Ni él ni tampoco el tritón en camiseta contestaron al vigoroso «buenas tardes» que, como caballero bien enterado de las exigencias de la urbanidad, lancé para señalar mi llegada. Hacía verdaderamente demasiado calor como para permitirse derroches de buena y preciada saliva.

En boca cerrada no entran moscas era la consigna. Silencio general.

El único ruido perceptible —dejando de lado el del agua turbia movida y removida— procedía de la sala trasera, de la que nos separaba una doble puerta batiente de listones. Era el de las bolas de billar al chocar unas con otras. Pero los jugadores se abstenían de comentar las jugadas.

Me apoyé en el mostrador.

El patrón dejó de lado el lavado de vasos y, ante mi profunda sorpresa, mostró los dientes grises y articuló:

—¿Qué va a ser? —dijo.

—Una caña.

—Solo botellín.

—Pues botellín —dije como un eco a la vez que asentía con la cabeza.

El tritón gordo y fofo suspiró, sacó una botella achaparrada de la nevera, hizo saltar la chapa con un ágil gesto de la muñeca, atrapó uno de los vasos que se estaban escurriendo y depositó el conjunto delante de mí.

A continuación, sin desprenderse del gesto huraño, regresó al fregadero con un segundo suspiro para no dejar solo al anterior. Estaba claro que a sus cien kilos de peso bien medidos les costaba acostumbrarse a los 28 grados que indicaba el termómetro Martini.

Trasvasé el contenido del botellín al vaso y bebí la mitad inmediatamente. No era una cerveza sensacional, pero estaba fresca y se dejaba beber. Esperé a que alguien emitiera una opinión definitiva sobre la canícula. No pasó nada. En los vecinos billares, las bolas de marfil seguían entrechocándose. Saqué la pipa, la rellené y la encendí sin prisas. Tras lo cual le pregunté al patrón por el «excusado» y pasé, sin apresurarme, a la sala trasera.

Sin ventanas al exterior, era una sala de dimensiones bastante holgadas que acogía hospitalariamente dos billares, lo que constituía un lujo considerable para un establecimiento tan desvencijado. Ambos estaban ocupados, uno por un par de obreros y el otro por un aficionado solitario que estudiaba jugadas difíciles. Todos aquellos muchachos se desplazaban como sombras alrededor de las pesadas mesas. No había más luz que la de las lámparas suspendidas sobre el fieltro verde. Bajo aquella luz violenta, las bolas brillaban y hacían coquetos ademanes, como elegantes damas en un hipódromo.

Durante unos instantes me entretuve mirando a los jugadores de la primera mesa para dirigirme, a continuación, hacia el que se entrenaba en solitario. Era un tipo alto y anguloso, afligido por una napia descomunal entre dos pómulos salientes. Unos pómulos como los de Simone Signoret. Pero a eso se limitaba el parecido. Una negra pelambrera coronaba el conjunto. Cuarenta años y ni un diente de origen, si no me engañaban mis recuerdos (se los había hecho arrancar de uno en uno para librarse del ejército).

Su americana de color claro estaba tirada en una silla y la blancura de su camisa no era la del detergente. La cara interna del antebrazo derecho del personaje se adornaba con un tatuaje que representaba un ancla marina con una serpiente de aspecto muy venenoso enroscada a modo de cordajes. El color pálido y mortecino daba constancia de los intentos por borrar la decoración cutánea pero habría que haber sido ciego para no verla.

Tanto más cuanto que el propietario del tatuaje no trataba de disimularlo, quizá porque, entre tanto, había cambiado de opinión. Inclinado hasta casi tocar el fieltro verde mientras preparaba una de esas jugadas maestras de las que se habla durante mucho tiempo en las academias de billar, con el brazo derecho directamente debajo del haz de luz, me presentaba aquel estropicio como si yo tuviera que admirarlo.

Por fin adoptó una postura más normal, inició una carambola... y la jugada maestra acabó en un fiasco, como una estafa mal apuntalada.

No pude contener una discreta exclamación. El tipo se incorporó y, con la cabeza sumida en la penumbra, dijo:

—Vaya fiasco, ¿verdad?

Tenía la voz ronca y baja de quien padece de la garganta o tiene poderosos motivos para expresarse con cuchicheos.

—No soy un gran entendido —dije—. Y quizá le he molestado.

No contestó. Mediante un dado azul alojado en la palma de su mano había emprendido sabias maniobras de entizado.

Los jugadores de la otra mesa continuaban la partida sin parar mientes en lo que sucedía a su alrededor.

Me las di de impenitente parlanchín:

—Quiero decir que quizá este asunto sea un poco como en las carreras de caballos —expliqué—. Mientras uno solo apuesta sobre el papel, todo pita. Pero una vez la pasta se encuentra en manos del cajero del hipódromo, todo se va al garete. Menos los pencos que no van a ninguna parte...

Vacié las cenizas de la pipa dándole golpecitos contra el maltrecho talón de mi zapato:

—... lo suyo quizá sea igual —proseguí—. Cuando juega solo, todo es coser y cantar. Pero si un pesado le observa, eso puede molestarle y hacerle errar la jugada. Eso quise decir.

El tatuado tradujo con la máxima elocuencia y del modo más lacónico posible los múltiples pensamientos que le inspiraba un pesado de mi calibre.

—Ya —dijo.

—Si le he molestado, le ruego que me perdone —añadí cual lapa consciente y organizada que tiene a mucha honra su reputación.

—No pasa nada.

Dejó a un lado el dado de tiza azul y miró con atención mi pipa de cabeza de toro. Muy despacio y a plena luz la estaba cargando de tabaco. Adopté la risita estúpidamente satisfecha del padre de familia al que se felicita por sus retoños:

—¡Ah, ah! Le interesa mi pipa, ¿no? Es bonita, ¿verdad? A todo el mundo le parece estupenda.

Hasta aquel momento se había mostrado más frío que un mes de enero. Pareció querer romper el hielo:

—¿Es una pieza única? —preguntó.

—No irá a pensar eso, por Dios —protesté—. ¿Por qué me lo pregunta?

Murmuró:

—Ejem... Es que conocí a un fulano...

No acabó la frase. Rodeó el billar y dio un paso en mi dirección para examinarme con más detenimiento. Emitió una especie de media risa azorada, en cascada, de gran efecto. Sus dientes de porcelana relucían entre sus finos labios:

—¡Rediez! —maldijo—. Creo que usted es aquel fulano.

—¿Qué fulano? —dije—. Me llamo Saubert.

—Saubert, sí.

Incliné la cabeza. Siempre se inclina la cabeza a un lado para distinguir mejor los rasgos de alguien. Nunca he sabido por qué, pero más vale respetar la tradición. Modulé una serie de «sí, sí, sí» y añadí:

—Ahora caigo, Stalag XB, ¿no?

—Exacto. Me llamo Ferrand. Me hice el sorprendido.

—Pero ¡claro, vamos! ¡Ferrand! El mundo es un pañuelo.

—Un pañuelito —asintió con cierto retintín.

Nos estrechamos la mano.

Le pregunté:

—¿Y qué es de tu vida?

Se encogió de hombros:

—Voy tirando.

Suspiré:

—Yo estoy en el paro. Soy como quien dice un vagabundo. Estoy por el barrio porque hay una sucursal del Ejército de Salvación cerca de aquí y había venido a ver si podían darme algo, pero está cerrada...

Hice un gesto desabrido:

—Bien, ¿qué más da? Mañana será otro día. En cuanto al catre... siempre se puede dormir en la calle; por lo menos no nieva...

Tomé aliento y miré a mi antiguo compañero de cautiverio como si su cara de palo constituyera un espectáculo digno de verse:

—¡Mira tú, el viejo Ferrand! ¡Eso sí que ha sido suerte! Porque... ejem, ya puestos... ejem... ¿no te sobrarán doscientos o trescientos francos por casualidad? En memoria de las alambradas y a escondidas del mariscal, como decíamos entonces. ¡Vamos! Doscientos o trescientos francos. Lo justo para comprarle la ración de hierba a esta linda cabeza de toro. Para lo demás, ya me las arreglaré.

—Ya —dijo el otro.

Esperaba el sablazo. Del bolsillo del pantalón sacó dos billetes arrugados y me los tendió. Me los embolsé, sonriendo de agradecimiento:

—¿Y si te invito a una copa a modo de intereses?—propuse.

Hizo una mueca de desagrado:

—¡No, gracias!

Su tono era tan seco como la noche que estábamos viviendo, pero no debía de ser así en el caso de su gaznate.

Insistí y, por último, aceptó la invitación solo para quitárseme de en medio. Y si no era así, lo parecía.

Nos instalamos en la barra. El bebedor de tintorro había desaparecido. El patrón seguía intentando luchar contra el calor mediante el enjuague de su basta cristalería. Le sacamos de aquel baño y nos sirvió un agua de Vichy del tiempo y la cerveza que le pedimos.

El llamado Ferrand (como Clermont) no parecía demasiado entusiasmado por el encuentro con un compañero de deportación. Por mucho que evocara yo los recuerdos más pintorescos de nuestra estancia en Sandbostel (Hanover), no parecía despertar en él el eco deseado. Cuando no acompañaba una de mis frases con un «¡Ah!» lo hacía con un «¡Ya!», y a eso se limitaba. Me soportaba, sin más, y estaba claro que aquello no iba a ser tan permanente como el fisco. ¿A que no, patrón? Lo ha entendido perfectamente, solo con ver las miradas impacientes que le echa mi interlocutor. ¿Verdad? Bien. Visto, como dicen en la armada. ¡Y pensar que los hay que van al cine! ¡Para troncharse de risa!

Más valía no demorarme demasiado por allí. Pagué la cuenta, le estreché la mano a Ferrand y me largué. Cuando cruzaba el umbral para salir de nuevo al horno que era la calle, oí al tatuado que rezongaba:

—Otro pedigüeño.

—Son todos iguales —articuló el patrón, revelándome con ello el secreto de su obstinado silencio.

Solo tomaba la palabra para pronunciar sentencias de lo más originales.

A paso lento, alcancé la calle Vercingétorix y me puse a deambular por la acera entre el pasaje de Gergovia y la calle de Alesia, sin temor a llamar demasiado la atención. La calle de Vercingétorix estaba tan muerta como el líder auvernés cuyo nombre ostenta. El silencio era total. A ciertas horas, el barrio era así. Propicio a la meditación. O al tirón más rastrero. Las farolas eléctricas parecían alumbrar el camino de un cementerio. Por la calle de Alesia debieron de pasar por lo menos dos o tres coches, no precisamente despacio, arrancando con cierta brutalidad el alquitrán licuado de la calzada, pero aquel breve maullido no podía clasificarse en la categoría de los ruidos. Moría nada más nacer, como algunos amores. En un momento dado, el desierto pareció querer animarse. Un hombrecillo con las piernas arqueadas se metió en la calle y enseguida dio media vuelta. Debía de haberse equivocado de destino. Con unas piernas como aquellas, más bien le veía como un vecino afincado en Maisons-Laffitte... O quizá le di miedo. Son cosas que pasan. El siguiente noctámbulo me confirmó en la triste opinión que me merecía mi aspecto general. Se trataba de un ciudadano de tipo funcionario regresando a paso poco firme de una reunión de amigos. Al cruzarse conmigo me dirigió una mirada curiosa, con un ojo puesto en mi persona y el otro en busca del aparato de llamada a la policía más próximo. Y sin más trámites penetró en una casa de pisos cuyo portal cerró de un violento portazo tras de sí. La luz que se encendió al poco rato en una de las plantas me indicó que, a pesar de su precipitación, no se había roto la crisma en las escaleras.

Se apagó la luz y eso fue todo. Todo volvió a ser como antes. Tranquilo, apacible, silencioso y desierto. Quizá, en las oscuras profundidades de los pisos, con gentes al acecho, semejantes a lechuzas, pero a las que ni siquiera la explosión de una bomba haría salir de casa; para quienes, con toda probabilidad, la obligación de auxilio a personas en peligro caería precisamente en el abismo del cálculo de probabilidades. Bonito lugar tranquilo, ideal para actividades sospechosas como no pueden imaginar que existan en París, entre la medianoche y las tres de la madrugada, los honestos ciudadanos que trabajan de día y duermen de noche. Rincones tranquilos, inofensivos y acogedores bajo la franca luz del sol, pero que las tinieblas transforman, vuelven inquietantes, extraños y hostiles... Sobre todo cuando se tienen en ellos estúpidas citas.

No me había parecido oportuno cargar con la pistola y ahora casi lo lamentaba.

Me acurruqué en un rincón, con la espalda contra la pared para evitar sorpresas, y esperé.

Y como no tenía nada más que hacer, me trasladé in mente a la mañana de aquel mismo día y reviví mentalmente todo lo que había ocurrido desde entonces.