11. Denfert 35-10
A la mañana siguiente, en cuanto me desperté, llamé a Anatole Jakowski.
—Oiga —dije—. Ayer olvidé preguntarle una cosa sobre Auguste Courtenay. ¿Ha habido algún robo en su casa, últimamente?
—No. ¿Qué le iban a robar?
—Me dijo que era rico.
—¡Ah! Sí, claro. Sí, en su casa debe de haber dinero o joyas. Pero no me refería a eso. Mire, padezco de una especie de deformación profesional, como coleccionista y aficionado a la pintura. Personalmente, no me preocupa el dinero que tengo en casa, sino mis objetos. De modo que, al hablarme de un posible robo en la casa de un pintor, el pensamiento se me va enseguida a los cuadros, y me digo: no se me ocurre qué especie de tarugo podría querer a toda costa los cuadros mal pintados de Courtenay.
—Sí, claro. Naturalmente, están los cuadros que representan a su mujer, pero puesto que se puede conseguir el original sin esfuerzo alguno... ¿De modo que no robaron en su casa?
—No. Lo sabría.
—Gracias.
Colgué, miré qué hora era y bajé a buscar la prensa. Nada sobre la calle Blottière, nada sobre Ferrand, que seguiría tranquilamente bajo su montículo de carbón. De momento, más valía que siguiese allí. Así no molestaba a nadie. Volví a coger el teléfono y marqué den 35-10. A ver qué resultado daba.
—¿Diga? —contestó una voz de mujer, una voz bastante agradable.
—Oiga, ¿hablo con Denfert 35-10?
—Sí, señor.
—¿Puede decirme a casa de quién llamo, por favor?
—¡Cómo! ¿No lo sabe?
—No. Llamo para saberlo. Oí una risita y luego:
—Tendré que ponerle con el doctor, entonces.
—No estoy bromeando.
—Yo tampoco.
El auricular hizo ruido cuando lo dejaron junto al aparato. Me llegaban rumores confusos. Al fin, alguien cogió el auricular.
—¡Diga! —dijo una voz seca—. ¿De qué se trata?
—¿Hablo con Denfert 35-10?
—Sí. ¿Por quién pregunta?
—No lo sé. ¿Es usted el doctor?
—Sí.
—¿Doctor cómo?
—Perdone, pero ¿y usted quién es, si puede saberse?
—Disculpe. Soy Nestor Burma, detective privado.
—Aquí el doctor Dalaruc. ¿Para qué me llama?
—Francamente, ni yo mismo lo sé. Habré visto su número en algún lugar.
—¿Y se le ha ocurrido llamarme?
—Más o menos, sí.
Se rió, sarcástico.
—¿Ha sido un impulso?
—Si se quiere.
—¿Cómo le van las cosas ahora mismo?
—Así así.
—¿Está muy agobiado?
—Quizá un poco, sí.
—Claro, claro... —Hablaba con la entonación, llena de bondad y de comprensión, del médico que sabe escuchar las miserias ajenas—. Venga a verme. Vivo en bulevar Arago esquina Denfert-Rochereau. Así hablaremos.
Si no me equivocaba, me estaba tomando el pelo.
—Me pregunto de qué.
—¡Oh! No se preocupe, yo sabré de qué —replicó—. Es mi oficio. Soy psiquiatra.
Y colgó.
¡Psiquiatra! Esa sí que era buena. Ferrand había anotado dos números de teléfono importantes. En todo caso, al mío le daba importancia, y lo había hermanado con el otro. ¡El teléfono de un psiquiatra! A menos que fuera para su uso personal... ¡Y una mierda, para su uso personal! La visión de Marie Courtenay, desnuda bajo la bata roja, Marie Courtenay, que había estado ingresada en una clínica psiquiátrica, me vino a la mente.
Todavía tenía el auricular en la mano, mirándolo sin verlo. Lo colgué con cuidado y decidí ir a «charlar» con el alienista, ya que me había invitado.
El sol inundaba la plaza Denfert-Rochereau, en cuyo centro el León de Belfort erguía su imponente mole verdosa sobre su zócalo. El edificio al que me dirigía hacía esquina con el bulevar Arago y dominaba el paisaje desde lo alto de las cinco plantas de su arquitectura sólidamente burguesa, edificadas alrededor de 1900. En la planta baja había una farmacia. Siempre podría comprarme aspirinas después de mi visita al médico. Discutir con un alienista debe de causar graves migrañas.
El doctor Jean Dalaruc, ante quien, tras examinar mi tarjeta, me introdujo una chacha espabilada, era un hombre de unos sesenta años con la ancha frente arrugada y un brutal mentón cuadrado. Los ojos, pequeños y estrechos, le brillaban tras los cristales de unos quevedos a punto de caérsele de la nariz a cada momento. Sus dedos de cirujano jugueteaban con mi tarjeta.
—Así que es usted el señor Nestor Burma —dijo—. Y es usted quien llamó hace un rato. Creí que se trataba de una broma.
—De ningún modo. Me propuso que viniera a verle para que habláramos. Pues he venido.
Se echó a reír. Estupefacto, me pregunté si el hombre que tenía delante seguía siendo el mismo. La expresión alegre le transformaba el rostro por completo. Quizá había copiado aquel arte de alguno de sus pacientes.
—Es usted un enfermo dócil y disciplinado —dijo—. Felicidades. Me divirtió mucho, hace un rato. ¿Me permite que le mire mejor...? Mmm... No tiene mucho aspecto de loco.
—No es mi oficio enseñarle que las apariencias, en este terreno, a menudo son engañosas, doctor.
—Sí, qué duda cabe. ¿Qué puedo hacer por usted? Le ruego que me explique lo más brevemente que pueda el objeto de su visita. Tengo que salir y...
No consideró necesario terminar la frase, dejó mi tarjeta en la tablilla de una chimenea atestada de objetos tan extraños como los que coleccionaba Jakowski, con toda seguridad obra de seres alienados, y se plantó ante mí, con la cabeza un poco inclinada, lo que fue casi fatal para la estabilidad de sus quevedos.
—Será muy breve —dije—. Solo quiero hacerle una pregunta.
Levantó una mano.
—Un momento. Yo también tengo una pregunta. ¿Cómo ha conseguido mi número de teléfono? No estoy en el listín desde que unos pesados bromistas me despertaban a las dos de la madrugada para preguntarme si no estaría yo loco de contestarles a aquellas horas. Y está claro que, cuando me llamó, ignoraba con quién estaba hablando.
—Lo ignoraba y quizá no hubiese venido a verle de no ser usted psiquiatra. Pero la psiquiatría me interesa.
—Apasionante ciencia, señor mío. ¿Cómo consiguió mi número de teléfono?
—Lo encontré apuntado en un trozo de papel, en mi bolsillo. Alguien debió de meterlo ahí.
—¿Para excitarle la imaginación?
—Algo así, sin duda.
—Mmm... Veamos su pregunta.
—Se trata de un crimen.
—Eso no es una pregunta y, además, sería más bien asunto de la policía.
—Por ahora no. Esta es la pregunta. ¿Se ha ocupado usted de una neurótica llamada Marie Courtenay, ninfómana, alcohólica y drogadicta?
—¿Está usted en misión oficial?
—No.
—Entonces, no puedo contestarle.
—¿Secreto profesional?
—Si quiere. ¿Le sorprende?
—De ningún modo. Esperaba una respuesta de este tipo.
—En tal caso, ¿por qué me lo pregunta?
—Para ver cómo me contestaba.
—¿Y sacar alguna conclusión?
—Sí.
—¿Qué conclusión ha sacado de mi respuesta?
—Ninguna. Es usted muy listo, matasanos.
Se encogió de hombros.
—Sin más. Usted, en cambio, me parece presentar un bonito principio de delirio de interpretación. Lamento no tener tiempo para hacerle un reconocimiento...
Miró el reloj de pared.
—Me esperan en Sainte-Anne. ¿Quiere venir conmigo?
—Necesito una ducha, pero creo que la tomaré en un establecimiento de baños común y corriente —dije—. Bueno, disculpe que le haya molestado, doctor. Le dejo mi tarjeta. Si por casualidad...
—Me temo que nunca podré ayudarle —dijo.
—Ya...
Me dirigí hacia la salida. Al ir a cruzar el umbral de la consulta, me di la vuelta.
—El que me puso su número de teléfono en el bolsillo se llama Ferrand.
—¿Y qué?
—No le pregunto si le conoce.
—Hace bien —sonrió.
—¿Dónde se puede encontrar su teléfono?
—No sé, preguntando a mis pacientes o a la familia de estos. Solo se lo doy a ellos. Pero, en primer lugar, a mis clientes no les gusta demasiado proclamar que los trato; y, en segundo lugar, el secreto profesional me prohíbe dar a conocer su nombre...
—Y, en tercer lugar, no me serviría de nada. Suponiendo que quisiera tomarlos de uno en uno, me imagino que deben de ser numerosos. Hoy en día, los dementes no escasean.
—No, no escasean —articuló, mirándome con intención. Lo dejé antes de que me pusiera la camisa de fuerza.
Una vez en la calle, me traté de idiota. ¿Qué esperaba sacar de aquel matasanos? Además, ¿había realmente algo que sacarle? Vamos, quizá tuviera más suerte con la pelirroja. A esa no había que dejarle recobrar la sensatez. Ayer me había comportado como un imbécil al dejarme enternecer por su marido.
Recogí el coche de donde lo tenía aparcado y me largué a Villa de las Camelias. En la casa del pintor no había ninguna señal de vida. Llamé al timbre de la verja. No contestó nadie. No acudió nadie. Empecé a sudar. Solo una gota de cada dos se debía a la temperatura.
—El señor Courtenay no está, señor —dijo una voz detrás de mí.
La buena señora que me informaba (si a eso se le puede llamar informar) estaba acodada en la baranda de su ventana, en una de las casas de enfrente. «Acodada», por decirlo de alguna manera. El que se apoyaba era su opulento y gelatinoso pecho.
—¿Sabe dónde está? —pregunté.
—Habrá ido al campo, seguramente —contestó la vecina—. Hace tan buen día, ¿verdad? Lo vi marcharse en coche esta mañana.
Bueno, pues yo también iba a aprovechar aquel día tan bueno, ¿verdad? Puse rumbo al valle de Chevreuse. Algo me decía que había que darse prisa.
No sabía prácticamente nada de la finca de Auguste Courtenay en Saint-Rémy-lès-Chevreuse y perdí mucho tiempo antes de dar con ella. Por fin, me encontré ante un edificio en forma de castillo bastardo erigido en el centro de un parque. Los viejos sirvientes, aquella pareja de la que el pintor me había dicho que conocían a Marie-la-Fresca desde que nació, eran tan paletos que ni pintados. Al parecer, en la región de Seine-et-Oise es un modelo corriente. Me costó Dios y ayuda hacerles entender lo que quería y, a mí vez, entender lo que me contestaron. Al final, me enteré de que sí, que el señor había venido con la niña, que la niña se había quedado en el castillo y que el señor y la niña ya no estaban en el castillo. Traducción del rambolitano.19 Más elípticamente: me había desplazado para nada.
Regresé a París tras cuatro broncas. Ante todo, conmigo mismo. Después, con un camión que se cruzó conmigo. En tercer lugar, con un Citroën al que adelanté. Y para terminar, con el firmamento. Desde hacía varios días, el calor era excesivo. No podía seguir así.
¡No dura nunca, en esta puñetera Île-de-France! El sol desapareció, el cielo se cubrió y el chubasco me cayó encima cuando estaba atravesando Orsay.
París estaba seco, pero no perdía nada por esperar. Grandes nubarrones negros se cernían sobre la ciudad y los rayos solares que dejaban filtrar se teñían de un desagradable color amarillo. La temperatura había subido varios grados y la atmósfera evocaba la de un baño turco. Unos truenos lejanos preludiaban la tormenta que ya amenazaba.
Y regresé a Villa de las Camelias. Si antes ignoraba incluso la existencia de aquel lugar, en adelante ya no podría decir lo mismo. No sabía dónde se había metido el matrimonio Courtenay pero, en cualquier caso, a su casa no había vuelto. Solté un taco y me largué. Se acercaba la hora de ir a rendir cuentas de mi misión (¡menuda misión!) a Armand Gaudebert. Aquella vigilancia imaginaria de la oficina de correos era algo que podía durar mucho tiempo sin fatiga, representar una renta, e incluso, si sabía componérmelas, darle a mi cliente la impresión de que me estaba implicando a fondo.
Enfilé el bulevar Brune, luego el bulevar Jourdan y me detuve ante el Babel, el simpático café frente a la Ciudad Universitaria, en el que todas las nacionalidades y razas fraternizaban bajo los signos conjuntos de Coca-Cola, el billarín eléctrico y la pianola. Tras tomar un vermut bien frío, y restañándome el sudor, me dirigí a la calle Douanier.