15. El último robo

Entramos en el parque, apacible y melancólico. Nos dirigimos al lago, bajo la mirada muerta de las estatuas que se erigen en el centro de los parterres de césped y bajo la mirada indiferente de los empleados municipales que regaban y acicalaban el lugar.

—Asistí, o casi, a la muerte de la pobre Marie Courtenay —dije mientras caminábamos.

Y le conté el drama.

—¿Fue un suicidio? —preguntó Hélène al término de mi relato.

Reí con sorna.

—Del mismo tipo que el de la mujer despedazada.

—¡No es posible!

—Eliminaron a un testigo inoportuno, Hélène. Eso es todo. Marie no mató a Ferrand. Ni siquiera presenció el asesinato, pero quizá hubiese podido hablar, proporcionar indicios. El asesino o asesinos, porque deben de ser varios, le siguieron la pista...

—Ya, pero ¿cómo?

—Bueno, debió de resultarles muy fácil. Con toda seguridad, Marie no conocía nunca, o casi nunca, la identidad de sus amantes ocasionales; quizá un nombre aquí y allá; pero ellos, en cambio, no ignoraban con quién se acostaban. Esos tipos tienen la costumbre de registrar los bolsos. Una verdadera necesidad natural. Y ella, cuando se fugaba, se llevaba el bolso. Una mujer rara vez se separa de su bolso. Excepto cuando huye, en pelotas y aterrorizada porque ha tropezado con un cadáver todavía tibio que se desploma sobre ella. En el bolso de Marie, abandonado en la casa de la calle Blottière, debía de haber, además de fotos (ella misma, o él, colocaron una en la cabecera de la cama, en un arranque de sentimentalismo), un documento de identidad o cualquier indicación relativa a su apellido y su domicilio. La otra noche sorprendí a un tipo que estaba vigilando la casa de Courtenay. Siento que se me escapara, porque si no Marie no habría muerto. Aquel tipo esperaba el momento oportuno para entrar en contacto con la pobre mujer. Pero, aquel día, no estaba en casa. Su marido la había enviado a descansar al campo. Lo que ocurrió a continuación es un poco culpa mía, según como se mire. Courtenay fue a buscar a su mujer para que yo pudiera hablar con ella, y el tipo...

Me interrumpí.

—¿Y el tipo? —me animó Hélène.

—A partir de aquí, casi todo son suposiciones, pero estoy convencido de que debió de ocurrir tal como se lo voy a contar. Al darse cuenta, cuando regresa para una nueva ofensiva, de que no hay nadie en casa de Courtenay, se introduce en ella por la antigua puerta de servicio, ya sea para registrarla (y me pregunto en busca de qué); ya sea para esperar el regreso de los propietarios.

Si Marie llega sola, será pan comido. No regresa sola, pero casi. Ella va a su dormitorio, a descansar, y su marido sube al estudio. El tipo está en el dormitorio porque ha pensado que allí es donde tendrá más posibilidades de encontrarla sola...

Hélène negó con la cabeza:

—Pero, al verlo, ¡gritaría!

—Quizá —dije—. Aunque solo fuera de sorpresa. Pero el tipo sofoca sus gritos y de todos modos Courtenay no oye nada. En cuanto a Marie, era una curiosa mujer y me da la impresión de que él era un tipo peor que repugnante. Era el postrer amante de la lista. Ella todavía lleva su recuerdo en la piel. Courtenay encontró la fórmula adecuada: «No se había restregado la piel contra la de un hombre desde hacía cuarenta y ocho horas. Era más de lo que podía soportar». Si su pudor le impide entender lo que quiero decir, no lo entienda. Pero mi demostración sigue siendo válida.

—Los hombres son unos auténticos guarros —dijo Hélène, poniéndose colorada.

—Yo no soy así —protesté.

—¿Y yo qué sé? Entonces, ¿la vuelve a camelar?

—La subyuga de nuevo y hace que abandone una vez más el domicilio conyugal. La lleva a la vía medio en desuso. El lugar está desierto y es de fácil acceso. Se guarecen bajo el túnel, en esa cavidad de donde ella surgirá para acabar bajo las ruedas de la locomotora. Todo ha sido ajustado previamente, preparado de antemano, hasta el más mínimo detalle. El personaje que ha ideado todo esto o es un listillo de primera, o es un loco de remate...

—A veces, las dos cosas son solo una. Pero lo que no entiendo...

Chasqueé los dedos.

—¡Un loco de remate! A ver si voy a estar otra vez a vueltas con los psiquiatras...

—¿Qué psiquiatras?

—Dalaruc. El médico psiquiatra Jean Dalaruc.

Le expliqué quién era Dalaruc y de qué extraña manera me había puesto en relación con él y, a continuación, volví al túnel.

—En la cavidad, el tipo la mata. Probablemente la estrangula. Algo que no hace ruido. Quizá Marie fuera la que más ruido hacía. Quizá le hiciera carantoñas, diciendo «Sí, mi amor... claro, mi amor», pensando que él quería acariciarle el cuello.

—Por favor, nada de detalles.

—Tiene razón, querida. Y más teniendo en cuenta que yo no asistí al suceso. Después de matarla, oye el tren que se acerca y de un empujón la echa bajo las ruedas.

—¿Y cómo escapa?

—Pues o por un agujero que da a la pendiente del talud, entre los matorrales y los árboles, que nos indicó el policía, o más probablemente mezclándose con los puercos mirones que aparecieron.

—¡Da igual! Podría usted haber tenido un poco más de vista.

—¡Más vista! ¡No me haga reír! En aquellos momentos, yo también creía que era un suicidio. Para empezar, Marie no era ningún modelo de equilibrio y los acontecimientos de los últimos días la habían traumatizado; el suicidio no era inconcebible.

—¿Qué le hizo cambiar de opinión?

—El mensaje.

—¿El mensaje?

—Los periódicos no lo mencionan. Se encontraba en el bolsillo de su traje sastre. Decía así: «Que no se culpe a nadie de mi muerte. Estoy avergonzada. Maté al hombre de la calle Blottière». Y el agente del distrito XIV, el listillo, el que me tomaba por un lelo, me lo aclaró todo al decir: «Mata a un tipo. Luego se suicida. Aquí finaliza la acción de la justicia». Sí. Demasiadas ganas tenían de que finalizara. Eso me dio que pensar.

Hélène hizo una tímida mueca.

—De modo que ¿el mensaje no lo escribió ella?

—Seguro que no.

—Pero eso no tardará en descubrirse.

—La letra debe de parecerse a la suya. Y si se achacan a la emoción ciertas anomalías...

—¿Una falsificación?

—Sí. No olvide que abandonó todas sus cosas en la calle Blottière, la ropa y el bolso. Todo eso debió de ser destruido hace tiempo, pero en el bolso la pobre mujer llevaba, sin duda, además de fotos, documentos de identidad, cartas o cualquier muestra de su letra. Fabricaron una falsa carta a partir de eso. Le digo que lo tenían todo previsto.

—De modo que, en cuanto tuvo noticia de la misiva...

—Sobre todo, fue el «Aquí finaliza la acción de la justicia» de aquel torpe lo que me puso la mosca detrás de la oreja. Me dije: dentro de poco se descubrirá el cadáver de Ferrand, si es que no se ha descubierto ya. Y no me equivoqué. Como por casualidad, un árabe (piense en la faca), que desaparece al acto, ayuda a los chavales a remover el montículo de carbón... etcétera.

Habíamos llegado a la pirámide erigida en memoria de los miembros de la expedición Flatters, que fueron masacrados por los tuareg en 1881. Aquello encajaba con mi árabe y con las historias de masacre. Nos sentamos en un banco.

—Todo esto no me parece muy razonable —dijo Hélène, al tiempo que se acariciaba un muslo. (Así podía interrumpir el jueguecito cuando le viniera en gana)—. Ni razonable ni racional. Vamos, jefe, es que no se sostiene. Unos criminales liquidan a Ferrand y lo esconden bajo un montón de carbón. Ferrand podía permanecer tranquilamente ahí debajo varios meses. Admitamos que la señora Courtenay sea un testigo molesto y quieran eliminarla. Habrían podido «suicidarla» sin por ello sacar a relucir el cadáver de Ferrand. De verdad que no me explico su conducta.

—Es tortuosa, pero no carente de lógica. Quieren que se acabe la investigación, quieren deshacerse de una vez por todas del cadáver de Ferrand, haciendo recaer la responsabilidad de su muerte sobre los hombros de Marie Courtenay, ninfómana más o menos chalada que no hay por qué considerar inocente so pretexto de la diferencia de condición social entre la víctima y su asesina. Florimond Faroux me lo ha dicho hace un rato: ella sabía que en la calle Blottière había un muerto, cuando la policía lo ignoraba y el cadáver estaba bien escondido. Todo esto no aboga precisamente a favor de su inocencia. Sí, quieren que se acabe la investigación y, sobre todo, quieren que yo me trague el bulo; que, en esa historia de muerte y de suicidio, encuentre las respuestas a las preguntas que me planteo. Saben que estoy hurgando en todo esto, sin saber una palabra de ello, y esperan que me contente con la solución que me proponen y que, en cualquier caso, deje de ocuparme de ello, puesto que los últimos acontecimientos me cierran el paso. Y esperan también que Courtenay les facilite la tarea, haciendo intervenir a sus relaciones para no remover demasiado el lodo en torno a su mujer.

Hélène se echó a reír.

—¿O sea que habían montado toda esta comedia solo para usted? ¡Vaya modestia la suya!

—No sé si soy modesto —dije—, pero lo que está en juego en todo ese tinglado seguro que no lo es. Ferrand habló de varios millones, y cuanto más avanzo, más convencido estoy de que tenía razón.

—¿Y los autores de esos crímenes serían...?

—Los Ratas...

Abarqué en un amplio gesto el parque silencioso, perfumado y fresco, que nos rodeaba.

—Los Ratas de Montsouris.

Hélène sofocó una exclamación.

—¡Oh! Hablando de los Ratas de Montsouris... Busqué los apellidos de las víctimas de esos ladrones, como usted me había pedido...

—¡Ah, sí! Es verdad. ¿Y qué me dice?

—Últimamente se han mantenido bastante tranquilos...

—Estaban ocupados en tareas de más calado.

—Pero antes habían visitado... Solo recogí los datos de las tres últimas víctimas de sus proezas... En primer lugar figura un señor Botrot, un anciano rentista con domicilio en la calle Beaunier, en la misma casa en la que vivieron, no sé si a la vez, pero tendría gracia, Charles Le Goffic, de la Academia Francesa, y Lenin.

—La conozco. Hay otra placa en la calle Marie-Rose. Vladímir Ilich se paseó mucho por el barrio, antes de 1914. Usted también, al parecer.

—Como no tenía nada más que hacer, he intentado encontrar información sobre esa gente. No creo —añadió riendo— que ese señor Botrot guarde un secreto que pueda valer varios millones. Al parecer, solo le robaron unas cuantas botellas que tenía en el sótano. ¡Ah, sí!, se me olvidaba. A los Ratas lo que parece interesarles más son los sótanos.

—¡Ah! Bien. ¿Y qué más?

—Un tal Raymond Hillas, de la calle Tombe-Issoire, no lejos de la salida de las Catacumbas. Un dibujante grabador, con la peor reputación que pueda imaginar. Lo vi de refilón. Tiene un aspecto muy sospechoso.

—Mmm... Todo esto quizá no signifique absolutamente nada.

Hélène me miró con sus ojos chispeantes.

—Olvídese del «quizá», jefe. Todo esto no significa exactamente nada. Lo único que podría tener algún significado es lo siguiente: el último robo conocido fue en la calle Douanier, en un pequeño palacete que usted conoce perfectamente. En casa de Armand Gaudebert.

Un gorrión pasó por delante de mis narices, fue a posarse en la cima de la pirámide Flatters, aleteó y tomó impulso para volar hacia un gran árbol cercano. Una hoja se soltó de su rama y aterrizó planeando sobre la grava del camino.

Tras la estupefacción inicial, me quité pausadamente la pipa de los labios, examiné la cazoleta y me sacudí como si tuviera un nido de pulgas entre la camisa y el cuerpo.

—Parece que le ha impresionado mucho —observó Hélène—. Le cuesta recuperarse.

Me encogí de hombros y volví a llevarme la pipa a la boca.

—Todo esto son delirios y elucubraciones, cariño —dije—. Jean Dalaruc, el psiquiatra, se lo explicaría mejor que yo. ¿Hubo un robo en casa de Gaudebert? Bien. Puede ocurrirle a cualquiera. Pero esto no implica que Ferrand descubriera precisamente en su casa el principio de no sé qué pista que desemboca en millones. Si es que lo descubrió en una de sus expediciones nocturnas. Es una hipótesis en la que ya he pensado, pero es posible que sea errónea. Y Ferrand no habría intentado chantajear al hombre si hubiese habido algo más que emprender contra él. Sabía perfectamente que yo no iba a asociarme a una historia de chantaje. El chanchullo del que hablaba, y que calificaba de legal, tiene su origen en algo distinto. Y volviendo a lo del chantaje...

Le conté a Hélène lo que me había sugerido la actitud de la bella Henriette.

—Pero, por supuesto —añadí—, eso tampoco se sostiene, puesto que la misiva ultimátum mencionaba el apellido de Ferrand.

—Pero ¡espere! —exclamó—. Le encargó a Roger Zavatter que averiguara la fortuna de Auguste Courtenay y de Armand Gaudebert, ¿verdad? Pues aquí están los informes...

Sacó unos papeles del bolso y leyó:

—Auguste Courtenay, propietario de...

—Déjelo. Courtenay ya no me interesa. Pase al otro.

—Armand Gaudebert, antiguo magistrado. Una gran fortuna antaño, pero hoy está sin blanca...

Suspiré.

—¿Lo ve? Por lo tanto no será en su casa donde encontraremos los millones de marras.

—... pero hoy está sin blanca, probablemente porque la joven que se hace pasar por su esposa sabe hacer circular el papel moneda como nadie.

—Eso no es nada extraordinario. Son cosas que ocurren a diario.

—Lo que sí es menos ordinario —dijo Hélène— es el apellido de la joven.

La miré de soslayo. Esta vez me iba a dar un hueso duro de roer. Lo presentía. Para no exponer mi corazón a riesgos innecesarios, cogí la delantera:

—¡No me diga que se llama Henriette Ferrand y que es su hija!

—No es la hija de Ferrand —articuló Hélène, con calculada lentitud—. Es la hija de un amigo de Ferrand. Es la hija de Raoul Castellenot, un gánster condenado a muerte por un doble homicidio.