3. La ratita roja
Había transcurrido media hora larga desde que nos habíamos despedido, dando la impresión a los posibles curiosos de que, él por lo menos, no tenía ningún interés en volver a verme, cuando vino a mi encuentro.
—Bueno, ¿qué hay?
—Es un detalle que confíe en mí —dijo con su voz sofocada.
Había observado sus gestos con detenimiento, mientras se acercaba a mí por la acera opuesta. No había parado de mirar hacia atrás, como si temiera que alguien le siguiese. Y ahora se frotaba las manos. Supongo que tanto de satisfacción como de nerviosismo. Aquellos gestos comprometían el equilibrio de su americana, que llevaba colgada a la espalda, como un torero, y tenía que volvérsela a colocar cada dos por tres. Parecía aquejado del baile de San Vito.
—Sí, la verdad, todo un detalle. Repliqué:
—Así me distraigo. Últimamente tengo muchos ratos de ocio y hacía tiempo que no me disfrazaba.
Me miró de arriba abajo y esbozó una media sonrisa:
—La verdad es que el personaje le ha salido fetén. Tiene una pinta pésima. Pero en el teatro tiene futuro.
—Pues tú también. Como director. La sonrisa se le amplió un diente más:
—Sí, claro, todo esto debe de parecerle bastante estrafalario.
—No más que si Martine Carol pidiera mi mano, pero no menos.
La sonrisa se le fue al garete:
—Vale, vale, todo esto es comedia —dijo. Con un amplio gesto mandó a paseo un montón de cosas y, entre ellas, la americana, que se le cayó del hombro y aterrizó en la acera. La recogió renegando y metió los brazos en las mangas. Prosiguió—: Pero comedia necesaria. Entiéndame, necesito un clima de corrección absoluta. Si no, el asunto no sale.
—¿De qué se trata?
—Luego se lo cuento todo. Pero es un asunto cabal. Caminemos un poco.
Torcimos por la calle Alesia. Al cabo de pocos pasos se puso a hablar muy deprisa, siempre con aquella voz sofocada. Me costaba seguir su discurso.
—Lo primero es saber a qué atenerse entre nosotros —dijo—. Es esencial, y por eso he montado todo este enredo. No es que haga remilgos, para nada, tiene que creerme. Ha demostrado confiar en mí al responder a mi llamada y acudiendo a la cita, tal como yo le dije que teníamos que hacerlo. El encuentro casual. Vale. Creo que voy a poder meterle en el ajo, pero es que yo soy un tipo escrupuloso y maniático. Quiero que entre nosotros todo sea cabal, claro y franco. El envite es enorme y, sin su ayuda, me lo pierdo. No quiero hacerle trampas, pero tampoco quiero que me las haga usted a mí. Creo que puedo confiar en usted. Solo que también quiero que usted confíe en servidor. Para que no me tome por un chalado y también... esto... Le conozco, Burma.
—Saubert —rectifiqué.
—Saubert, sí...
Se mordió el labio y echó un inquieto vistazo en derredor. En la calle, recta como una flecha, no había un gato. Las farolas de neón, perdidas entre las ramas de los árboles, proyectaban en la acera las sombras de las hojas de los plátanos y salpicaduras de luz azulada. En un cruce, los semáforos alternaban del rojo al verde y del verde al rojo, prosiguiendo automáticamente la pequeña tarea para la que se les había ajustado, sin preocuparse por la ausencia de tráfico.
—Saubert, sí —repitió Ferrand—. De momento, Saubert es mucho mejor como apellido.
—Y es un apellido honorable —sonreí—. Es el de mi inspector de hacienda.
—Ya. Como le decía, le conozco: también es un hombre cabal y escrupuloso. Sé que, solo con que me desnude, así, delante de usted, le estoy impidiendo que trate de jugarme una mala pasada...
Se detuvo:
—... Voy a desnudarme.
—¡Aquí no! —dije al instante—. ¿Te imaginas que pase alguien? Me pregunto qué pensaría que somos.
La broma le dejó de hielo. Estaba realmente bien organizado para soportar el calor.
—No, aquí no —dijo—. Iremos a mi casa. Quiero que lo sepa todo de mí.
—¿Forma parte del guión?
—Sí.
—¿Y cuántas tiene?
—¿De qué?
—¿Cuántas partes?
—Cuatro por lo menos...
Se puso a contar con los dedos:
—... Primero está el encuentro por casualidad, en el café... Después vuelvo a encontrármelo por la calle, donde me estaba esperando para darme un sablazo... Entonces me lo llevo a casa para darle un par de zapatos que me quedan pequeños...
Consiguió bajar la voz un tono más. Una proeza. Solo un murmullo:
—Así, si nos ven juntos, ¿me entiende?, no pasa nada. Usted es un plasta del que no consigo deshacerme.
—¿Si nos ve quién?
—Unos tipos.
Y volvió a ponerse en marcha por la acera salpicada de sombra y de luz, que olía a alquitrán recalentado, junto a los muros de las casas todavía tibios por la caricia del sol.
—¿Unos tipos de los que no te fías? Dudó unos segundos.
—Unos tíos... a los que no quiero meter en el ajo.
Cerré el puño y, uno tras otro, levanté el pulgar, el índice y el corazón, como si estuviese jugando a la morra, ese juego de ladrones italiano.
—Una, dos, tres —dije—. ¿Dónde está la cuarta parte?
—Eso más adelante.
Me encogí de hombros.
—Tienes suerte de haber dado con alguien tan complaciente. ¿No crees que otro te hubiese mandado a freír espárragos?
—Ya, por eso no busqué a otro —dijo con gravedad—. Necesito a un tipo excepcional, un duro, y usted es precisamente ese tipo.
Me incliné.
—Es un honor, pero no importa. ¿Quién es el más retorcido de los dos? ¿Yo, que te obedezco como un idiota, o tú, que parece que quieras acumular complicaciones? Porque, ¡por Dios!, había una manera bien sencilla, y sin peligro, de ponerme al corriente de ese asunto tan misterioso. Bastaba con que vinieras a desnudarte, como dices, a mi despacho.
—¡Ni hablar! Le repito que quería saber si podía confiar en usted. Y quería darle pruebas de la confianza que le tengo... Porque, no se engañe, amigo mío, lo que hay al final de este embrollo no es un talego...
—¿Hay algo más?
—¡Pues claro!
—¿Cuánto?
—Unos millones.
Me estremecí. Lo que quería decirme no tenía nada que ver con el chantaje al magistrado. En la vida hubiera habido manera de hacerle soltar varios millones al antiguo magistrado.
—¡No me digas!
—¡Palabra de hombre!
—Y dices que se trata de un asunto legal.
—No puede ser más legal.
Suspiré.
—Vaya, ¿sales de Fresnes o de Sainte-Anne?6
—De Fresnes...
Rió con sorna.
—Pero quizá un día hablemos de Sainte-Anne.
—¡Ah, sí! —convine—, y seguramente antes de lo que crees, si sigues así. Bueno, pues vamos a tu casa. Después de todo, por unos milloncejos se puede caminar un poco, ¿no? ¿Está muy lejos?
—En la calle Blottière.
Apretó los puños, carraspeó y escupió en el suelo.
—Un cuartucho asqueroso en la casucha más asquerosa de esa calle asquerosa —dijo con voz ronca—. Pero las chinches que allí se crían son de lo más limpias. Relucientes como mariquitas.
Solo me quedaba desear que fueran de una talla inferior.
La última vez que oí hablar de la calle Blottière fue en 1938. Se descubrieron allí tres piezas de carne no aptas para el consumo, que el jovial doctor Paul, en su acogedor Instituto Forense a orillas del Sena, identificó como el tronco, el brazo derecho y el muslo izquierdo de una anciana que había perdido la cabeza. En aquellos tiempos era el lugar idóneo para practicar el delicado arte del descuartizamiento humano. Desde entonces, ha mejorado un poco (me refiero al aspecto urbanístico), pero todavía quedan vestigios del supuesto pintoresquismo anterior. Como la casa en la que vivía Ferrand, por ejemplo. Era, en efecto, la casucha destartalada que el asqueado inquilino me había anunciado.
De una altura de dos plantas de techo bajo, sumida en el sueño o en una equívoca espera, la leprosa fachada daba a una obra abandonada y la parte trasera a las vías de la estación de mercancías, y, entre otras muchas leyes, desafiaba a las del equilibrio. A pesar de los gruesos maderos asfaltados que la apuntalaban, no parecía poder resistir a la menor ráfaga un tanto violenta. Entre los puntales y la base del muro que sostenían, crecían matorrales de esa vegetación venenosa que suele crecer con especial vigor en los solares de esa zona, una soberana muestra de esas plantas eternamente polvorientas, tan malsanas por su aspecto como por su olor. Una de esas antiguas farolas de gas —de gas de verdad—, en vías de extinción y de cuyos brazos siempre parece extraño no ver colgar, meciéndose, el cuerpo de un ahorcado, montaba una guardia ciega ante la puerta del edificio. El pasillo por el que nos adentramos exhalaba en vaharadas aceitosas una pestilencia infecta, que el calor intensificaba.
Por extraordinario que parezca, aquella guarida de cucarachas disponía de electricidad. O sea, que no hay quien pare el progreso. El interruptor de la escalera debía de estar oculto en cualquier rincón. No sé dónde. Mi compañero presionó el botón y una anémica bombilla se encendió en el hueco de la escalera. La escasa luz que llegaba hasta la planta baja apenas permitía encontrar el primer escalón y evitar la piel de plátano que estaba pudriéndose allí tranquilamente. Menos da una piedra.
—Subamos —dijo el tatuado, levantando la voz varios tonos—. Te daré los zapatos y espero que después te largues. Porque aunque hayamos sido prisioneros juntos...
No contesté. El artista era él. No yo. Y aparte de la pequeña escena que había representado en el café, desconocía por completo el resto de mi papel.
Subimos a su piso.
La tambaleante barandilla estaba pegajosa de mugre. La escalera no era una escalera sino una sucesión de baldas de expositor. Cada escalón ostentaba una porquería u otra: colillas húmedas, cerillas renegridas, algodones, paquetes de tabaco vacíos y arrugados. La pared, pintada de un color diarreico, estaba decorada con inscripciones obscenas escritas con tiza. Una bonita casa. Una encantadora residencia en la que solo debían de alojarse estafadores sin nadie a quien estafar, como Ferrand (y entendía perfectamente que estuviera dispuesto a hacer cualquier cosa para salir de allí), moros poco aseados y rabizas gordas. Y eso suponiendo que una mujer, por acabada que esté, acepte vivir en una chabola como aquella...
¿Gordas? Menuda equivocación. A veces me ocurre. En el exiguo rellano del primer piso nos tropezamos con la pelirroja. La segunda pelirroja en pocas horas. Decididamente, tenía el día. Debería haber leído el horóscopo de France-Soir. Quizá aquello significara algo relacionado con mi signo del zodiaco.
Salía tambaleándose de una habitación oscura, con una botella de vino en la mano, como si fuera a por más bebida. Un cigarrillo apagado le colgaba del labio. Al vernos se pegó contra la pared.
Le di unos treinta años, poco más o menos. Su pelo cobrizo pedía a gritos la intervención de un peine, pero era hermoso y estaba bien cuidado. Quiero decir que un peluquero se había ocupado de aquella melena hacía poco. Aparte de un mechón rebelde que le caía sobre la cara y le ocultaba un ojo, el pelo le descendía en una cascada desordenada hasta los hombros. El ojo visible era el de una borracha o una drogada. De altura mediana, tenía una nariz fina y sensual, los labios bien dibujados, un tanto golosos. Una cara probablemente muy agradable, una vez borrados los estigmas de la borrachera, pero cuyo encanto probablemente no resistiría mucho tiempo aquel régimen de tinto peleón.
Una súbita impresión de irrealidad me invadió ante aquella joven, tan distinta de edad y de apariencia del tipo de maritornes que hubiera pensado hallar en aquel lugar. Su porte dejaba mucho que desear, es cierto, pero una auténtica rabiza lo hubiese tenido peor. Algo en ella no concordaba. No hubiera sabido decir qué. Quizá un rastro de elegancia. Un rastro insignificante. Delgado y tenue, frágil como una promesa de amor. Sentía la extraña —onírica— sensación de hallarme en presencia de un fantasma que se hubiera equivocado de castillo encantado. Además, había otra cosa. Irresistiblemente, pensaba en la otra pelirroja, la muchacha de la calle Douanier, la esposa, o supuesta esposa, del señor Gaudebert. Meneé la cabeza. Algo raro estaba ocurriendo.
Calzaba unas zapatillas y llevaba una bata sucia de color rojo, con el dobladillo deshilachado y ceñida sin gracia con una trencilla que no hacía juego. Un pecho menudo, firme y redondo insinuaba su travieso morrito por la bata entreabierta. Tampoco aquella teta era de las que yo esperaba encontrar en aquella casba. El modelo apropiado habría tenido la clásica forma vencida, como una petaca flácida y blanda.
La pelirroja eructó una frase incomprensible y trató de ajustarse la ropa. Lo hizo con tal torpeza que el cinturón se soltó y cayó a sus pies. Pude comprobar que, con la excepción de unas medias de color ámbar llenas de carreras, no perdía el tiempo con prendas de lencería superfluas. Con aquella temperatura era muy comprensible. Escupió un taco grosero bastante especial (¡menudo rastro de elegancia, vamos!) recogió la trencilla casi cayéndose, se cubrió como pudo, nos dio la espalda y se metió en su cuarto, cerrando la puerta violentamente, arriesgándose a que toda la casa se viniese abajo. Casi enseguida oí un ruido de cristales rotos. La botella debió de escapársele de las manos.