12. Atmósfera de tormenta

El antiguo magistrado me recibió en el mismo despacho en el que se celebró nuestra primera entrevista. La bonita pelirroja de ojos castaño dorado estaba con él. Llevaba una falda distinta de la otra vez, pero el mismo jersey blanco que tan bien se amoldaba a su busto. Estaba para comérsela y al verlos así, el uno al lado de la otra, él y ella, experimenté cierto malestar, como un sentimiento de frustración. ¡He aquí lo que pasa por codearse con psiquiatras!

—¡Ah! ¡El señor Nestor Burma! —dijo Gaudebert, levantándose de su asiento—. Creo que ya ha visto usted a mi mujer, pero todavía no les he presentado oficialmente. Henriette, te presento al señor Burma.

Henriette, puesto que Henriette se llamaba, me dirigió su mejor sonrisa. Intercambiamos las habituales muestras de urbanidad y le miré la mano disimuladamente. Quizá la alianza le diera demasiado calor en el dedo. No llevaba.

—Bien —prosiguió Gaudebert.

Se sentó tras su mesa de despacho. Henriette permaneció de pie junto a él.

—Bien. ¿Cómo lleva el asunto?

Tenía la amplia calva perlada de sudor. Su mirada, bajo la cual había doblegado, antes de reclamarla y obtenerla, la cabeza de los acusados, reflejaba una vaga inquietud.

—Puede hablar delante de mi mujer —añadió al ver que dudaba si hablar o no—. Está al corriente de todo.

—Nada nuevo —anuncié—. Excepto que en la oficina de correos de la calle Orleans empiezan a mirarme con malos ojos. Igual que ayer, tampoco hoy se ha presentado el tal Ferrand a la ventanilla de la lista de correos.

Frunció el entrecejo. El rictus que le torcía la comisura de los labios se acentuó. Pareció que escuchaba atentamente el ruido sordo de unos truenos a la altura de L'Hay-les-Roses.

—Esto no me gusta nada —articuló por fin—. No es normal.

Por el contrario, era muy normal, pero no iba a decírselo. Sonreí.

—Mejor no tener noticias que tenerlas malas.

Me dejó que sonriera yo solito.

—No comparto su opinión. No me parece normal que ese hombre no se manifieste. ¿A qué corresponde su ultimátum si lo deja sin consecuencias? Siento como una aprensión...

Me encogí de hombros.

—Se trata de un reincidente, como me dijo usted. Ya le sugerí que, por un motivo u otro, habrá caído en manos de la ley. Puedo comprobarlo otra vez preguntando a los policías que conozco, si lo desea.

No pareció oír lo que le decía.

—Me pregunto —continuó— si este hombre no estará preparando... no sé qué... algo que me resultaría imposible solucionar. No es normal, repito, que un chantajista no acuda a la cita que concierta con su víctima...

Su turbación era tal que incluso olvidaba mi presencia, y se olvidaba de sí mismo. Su mano derecha se deslizó a lo largo de la mesa y fue a posarse en la cadera de su mujer con una caricia maquinal. La joven se estremeció y frunció los labios, con un sobresalto de pudor, o de otra cosa. Tras lo cual, recuperó la compostura. Sus finos dedos aprisionaron los de su marido, interrumpiendo con ello su incesante vaivén. Miró por la ventana. Un viento precursor de tormenta se había levantado bruscamente y agitaba los árboles del parque Montsouris. Gaudebert se espabiló y retiró la mano.

—No sé qué pensar —dijo—. Sí, vaya a ver a sus amigos de la policía. Tenemos que salir de dudas, ¿no? Pero ¡cuidado! No les dé ningún nombre, ¿entendido?

—Le doy mi palabra.

Saqué el pañuelo y me sequé el sudor.

—Perdone —dije—. Pero es que realmente hace mucho calor.

Esbozó un gesto de comprensión.

—Y si ese Ferrand sigue libre, ¿mantengo la vigilancia?

—¿Qué hacer, si no?

—Sí, por supuesto.

Se levantó. La joven se apartó de él para dejarle pasar.

—Le acompaño a la puerta —dijo.

Un rayo iluminó la calle. El trueno retumbó casi enseguida, pero sin estridencia.

—Mmm... Creo que el chubasco le va a caer encima.

Como no se trataba de una invitación a cenar, dije que no me daba miedo, saludé a su mujer y bajé a la planta baja en compañía del ex magistrado. Me paré al pie de la escalera y, en voz baja, añadí:

—Si ese Ferrand no está en la cárcel, sigo esperándole en la oficina de correos. Vale. Pero, francamente, eso no es un trabajo. Si supiera los motivos de la tentativa de chantaje...

Replicó, con un tono de absoluta sinceridad:

—Señor Burma, ya se lo he dicho: no tengo ni la menor idea.

Me marché. Unas gruesas gotas de lluvia se estrellaban contra la acera de la calle Nansouty, seca y dura como una bofetada.

Si la misiva que Gaudebert me había enseñado la antevíspera, el mensaje compuesto con palabras recortadas en un periódico, no hubiese mencionado el apellido de Ferrand, no me habría hecho falta ir demasiado lejos para encontrar a su autor. Henriette, ni más ni menos, que no debía de tenerle demasiado afecto al viejo y habría montado aquel embolado para envenenarle la existencia.

En el recibidor había un espejo. No estaba allí para favorecer la indiscreción. Estaba allí, encima del paragüero, para que uno se retocara el atuendo. Pero dispuesto de tal manera que reflejaba la escalera y el rellano superior y, al tiempo que bajaba, había visto... Había salido del despacho detrás de nosotros y estaba de pie en el rellano, con las manos crispadas en la barandilla de roble y la cara dura, irreconocible, iluminada por un estrecho ventanuco. Con una expresión de odio satisfecho brillándole en los ojos, miraba fijamente a su seudomarido.

Ahora bien, podía estar equivocado. Quizá el espejo tuviera un defecto, el reflejo no era nítido y con aquel tiempo de tormenta... Muchas mujeres —e incluso hombres— son sensibles a la atmósfera de tormenta. Les crispa los nervios. Les hace distintos. No obstante, si en el mensaje no hubiera figurado el apellido de Ferrand...