23

Después de la batalla campal con los koschéi, Vronski ni siquiera había tratado de conciliar el sueño esa noche. En lugar de ello, mientras Lupo yacía acurrucado a sus pies, en estado de suspensión, él permaneció sentado en el compartimento del Grav, con la vista fija al frente, u observando a las personas que montaban o se apeaban del tren. Si en otras ocasiones había impresionado a la gente que no le conocía con su aire de inquebrantable compostura, ahora parecía más arrogante y prepotente que nunca. Miraba a las personas como si fueran objetos. Un joven nervioso, un funcionario en un tribunal de justicia, que iba sentado frente a él, se sintió indignado por su forma de mirarlo. El joven le pidió fuego y entabló conversación con él, mostrándose incluso un tanto avasallador, para hacerle comprender que no era un objeto sino una persona. Pero Vronski le miró como habría mirado a un artilugio de Categoría I, y el joven torció el gesto, sintiendo que estaba perdiendo la compostura bajo la humillación de esa negativa a reconocerlo como persona.

Vronski no veía nada ni a nadie. De vez en cuando echaba un vistazo alrededor del compartimento que había sido habilitado de nuevo a fin de cerciorarse de que no había más malévolos koschéi a bordo, aunque en el fondo estaba convencido de que no quedaba ninguno después de que él, Alexéi Kiríllovich, con su destreza como militar y apabullante confianza en sí mismo, los hubiera exterminado.

Se sentía un rey, no porque creyera que había impresionado a Ana —aún no lo creía—, sino porque la impresión que ella le había hecho a él le hacía sentirse feliz y orgulloso. Su látigo caliente emitía un grato chisporroteo junto a su muslo, un viejo compañero de armas cuya sola presencia le recordaba triunfos pasados.

Ignoraba cómo acabaría todo, ni siquiera pensaba en ello. Sentía como si todas sus energías, que hasta entonces había disipado, derrochado, estuvieran centradas en una sola cosa, dirigidas con temible fuerza hacia un maravilloso objetivo. Y ello le hacía sentirse feliz. Sólo sabía que había dicho a Ana la verdad, que había ido adonde estaba ella, que toda la dicha de su vida, el único sentido que la vida tenía para él, residía en el hecho de verla y oír su voz. Cuando se había bajado en el andén y la había visto, en los momentos cargados de adrenalina después de haber destruido a los koschéi, las primeras palabras que le había dirigido habían indicado involuntariamente a Ana lo que él sentía. Y se alegraba de habérselo dicho, de que ella lo supiera y pensara en ello. No pegó ojo en toda la noche. Cuando montó de nuevo en el vagón, no cesó de pensar en todos sus gestos, en cada palabra que ella había pronunciado, mientras en su imaginación flotaban unas imágenes de un posible futuro que le embargaban de emoción.

Cuando se apeó del tren en San Petersburgo, después de una noche en vela, se sentía tan despierto y despabilado como después de un baño frío. Se detuvo junto a su compartimento, esperando a que ella saliera.

—Volveré a verla —dijo con voz queda a Lupo, que gruñó alegremente—, volveré a verla caminar, volveré a ver su rostro y a su elegante y querida compañera; ella dirá algo, se volverá, quizá sonría.

Pero antes de verla a ella, vio al marido, a quien el jefe de estación escoltaba con gesto deferente a través de la multitud. «¡Ah, sí! Ahí está él».

Por primera vez, Vronski comprendió con claridad que Ana estaba unida a otra persona. Sabía que tenía un marido, pero apenas había creído en su existencia, y sólo ahora creyó en él, con su cabeza y sus hombros, su fría y mecánica placa facial, sus piernas enfundadas en un pantalón negro; sobre todo cuando vio a ese marido tomarla del brazo con calma, como si ella le perteneciera.

Al ver a Alexéi Alexándrovich con su figura severa y seguro de sí, tocado con su bombín, con su pronunciada columna vertebral, admitió su existencia, consciente de una desagradable sensación, como experimentaría un hombre atormentado por la sed que, al llegar a una fuente, comprueba que ha bebido en ella un perro, una oveja o un cerdo y ha ensuciado el agua. El enorme ojo automatizado de Alexéi Alexándrovich, que examinaba pausadamente a Ana desde su prominente cuenca metálica, irritó sobremanera a Vronski. No reconocía en nadie, salvo en él mismo, el derecho indudable a amarla. Pero ella era la misma, y el hecho de verla le afectó de la misma manera, estimulándolo físicamente, conmoviéndolo y embargándolo con una sensación de éxtasis.

Observó el primer encuentro entre marido y mujer, y reparó con la perspicacia de un enamorado en los signos de ligera reserva con que ella habló a su esposo. Lupo, tumbado a sus pies, se encrespó y arqueó el lomo.

—Sí, Lupo, yo también lo he notado —dijo Vronski en voz baja al animal—. No le ama y es incapaz de amarlo.

Echó a andar hacia la pareja, y unos instantes antes de alcanzarlos, observó con alegría que Ana Arkadievna era consciente de que se acercaba, y tras darse la vuelta y verlo, se volvió de nuevo hacia su marido.

—Los koschéi nos depararon una noche muy agitada —dijo Vronski saludándola—. ¿Se siente bien esta mañana? —preguntó inclinándose ante ella y su marido, dejando que el propio Alexéi Alexándrovich aceptara o no la reverencia, y la tomara o no en cuenta, como parecía estar haciendo.

—Sí, gracias —respondió ella.

Los estrechos ojos caninos de Lupo se fijaron en el ojo robótico de Alexéi Alexándrovich, y el Categoría III teriomórfico emitió un sonoro y chirriante ladrido. Vronski alzó un dedo para silenciarlo.

El rostro de Ana denotaba cansancio, y no se advertía esa animación que asomaba a su sonrisa y sus ojos; pero durante un instante, al mirar a Vronski, en sus ojos apareció un curioso destello, y aunque éste desapareció enseguida, él se sintió feliz. Ana miró a su marido para comprobar si conocía al conde. Alexéi Alexándrovich observó su uniforme plateado con evidente disgusto, recordando vagamente quién era. La compostura y confianza en sí que mostraba Vronski golpeó, como una guadaña en una piedra, en la fría inmutabilidad de Alexéi Alexándrovich.

—El conde Vronski —dijo Ana.

—Sí, creo que nos conocemos —respondió Alexéi Alexándrovich con indiferencia, tendiéndole la mano. Luego añadió—: Partes con la madre y regresas con el hijo —articulando las palabras como si cada sílaba fuera un favor que le concedía.

Lupo emitió un segundo ladrido, claro y sonoro, arqueando el lomo y enseñando los dientes a Alexéi Alexándrovich, que miró al animal con recelosa irritación antes de preguntar a su esposa con tono burlón:

—¿Derramaron muchas lágrimas en Moscú al despedirse de ti?

Al dirigirse a su esposa en ese tono dio a entender a Vronski que deseaba que lo dejara solo, y, volviéndose ligeramente hacia él, se llevó la mano al sombrero; pero el conde dijo dirigiéndose a Ana Arkadievna:

—Confío en tener el honor de visitarlos.

Lupo, cuyos circuitos se habían activado por algún misterioso motivo, lanzó a través de su Vox-Em un sonoro y penetrante aullido. Antes de que Vronski pudiera reprender al perro-robot, Alexéi Alexándrovich ladeó la cabeza y miró al Categoría III con su oscuro ojo metálico durante largo rato. Lupo gimió débilmente, se estremeció y se desplomó en el suelo como un juguete roto de Categoría I. Alexéi Alexándrovich se volvió entonces con su ojo biológico a Vronski, que miraba boquiabierto a su querido compañero.

—Los lunes estamos en casa —dijo con tono neutro.

Vronski se arrodilló en el impecable suelo de la estación del Grav, acunando la enorme y peluda cabeza de Lupo en su regazo. El can se movió débilmente, emitiendo pequeños quejidos y gemidos.

—Es una suerte —comentó Alexéi Alexándrovich a su esposa con el mismo tono burlón, haciendo caso omiso de Vronski— que yo dispusiera de media hora para venir a recibirte, a fin de demostrarte mi amor.

—Insistes tanto en tu amor que no lo valoro —respondió Ana con el mismo tono socarrón, volviendo la cabeza instintivamente para mirar al atribulado Vronski—. Pero ¿qué tiene eso que ver conmigo? —murmuró a Androide Karenina. A continuación preguntó a su marido cómo se las había arreglado Seriozha sin ella.

—¡Perfectamente! La Institutriz/II dice que se ha portado muy bien. Y… lamento decepcionarte…, pero no te ha echado tanto de menos como tu esposo. Bien, debo acudir a mi comité. Ya no comeré solo —prosiguió Alexéi Alexándrovich con tono sarcástico—. No imaginas cuánto te he añorado… —Y apretándole la mano durante un prolongado momento y con una sonrisa cargada de significado, la ayudó a subir al coche.

Vronski permaneció arrodillado en el suelo plateado de la estación del Grav de San Petersburgo, observando con alivio que su Categoría III recuperaba todas sus funciones. Meneó la cabeza, pensando en la belleza de Ana Karenina y la austera elegancia de Androide Karenina, y preguntándose con respecto al extraño marido con el rostro de metal: ¿Qué diantres es ese tipo?

Androide Karenina
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