5
Después de acompañar a su mujer arriba, Levin se encaminó hacia la parte de la casa que ocupaba Dolly. Daría Alexándrovna estaba muy alterada ese día. Se paseaba por la estancia, hablando con tono enojado a una niña que lloraba en un rincón.
—Permanecerás todo el día en el rincón, comerás sola, no jugarás con ninguno de tus juguetes Categoría I y no te haré un vestido nuevo —dijo, sin saber cómo castigarla.
»¡Es una niña inaguantable! —exclamó volviéndose hacia Levin—. ¿De quién ha heredado estas inclinaciones tan malvadas?
—¿Qué ha hecho? —preguntó él sin demasiado interés, pues quería pedirle consejo y le enojaba haber llegado en un momento tan inoportuno.
—Grisha y ella fueron a coger frambuesas, y allí… No puedo contarte lo que hizo esta niña. Es muy lamentable que Dolichka ya no esté con nosotros. Siempre me daba los mejores consejos sobre cómo afrontar estas cosas. ¡Cuánto quería yo a ese robot!
En los ojos de Dolly temblaban unas lágrimas. Afuera, el tamborileo de la lluvia se intensificó, como si el mismo cielo lamentara la pérdida de Daría Alexándrovna.
—¿Estás disgustado por algo? ¿De qué querías hablarme? —preguntó Dolly—. ¿Qué ocurre allí?
Por el tono de su pregunta Levin comprendió que no tendría dificultad alguna en decirle lo que deseaba decirle.
—No he entrado allí. He estado a solas en el jardín con Kitty. Nos hemos peleado por segunda vez desde que llegó Veslovski. Dime con sinceridad si has notado… no en la conducta de Kitty, sino en el tono de ese caballero, algo desagradable… No desagradable, sino profundamente ofensivo para un marido.
—¿Te refieres a si…? Cómo decirlo… ¡No te muevas del rincón! —dijo Dolly a Masha, quien, al detectar una ligera sonrisa en el rostro de su madre se había vuelto—. La gente opinaría que se comporta como todos los jóvenes. Un marido que es un hombre de mundo debería sentirse halagado.
—Sí, sí —respondió Levin malhumorado—, pero ¿te has percatado de ello?
—No sólo yo, sino también Stiva. Después de desayunar me dijo: «Je crois que Veslovski fait un petit brin de cour à Kitty».[7]
—Es lo que me parecía. Le diré que se vaya —dijo Levin.
—Pero ¿estás loco? —protestó Dolly horrorizada—. No digas tonterías, Kostia, ¡recapacita! —añadió riendo—. Anda, vete —dijo a Masha—. Si lo deseas, hablaré con Stiva. Él se lo llevará. Puede decirle que esperáis visita. Que no hay sitio en la casa.
—No, lo haré yo mismo.
—¿Vas a pelearte con él?
—Ni mucho menos. Será un placer —respondió Levin con ojos chispeantes de gozo—. Anda, perdónala, Dolly, no volverá a hacerlo —dijo refiriéndose a la pequeña pecadora, que no se había ido, sino que estaba plantada ante su madre, esperando y mirándola con la cabeza gacha para captar su atención.
¿Qué tenemos nosotros en común con ese hombre?, se preguntó Levin, tras lo cual fue en busca de Veslovski.
Al atravesar el pasillo ordenó al Cochero/14/II que preparara el coche para ir a la estación.
Henchido de valor y con su nueva determinación de eliminar esa plaga de su casa, entró sin llamar en la alcoba del joven, atravesó la estancia y lo encontró inclinado sobre la cama, calzándose sus polainas para ir a montar a caballo. Sorprendido, Veslovski se incorporó apresuradamente y se volvió, balbuciendo una disculpa por su desaliñado aspecto.
Levin se quedó tan estupefacto que no pudo responder: sobre la arrugada pechera de la camisa, aquel hombre no tenía rostro. No había piel entre oreja y oreja, entre la raíz del pelo y la barbilla, sino que en lugar de un rostro había un montón de mecanismos que giraban y pequeñas piezas que se movían con rapidez y precisión. Sin dejar de hablar con su voz educada, jovial y deseosa de complacer, que Levin comprendió ahora que emanaba de un Vox-Em de extraordinaria calidad, dijo:
—Vaya, Konstantín Dmitrich, me ha pillado por sorpresa.
Mirando horrorizado la ausencia negra plateada de un rostro, Levin detectó docenas de diminutos pistones que funcionaban sin descanso al tiempo que brotaban las palabras; como un espectador entre el público que detecta el movimiento de los hilos del titiritero, observó los mecanismos que hacían que se movieran los labios, de haber llevado puesta Veslovski la placa facial.
—Dios santo —exclamó estúpidamente—. Eres un robot.
—Has descubierto mi secreto, amigo mío —respondió la voz de Veslovski desde el módulo de la cabeza. El androide suspiró y Levin vio cómo dos minúsculos dispositivos en forma de medio círculo se movían en la parte superior del agujero del rostro; sin duda era el mecanismo que hacía que se arquearan las cejas, creando en otras circunstancias un gesto irónico—. Y aunque me han enviado aquí para observar, no para destruir, mis circuitos son extraordinariamente adaptables.
Levin retrocedió, percatándose de que Veslovski se interponía entre la puerta y él.
—Al Ministerio no le interesa que usted o cualquiera de su círculo descubra mi verdadera naturaleza. Por tanto…
Tras emitir un penetrante chillido y un destello de luz, la máquina-Veslovski agarró a su desconcertado anfitrión con firmeza por el cuello. Levin gruñó, gimió y gorgoriteó, contemplando el siniestro vacío de la máquina-rostro al tiempo que el robot lo alzaba del suelo como si arrancara un árbol de sus raíces.
—La sociedad está cambiando, Konstantín Dmitrich —dijo Veslovski con aire melancólico, clavando dos pesados pulgares rellenos de groznio a ambos lados del cuello de Levin—. Su afecto por sus robots Categoría III es admirable, pero es imposible tratar de detener el futuro.
Levin no podía responder; empezaba a marearse y su tráquea estaba a punto de estallar mientras se escapaba el último aliento de sus pulmones. Con un gesto curiosamente melindroso, dado las circunstancias, el robot volvió la cabeza, como si los agónicos estertores de su víctima constituyeran un espectáculo demasiado atroz para su delicada sensibilidad.
El cerebro de Levin, privado de oxígeno, le condujo a través de una larga y lenta secuencia de un Recuerdo que le mostraba los días de su vida. Se vio cuando tenía dieciocho años, configurando por primera vez su nuevo y querido compañero, Sócrates…, el día de su boda, ahogado de amor y terror…, a los seis años, junto a su hermana, que lloraba porque se había averiado un juguete-bailarina Categoría I…
… la bailarina…
Konstantín Dmitrich se esforzó en no perder el conocimiento… La bailarina giraba con excesiva rapidez, arrojando peligrosas chispas. ¿Qué hizo mamá?
Haciendo acopio de las escasas fuerzas que le quedaban, extendió su poderosa mano derecha hacia atrás y abrió de un empujón las puertaventanas de madera del dormitorio; de inmediato el intenso sonido y el fresco olor a lluvia invadieron la estancia. A continuación, asestó una patada al delgado tobillo de su adversario, no tratando de lastimarlo, sino de dislocárselo…, para hacerle perder el equilibrio…
¡Perfecto! Levin se abalanzó hacia delante y, haciendo acopio de sus últimas reservas de aire, empujó al hombre-máquina hasta que quedó tendido sobre la repisa de la ventana, su cruel no-rostro colgando fuera y mirando hacia arriba, azotado por la lluvia.
«Un cuento de viejas que no deja de ser cierto», había dicho mamá hacía muchos años, partiendo la placa facial de la bailarina Categoría I con un martillo. «Basta con que penetre un poco de lluvia detrás de sus ojos…».
—Grazzle… furglazzle… —soltó la máquina-Veslovski mientras sus entrañas estallaban y chisporroteaban—. Grllllllll…
Implacable, Levin sostuvo la máquina. ¡No es sino una máquina!, se dijo, bajo el chorro de lluvia como si estuviera bañando a un perro que se resistía. Por fin las manos que le sujetaban el cuello se relajaron y trató de recuperar el resuello, observando con sombría fascinación mientras Veslovski se fundía en un grotesco y repulsivo montón de chatarra. Levin se desplomó en el suelo junto a la ventana, y el robot cayó a su lado, con la cabeza inclinada en un ángulo anormal, sin dejar de emitir unas frases sin sentido en unos tonos pretendidamente modulados:
—Vizz… poj… markkkklzz…
Por fin, al igual que un moribundo hace acopio de un último destello de lucidez, el objeto que había sido Veslovski dijo con voz queda, en un ruso perfecto:
—No puedes escapar. No puedes vencer.
Tras estas palabras, las últimas fuerzas escaparon de su cuerpo y Veslovski dejó de existir.
—¿Qué locura es ésta? —inquirió Stepan Arkadich cuando, tras averiguar por Dolly que su amigo iba a ser expulsado de la casa, fue al encuentro de Levin en el jardín—. Mais c’est ridicule! ¿Qué mosca te ha picado? Mais c’est du dernier ridicule! Pero ¿qué te figuraste, que si un joven…?
—¡Por favor, no quiero entrar en ello! No puedo remediarlo. Me siento avergonzado por la forma en que os he tratado a ti y a él —contestó Levin restregándose con aire distraído los lados del cuello—. Pero no creo que se lleve un gran disgusto por haber tenido que marcharse, y su presencia nos resultaba intolerable a mi esposa y a mí.
Hizo una breve inclinación de cabeza con gesto de disculpa, poniendo fin a la entrevista e insinuando a su amigo que se retirara del jardín. Cuando Stepan Arkadich se marchó furioso, Levin siguió aplanando la tierra debajo de la cual había enterrado las piezas desmontadas de Vassenka Veslovski.