3

El domingo de la semana de San Pedro, Dolly llevó a sus hijos en coche a la iglesia para que comulgaran. De regreso, rodeada por sus hijos con la cabeza todavía húmeda del baño, y ella misma luciendo un pañuelo alrededor de la suya, observó que las antenas del Cochero/199/II empezaban a temblar, y éste murmuró a través de su Vox-Em: «Se acerca un caballero…, se acerca un caballero… El amo de Pokróvskoie…».

Dolly asomó la cabeza y se llevó una alegría al reconocer la figura familiar de Levin, con su sombrero gris y su levita gris, encaminándose hacia ellos. Pidió a los niños que se sentaran bien y se dispusieran a saludar a Konstantín Dmitrich Levin, y Grisha protestó por tener que guardar su Flashpop/4/I, un juguete parecido a una linterna con el que se dedicaba a fastidiar a su hermana. Dolly siempre se alegraba de ver a Levin, pero en ese momento se alegró aún más de que pudiera verla en todo su esplendor. Nadie era más capaz de apreciar toda su grandeza que Levin.

Al verla, él se encontró cara a cara con una de las imágenes de su anhelada vida familiar.

—Parece una gallina clueca rodeada de sus polluelos, Daría Alexándrovna.

—¡Cuánto celebro verle! —respondió Dolly ofreciéndole la mano.

—Lo celebra, pero no me ha dicho nada. Recibí un comunicado de Stiva diciéndome que estaba aquí.

—¿De Stiva? —preguntó Dolly sorprendida.

—Sí. Dijo que estaba aquí y que quizá me permitiera serle útil —dijo Levin. Le turbaba pensar que a Daría Alexándrovna le molestara recibir ayuda de una persona ajena a su familia cuando esa ayuda debía prestársela su marido.

Ciertamente, a Dolly le disgustaba la forma que tenía Stepan Arkadich de delegar sus deberes domésticos en otros. Pero enseguida comprendió que Levin era consciente de esto. Era precisamente por esa perspicacia, por esa delicadeza, que sentía simpatía por él.

La utilidad de Levin quedó enseguida patente, cuando de pronto el carruaje en el que viajaban Dolly y sus hijos se elevó tres metros en el aire, como suspendido sobre la cresta de un géiser. Levin y Sócrates contemplaron el vehículo que oscilaba sobre la sección frontal de un grotesco animal semejante a un gusano, una lombriz de un tamaño descomunal. Mientras Levin y Sócrates trataban de descifrar la procedencia de semejante criatura, el carruaje cayó con un golpe tremendo de las alturas a las que lo había alzado la extraña bestia. Los niños, ilesos pero aterrorizados, gritaron y se acurrucaron en las faldas de su madre, mientras la bestia volvía su parte frontal hacia Levin. Éste vio entonces su gigantesca boca desdentada, como un abismo, las oscuras hendiduras en lugar de ojos, la ausencia de una nariz. Pero sobre todo esa boca, una abertura gris y arrugada, relamiéndose, una encarnación física del concepto del apetito. La parte superior de su cuerpo alargado se retorcía de modo siniestro, mientras que la inferior permanecía oculta, asomando sólo un poco a través del suelo.

Un sonido acompañó el movimiento de la bestia, un repetitivo y mecánico clic, tica tica tica tica tica…

—Es como un… como un… —dijo Levin siguiendo el ritmo de ese insistente sonido, devanándose los sesos en busca de la palabra adecuada.

Un koschéi, amo —dijo Sócrates palpándose la barba en busca de un arma con que repeler esa aparición—. Como un gigantesco koschéi.

Pero no pudieron seguir hablando, pues de pronto el gusano se inclinó hacia delante. Levin retrocedió de un salto, pero era demasiado tarde: la arrugada boca de la bestia se cerró sobre su muslo. Lo que más le aterrorizó en ese momento fue que lo que sintió alrededor de la parte superior de su pierna no era la repugnante, húmeda, cálida y viscosa carne del gusano, sino una intensa y fría dentellada metálica.

¡Amo! —gritó Sócrates apresurándose hacia él, mientras Dolly y los niños chillaban y lloraban dentro del carruaje.

Levin golpeó con fuerza la cara de la bestia con su fusta de montar, calculando por las oscuras hendiduras dónde debía tener los ojos. En el rostro del monstruo se abrió una herida de la que brotó un nauseabundo líquido de color amarillo vivo. El hedor que emanaba no se parecía a ningún fluido corporal, sino a…

Humectante —gritó Sócrates, agitando el quimiómetro que había sacado de entre los útiles que colgaban alrededor de su cuello—. Nuestro enemigo es decididamente inorgánico.

Fuera como fuere, el monstruo seguía aferrando el muslo de Levin con la boca al tiempo que salía por completo de su madriguera en la tierra, desenroscándose hasta alcanzar unos quince metros. Sócrates lo agarró por la parte central y tiró de él con todas las fuerzas con sus brazos de groznio. El gusano se partió en dos con un horripilante estrépito, secretando otro chorro de la porquería amarilla hasta que, al cabo de unos segundos, la herida se cerró por completo y se formó una nueva boca sobre lo que había constituido la parte posterior de la bestia; ahora había dos monstruos en lugar de uno. El segundo se liberó rápidamente de los accionadores finales de Sócrates y se metió en el coche junto a Dolly y los niños.

Lo siento —masculló el Categoría III mientras el horrendo tica tica tica aumentaba de volumen, alcanzando un nivel casi ensordecedor.

—No lo entiendo —gritó Levin a través de la baraúnda, propinando una patada a la cabeza de la bestia con el pie que tenía libre—. Los altos cargos del Ministerio dijeron que todos los koschéi habían sido eliminados de la campiña.

—¡Y este monstruo sin duda es un koschéi! —apostilló Dolly desde el interior del carruaje, asestando patadas al cuerpo gris y segmentado del gusano con el tacón de su bota.

Grisha, su hijo menor, se deslizó sigilosamente del asiento trasero del coche y reactivó su juguete Categoría I, decidido, con la ingenuidad y el valor propios de un niño, a desempeñar un papel decisivo a la hora de repeler el ataque del monstruo. Apuntó el juguete hacia los ojos de la bestia y oprimió el gatillo para activar un repentino y potente fogonazo. El efecto fue tan instantáneo como gratificante: el monstruo-máquina semejante a un gusano emitió un sonido sibilante y corrió a ocultarse en la madriguera subterránea de la que había salido.

—¡Pero Grisha! —exclamó Dolly.

Entretanto, Konstantín Levin, que seguía atrapado entre las fauces de la primera de las dos bestias-gusano, gritó a su querido compañero:

—¡Sócrates! ¿Te importaría…?

El alto y anguloso Categoría III ya se había puesto en marcha, extrayendo de su barba un Flashpop/I exactamente igual que el que había utilizado Grisha, aunque mucho más potente. El estallido de irradiación provocado por el artilugio hizo que el primer gusano corriera a ocultarse detrás de su compañero en el agujero en la tierra, produciéndose un silencio sepulcral cuando por fin cesó el irritante sonido que emitía. Konstantín Levin se frotó su maltrecha pierna, Dolly y sus hijos emitieron profundos suspiros de cansancio y alivio, y Sócrates se puso a explorar la tierra en busca de alguna prueba que indicara con qué tipo de monstruos acababan de toparse.

Cuando el carruaje reanudó lentamente el camino de regreso a Ergushovo, Levin y Sócrates los acompañaron sobre sus monturas, comentando la posible procedencia de los extraños robots semejantes a gusanos que los habían atacado. La respuesta obvia era que se trataba de un nuevo modelo de koschéi, más potente que todos los que había soltado hasta entonces el SinCienPados; pero había algo en esa respuesta que no convencía a Levin, y Sócrates, con su elevada funcionalidad analítica, se mostró de acuerdo con él. ¿Era posible que los koschéi más pequeños y parecidos a los típicos gusanos hubieran crecido? Pero ¿debido a qué?

—Sea lo que fuere que hizo que esa maldita máquina nos atacara —terció Dolly—, celebro que estuvieran ustedes presentes para defendernos.

—Desde luego —respondió Levin—, aunque su Grisha demostró ser más que capaz de enfrentarse a esos gusanos.

El hijo menor de Dolly sonrió satisfecho ante el cumplido. Los niños apenas conocían a Levin y no recordaban haberlo visto, pero no experimentaban hacia él esa extraña sensación de timidez y hostilidad que a menudo sienten los niños hacia los adultos hipócritas, por lo que suelen ser castigados inmerecidamente. La hipocresía, en cualquiera de sus manifestaciones, puede engañar a la persona más inteligente y perspicaz, pero el niño menos despierto la reconoce de inmediato y le repugna, por ingenioso que sea su disfraz. Es posible que Levin pudiera tener defectos, pero la hipocresía no era uno de ellos, de modo que los pequeños le demostraron la misma simpatía que observaron en el rostro de su madre.

Aquí, en el campo, con los niños, con Daría Alexándrovna y su rolliza Dolichka, un Categoría III con aspecto de matrona, Levin mostraba un talante, no infrecuente en él, infantil y despreocupado que a Dolly le complacía. Después de cenar, sentada a solas con él en el balcón, se puso a hablar de Kitty.

—Como quizá sepa, Kitty va a venir a pasar el verano conmigo.

—¿Ah, sí? —contestó Levin sonrojándose. Luego, para cambiar de conversación, prosiguió—: ¿Quiere que le envíe una nueva vaca? Stiva me ha dicho que ha tenido problemas con su Extractor de Leche/47/II. Si insiste en que se la cobre, puede pagarme cinco rublos al mes, pero le aseguro que no es necesario.

—No, gracias. Puedo arreglármelas.

A fin de dar un nuevo giro a la conversación, Levin explicó a Dolly la teoría sobre el mantenimiento de las vacas, basada en el principio de que la vaca no es más que una especie de máquina destinada a transformar la comida en leche, y demás pormenores.

Mientras hablaba anhelaba desesperadamente averiguar más noticias sobre Kitty, pero al mismo tiempo temía oírlas. Temía que se quebrara la paz interior que había alcanzado con tanto esfuerzo.

—Sí, pero hay que ocuparse de ella, ¿y quién va a hacerlo? —respondió Dolly sin mucho interés.

Perdón —intervino Sócrates. Todos se volvieron para mirar al robot, que, un tanto abrumado por concitar tantas miradas, empezó a encender y apagar un interruptor en su cadera—. He realizado un análisis exhaustivo sobre la cuestión del monstruo-gusano. No acabo de entenderlo: suponiendo que la criatura con la que nos topamos sea una versión más grande de los koschéi que tiempo atrás infestaban estas tierras, ¿cuál es el motivo? ¿Por qué iba un simple artilugio del SinCienPados a crecer hasta adquirir semejante tamaño? ¿Y… cómo?

¡Vaya por Dios! —exclamó Dolichka.

Por lo demás, pensó Levin, que se resistía a exponer esa posibilidad en presencia de Daría Alexándrovna y sus hijos, e incluso a contársela a Sócrates, ¿es posible que haya otras cosas que el Ministerio nos esté ocultando?

—En su último comunicado, Kitty dice que sólo anhela quietud y soledad —dijo Dolly.

—¿Cómo está? ¿Mejor? —preguntó Levin nervioso.

—A Dios gracias, se ha recuperado por completo. Nunca creí que tuviera los pulmones afectados.

—¡Me alegro mucho! —respondió él, y Dolly creyó ver en su rostro una expresión conmovedora, desesperada, al decir esto y mirarla en silencio a los ojos.

—Permítame que le pregunte, Konstantín Dmitrich —dijo ella esbozando una sonrisa afable y un tanto burlona—, ¿por qué está enojado con Kitty?

—No estoy enojado con ella —contestó Levin.

—Sí lo está. ¿Por qué no vino a vernos cuando estuvo en Moscú?

—Daría Alexándrovna —respondió él, sonrojándose hasta la raíz del pelo—. Me asombra que con su bondadoso corazón no se haya percatado. ¿Cómo es posible que no sienta la menor compasión hacia mí, sabiendo como sabe…?

—¿Qué es lo que sé?

—Sabe que le propuse matrimonio y ella me rechazó —respondió Levin, y toda la ternura que había sentido por Kitty hacía un minuto fue sustituida por un sentimiento de ira por la humillación que él había sufrido.

Dolly cambió una mirada de fingido asombro con Dolichka.

—¿Qué le hace suponer que lo sé?

—Todo el mundo lo sabe…

—En eso se equivoca; no lo sabía, aunque lo imaginaba.

—Pues ahora ya lo sabe.

—Sólo sabía que había ocurrido algo que había afligido mucho a Kitty, que me rogó que no hablara nunca del asunto, tras lo cual partieron para la órbita de Venus. Y puesto que a mí no me lo dijo, estoy segura de que no se lo dijo a nadie más. Pero ¿qué ocurrió entre ustedes? Cuéntemelo.

—Ya se lo he dicho.

—¿Cuándo sucedió?

—La última vez que estuve en casa de ellos.

—Lo lamento mucho por Kitty —dijo Daría Alexándrovna—. Usted sufre sólo por su orgullo herido…

—Es posible —respondió Levin—, pero…

Dolly le interrumpió.

—Pero ella, pobre chica… Lo lamento profundamente por ella. Ahora lo comprendo todo.

—Bien, Daría Alexándrovna, le pido que me disculpe —dijo él, levantándose e indicando a Sócrates que deseaba irse.

—No, espere un minuto —dijo ella sujetándole de la manga mientras las lágrimas afloraban a sus ojos—. Espere un minuto, siéntese. Si no simpatizara con usted, y si no le conociera como le conozco…

El sentimiento que parecía muerto se reanimó con mayor intensidad e hizo presa en el corazón de Levin.

—Sí, ahora lo comprendo todo —dijo Dolly—. Usted no puede entenderlo; ustedes los hombres son libres y pueden elegir, siempre saben con claridad a quién aman. Pero una muchacha siempre está en vilo, con todo el recato de una mujer o una doncella, una muchacha que ve a los hombres de lejos, que debe fiarse de lo que le dicen… A menudo una joven alberga un sentimiento que no sabe descifrar, no sabe explicar…

—Sí, cuando el corazón no habla…

—No, ocurre aunque el corazón hable. Ustedes los hombres se declaran cuando su amor ha madurado o cuando la balanza se inclina por una de las dos mujeres que les atraen. Pero a una joven no se lo preguntan. Tiene que tomar una decisión, pero no puede elegir, sólo le cabe responder «sí» o «no».

Sí, elegir entre Vronski y yo, pensó Levin, y el sentimiento muerto que había cobrado vida en él murió de nuevo, hiriéndole en el corazón. Sócrates, en un insólito gesto de ternura física, apoyó un brazo sobre los encorvados y agitados hombros de su amo mientras éste recordaba las palabras de Kitty: «No, eso es imposible…».

—Daría Alexándrovna —dijo Levin secamente—, agradezco su confianza en mí, pero creo que se equivoca. Pero tanto si tengo razón como si no, el orgullo que usted aborrece hace que me sea imposible pensar en Katerina Alexándrovna, totalmente imposible.

—Sólo le diré una cosa más —respondió Dolly—. Sabe que me refiero a mi hermana, a la que quiero como quiero a mis hijos. No digo que ella le ame; sólo que su rechazo en esos momentos no demuestra nada.

—¡No lo sé! —exclamó Levin levantándose—. Si usted supiera el daño que me causa. Es como si se le hubiera muerto un hijo y le dijeran: «Pudo haber sido así de esta forma, o de la otra, y si usted pudiera retroceder en el tiempo…». ¡Pero el hombre no puede retroceder en el tiempo! El experimento se ha intentado y abandonado, por lo que no tiene sentido imaginar lo que pudo haber ocurrido.

—¡Es usted absurdo! —dijo Dolly observando con una mezcla de tristeza y ternura el nerviosismo de Levin—. Sí, cada vez lo veo con más claridad —prosiguió con aire pensativo—. ¿De modo que no vendrá a visitarnos cuando esté Kitty?

—No, no vendré. Por supuesto no evitaré encontrarme con Katerina Alexándrovna, pero trataré en la medida de lo posible ahorrarle la molestia de mi presencia.

—Es usted decididamente absurdo —repitió Dolly mirándole a la cara con ternura.

Levin y Sócrates se despidieron y partieron mientras ella y su querida compañera se despedían de ellos agitando la mano desde el jardín de la casa en Ergushovo. Antes de entrar de nuevo en casa, Dolly se detuvo, con las manos apoyadas en las caderas, al percibir un sonido tenue pero nítido que sonaba cerca.

Tica tica tica.

Tica tica tica. Ticaticaticatica

Vaya por Dios —dijo Dolichka.

Y Dolly murmuró también:

—Sí, vaya por Dios.

Androide Karenina
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