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La balanza de la vida

El estrés es una fuerza que se pone en marcha ante cualquier peligro, amenaza física o situación de incertidumbre. Vamos a comprender cuál es su naturaleza, en qué consiste y a qué se parece.

Hoy en día el mundo se encuentra en una situación de continua incertidumbre, tanto en lo económico como en lo social. Un cambio en el trabajo, un jefe nuevo, una mudanza, un colegio distinto, un nuevo competidor en el mercado e incluso una enfermedad representan para cualquier persona circunstancias de desasosiego que exigen al organismo una adaptación.

El estrés se podría representar visualmente como una balanza cuyos brazos se abren en el mismo momento en el que se penetra en un territorio desconocido. Para entenderlo mejor y vivirlo no como un concepto, sino como una experiencia, vamos a usar nuestra imaginación para realizar un viaje hacia el pasado. Si conseguimos que la información nos llegue no como una simple descripción, sino que nos entre por los sentidos, será más fácil que se genere en nosotros una experiencia que acuda con rapidez cuando de verdad la necesitemos. Para realizar este viaje necesitamos poner en marcha el reloj del tiempo. Después de dar a las agujas «infinitas» vueltas y dejar atrás las civilizaciones que forjaron nuestro presente, finalmente el reloj se detiene y nos encontramos en un sitio extraño: una inmensa pradera donde casi todo está seco. Tenemos mucha hambre y mucha sed. Miramos hacia atrás y vemos unos árboles a lo lejos. Durante mucho tiempo ellos fueron nuestro hogar. Ellos nos ayudaron a sobrevivir. Aquellos árboles nos dieron una gran sensación de seguridad. La nostalgia da paso a la necesidad de encontrar alimentos y algo de agua para beber. Con una mezcla de ilusión y de miedo, empezamos a recorrer esa pradera. No sabemos lo que podemos descubrir, tal vez haya animales peligrosos que nos quieran devorar, tal vez un águila desde el cielo nos divise y baje en picado sin que hallemos ningún lugar para ocultarnos y protegernos. A pesar de nuestras dudas, seguimos avanzando hasta que al final encontramos un pequeño estanque escondido entre unas rocas. Nos acercamos a beber y al agacharnos aparece el reflejo de nuestro rostro y nuestro cuerpo sobre el agua. Nos quedamos mirando con una cierta sorpresa esas poderosas cejas, esa mandíbula prominente, la forma de nuestro cráneo en la que no parece distinguirse la existencia de una frente. Todo nuestro cuerpo está lleno de pelos y somos conscientes de que tras ese aspecto feroz se esconde una gran fragilidad, ya que apenas medimos un metro y medio.

Después de beber nos ponemos en marcha y al contemplar dos piedras nos paramos, cogemos una y empezamos a golpearla contra la otra con decisión. La forma roma de la piedra que tenemos en la mano izquierda va adquiriendo progresivamente una apariencia cortante. Estamos satisfechos porque sabemos que hemos construido nuestra primera arma. Seguimos nuestra marcha más tranquilos hasta que bruscamente nos paramos. Entre los arbustos que hay frente a nosotros empezamos a distinguir algo sutil, casi podríamos decir que es parte del arbusto, pero no, no lo es, reconocemos un leve movimiento, tal vez algo como una ligera y muy discreta respiración. Súbitamente, una imagen aparece en nuestro cerebro como lo hace el sol tras disiparse las nubes. Pegamos un chillido al acudir a nuestra mente la representación de un leopardo. Comenzamos a correr justo antes de que surja de entre los arbustos una figura musculosa y de aspecto moteado. Mientras que sentimos que el corazón nos late con fuerza, nos damos cuenta de que corremos a una velocidad que parece imposible. Saltamos sobre las piedras que hay en el camino y buscamos desesperados un lugar donde ocultarnos. Nuestros ojos divisan un grupo de acacias. Corremos hacia ellas, pues sabemos que nuestra vida está en juego. Empezamos a subir por una de ellas con una agilidad extrema. Tras nosotros el leopardo comienza a subir por el tronco. Saltamos de rama en rama hasta llegar a las más altas. El leopardo se para en seco, se da cuenta de que la rama en la que estamos subidos es demasiado frágil para resistir su peso. Tal vez pudiera atraparnos, pero si la rama se rompiera, desde una altura tan grande podría romperse algún hueso. Ya no podría cazar, no podría subirse a los árboles y acabaría por ser presa de las hienas. El leopardo da un gruñido y paulatinamente se aleja y desaparece por la sabana africana en pos seguramente de alguna otra presa. Al menos en aquella ocasión nosotros, los Homo habilis habíamos sobrevivido.

Nuestro primer ancestro conocido fue el Homo habilis, que apareció en África hace unos dos millones de años. Éste solo era capaz de hacer piedras cortantes y carecía de otro tipo de armas más sofisticadas. Debido a su pequeño tamaño era presa frecuente de las águilas, los leopardos y las hienas. Experto trepador, encontraba su refugio en los árboles. En un momento de su historia, probablemente movido por la falta de alimentos en su entorno natural, el bosque, tuvo que lanzarse a descubrir otros mundos y se adentro en la gran sabana. Al penetrar en ese incierto universo, esa fuerza destinada a ayudarnos a sobrevivir se desplegó y la balanza del estrés abrió sus brazos. Si la amenaza pesaba más que los recursos que aquel ser tenía, se pondrían en marcha mecanismos para aumentar su poder y su capacidad de supervivencia. Nuestro personaje descubrió al leopardo a pesar de su excelente camuflaje porque su atención era precisa y su estado de alerta máxima. Pudo recordar las experiencias que otros Homo habilis habían tenido sobre encuentros con depredadores porque su memoria se agudizo y además corrió a una velocidad que en otras circunstancias habría sido imposible de alcanzar porque experimento un aumento en el riego sanguíneo de sus músculos.

Volvamos ya a la Edad Moderna, al ser humano actual, y reconozcamos como esa misma balanza del estrés opera en nosotros. Recordemos experiencias en las cuales nos hemos quedado sorprendidos de nuestra capacidad de concentración y de nuestra velocidad de aprendizaje. De la manera en la que éramos capaces de solucionar varios problemas al mismo tiempo. Tal vez incluso nos haya impactado la magnitud de nuestra memoria para recordar y para almacenar datos. No sería tampoco extraño que en aquellos momentos hubiéramos también percibido una inusual energía y una gran vitalidad. Nuestra relación con el tiempo parecía haberse transformado y éramos conscientes de nuestra capacidad de hacer mucho más en menos tiempo. Pensemos en aquello que desató unas reacciones tan curiosas y nos daremos cuenta de que fue algún tipo de desafío, afortunadamente no el encuentro con un leopardo, pero si tal vez un proyecto que había que terminar antes de lo previsto, o tal vez un examen que sin darnos explicación alguna se había adelantado. Estábamos, sin duda, encantados con nuestras capacidades expandidas y posiblemente pensáramos en aquellos momentos que ojalá todo fuera siempre así. Han pasado ya noventa minutos desde que nos transformamos en «súper hombres» y «súper mujeres» y ahora notamos que algo extraño empieza a ocurrir. Nos vamos notando cada vez más irritables y nos cuesta mucho mantener la concentración. Ya no nos acordamos de lo que habíamos leído tan solo un minuto antes. No logramos aprender y al poco rato nuestro estado físico no es de cansancio, sino de completo agotamiento.

Nos vamos a parar en este punto para entender que es eso tan raro que nos está pasando. Hoy con la investigación actual podemos explicar lo que ayer nos resultaba confuso.

Al principio, frente al desafío estábamos bajo los efectos del estrés positivo o eustrés. Nuestra sangre tenía una curiosa mezcla de hormonas, entre ellas la adrenalina y la noradrenalina, que mantenían nuestro interés y nuestra sensación de vitalidad y que nos invitaban a explorar. También había dopamina, la cual nos daba la capacidad de enfocarnos y de evitar distracciones, a la vez que nos proporcionaba una sensación de placer junto a ellas también nos encontraríamos con la serotonina, una hormona que afecta mucho a los estados de ánimo. Ésta nos aportaría una gran sensación de confianza, que nos ayudaría a sentirnos tranquilos en medio del desafío, con la clara convicción de que lo íbamos a superar. Sin embargo, han pasado noventa minutos con nuestro motor a máximo rendimiento y hemos cometido el error de no parar unos minutos a recuperarnos, a mover nuestro cuerpo, a hacer un sencillo ejercicio de relajación o a escuchar con los ojos cerrados un poco de música agradable. Esto ha causado la puesta en marcha de la otra forma de estrés, el negativo o distrés. Nuestra sangre ha visto desaparecer la mayor parte de la adrenalina, de la noradrenalina y sobre todo de la dopamina y de la serotonina, y se ha llenado de cortisol. Por eso nos sentimos agotados, empezamos a irritarnos y a perder concentración y memoria. Emociones negativas como el miedo y la desesperanza sustituyen a la confianza y a la ilusión.

Concluyamos, pues, nuestra revisión sobre la naturaleza del estrés y reconozcamos que ante los desafíos, el eustrés siempre nos va a ayudar a superarlos porque va a agudizar nuestro intelecto y va a poner en marcha unas emociones que van a generar en nosotros la ilusión, la confianza, la serenidad y el aguante que en esos momentos necesitamos. Recordemos que tras la activación del eustrés, sobre todo si llevamos en esa situación más de noventa minutos, se va a producir la activación del otro mecanismo, el del distrés. Éste que tiene su razón de ser, como veremos más adelante, genera falta de claridad mental, vacilación en la toma de decisiones o errores graves en el tipo de resoluciones que se llevan a cabo. Finalmente el distrés perjudica de una forma notable nuestra salud y nuestra vitalidad. En la actualidad somos conscientes, sobre todo a raíz de los estudios que se han llevado a cabo con atletas, de que para que un ser humano crezca, madure y evolucione son necesarios tanto los episodios de eustrés o «estiramiento» como los de recuperación. Las personas necesitamos respetar este tipo de oscilación. En una empresa o en una casa, cuando no existen estos episodios de recuperación, inmediatamente se entra en distrés. La falta de esta especie de revitalización genera lo que se llama una carga alostática, que es algo así como un residuo toxico que cuando no se elimina empieza a ser francamente perjudicial.

Por otro lado, es importante comentar que las reacciones de distrés no aparecen solo cuando no nos recuperamos de un periodo de eustrés mantenido. También se producen cuando hemos aprendido a sentirnos incapaces de hacer frente a los desafíos e incertidumbres. En este caso, es nuestra forma de pensar, esta incapacidad aprendida, la que genera unos cambios físicos y mentales tan notables y tan profundamente limitantes.

El doctor Bandura, catedrático de Psicología de la Universidad de Stanford, ha llevado a cabo ingeniosos experimentos para demostrar hasta que punto la incapacidad aprendida afecta no solo a los niveles de distrés, sino también al nivel en el que somos capaces de soportar el dolor. Bandura invitó a una serie de jóvenes a participar en una de estas experiencias. Se buscaron grupos homogéneos, que compartían un cociente intelectual y una preparación académica similar, para eliminar variables que hicieran más difícil medir algunos resultados. Bandura, en la parte inicial del experimento, les pidió que metieran las manos en unos tanques llenos de agua muy fría. Se cronometró con precisión el tiempo que cada participante aguantaba el dolor sin sacar la mano del agua. Posteriormente se dividió a los estudiantes en dos grupos y a cada uno de ellos se les situó en salas diferentes. En cada estancia se encontraban los mismos problemas de matemáticas para que los solucionaran ambos grupos. Solo existía una diferencia, los colaboradores de Bandura en una de las salas tenían la misión de hacer que los estudiantes se sintieran capaces de resolver los problemas, mientras que en la otra éstos tenían que actuar de manera contraria, hacer sentir a los estudiantes que eran incapaces de dar una respuesta a los problemas. Todos sabemos que unos simples comentarios e incluso una forma de mirar pueden transmitir mensajes de confianza o desconfianza. Los resultados que Bandura buscaba no eran los obvios que se obtuvieron, es decir, que los estudiantes que se sintieron capaces resolvieron mucho mejor los problemas de matemáticas que los que se veían incapaces. Lo que se buscaba demostrar era muchísimo más sutil.

Terminada la parte de los problemas de matemáticas, se llevo de nuevo a los estudiantes a los mismos tanques de agua muy fría para que volvieran a meter sus manos en ella y poder calibrar cuanto tiempo aguantaban el dolor sin sacar la mano del agua. Aquéllos que se sintieron capaces de resolver los problemas de matemáticas aguantaron mucho más tiempo que antes y un tiempo muy superior al que habían aguantado los que se habían sentido incapaces de resolver los problemas. Lo que Bandura y su equipo demostraron fue que cuando uno se siente capaz de hacer frente a un desafío, su organismo empieza a producir unas sustancias llamadas neuropéptidos que no solo son potentísimos analgésicos, lo que explica que los estudiantes que se sintieron capaces de resolver los problemas aguantaran mucho más tiempo en el agua helada, sino que además esos mismos neuropéptidos tienen la capacidad de anular la reacción de distrés. Por eso es tan importante que cuanto más distresada se encuentre una persona y mayor sea el nivel de incertidumbre, lejos de caer en el pánico y en la desesperanza, se autoconvenza y transmita a los demás que es capaz de superarlo y resolverlo, que existe una salida. En general tendemos a adoptar actitudes pesimistas y de desaliento cuando el caminar se hace difícil. Es importante que seamos conscientes de que la actitud menos sencilla, aunque más inteligente, es justo la contraria.

A modo de conclusión me gustaría resaltar dos ideas:

1. Ante los desafíos y las incertidumbres es importante recordar que en nuestro interior tenemos muchos más recursos de los que pensamos. Ello nos dará la confianza para avanzar con ánimo y con inteligencia. Solo así descubriremos las oportunidades y reconoceremos las posibles amenazas antes de que se conviertan en inminentes peligros.

2. Cuando llevemos más de noventa minutos en eustrés, recordemos que el organismo va a necesitar un periodo de recuperación.

Hay un relato que nos puede ayudar visualmente a tener presente esto:

Un grupo de leñadores estaba cortando árboles en un bosque, diariamente, sin parar. Cada jornada ellos se levantaban antes y se acostaban más tarde y, sin embargo, cada vez cortaban menos árboles. Asumieron que su falta de eficacia se debía a que sin duda a medida que avanzaban en el interior del bosque los árboles por alguna razón desconocida adquirían una mayor dureza. Solo uno entre ellos cortaba más árboles que nadie, a pesar de que ni era el que se acostaba más tarde ni el que se levantaba más temprano. Además, para mayor sorpresa de todos, todos los días desaparecía durante media hora. Entre sus compañeros circulaban todo tipo de teorías, desde que tenía suerte porque le tocaban los árboles más blandos, hasta que era más fuerte de lo que parecía. Al final uno de ellos, en lugar de seguir haciendo juicios, decidió hacerle una pregunta para averiguar en que invertía el tiempo en el que se ausentaba. La respuesta de tan evidente que era, había sido obviada:

—Durante ese tiempo me dedico a afilar mi hacha.

Pararnos para recuperar fuerzas no es un gasto de tiempo, sino una extraordinaria inversión. Cuando nuestro cerebro entra en un periodo de recuperación, las ondas rápidas que se registran por medio del electroencefalograma se vuelven más lentas y ese ritmo lento llamado alfa está asociado a la recuperación tanto mental como física.