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No me grites, que no te oigo

Es frecuente darse cuenta de que en el mundo de la comunicación ocurren hechos muy sorprendentes. Tomemos por ejemplo cuando uno le dice algo a otra persona y ésta reacciona de una manera totalmente distinta a la esperada. Sin duda ello genera desconcierto y perplejidad, sobre todo cuando estamos tratando de que se cumplan una serie de peticiones. Es como si diese la sensación de que en medio de la comunicación entre dos seres humanos algo invisible y potente interfiriera y generase todo tipo de distorsiones en como el mensaje que se quiere comunicar se emite y como éste se recibe en el otro lado. Tuve la ocasión de reflexionar hondamente sobre esa situación mientras daba una sesión al comité de dirección de un gran hospital. La sesión estaba enfocada en el desarrollo de su visión. Ellos querían crear una nueva realidad para su hospital. Era necesario, pues, que pusieran en marcha todo el poder de su imaginación y de su creatividad para visualizar posibilidades nuevas tanto en los productos que generaban como en el tipo de procesos y procedimientos que los llevarían a esa posición de liderazgo en su sector. Como a mí me apasiona el funcionamiento del cerebro, empecé a hablar durante la sesión de las relaciones entre el cerebro, la imaginación y la creatividad. De repente, uno de los participantes se levanto de su silla, alzo sus brazos en el aire y con un tono fuerte que sonó como un gran reproche gritó: «¡Si es que todos decís lo mismo!».

Se produjo un profundo silencio en la sala y entonces yo le pregunté qué es lo que le hacía sentir así. La persona en cuestión se quedó callada y se sentó sin pronunciar una sola palabra más, por lo que ante su silencio decidí continuar. Por alguna causa que se me escapó, no me molestó para nada su intervención, y por tanto ni me sentí herido ni noté ninguna animadversión hacia esa persona. Estoy convencido, no obstante, y la vida así me lo ha mostrado, que en otras ocasiones parecidas, ni mi equilibrio ha sido él mismo ni mi emocionalidad tampoco y si se ha producido una buena dosis de resentimiento y un deseo de revancha.

Después del incidente, seguimos con la sesión y al cabo de unos minutos, algo extraordinario sucedió porque el directivo que había guardado silencio cuando yo le pregunté por su sentir, empezó a hablar y a dar ideas sobre como mejorar el hospital. Las ideas eran tan creativas que pude notar el nivel de asombro existente entre los participantes. Por las caras, se podía inferir que más de uno se estaba preguntando en que momento le habían hecho a esa persona un trasplante de cerebro sin que ellos se hubieran dado cuenta.

Terminado el curso, todos se marcharon excepto el director general que quería hablar conmigo. Nos sentamos en dos sillas y me empezó a decir que había quedado profundamente impresionado por el curso, de lo cual obviamente me alegré, aunque quería indagar más. Cuando le pregunté que era lo que más le había gustado, tal vez pensando que me iba a hablar de algunas de las estrategias que habíamos comentado para potenciar la imaginación, me sorprendió con su contestación: «Mario, lo que más me ha impresionado es como le has contestado a ese directivo que ha hecho un comentario tan agresivo».

Yo, francamente, no entendía lo que me decía porque como aquel comentario no me había generado ninguna herida, tampoco vi que en mi contestación existiera nada que pudiera impresionar a nadie y así se lo transmití.

—Mario, no lo entiendes, ese directivo ha hecho conmigo en todas las reuniones que he mantenido con mis directores desde que he llegado a esta empresa exactamente lo mismo que ha hecho hoy contigo. ¿Sabes la diferencia?, pues que en todos los casos yo lo he echado de la reunión. Hoy me he dado cuenta de lo que he perdido. Si simplemente en lugar de alejarle hubiera intentado entender su sentir, hubiera ayudado a que se desplegara la creatividad de este hombre, que para todos permanecía tan oculta y que, sin embargo, para todos es tan necesaria —me contestó.

He reflexionado mucho sobre aquello que me pasó para intentar entender que proceso se puso en marcha que permitió una liberación de la creatividad de aquella persona.

Todo el potencial creativo que encierra nuestro cerebro está muy influido por la situación emocional que experimentamos en cada momento. Si nos sentimos alegres, entusiasmados, apasionados por algo, la creatividad tiende a fluir. De hecho, las personas creativas, en líneas generales, suelen poner una gran pasión en lo que hacen. Por el contrario, cuando nos Llenamos de miedo o de ira, se produce como una especie de tapón en ese «grifo» de la creatividad y esta deja de fluir.

El directivo al que me he referido posiblemente tenía almacenada una dosis no escasa de ira y frustración, ya que de alguna manera no se consideraba parte de ese equipo, ni notaba que su opinión se tuviera en cuenta. Él necesitaba sentirse valioso y que se reconociera su capacidad de contribuir. Estas necesidades dudo mucho que las sintiera cubiertas y precisaba cubrirlas, porque un ser humano que no cubra sus seis necesidades básicas sufre, ya sea una niña en un colegio, un ama de casa o una alta directiva. El problema y el desconcierto surgen en la forma en la que las personas informamos a los demás de que nuestras necesidades no están cubiertas y de que necesitamos ayuda para cubrirlas. Es aquí donde el fallo ocurre, ya que no hemos sido entrenados para manifestar esta petición de una manera que realmente ayude a cubrir dichas necesidades. El directivo al que me he referido anteriormente de alguna manera me estaba pidiendo que lo valorara, que lo considerara, porque su opinión merecía ser escuchada. Yo era un extraño para ellos y tal vez pensara que alguien de fuera lo escucharía como él sentía que no lo escuchaban los de dentro. Sin embargo, el mensaje que emitió no invitaba al acercamiento y a la acogida, sino al alejamiento y al rechazo. Era una comunicación «suicida» porque en lugar de favorecer que sucediera lo que él buscaba, lograba justo el efecto contrario.

La falta de un canal adecuado para expresar nuestro sentir parece obvia si observamos la gran tensión que se genera en muchas de nuestras comunicaciones y que distancia por igual a padres y a hijos, a marido y mujer, a amigos y a compañeros de la empresa. Por unas u otras razones, hemos aprendido desde pequeñitos que era mejor callar nuestro sentir que expresarlo. Nos hemos vuelto unos expertos a la hora de mandar algunos de nuestros sentimientos como la ira, el miedo, la frustración y la desesperanza al sótano nuestra casa y hemos pensado que se quedarían allí quietecitos y sin protestar. Como desde el piso de arriba no oímos sus golpes ni sus protestas, no nos damos cuenta de que nuestra casa retumba por doquier. Sin embargo, llega un momento en que esa emocionalidad se escapa del sótano y sale como un torbellino mientras arrasa y destruye todo lo que encuentra a su paso, aunque sea una relación muy querida. La falta de destreza en la gestión de nuestras emociones es una de las principales causas por las que enfermamos. Así, vemos que dicha falta de maestría está asociada a un aumento del colesterol y de los triglicéridos en sangre. Estas sustancias al ser tan abundantes empiezan a formar unos depósitos grasos y pegajosos en el interior de nuestras arterias que paulatinamente van estrechando la luz, es decir, el hueco por donde circula la sangre. Además de todo esto, se produce un incremento en la tendencia de la sangre a coagular. Las plaquetas, que son fragmentos de unas células llamadas megacariocitos y que están llenas de una sustancia llamada F3, que es esencial para poner en marcha la llamada cascada de la coagulación, empiezan a pegarse con especial intensidad a esos depósitos grasos, con lo cual se favorece que la luz del vaso, que ya estaba estrechada, al producirse un coágulo, se cierre por completo. Ello origina que el tejido que recibe su oxígeno y sus nutrientes a través de esos vasos empiece a sufrir y si no se hace nada para solucionar el problema llegue a morir. Ésta es la génesis de muchos de los infartos de miocardio y de los infartos cerebrales.

Necesitamos, pues, encontrar un sistema que nos saque de este circulo tan pernicioso, que nos ayude no a encerrar nuestro sentir, ni tampoco que permita que la presión de esas voces encerradas en nuestro sótano y obligadas a silenciar actúen generando tal presión que nos lleve a estallar precisamente con aquéllos a los que paradójicamente más queremos. Ese sistema permitiría por una parte expresar lo que sentimos, con lo cual esa presión interior negativa y dañina que se genera al acallar el sentir no se produciría. Por otra parte, dicho sistema tendría que favorecer que la otra persona entendiera nuestra emocionalidad y supiera que es lo que necesitamos y la ayuda que pedimos, en lugar de dañar la relación y favorecer el alejamiento. Cuantas personas piensan que hablar claro y de manera directa es clave y, sin embargo, que pocas se atreven en el momento de la verdad a hacerlo. Yo no creo que ello se deba a una falta de valor, sino a carecer de la metodología adecuada que nos dé la confianza necesaria a la hora de expresar lo que es necesario e importantísimo que sea escuchado si queremos que exista conexión y comprensión.

Lo primero que hemos de entender es que nuestra mente no ha sido entrenada en buscar hechos, sino en generar juicios. Por ejemplo, decimos: «hija mía, me molesta lo desordenada que eres», en lugar de decir que en los cuatro últimos días cuando he llegado a casa me he encontrado los juguetes por el suelo. Podemos también decirle a nuestro jefe que no cuenta con nosotros, en lugar de decirle que en las ultimas tres reuniones del departamento no hemos sido convocados. No solemos hablar de hechos, sino emitir juicios y pensar que la otra persona nos va a entender. La observación atenta muestra que cuando la otra persona oye un juicio por objetivo que nos parezca, deja automáticamente de escuchar, contraataca o se pone a la defensiva. Si lo que queríamos es que esa persona comprendiera nuestro sentir, logramos justo el efecto contrario, de nuevo se ha creado una conversación suicida. Por todo ello, es esencial buscar hechos y no emitir juicios por verdaderos que nos parezcan o como defensa cuando nos sentimos heridos. Lo segundo que es crucial es expresar nuestro sentir. A veces pensamos que no se pueden tener ciertas emociones, como la ira hacia un ser querido incluso el miedo y, sin embargo, es absurdo negar lo que sentimos precisamente por eso, porque ha de ser real cuando lo experimentamos. Tampoco me parece que sentirse culpable por tener estos afectos ayude en nada, porque la culpa tiene mucho de paralizante y ha sido usada y abusada como chantaje emocional que nos hace ser manipulables como títeres. Aceptar lo que sentimos es un paso esencial para poder luego expresarlo sin culpabilizar para nada a la otra persona. En el momento en que le digamos a alguien por objetivo y razonable que nos parezca que el o ella son los culpables de nuestro sufrimiento, en la mayor parte de los casos y de forma automática, se habrá cortado la comunicación. Es importante contar mi sentir como la realidad que yo vivo, sin vincularla a la persona y si a los hechos que describí en un comienzo. Llega un mensaje muy diferente a una persona cuando oye: «Hija mía, eres una desordenada y estoy harta de llegar a casa y verlo todo por el suelo»; a decirle: «Hija mía, cuando mama ha llegado a casa los últimos cuatro días y ha visto los juguetes por el suelo se ha sentido triste y frustrada». Tampoco es lo mismo decirle a alguien que no cuenta con nosotros porque no nos convoca a las reuniones del departamento, que decirle que en las últimas tres reuniones del departamento yo no he sido convocado y me siento por una parte desconcertado, y por la otra triste y hundido. Es importante comprender que cuando nosotros en lugar de enjuiciar buscamos hechos, que cuando en lugar de rechazar o de negar nuestras emociones las aceptamos, lo que simplemente quiere decir que reconocemos que existen, aunque puedan no gustarnos, toda nuestra emocionalidad empieza a cambiar y nosotros, que en ese momento estábamos enajenados, empezamos a reequilibrarnos y con ello se estabilizan tanto nuestro tono de voz como nuestros gestos, que tienen un impacto tan grande en el proceso de comunicación. Es solo cuando nos presentado unos hechos y los hemos vinculado con nuestro sentir, cuando podemos expresar nuestras necesidades y no esperar a que la otra persona las descubra. No es sencillo para nosotros descubrir lo que otras personas sienten si no nos dan ninguna pista.

En los ejemplos anteriores, la madre le podría manifestar a su hija la necesidad que tiene de orden y organización en su casa y de tranquilidad de saber donde están las cosas. El empleado puede también decirle a su jefe que necesita sentirse parte de un equipo, saber que se cuenta con él y que se valora su contribución. La experiencia que tengo es que cuando la otra persona escucha las necesidades que se le manifiestan, la mayor parte de las veces se queda descolocada y perpleja porque nunca se le había pasado por la cabeza que aquello fuera tan importante para él o para ella. Esto es simplemente una observación de hasta que punto nuestra comunicación no incluye ni sentimientos ni necesidades. El proceso finaliza cuando una vez manifestadas las necesidades se hace una petición a la otra persona. Todos nos necesitamos unos a otros y sin embargo, hemos sido condicionados culturalmente para sentir vergüenza si pedimos ayuda, lo cual es incluso más acusado en los hombres que en las mujeres. De alguna manera confundimos las cosas y creemos que pedir ayuda es un signo de debilidad, en lugar de una muestra clara de humildad, claridad, compromiso y fortaleza. Solo el que tiene claro la importancia de algo y necesita que lo ayuden suele ser capaz de manifestarlo. Por eso, la petición de ayuda, que no la exigencia, ha de seguir a la manifestación de las necesidades. Si pedimos ayuda y recibimos una negativa, no nos molestamos ni nos enfadamos. Si exigimos ayuda y no nos la dan, entonces nos enfurecemos y, si podemos, lo apuntamos en nuestra libreta de revanchas. La diferencia, por tanto, entre una petición y una exigencia muchas veces no está en el tono de voz, sino en lo que ocurre cuando la otra persona nos dice no. Hay exigencias que son muy claras por el tono imperativo con el que se expresan, sin embargo, hay exigencias que se envuelven en un tono dulce y acaramelado que a pocos engañan. En este caso, si decimos que si, no lo haremos de corazón, sino porque nos sentimos coaccionados. No sé si a la otra persona le importara o no, pero podría importarle porque hacer las cosas sintiéndose coaccionado hace que se acumule el resentimiento. Y éste es un curioso veneno, pues nos hace creer que daña a la persona que nos lo crea y, sin embargo, nos hiere a nosotros. Si frente a nuestra petición de ayuda la otra persona dice que no, podemos solicitarlo una y otra vez sencillamente con la intención de que la otra persona reconsidere su actitud y tal vez se abra a una transformación. Aun así, no hemos de buscar convencer u obligar, solo invitar a reflexionar. Sé que a veces todo lo que he referido nos cuesta, lo que he visto es que lo que hace que una persona cambie no es lo que le decimos, sino lo que ella descubre.

Es de gran relevancia que cuando alguien nos hable con un tono fuerte e incluso agresivo, no veamos solo eso que se nos presenta, porque detrás de la fachada de la ira se esconden las verdaderas emociones de esa persona que son la tristeza y el miedo. Por eso, en lugar de posicionarnos, de atacar o de defendernos intentemos hacer una pregunta honesta para entender no lo que piensa esa persona, sino lo que siente. Muchas actitudes de los demás son incomprensibles para nosotros y, sin embargo, tienen mucho sentido para ellas. Escuchar no implica ni precisa estar de acuerdo, simplemente pretende comprender para conectar.