Capítulo 85
Viena, 15 de julio de 1914
El tranvía se detuvo en una avenida gris de árboles pelados y secos. Caminaron en silencio hasta la pensión, pero cuando estuvieron enfrente del edificio viejo, con la pintura desconchada de las paredes, los tres opinaron que aquel lugar era en el que un joven austríaco, vulgar y corriente, podía esconderse y pasar desapercibido, como uno de los miles de jóvenes que dejaban la tranquila y asfixiante monotonía de sus pueblos buscando un futuro mejor en la ciudad, pero pronto se estrellaban con la dura realidad de la cosmopolita y exclusivista Viena.
Ascendieron la escalera oscura. Olía a humedad y al extraño aroma que toma la pobreza en las cosas viejas. Llamaron a la puerta. Al poco rato, les abrió una mujer gorda, con las mejillas encendidas y el cabello mal recogido en una maraña de pelos morenos, grises y blancos. Se limpió las manos en un delantal sucio y, con un gesto les preguntó qué querían.
—Buscamos al sr. Kubizek —dijo el pequeño sr. Leonding.
—El sr. Kubizek no se encuentra.
—¿Dónde está? ¿Cuándo regresará? —preguntó impaciente Hércules.
La mujer miró de arriba abajo al español y al americano de color y terminó por dirigirse al sr. Leonding, ignorando a los dos agentes.
—El joven Kubizek no tardará mucho en regresar. A estas horas suele encontrarse en casa aporreando el piano. No entiendo por qué le gusta tanto torturarnos con ese horrible aparato, pero me da pena. Está tan sólo.
—Entonces ¿regresará en breve? —dijo el sr. Leonding.
—No tardará. Cuando se retrasa es que ha ido a tomar una cerveza aquí abajo. Los hombres necesitan su tiempo de descanso, ¿no cree?
—Naturalmente señora, muchas gracias por su ayuda.
—A usted, caballero.
La mujer miró de reojo a los dos extranjeros y cerró la puerta de un portazo. Los tres hombres bajaron las escaleras y entraron en la cervecería de la esquina. A ninguno se le había ocurrido preguntar cuál era el aspecto de Kubizek. Sabían que se trataba de un hombre joven, pero desconocían su aspecto físico. Afortunadamente la cervecería se encontraba semivacía. Todos los clientes eran tres ancianos que charlaban acaloradamente en una mesa, un par de tipos solitarios bebiendo cerveza y dos obreros que comían unas salchichas grasientas. En un rincón un joven vestido con un traje que en otro tiempo debió ser de buena calidad, leía un libro mientras daba sorbos cortos a una gran jarra de cerveza. Se acercaron hasta él y le saludaron.
—¿Es usted el sr. Kubizek? —preguntó el sr. Leonding.
—¿Por qué me buscan? He devuelto hasta el último marco, en unas semanas reuniré el resto —contestó recostándose para atrás.
—No le buscamos por eso —dijo el hombrecillo—. Necesitamos que nos ayude a localizar a un viejo amigo suyo, precisamos encontrarle cuanto antes.
—¿Un amigo? —preguntó Kubizek como si desconociera el significado de esa palabra.
—Sí, alguien que usted conoce muy bien.
—Le podemos pagar unos honorarios por la información —dijo Lincoln. El sr. Leonding miró al norteamericano y le pidió que le dejase hablar a él.
Los tres hombres se sentaron y pidieron cerveza. Esperaron a que la camarera les sirviera unas grandes jarras de cristal y el sr. Leonding empezó a interrogar al joven.
—¿Conoce al sr. Schicklgruber?
El hombre le miró muy serio, como si no quisiese hablar de su amigo, pero al final dio un trago largo a su cerveza y se limpió la boca con la manga, sonrió y dijo:
—¿El sr. Schicklgruber?
—¿Por qué se ríe? —preguntó Hércules.
—Realmente mi amigo no se llama así. Bueno, por lo menos no se llama exactamente así.
—Y, ¿Cómo se llama?
—Adolf Hitler.
—¿Por qué usa otro nombre?
—Hace más o menos un año abandonó Viena y se refugió en Alemania, porque el Ejército le requería para cumplir el servicio militar.
—¿Cómo sabe todo eso?
—Hace unos días vino a verme. Parecía muy cambiado —dijo Kubizek como si le molestase la buena fortuna de su amigo.
—Entonces su verdadero nombre es Adolf Hitler—dijo Hércules.
—Si, señores. Hijo de Alois Hitler y Clara Schicklgruber.
—¿Desde cuándo le conoce? —preguntó Lincoln.
—Desde siempre, nos conocimos de niños en Linz.
—Entonces lo sabe todo de él —dijo Hércules.
Kubizek notó que un escalofrió le recorría la espalda, la misma sensación que unos días antes cuando Adolf apareció en la puerta de su habitación. Después de casi un año sin tener noticias de su amigo, creía que se había liberado de él para siempre, pero estaba equivocado, nunca podías librarte de alguien como Adolf Hitler. A menos que él quisiera librarse de ti.