Capítulo 112
Múnich, 4.30 de la tarde, 1 de agosto de 1914
Adolfo cogió de nuevo el tranvía. Después de unos minutos en una interminable fila vio a lo lejos a un viejo amigo de Viena y le pidió que le sacara un billete para Berlín. En una par de horas tomaría el tren y, una vez en la capital se presentaría voluntario. Tenía que regresar a por su maleta, decidió ir a pie; las calles de la ciudad estaban prácticamente intransitables y los tranvías tenían que parar a cada momento. Se bajó del tranvía cuando llegó a la Maximiliamplatz y recorrió los trescientos metros que le separaban de la Biernnerstrasse. Allí la gente parecía como un solo organismo vivo que se movía mecánicamente hacia el centro de la ciudad.
—¿Qué sucede? —preguntó Adolfo a uno de los viandantes.
—¿No se ha enterado? Dicen que en unos minutos el alcalde leerá el bando de la declaración de guerra en la Odeonsplazt.
Hitler miró el reloj. Todavía podía perder unos minutos y escuchar la proclama en la plaza. Se dejó llevar por la multitud y en unos minutos estuvo en la amplísima plaza. Primero intentó acercarse a la plataforma del Feldherrhalle, donde las estatuas de los mariscales bávaros Tilly y Wrede descansaban bajo las hornacinas renacentistas, pero al final se contentó con subirse a una de las columnas de las arcadas de la Ludwigstrasse, que daban al Hofgarten. Todavía no se veía a nadie en el Feldherrhalle, pero en unos minutos se cumpliría la última profecía y ya nada podría detenerlo.