Capítulo 96

Múnich, 29 de julio de 1914

Tomaron un café en uno de los locales de la Residenztrasse en una de las confiterías más exclusivas de la ciudad. Hércules y Lincoln explicaron por encima a sus amigos los últimos años de Hitler en Viena, sus contactos con el Círculo Ario y su relación en Múnich con el polemista von Liebenfelds. Aquella mañana, mientras Alicia y Ericeira dormían, ellos habían encontrado la dirección de von Liebenfelds y pensaban presentarse en su casa y sacarle información aunque tuvieran que hacerlo a la fuerza.

—No creo que sea tan sencillo —dijo Ericeira molesto. Lincoln y Hércules formaban un buen equipo, pero en algunos momentos le parecían recalcitrantes por su prepotencia.

—No se enfade, sr. Ericeira. Como comprenderá, no podemos informarle de cada paso que damos. Disponemos de poco tiempo y es mejor que nos mantengamos unidos y actuemos con celeridad.

—¿Ustedes creen que von Liebenfelds no estará protegido? Seguramente ya se han enterado de nuestra incursión en la casa del sastre Popp y nos estarán buscando por todo Múnich.

—Por eso debemos actuar cuanto antes. Seguramente piensen que aprovecharemos la noche para visitarles, pero lo haremos ahora mismo a plena luz del día —dijo Hércules levantándose de la silla.

Los cuatro abandonaron la confitería y caminaron hacia la Sendlingerstrasse. Tardaron algo menos de media hora en llegar. El edificio era de tres plantas y por el exterior parecía un simple bloque de apartamentos pero la entrada se dividía entre el acceso a las plantas superiores y un patio interior con pequeñas viviendas rodeadas de árboles y flores. Una escalinata llevaba hasta la casa de von Liebenfelds. No había ni rastro de vigilantes y el patio estaba vacío y tranquilo. Hércules hizo un gesto a Lincoln para que abriese la puerta y unos segundos más tarde accedieron a un hall pequeño iluminado por una vidriera en la que podía observarse a un caballero teutónico cabalgando con una espada en la mano. Alicia y Ericeira registraron la primera planta, mientras Hércules y Lincoln revisaban la segunda.

En la planta superior había tres puertas. Las dos primeras daban a habitaciones amplias, ordenadas y luminosas. La tercera era un estudio pequeño y oscuro. Encendieron la luz y observaron el exiguo espacio repleto de papeles y libros apilados contra las paredes. Apenas había un minúsculo paso que dejaba acceder a una silla y una mesa repleta de cuadernos y libros.

Un grito les alertó. Procedía de abajo. Hércules sacó su arma y los dos agentes corrieron para ver que sucedía. Cuando entraron en el salón contemplaron una escena desagradable. Ericeira estaba tendido en el suelo muerto o inconsciente. A su lado, un hombre agarraba a Alicia por la espalda y la apuntaba con una pistola.

—Mis queridos amigos.

Los dos hombres se miraron sorprendidos sin dejar de apuntar hacia el hombre que sostenía a la mujer.

—Profesor von Herder. ¿Qué hace? Suelte a Alicia inmediatamente.

—Yo soy el que da las órdenes ahora. Tiren sus armas al suelo. ¡Vamos!

El profesor von Herder no parecía el joven esmirriado e inseguro que habían conocido en la Universidad de Colonia unas semanas antes. Su mirada de odio a través de sus gafas redondas infundía respeto y temor. Alicia parecía muy alterada, sollozaba mientras el profesor Herder la zarandeaba de un lado para el otro. Los dos agentes tiraron sus armas y el hombre les hizo un gesto para que se alejasen.

—No intenten nada o la mataré. Estimado von Liebenfelds, ya puede salir.

De la pared de debajo de la escalera se abrió una puerta disimulada y salió un hombre rechoncho, muy mal vestido y calvo.

—Muy bien, profesor. No olvidaré nunca su ayuda. Pero por favor, tomen asiento. No crean que los arios no somos gente civilizada.

El profesor von Herder empujó a Alicia hacia uno de los sillones y los dos agentes se sentaron en el más grande. Su anfitrión von Liebenfelds, recogió las pistolas del suelo y guardándolas en un cajón se dirigió a un amplio sofá individual.

—Bueno todo esto sólo era cuestión de tiempo. Nos ha costado que vinieran a hacernos una visita pero ya están aquí. Espero que hayan disfrutado de la hospitalidad bávara.

—¿A esto llaman hospitalidad por aquí? —dijo irónico Hércules.

—Yo no soy bávaro, querido amigo, soy vienés.

—Por favor, von Liebenfelds, permítame que atienda al sr. Ericeira —dijo Alicia intentando aguantar las lágrimas.

—No señorita, tan sólo ha perdido el conocimiento, en unos minutos volverá en sí—dijo von Herder.

—Pero, profesor von Herder, ¿Cómo se ha mezclado con esta gente? —dijo Hércules sorprendido.

—Cuando llegaron a Colonia vimos la oportunidad de utilizarles para recuperar el libro de las profecías de Artabán. El archiduque estaba convencido de que élera el hombre de las profecías, por eso se quedó con el manuscrito después de que yo lo descubriera en la catedral de Colonia. Pero al final ese pretencioso Habsburgo recibió su merecido, nosotros mismos lo hubiéramos matado, pero la Mano Negra se nos adelantó.

Lincoln no salía de su asombro, el Círculo Ario se extendía como la peste por la sociedad alemana, dentro de poco, cuando fuera más fuerte, nadie podría resistir su poder.

—Creo que están buscando a un amigo común —dijo von Liebenfelds interrumpiendo al profesor.

—Me temo que ha acertado, aunque yo no diría que el sr. Hitler es nuestro amigo —contestó Hércules.

—Su tiempo se acaba, señores. En unas horas se cumplirán las profecías y después de la guerra, un nuevo Reich dominará el mundo —dijo von Liebenfelds.

—Nosotros haremos todo lo posible para impedirlo —contestó Lincoln furioso.

—¿Ustedes? Un seudo humano negro, un latino bravucón, un portugués inútil y una mujer. No sea patético. Nadie puede detener lo que está escrito desde hace más de dos mil años.

—Un judío, encarcelado y asesinado hace dos mil años construyó la fuerza más poderosa de todos los tiempos, el cristianismo. Imagino que los romanos no debieron pensar que aquel nazareno era un peligro para el Imperio.

—Aquel judío incubó una enfermedad en la humanidad que nosotros vamos a eliminar para siempre.

—¿Qué enfermedad, von Liebenfelds? —dijo enfurecido Lincoln—. El amor a los enemigos, la caridad, el perdón, la misericordia.

—Todas esas debilidades están impuestas por el invento más terrible de los judíos, la conciencia.

—La conciencia es lo que impide que gente como usted triunfe —dijo Hércules.

—Veo que desconocen por completo la Verdad, pero no se preocupen tenemos tiempo para enseñársela antes de eliminarles —contestó von Liebenfelds sonriente.

El mesías ario
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