CAPÍTULO 10
EL PUEBLO DE LA ISLA
La única idea que había en la mente de Arthur era qué iban a hacer cuando los nazis llegaran a la isla. Si sus cálculos no eran erróneos, en dos días los verían acercarse por el sur.
El profesor inglés miró el océano intraterreno y disfrutó por unos segundos de su belleza. Después observó la arena rosada de la playa y el intenso color verde de los bosques que rodeaban la isla.
Escuchó unos pasos a su espalda, pero mantuvo la vista fija en el horizonte.
—¿Crees que regresarán? —preguntó el jefe.
—Sí, ellos han venido para quedarse. En cuanto divisen la isla estaremos todos muertos —comentó Arthur.
—Nosotros somos fuertes —dijo el jefe.
—Ellos tienen mejores armas, además están desesperados. Cuando hayan terminado con nosotros continuarán su viaje hacia la ciudad de los intraterrestres —comentó Arthur.
—Nuestras leyendas cuentan que nuestro pueblo bajó a la Tierra Hueca hace quince mil años. Él mundo era muy distinto entonces, todos eran selvas como estas y había mucha caza y pesca, pero un peligro se cernía sobre nosotros. Las grandes aguas fueron desatadas, los mares cubrieron la tierra y nuestro padre logró ponerse a salvo en un gran barco. Cuando el agua se amansó de nuevo, sus hijos ocuparon la tierra, pero uno de los hijos de aquel hombre que dio origen a nuestra raza, pensó que era mejor encontrar un lugar bajo tierra —narró el jefe.
Arthur se quedó sorprendido. Aquella era la historia del Arca de Noé. Muchos científicos dudaban de que aquello hubiera ocurrido realmente, pero en la mayoría de las culturas se hablaba de una gran inundación. Desde los indios de Norteamérica, pasando por los medos, los sirios y hasta los chinos, narraban una historia parecida.
—¿Cómo encontrasteis la entrada? —preguntó Arthur.
—Nosotros pasamos a la Tierra Hueca por una gruta de otra isla. No sé explicarte cual, pero desde allí caminamos cuarenta años, hasta el océano intraterreno y desde allí a esta isla. Hace mil años llegaron los caballeros, de los que no queda nada más que el Sumo Sacerdote. Gracias a él construimos nuestra ciudad. Hasta los ataques de los intraterrestres éramos un pueblo feliz. Cada uno de nosotros posee una pequeña tierra que cultiva, pero también trabajamos en la tierra común. Tenemos animales de carga, otros animales para alimento y que además nos dan leche. Fabricamos queso y salamos carne y pescado. Los intraterrestres querían someternos como esclavos, pero hasta ahora hemos logrado resistirles —dijo el jefe.
—¿Sus ataques han sido siempre aéreos? —preguntó Arthur.
—No, una vez intentaron invadir la isla por el norte, pero logramos rechazarles —comentó el jefe.
—¿Cómo lo hicisteis?
—Gracias a las cuevas. Esta isla está hueca por dentro. Son las viejas chimeneas del volcán. Mientras nuestros enemigos ocupaban la ciudad, nosotros nos escondimos en las cuevas. Por las noches les atacábamos y volvíamos a escondernos. Ellos quisieron darnos caza y mandaron soldados a por nosotros, pero en los túneles eran más vulnerables y matamos a muchos de ellos. Al final dejaron la isla y no han vuelto —dijo el jefe.
El profesor inglés pensó que aquella era la única forma de resistir a los alemanes. Cuando llegaran las tropas, se refugiarían en las cuevas y les atacarían. Al final, los alemanes se cansarían de luchar y continuarían su camino, pensando que sería mejor invadir esa minúscula isla más adelante.