Capítulo QUINTO: Temporeidad e historicidad
§ 72. Exposición ontológico-existencial del problema de la historia
Todos los esfuerzos de la analítica existencial están orientados a una sola meta: encontrar una posibilidad de respuesta para la pregunta por el sentido del ser en general. La elaboración de esta pregunta demanda un acotamiento del fenómeno en el que se vuelve accesible eso que llamamos el ser, es decir, del fenómeno de la comprensión del ser. Esta comprensión pertenece a la constitución de ser del Dasein. Tan sólo cuando se haya interpretado este ente en forma suficientemente originaria será posible conceptualizar la comprensión del ser implicada en la constitución de su ser, y plantear sobre esta base la pregunta por el ser que en esa comprensión se comprende y por los «supuestos» de ese comprender.
Aunque muchas de las estructuras del Dasein quedan todavía oscuras en su detalle, podría parecer, sin embargo, que con la aclaración de la temporeidad como condición de posibilidad originaria del cuidado ya hemos alcanzado la originariedad requerida para la interpretación del Dasein. La temporeidad fue sacada a luz tomando en consideración el modo propio del poder-estar-entero del Dasein. La interpretación tempórea del cuidado fue luego confirmada mediante la demostración de la temporeidad del estar-en-el-mundo ocupándose de él. El análisis del modo propio del poder-estar-entero reveló la cooriginaria conexión de muerte, culpa y conciencia, enraizada en el cuidado. ¿Puede el Dasein ser comprendido de un modo todavía más originario que el modo como es comprendido en el proyecto de su existencia propia?
Aunque hasta este momento no vemos ninguna posibilidad de un planteamiento más radical de la analítica existencial, se suscita, sin embargo, un grave reparo, precisamente respecto de la precedente discusión del sentido ontológico de la cotidianidad: ¿ha sido efectivamente llevado el todo del Dasein, desde el punto de vista de su modo propio de estar-entero, al haber previo del análisis existencial? Es posible que el cuestionamiento relativo a la integridad del Dasein haya alcanzado una auténtica claridad ontológica. Es posible que la pregunta haya encontrado incluso su respuesta en virtud de la orientación al estar vuelto hacia el fin. Pero la muerte no es sino el «término» del Dasein o, dicho formalmente, uno de los términos que encierran la integridad del Dasein. El otro «término» es el «comienzo», el «nacimiento». El todo que buscamos no es otra cosa que el ente que se despliega «entre» nacimiento y muerte. De esta manera, la orientación tomada por la analítica, a pesar de su tendencia al estar-entero existente, y de la genuina explicación del modo propio e impropio del estar vuelto hacia la muerte, ha sido hasta este momento «unilateral». El Dasein fue tematizado tan sólo en cuanto existe, por así decirlo, «hacia adelante» y deja «tras de sí» todo lo sido. No sólo quedó sin consideración el estar vuelto hacia el comienzo, sino, además y sobre todo, el extenderse del Dasein entre el nacimiento y la muerte. En el análisis del estar-entero quedó precisamente sin considerar la «trama de la vida», esa trama en la que sin embargo el Dasein está envuelto constantemente.
¿Deberemos entonces —si bien lo que llamamos la «trama» entre el nacimiento y la muerte está completamente oscuro desde un punto de vista ontológico— retirar la afirmación de que la temporeidad es el sentido de ser de la integridad del Dasein? ¿O nos dará, por el contrario, la temporeidad, tal como ha sido dilucidada, precisamente el fundamento para orientar en una dirección inequívoca la pregunta ontológico-existencial que interroga por esa «trama»? En el campo de estas investigaciones, quizás sea ya una ganancia que aprendamos a no tomar los problemas demasiado a la ligera.
¿Qué puede parecer «más sencillo» que caracterizar la «trama de la vida» entre el nacimiento y la muerte? Consiste simplemente en una secuencia de vivencias «en el tiempo». Pero, si se examina más detenidamente esta forma de caracterizar aquella trama, y, sobre todo, su premisa ontológica, se llegará a un extraño resultado. En esta secuencia de vivencias sólo es «propiamente real» la vivencia presente en el «ahora de cada momento». En cambio, las vivencias pasadas y las vivencias por venir ya no son «reales» o no lo son todavía. El Dasein recorre el lapso de tiempo que le ha sido concedido entre el nacimiento y la muerte en tal forma que, siendo cada vez «real» sólo en el ahora, atraviesa a saltos, por así decirlo, la secuencia de ahoras de su «tiempo». Por esto se dice que el Dasein es «temporal». En este continuo cambio de vivencias, el sí-mismo se mantiene en una cierta identidad. En la determinación de lo que permanece y de su posible relación con el cambio de las vivencias, las opiniones discrepan. El ser de esta trama cambiante y permanente de las vivencias queda indeterminado. Pero, en el fondo, en esta caracterización de la trama de la vida se afirma —quiera o no reconocérselo— un ente que está-ahí «en el tiempo», aunque, por supuesto, un ente «no cósico».
Teniendo presente lo que bajo el término de temporeidad hemos dilucidado como sentido de ser del cuidado, resulta claro que, si se sigue el hilo de la interpretación vulgar del Dasein, justificada y suficiente dentro de sus límites, no sólo no es posible realizar un genuino análisis ontológico del extenderse del Dasein entre el nacimiento y la muerte, sino que ni siquiera es posible plantearlo como problema.
El Dasein no existe como suma de realidades momentáneas de vivencias que se van sucediendo y van desapareciendo. Tampoco se trata de que esta sucesión vaya rellenando paulatinamente un cierto trecho. Porque, ¿cómo podría este espacio intermedio estar-ahí si en cada momento sólo es «real» la vivencia «actual» y si los límites de ese espacio, es decir, el nacimiento y la muerte, carecen de realidad, en cuanto son algo pasado o por venir? En el fondo, la concepción vulgar de la «trama de la vida» no piensa tampoco en un marco que se extendiese «fuera» del Dasein y lo rodease, sino que lo busca, con toda razón, en el Dasein mismo. Pero la tácita suposición ontológica según la cual este ente sería algo que está-ahí «en el tiempo», arruina todo intento de aclaración ontológica del ser «entre» el nacimiento y la muerte.
Lejos de recorrer, precisamente a través de las fases de sus realidades momentáneas, una trayectoria y un trecho «de la vida», que de alguna manera ya estuviesen-ahí, el Dasein mismo se extiende, de tal modo que su propio ser queda constituido, desde un comienzo, como extensión. En el ser del Dasein se encuentra ya el «entre» del nacimiento y la muerte. En cambio, no se trata en modo alguno de que el Dasein sea real en un punto del tiempo y que, además, esté «rodeado» por lo no-real de su nacimiento y de su muerte. Comprendido existencialmente, el nacimiento no es jamás algo pasado, en el sentido de algo que ya no está-ahí, como tampoco le pertenece a la muerte el modo de ser de lo pendiente que aún no está-ahí, pero que vendrá. El Dasein fáctico existe nativamente [gebürtig[549]], y nativamente muere también, en el sentido de estar vuelto hacia la muerte. Nacimiento y muerte, al igual que su «entre», sólo son mientras el Dasein existe fácticamente, y son de la única manera como ello es posible: en base al ser del Dasein como cuidado. En la unidad del estar arrojado y del estar vuelto rehuyente o precursantemente hacia la muerte, nacimiento y muerte se conectan en la forma característica del Dasein. En cuanto cuidado, el Dasein es el «entre».
Ahora bien, la totalidad estructural del cuidado tiene en la temporeidad un posible fundamento para su unidad. Por consiguiente, la aclaración ontológica de la «trama de la vida», es decir, de la específica extensión, movilidad y persistencia del Dasein, debe intentarse en el horizonte de la constitución tempórea de este ente. La movilidad de la existencia no es el movimiento de un ente que está-ahí. Se determina a partir del extenderse del Dasein. A esa específica movilidad del extenderse extendido la llamamos nosotros el acontecer del Dasein. La pregunta por la «trama» del Dasein es el problema ontológico de su acontecer. Poner al descubierto la estructura del acontecer y sus condiciones de posibilidad tempóreo-existenciales significa alcanzar una comprensión ontológica de la historicidad[550].
Con el análisis de la específica movilidad y persistencia que son propias del acontecer del Dasein, la investigación vuelve al problema que fue tratado inmediatamente antes de la dilucidación de la temporeidad: a la pregunta por la estabilidad del sí-mismo [Standigkeit des Selbst] que hemos determinado como el quién del Dasein[551]. La estabilidad del sí mismo [Selbststandigkeit] es una manera de ser del Dasein, y se funda, por consiguiente, en una específica temporización de la temporeidad. El análisis del acontecer conduce ante los problemas de una investigación temática de la temporización en cuanto tal.
Si la pregunta por la historicidad nos hace remontar a estos «orígenes», entonces queda decidido el lugar en que se sitúa el problema de la historia [Geschichte]. Ese lugar no debe ser buscado en el saber histórico [Historie] como ciencia de la historia. Incluso cuando el tratamiento científico-teorético del problema de la «historia» no apunta tan sólo al esclarecimiento «epistemológico» (Simmel) del modo de aprehensión que es propio del saber histórico o a la lógica de la conceptualización de la exposición historiográfica (Rickert), sino que se orienta también hacia el «lado del objeto», incluso en este planteamiento, la historia sigue, en el fondo, siendo accesible tan sólo como objeto de una ciencia. El fenómeno fundamental de la historia, que subyace de antemano a una posible tematización por medio del saber histórico, queda así irreversiblemente abandonado. El modo como pueda la historia convertirse en objeto del saber histórico sólo puede ser inferido a partir del modo de ser de lo histórico, a partir de la historicidad y de su enraizamiento en la temporeidad.
Si la historicidad debe ser aclarada a partir de la temporeidad y, primordialmente, a partir de la temporeidad propia, entonces será esencial a esta tarea que sólo pueda ser realizada por medio de una construcción[552] fenomenológica[553]. La constitución ontológico-existencial de la historicidad debe ser conquistada en contra de la tendencia encubridora que es propia de la interpretación vulgar de la historia del Dasein. La construcción existencial de la historicidad tiene su apoyo concreto en la comprensión vulgar del Dasein, y encuentra una guía en las estructuras existenciales alcanzadas hasta aquí.
La investigación se procurará, en primer lugar, por medio de la caracterización de las concepciones vulgares de la historia, una orientación acerca de los momentos que usualmente se consideran esenciales para la historia. Con esto deberá quedar en claro qué es lo que originariamente se designa como histórico. Y de este modo se señalará el lugar desde donde debe llevarse a cabo la exposición del problema ontológico de la historicidad.
Al acontecer del Dasein le pertenece por esencia la aperturidad y la interpretación. En este modo de ser del ente que existe históricamente se origina la posibilidad existentiva de una apertura y comprensión explícita de la historia. La tematización de la historia, es decir, su apertura historiográfica, es el supuesto para una posible «construcción del mundo histórico en las ciencias del espíritu». La interpretación existencial de la ciencia histórica sólo apunta a la demostración de su procedencia ontológica en la historicidad del Dasein. Sólo desde aquí es posible fijar los límites dentro de los cuales una teoría de la ciencia orientada por el quehacer científico fáctico puede exponerse a las contingencias de sus cuestionamientos.
El análisis de la historicidad del Dasein intenta mostrar que este ente no es «tempóreo» porque «esté dentro de la historia», sino que, por el contrario, sólo existe y puede existir históricamente porque es tempóreo en el fondo de su ser.
Sin embargo, el Dasein también debe ser llamado «tempóreo» por el hecho de que está «en el tiempo». El Dasein fáctico necesita y usa el calendario y el reloj aun antes de haber desarrollado un saber histórico. Experimenta lo que «le» sucede como si aconteciera «en el tiempo». De igual manera comparecen «en el tiempo» los procesos de la naturaleza inanimada o viviente. Son intratempóreos. Podría, pues, parecer que antes de discutir la conexión entre historicidad y temporeidad habría que proceder al análisis del origen del «tiempo» de la intratemporeidad en la temporeidad, análisis que hemos reservado para el próximo capítulo[554]. Pero, a fin de quitarle a la caracterización vulgar de lo histórico, llevada a cabo con la ayuda del tiempo de la intratemporeidad, su carácter aparentemente obvio y exclusivo, será necesario, tal como lo exige, por lo demás, el contexto de «la cosa misma», que la historicidad sea —en primer lugar— «deducida» únicamente de la temporeidad originaria del Dasein. Ahora bien, en la medida en que el tiempo de la intra-temporeidad, también «procede» de la temporeidad del Dasein, historicidad e intratemporeidad se muestran como igualmente originarias. Así, pues, dentro de sus límites, la interpretación vulgar del carácter temporal de la historia conserva todos sus derechos.
Después de esta primera caracterización de la marcha de la exposición ontológica de la historicidad a partir de la temporeidad, ¿será necesaria la afirmación explícita de que la presente investigación no cree poder resolver el problema de la historia de un solo golpe de mano? La penuria de los medios «categoriales» disponibles y la incertidumbre de los horizontes ontológicos primarios se agudizan en la misma medida en que el problema de la historia es llevado a su enraizamiento originario. La presente meditación se contenta con indicar el lugar ontológico del problema de la historicidad. En el fondo, este análisis no pretende otra cosa que abrir caminos que contribuyan a fomentar la apropiación de las investigaciones de Dilthey, tarea que aún está pendiente para la generación actual.
La exposición del problema existencial de la historicidad, necesariamente limitada, además de lo ya dicho, por su finalidad ontológico-fundamental, tiene la siguiente articulación: la comprensión vulgar de la historia y el acontecer del Dasein (§ 73); la constitución fundamental de la historicidad (§ 74); la historicidad del Dasein y la historia del mundo (§ 75); el origen existencial del saber histórico en la historicidad del Dasein (§ 76); conexión de la precedente exposición del problema de la historicidad con las investigaciones de Dilthey y las ideas del conde de Yorck (§ 77).
§ 73. La comprensión vulgar de la historia y el acontecer del Dasein
La próxima meta es encontrar el lugar desde donde debe plantearse la pregunta originaria por la esencia de la historia, es decir, desde donde ha de intentarse la construcción existencial de la historicidad. Este lugar deberá quedar señalado por aquello que es originariamente histórico. Comenzaremos, pues, con una caracterización de lo que en la interpretación vulgar del Dasein se quiere decir con las expresiones «historia» e «histórico». Estas expresiones tienen varios sentidos.
La ambigüedad del término «historia» que primero se nos hace presente, frecuentemente advertida, pero de ningún modo «casual», se revela en el hecho de que ese término se refiere tanto a la «realidad histórica» como a la posible ciencia acerca de ella. Dejaremos momentáneamente de lado la significación de «historia» en el sentido de ciencia histórica (historiografía).
Entre las significaciones de la expresión «historia» que no denotan ni la ciencia de la historia ni la historia en cuanto objeto, sino este ente mismo, y no necesariamente objetivado, reclama un uso preferente aquella que comprende a este ente como algo pasado. Esta significación la encontramos en el modo de hablar que dice que esto o aquello ya pertenece a la historia. «Pasado» significa, en este caso, por una parte, que ya no está-ahí, y por otra, que, aunque todavía esté-ahí, no tiene empero «eficacia» sobre el «presente». Sin embargo, lo histórico como pasado tiene también la significación opuesta cuando decimos: uno no puede escapar a la historia. Historia quiere decir aquí lo pasado[555] que, sin embargo, sigue actuando. Sea como fuere, lo histórico en cuanto pasado es comprendido siempre en una relación de eficacia —positiva o privativa— con respecto al «presente», en el sentido de lo que es real «ahora» y «hoy». El «pasado» tiene entonces una curiosa duplicidad de sentido. Lo pasado pertenece irrevocablemente al tiempo anterior; perteneció a los acontecimientos de ese entonces y puede, sin embargo, todavía «ahora» estar-ahí, como lo están, por ejemplo, los restos de un templo griego. Con él, un «trozo del pasado» está «presente» aún.
Además, historia no significa tanto el «pasado», en el sentido de lo pasado, sino tener su origen en el pasado. Lo que «tiene una historia» está dentro del contexto de un devenir. El «desarrollo» será unas veces ascensión, otras veces decadencia. Lo que de esta manera «tiene historia» puede también «hacer» historia. «Haciendo época» determina «desde el presente» un «futuro». Historia significa aquí un encadenamiento de sucesos y de efectos que se extiende a lo largo del «pasado», «presente» y «futuro». En este caso, el pasado no tiene una particular primacía.
Historia significa, además, la totalidad del ente que cambia «en el tiempo», entendiendo por tal, a diferencia de la naturaleza, que también se mueve «en el tiempo», las transformaciones y vicisitudes de los hombres, de las agrupaciones humanas y de la «cultura». Aquí historia no significa tanto el modo de ser, el acontecer, cuanto aquella región del ente que, en virtud de la esencial determinación de la existencia del hombre por el «espíritu» y la «cultura», es distinguida de la naturaleza, naturaleza que, sin embargo, también pertenece en alguna forma a la historia así comprendida.
Y, por último, se considera como «histórico» lo transmitido en cuanto tal, sea ello reconocido en un saber histórico, sea tan sólo recibido como cosa obvia, oculta en su procedencia.
Resumiendo unitariamente las cuatro significaciones mencionadas, obtendremos el siguiente resultado: historia es el específico acontecer en el tiempo del Dasein existente, de tal manera que se considera como historia en sentido eminente el acontecer «ya pasado» y a la vez «transmitido» y siempre actuante en el convivir.
Estos cuatro significados están conectados entre sí por el hecho de relacionarse con el hombre como «sujeto» de los acontecimientos. ¿Cómo deberá determinarse el carácter aconteciente de éstos? ¿Es el acontecer una secuencia de eventos, un alternante emerger y desaparecer de sucesos? ¿De qué manera pertenece al Dasein este acontecer de la historia? ¿Comienza el Dasein por «estar-ahí» de un modo fáctico, para luego entrar ocasionalmente «en una historia»? ¿Deviene histórico el Dasein sólo por su entrelazamiento con circunstancias y sucesos? ¿O se constituye, más bien, el ser del Dasein precisamente por medio del acontecer, de tal suerte que sólo porque el Dasein es histórico en su ser mismo son ontológicamente posibles eso que llamamos las circunstancias, sucesos y vicisitudes? ¿Por qué en la caracterización «tempórea» del Dasein que acontece «en el tiempo» tiene precisamente el pasado una función eminente?
Si la historia pertenece al ser del Dasein, y este ser se funda en la temporeidad, parece natural comenzar el análisis existencial de la historicidad con aquellos caracteres de lo histórico que manifiestamente tienen un sentido tempóreo. La exposición de la constitución fundamental de la historicidad deberá, pues, ser preparada por una determinación más precisa de esa curiosa primacía que tiene el pasado en el concepto de la historia.
Las «antigüedades» que se conservan en los museos —enseres domésticos, por ejemplo— pertenecen a un «tiempo pasado» y, sin embargo, están-ahí todavía en el «presente». ¿En qué forma es histórico este útil, siendo que todavía no ha pasado? ¿Acaso tan sólo por haber llegado a ser objeto de interés historiográfico, arqueológico o cultural? Sin embargo, semejante útil sólo puede ser objeto del saber histórico porque de alguna manera ya es histórico en sí mismo. Vuelve entonces a surgir la pregunta: ¿con qué derecho llamamos histórico a este ente que, sin embargo, todavía no ha pasado? ¿O tienen «en sí» estas «cosas» algo de pasado, aunque todavía hoy estén-ahí? ¿Son acaso ellas —esas cosas que están-ahí— todavía lo que eran? Evidentemente esas «cosas» han cambiado. «Con el correr del tiempo» el mueble se ha deteriorado y carcomido. Pero este carácter perecedero, que, por lo demás, persiste durante la permanencia del útil en el museo, no constituye aquella específica condición de pasado que hace de él algo histórico. Pero entonces, ¿qué es lo propiamente pasado en el útil? ¿Qué eran las «cosas» que ya no lo son ahora? Siguen siendo, evidentemente, ese determinado objeto de uso —pero fuera de uso. Suponiendo, sin embargo, que todavía estuviesen en uso, como tantas cosas heredadas dentro del menaje doméstico, ¿dejarían por eso de ser históricas? En uso o fuera de uso, ya no son lo que eran. ¿Qué es lo «pasado» en ellas? No es otra cosa, sino el mundo dentro del cual, formando parte de un contexto de útiles, las cosas comparecían como algo a la mano y eran usadas por un Dasein que, en cuanto estar-en-el-mundo, se ocupaba de ellas. Es el mundo lo que ya no es más. Pero lo que alguna vez fue un ente intramundano en aquel mundo, aún está-ahí. Como un útil del mundo, lo que ahora todavía está-ahí puede pertenecer, sin embargo, al «pasado». ¿Pero qué significa el ya no-ser de un mundo? El mundo sólo es en la forma del Dasein existente, que en cuanto estar-en-el-mundo es fáctico.
El carácter histórico de las antigüedades todavía conservadas se funda, pues, en el «pasado» del Dasein, a cuyo mundo ellas pertenecían. Según esto, sólo el Dasein «pasado» sería histórico, pero no el «presente». ¿Pero podría el Dasein tener el carácter de pasado, si llamásemos «pasado» a lo que «ahora ya no está-ahí o, ya no está a la mano»? Manifiestamente el Dasein nunca puede ser pasado, no porque sea imperecedero, sino porque por esencia nunca puede estar-ahí, antes por el contrario, si es, existe. Pero un Dasein ya no existente no es, en estricto sentido ontológico, un Dasein pasado sino, más bien, un Dasein que ha ex-sistido [dagewesen]. Las antigüedades que todavía están-ahí tienen carácter de «pasado», carácter histórico, por el hecho de que, como útiles, pertenecen a y proceden de un mundo ya sido de un Dasein que ha ex-sistido. Lo primariamente histórico es el Dasein. Pero, ¿se hace histórico el Dasein sólo cuando ya no existe? ¿No es precisamente histórico en cuanto existe de un modo fáctico? ¿Es el Dasein algo que ha sido tan sólo en el sentido de haber existido o, por el contrario, ha sido en cuanto presentante-venidero, es decir, en la temporización de su temporeidad?
A partir de este análisis preliminar del útil que todavía está-ahí, pero que ya de algún modo ha «pasado», del útil que pertenece a la historia, resulta claro que tal ente sólo es histórico en razón de su pertenencia a un mundo. Pero el mundo tiene el modo de ser de lo histórico porque constituye una determinación ontológica del Dasein. Por otra parte, se nos muestra que la determinación temporal del «pasado» carece de sentido unívoco y que manifiestamente debe distinguirse del haber-sido que, como hemos visto, es un constitutivo de la unidad extática de la temporeidad del Dasein. Pero con esto no hace más que agudizarse el enigma del porqué, precisamente el «pasado» o, hablando con más propiedad, el «haber-sido», determina en forma preponderante lo histórico, en circunstancias de que, por otra parte, el «haber-sido» se temporiza cooriginariamente con el presente y el futuro.
Primariamente histórico —hemos afirmado— es el Dasein. Secundariamente histórico, en cambio, es lo que comparece dentro del mundo: no sólo el útil a la mano, en su más amplio sentido, sino también la naturaleza del mundo circundante, en cuanto «suelo de la historia». Al ente que tiene una forma de ser diferente a la del Dasein y que es histórico en razón de su pertenencia al mundo, lo llamamos lo mundi-histórico [das Weltgeschichtliche]. Se puede mostrar que el concepto corriente de la «historia universal» [o «historia del mundo», «Weltgeschichte»] surge precisamente de haber tomado como punto de referencia este ente secundariamente histórico. Lo mundi-histórico no llega, por así decirlo, a ser histórico solamente en virtud de una objetivación historiográfica, sino que lo es como ese ente que él es en sí mismo al comparecer dentro del mundo.
El análisis del carácter histórico de un útil que todavía está-ahí no sólo nos ha llevado de vuelta hacia el Dasein como lo primariamente histórico, sino que a la par nos ha hecho poner en duda que la caracterización tempórea de lo histórico en general pueda orientarse primariamente por el estar-en-el-tiempo de un ente que está-ahí. Un ente no deviene «más histórico» a medida que se aleja hacia un pasado cada vez más remoto, de tal suerte que lo más antiguo fuese lo más propiamente histórico. Pero, por otra parte, si la distancia «temporal» respecto del ahora y del hoy carece de significación primariamente constitutiva para la historicidad del ente propiamente histórico, esto no es porque ese ente no esté «en el tiempo» y sea un ente atemporal, sino porque él existe de un modo tan originariamente tempóreo como jamás podrá serlo, por su misma esencia ontológica, un ente que «en el tiempo» está-ahí, está pasando o está por venir.
Innecesarias sutilezas, se dirá. Nadie niega que el Dasein humano sea, en el fondo, el «sujeto» primario de la historia, y el concepto corriente de la historia anteriormente aducido lo dice con suficiente claridad. Pero la tesis de que «el Dasein es histórico» no se refiere solamente al hecho óntico de que el hombre es un «átomo» más o menos importante en el tráfago de la historia universal y que está, cual juguete, a merced de las circunstancias y acontecimientos, sino que plantea el siguiente problema: ¿en qué medida y en virtud de qué condiciones ontológicas la historicidad pertenece a la subjetividad del sujeto «histórico» como su constitución esencial?
§ 74. La constitución fundamental de la historicidad
El Dasein siempre tiene fácticamente su «historia», y puede tenerla porque el ser de este ente se halla constituido por la historicidad. Esta tesis deberá ser justificada con vistas a la exposición del problema ontológico de la historia, en cuanto problema existencial. El ser del Dasein ha sido definido como cuidado. El cuidado se funda en la temporeidad. Por consiguiente, debemos buscar dentro del ámbito de ésta un acontecer que determine a la existencia como histórica. De esta manera, la interpretación de la historicidad del Dasein se revela, en última instancia, como una elaboración más concreta de la temporeidad. La temporeidad fue dilucidada, en primer lugar, considerando la forma propia del existir, que hemos caracterizado como resolución precursora. ¿En qué sentido constituye ésta un modo propio del acontecer del Dasein?
La resolución fue caracterizada como un callado proyectarse, en disposición de angustia, hacia el propio ser-culpable[556]. Su propiedad la alcanza la resolución en cuanto resolución precursora [557]. En la resolución precursora el Dasein se comprende de tal manera en lo que respecta a su poder-ser, que se presenta ante la muerte para asumir plenamente, en su condición de arrojado, el ente que es él mismo. Este resuelto asumir del propio «Ahí» fáctico significa, a la vez, el acto de resolverse a la situación. Por principio, el análisis existencial no puede dilucidar a qué cosa se resuelve fácticamente el Dasein en cada caso. Pero la presente investigación excluye también el proyecto existencial de posibilidades fácticas de existencia. En cambio, es necesario preguntar de dónde pueden ser extraídas, en general, las posibilidades en las que el Dasein se proyecta fácticamente. El adelantarse que se proyecta en la posibilidad insuperable de la existencia, es decir, en la muerte, sólo garantiza la integridad y propiedad de la resolución. Pero las posibilidades de la existencia abiertas fácticamente no pueden ser tomadas de la muerte. Tanto menos, cuanto que el adelantarse hasta la posibilidad no consiste en una especulación acerca de ella, sino, justamente, en una vuelta al Ahí fáctico. La toma entre manos del estar arrojado del sí-mismo en su propio mundo ¿abrirá acaso un horizonte del cual la existencia podría extraer sus posibilidades fácticas? ¿No hemos dicho —además— que el Dasein no retrocede nunca más allá de su condición de arrojado[558]? No podemos decidir precipitadamente si el Dasein extrae o no de la condición de arrojado sus posibilidades propias de existencia, antes de asegurarnos del concepto plenario de esta determinación fundamental del cuidado.
Por estar arrojado, el Dasein está entregado a sí mismo y a su poder-ser, pero en cuanto estar-en-el-mundo. Por estar arrojado, está consignado a un «mundo» y existe fácticamente con otros. Inmediata y regularmente, el sí-mismo está perdido en el uno. Se comprende a partir de las posibilidades de existencia «que circulan» en el estado interpretativo público «mediano» vigente en cada caso. Ordinariamente esas posibilidades se han hecho irreconocibles por su ambigüedad, pero ciertamente son conocidas. El comprender existentivo propio no se sustrae al estado interpretativo recibido, sino que, por el contrario, en el acto resolutorio asume siempre desde él y contra él, y, sin embargo, en pro de él, la posibilidad escogida.
La resolución, en la que el Dasein retorna a sí mismo, abre las posibilidades fácticas del existir propio a partir del legado que ese existir asume en cuanto arrojado. El retorno resuelto a la condición de arrojado encierra en sí una entrega de posibilidades recibidas por tradición, aunque no necesariamente en cuanto tales. Si todo «bien» es un legado y si el carácter de la «bondad» consiste en la posibilitación de la existencia propia, entonces en la resolución se constituye siempre la transmisión de un patrimonio. Cuanto más auténticamente se resuelva el Dasein, es decir, cuanto más inequívocamente se comprenda a sí mismo desde su más propia y eminente posibilidad en el adelantarse hasta la muerte, tanto más certera y menos fortuita será la elección y hallazgo de la posibilidad de su existencia. Sólo el adelantarse hasta la muerte elimina toda posibilidad fortuita y «provisional». Sólo el ser libre para la muerte le confiere al Dasein su finalidad plenaria y lanza a la existencia a su finitud. La finitud, cuando es asumida, sustrae a la existencia de la infinita multiplicidad de posibilidades de bienestar, facilidad, huida de responsabilidades, que inmediatamente se ofrecen, y lleva al Dasein a la simplicidad de su destino [Schicksal]. Con esta palabra designamos el acontecer originario del Dasein que tiene lugar en la resolución propia, acontecer en el que el Dasein, libre para la muerte, hace entrega de sí mismo a sí mismo en una posibilidad que ha heredado, pero que también ha elegido.
El Dasein sólo puede ser alcanzado por los golpes del destino porque en el fondo de su ser él es destino, en el sentido que acabamos de definir. Existiendo destinalmente en la resolución que hace entrega de sí a sí misma, el Dasein, en cuanto estar-en-el-mundo, está abierto para «acoger» las circunstancias «felices» y la crueldad de los acontecimientos. El destino no surge del choque de circunstancias y acontecimientos. También el irresoluto, y más aun que aquel que ha elegido, es zarandeado por ellos, y sin embargo, no puede «tener» un destino.
Cuando el Dasein, adelantándose [hasta la muerte], permite que la muerte se torne poderosa en él, entonces, libre ya para ella, se comprende a sí mismo en la propia superioridad de poder [Übermacht] de su libertad finita (libertad que sólo «es» en el haber hecho la propia opción), para asumir en esa libertad finita la impotencia [Ohnmacht] de su estar abandonado a sí mismo y poder ver con claridad las contingencias de la situación abierta. Pero, si el Dasein destinal existe esencialmente, en cuanto estar-en-el-mundo, coestando con otros, su acontecer es un co-acontecer, y queda determinado como destino común [Geschick]. Con este vocablo designamos el acontecer de la comunidad, del pueblo. El destino común no es el resultado de la suma de los destinos individuales, así como el convivir tampoco puede ser concebido como un estar-juntos de varios sujetos[559]. Conviviendo en el mismo mundo y resueltos a determinadas posibilidades, los destinos individuales ya han sido guiados de antemano. Sólo en el compartir y en la lucha queda libre el poder del destino común. El destinal destino común [das schicksalhafte Geschick] del Dasein en y con su «generación[560]» es lo que constituye el acontecer pleno y propio del Dasein.
El destino, en cuanto impotente superioridad de poder, abierta a las contrariedades del silencioso proyectarse en disposición de angustia hacia el propio ser-culpable, exige, como condición ontológica de su posibilidad, la constitución de ser del cuidado, es decir, la temporeidad. Tan sólo si en el ser de un ente, la muerte, la culpa, la conciencia, la libertad y la finitud conviven en una forma tan cooriginaria como sucede en el cuidado, es posible que ese ente exista en el modo del destino, es decir, que sea histórico en el fondo de su existencia.
Sólo un ente que es esencialmente venidero en su ser de tal manera que, siendo libre para su muerte y estrellándose contra ella, pueda dejarse arrojar hacia atrás, hacia su «Ahí» fáctico, es decir, sólo un ente que como venidero sea cooriginariamente un ente que está siendo sido, puede, entregándose a sí mismo la posibilidad heredada, asumir la propia condición de arrojado y ser instantáneo para «su tiempo». Tan sólo la temporeidad propia, que es, a la vez, finita, hace posible algo así como un destino, es decir, una historicidad propia.
No es necesario que la resolución conozca explícitamente el origen de las posibilidades en las que se proyecta. Pero, en cambio, se da en la temporeidad del Dasein, y sólo en ella, la posibilidad de extraer explícitamente, desde la comprensión tradicional del Dasein, el poder-ser existentivo en el que el Dasein se proyecta. La resolución que retorna a sí, y que se entrega a sí misma [la posibilidad heredada] se convierte entonces en la repetición [Wiederholung] de una posibilidad de existencia recibida por tradición. La repetición es la tradición explícita, es decir, el retorno a posibilidades del Dasein que ha existido. La repetición propia de una posibilidad de existencia que ya ha sido —que el Dasein escoja su héroe— se funda existencialmente en la resolución precursora; porque en ella se hace por primera vez la opción que libera para el seguimiento combatiente y para la fidelidad a lo repetible. Si la repitente entrega a sí mismo de una posibilidad que ha sido abre al Dasein ya existido, esto no ocurre, sin embargo, para hacerlo nuevamente real [en la misma forma]. La repetición de lo posible no consiste en una restauración del «pasado» ni en una amarra del «presente» a lo ya «dejado atrás».
La repetición, que brota de un proyectarse resuelto, no se deja persuadir por el pasado a procurar tan sólo que ese pasado vuelva a tener la realidad que tuvo en otro tiempo. La repetición responde [erwidert] más bien, a la posibilidad de la existencia, ya existida. Pero, la respuesta a la posibilidad, en el acto resolutorio, es, al mismo tiempo, en su condición de instantánea, una revocación de lo que en el hoy sigue actuando como «pasado». La repetición ni se abandona al pasado ni aspira a un progreso. En el instante, ambas cosas son indiferentes para la existencia propia.
Definiremos la repetición como el modo de la resolución que se entrega a sí misma [una posibilidad heredada] y mediante el cual el Dasein existe explícitamente como destino. Ahora bien, si el destino constituye la historicidad originaria del Dasein, el peso esencial de la historia no recae ni en el pasado ni en el presente en su «conexión» con el pasado, sino en el acontecer propio de la existencia, que brota del futuro del Dasein. La historia, en cuanto forma de ser del Dasein, hunde sus raíces tan esencialmente en el futuro, que la muerte, como esa posibilidad del Dasein antes descrita, rechaza a la existencia precursante hacia su fáctica condición de arrojada, otorgando así al haber-sido su peculiar primacía dentro de lo histórico. El modo propio de estar vuelto hacia la muerte, es decir, la finitud de la temporeidad, es el fundamento oculto de la historicidad del Dasein. El Dasein no se hace histórico por la repetición, sino que, por ser histórico en cuanto tempóreo, puede asumirse repitentemente en su historia. Para esto no necesita aún de ningún saber histórico.
Llamamos destino al precursante entregarse al Ahí del instante, ínsito en la resolución. En el destino se funda también el destino común, que entendemos como el acontecer del Dasein en el coestar con los otros. En la repetición el destinal destino común puede ser abierto explícitamente en lo que respecta al legado de la tradición. La repetición le revela al Dasein por primera vez su propia historia. El acontecer mismo y su correspondiente aperturidad, o bien la apropiación de ésta, se fundan existencialmente en el hecho de que el Dasein está extáticamente abierto en cuanto tempóreo.
Lo que hasta este momento, ateniéndonos al acontecer que tiene lugar en la resolución precursora, hemos definido como historicidad, lo llamamos, más precisamente, el modo propio de la historicidad del Dasein. A partir de los fenómenos de la tradición y la repetición, enraizados en el futuro, se ha vuelto claro por qué el acontecer de la historia propia tiene su peso en el haber-sido. Tanto más enigmática resulta, en cambio, la manera como este acontecer puede, en cuanto destino, constituir la «trama» entera del Dasein, desde su nacimiento hasta la muerte. ¿Qué aclaración puede aportar la vuelta a la resolución? Porque un acto resolutorio ¿no es acaso tan sólo una única «vivencia» dentro de la serie entera de las vivencias? La «trama» del acontecer propio ¿consistirá acaso en la serie ininterrumpida de actos resolutorios? ¿A qué se debe el hecho de que la pregunta por la constitución de la «trama de la vida» no encuentre una respuesta plenamente satisfactoria? ¿Y si, en definitiva, la investigación se hubiese empeñado demasiado precipitadamente en la búsqueda de una respuesta, sin haber examinado antes la legitimidad de la pregunta? A través del camino recorrido hasta ahora por la analítica existencial, nada resulta tan claro como el hecho de que una y otra vez la ontología del Dasein cae bajo las seducciones de la comprensión ordinaria del ser. Esto sólo puede remediarse metodológicamente si indagamos el origen de la pregunta aparentemente tan «obvia» por la constitución de la trama del Dasein y determinamos el horizonte ontológico dentro del que ella se mueve.
Si la historicidad pertenece al ser del Dasein, también el existir impropio tendrá que ser histórico. ¿Y si fuese la historicidad impropia del Dasein la que determina la orientación que tiene la pregunta por una «trama de la vida» y bloquea el acceso a la historicidad propia y a la peculiar «trama» de ésta? Sea de ello lo que fuere, lo cierto es que si la exposición del problema ontológico de la historia ha de ser suficientemente completa, de ningún modo sería posible soslayar la consideración de la historicidad impropia del Dasein.
§ 75. La historicidad del Dasein y la historia del mundo
Inmediata y regularmente el Dasein se comprende a partir de lo que comparece en el mundo circundante y de lo que es objeto de ocupación circunspectiva. Esta comprensión no es un mero conocimiento de sí mismo que simplemente acompañase a todos los comportamientos del Dasein. Comprender significa proyectarse hacia una determinada posibilidad del estar-en-el-mundo, es decir, existir como tal posibilidad. De esta manera, el comprender, en cuanto comprensión común, constituye también la existencia impropia del uno. Lo que en el convivir público comparece para el ocuparse cotidiano no son tan sólo el útil y la obra, sino también lo que con ellos «sucede»: «quehaceres», empresas, incidentes y accidentes. El «mundo» es, al mismo tiempo, suelo y escenario y, como tal, forma parte del ir y venir cotidiano. En el convivir público comparecen los otros en esas actividades en las que también «uno mismo» se encuentra sumergido. Se conoce, se discute, se aprueba, se combate, se retiene en la memoria y se olvida, pero considerando siempre, en primer lugar, lo que se hace y lo que de allí «resulta». El progreso, el estancamiento, el cambio de actitud y el «balance final» del Dasein individual los medimos ante todo por la marcha, el estado, el cambio y la disponibilidad de lo que nos ocupa. Por trivial que sea la referencia a la comprensión que tiene del Dasein la comprensión cotidiana común, esta última no es en modo alguno ontológicamente transparente. Pero entonces, ¿por qué no determinar la «trama» del Dasein por lo que es objeto de ocupación, y por «lo vivido»? ¿No pertenecen también a la «historia» el útil, la obra y todas aquellas cosas entre las que el Dasein se encuentra? ¿Es acaso el acontecer de la historia sólo el aislado transcurrir de la «corriente de vivencias» en los sujetos individuales?
En efecto, la historia no es ni la textura dinámica de las variaciones de los objetos ni el fluir, suspenso en el vacío, de las vivencias de los «sujetos». ¿Afectará entonces el acontecer de la historia a la conexión de sujeto y objeto? Pero, si se atribuye el acontecer a la relación sujeto-objeto, entonces también deberá preguntarse por el modo de ser de esa conexión en cuanto tal, puesto que en ese caso sería ella la que propiamente «acontece». La tesis acerca de la historicidad del Dasein no afirma que sea histórico un sujeto sin mundo, sino el ente que existe como estar-en-el-mundo. El acontecer de la historia es el acontecer del estar-en-el-mundo. La historicidad del Dasein es esencialmente historicidad del mundo, un mundo que, en razón del carácter extático-horizontal de la temporeidad, pertenece necesariamente a la temporización de esa temporeidad. En la medida en que el Dasein existe fácticamente, comparece también lo descubierto dentro del mundo. Con la existencia del estar-en-el-mundo histórico, lo a la mano y lo que está-ahí se encuentran incorporados desde siempre a la historia del mundo. El útil y la obra, los libros, por ejemplo, tienen sus «destinos»; las obras arquitectónicas y las instituciones tienen su historia. Pero también la naturaleza es histórica. Aunque no precisamente en el sentido de una «historia natural[561]», pero sí en cuanto paisaje, terreno de asentamiento o de explotación, en cuanto campo de batalla y lugar de culto. Estos entes intramundanos son históricos en cuanto tales, y su historia no es algo «externo» que se limitase a acompañar la historia «interior» del «alma». Llamamos a este ente lo mundi-histórico [das Welt-Geschichtliche]. Aquí es necesario tener en cuenta el doble significado de la expresión elegida —«historia-del-mundo»— entendida, en este caso, en un sentido ontológico. Por una parte, esta expresión significa el acontecer del mundo en su esencial y existente unidad con el Dasein. Pero a la vez, y por el hecho de que con el mundo fácticamente existente queda siempre descubierto el ente intramundano, ella nombra también el «acontecer» intramundano de lo a la mano y de lo que está-ahí. El mundo histórico fácticamente sólo es en cuanto mundo del ente intramundano. Lo que «acontece» con el útil y la obra en cuanto tales tiene un carácter particular de movilidad, que hasta ahora ha quedado enteramente en la oscuridad. Un anillo, por ejemplo, que se «entrega» y que se «lleva» no experimenta por este hecho meros cambios de lugar. La movilidad del acontecer en el que algo «sucede con el anillo» no puede ser comprendida en modo alguno en función del movimiento como cambio de lugar. Esto es válido para todos los «procesos» y acontecimientos mundi-históricos, y también, en cierto modo, para las «catástrofes naturales». No nos es posible profundizar aquí el problema de la estructura ontológica del acontecer mundi-histórico, porque —prescindiendo de que ello implicaría un rebasamiento de los límites de nuestro tema— el propósito de esta exposición no es otro que ponernos ante el enigma ontológico de la movilidad del acontecer en general.
Aquí se trata tan sólo de delimitar aquel ámbito de fenómenos que de un modo necesario queda ontológicamente implicado cuando se habla de la historicidad del Dasein. En razón de la trascendencia del mundo, tempóreamente fundada, lo mundi-histórico ya está siempre «objetivamente» dado en el acontecer del existente estar-en-el-mundo, pero sin ser aprehendido en un saber histórico. Y como el Dasein fáctico en su caída se absorbe en aquello de lo que se ocupa, comprende en primer lugar su historia mundi-históricamente. Y como, además, la comprensión vulgar del ser comprende el «ser» indiferentemente como estar-ahí, el ser de lo mundi-histórico queda experimentado e interpretado en el sentido de algo que está-ahí viniendo, haciéndose presente y desapareciendo. Y como, finalmente, el sentido del ser en general es considerado como lo absolutamente obvio, la pregunta por el modo de ser de lo mundi-histórico y por la movilidad del acontecer en general no parece ser, «propiamente», otra cosa que la estéril minuciosidad de una sutileza verbal.
El Dasein cotidiano está disperso en la multiplicidad de lo que «pasa» diariamente. Las eventualidades y circunstancias frente a las cuales el ocuparse está de antemano «tácticamente» a la espera, conforman el «destino». El Dasein impropiamente existente sólo contabiliza su historia a partir de lo que es objeto de ocupación. Y puesto que entonces, llevado de un lado a otro por sus «quehaceres», el Dasein necesita, si quiere llegar a sí mismo, recogerse primeramente desde la dispersión y la inconexión de lo eventualmente «ocurrido», surge, por vez primera, desde el horizonte de comprensibilidad de la historicidad impropia, el problema de crear una «conexión» de la existencia [Dasein], entendida como una conexión de las vivencias que «también» están-ahí en el sujeto. La posibilidad del predominio de este horizonte problemático se funda en la falta de resolución, que constituye la esencia de la in-estabilidad del sí-mismo.
Con esto se ha mostrado el origen de la pregunta por una «trama» del Dasein, entendida como unidad de concatenación de las vivencias entre el nacimiento y la muerte. La procedencia de la pregunta hace ver, al mismo tiempo, su incompatibilidad con una interpretación existencial originaria de la totalidad del acontecer del Dasein. El predominio de este horizonte problemático «natural» explica, por otra parte, por qué el modo propio de la historicidad del Dasein —el destino y la repetición— parece ser el menos apto para proporcionar la base fenoménica sobre la cual cobraría la forma de un problema ontológicamente fundado aquello a lo que en el fondo tiende la pregunta por la «trama de la vida».
La pregunta no es: ¿cómo logra el Dasein la unidad de una trama para la ulterior concatenación de la serie de «vivencias» acontecidas y por acontecer?, sino, más bien: ¿cuál es ese modo de ser en el que el Dasein de tal manera se pierde que, como consecuencia, necesita posteriormente reunirse a sí mismo, recuperándose de su dispersión, y excogitar para lo así reunido una unidad que lo haga coherente? La pérdida en el uno y en lo mundi-histórico se reveló más arriba como huida ante la muerte. Esta huida ante… manifiesta al estar vuelto hacia la muerte como una determinación fundamental del cuidado. La resolución precursora lleva a este estar vuelto hacia la muerte a la existencia propia. Ahora bien, el acontecer de esta resolución, es decir, la repetición del legado de posibilidades, repetición que, anticipándose, hace entrega de sí misma, fue interpretado como historicidad propia. ¿No será esta historicidad propia el extenderse originario, sin pérdida, innecesitado de concatenación, de la existencia entera? La resolución del sí-mismo en contra de la inestabilidad de la dispersión constituye como tal la continuidad extensa en la que el Dasein en cuanto destino mantiene «incorporados», dentro de su existencia, tanto el nacimiento y la muerte, como su «entre», de tal manera que en esta estabilidad el Dasein se ha hecho «instantáneo» para lo mundi-histórico de su situación concreta. En la destinal repetición de posibilidades que han sido, el Dasein se retrotrae «inmediatamente», es decir, tempóreo-extáticamente, hacia lo ya sido antes de él. Ahora bien, con esta autotransmisión del legado, el «nacimiento» queda incorporado en la existencia mediante la vuelta hacia atrás desde la posibilidad insuperable de la muerte, pero tan sólo para que la existencia, libre de ilusiones, asuma la condición de arrojado de su propio Ahí.
La resolución constituye la fidelidad de la existencia a su propio sí-mismo. La fidelidad, en cuanto resolución en disposición de angustia, es, al mismo tiempo, la posibilidad del respeto frente a la única autoridad que un existir libre puede reconocer: frente a las posibilidades repetibles de la existencia. La resolución sería ontológicamente mal comprendida si se pensara que ella sólo es real como «vivencia» mientras «dura» el «acto» de resolverse. En la resolución radica la estabilidad existentiva que, por su esencia, ya ha anticipado todo posible instante que de ella brote. La resolución, en cuanto destino, es la libertad para renunciar a una determinada decisión si eventualmente la situación lo demandare. Con ello no se interrumpe la estabilidad de la existencia, sino que, por el contrario, se la confirma en el instante. La estabilidad no se constituye ni por ni a partir de la acumulación de «instantes», sino que éstos brotan de la temporeidad ya extensa de la repetición que venideramente está-siendo-sida.
En la historicidad impropia, en cambio, la extensión originaria del destino queda oculta. El Dasein presenta [gegenwartigt] su «hoy» en la inestabilidad del uno-mismo. Mientras está a la espera de la próxima novedad, ya ha olvidado lo antiguo. El uno rehuye la elección. Ciego para las posibilidades, es incapaz de repetir lo que ha sido, y se limita a retener y mantener lo «real» que ha quedado de lo mundanamente histórico ya sido, los restos e informaciones presentes acerca de ello. Absorto en la presentación del hoy, comprende el «pasado» desde el «presente». Por el contrario, la temporeidad de la historicidad propia es, en cuanto instante precursor y repitente, una des-presentación del hoy y un desacostumbramiento de las conductas usuales del uno. La existencia impropiamente histórica, cargada con la herencia del «pasado», irreconocible ya para ella misma, busca, en cambio, lo moderno. La historicidad propia comprende la historia como el «retorno» de lo posible y sabe, por eso, que la posibilidad sólo retorna cuando la existencia está destinal-instantáneamente abierta para ella en la repetición resuelta.
Constantemente la interpretación existencial de la historicidad del Dasein, sin advertirlo, se sume en la oscuridad. Las oscuridades son difíciles de disipar por cuanto no se han distinguido aún las posibles dimensiones del cuestionamiento adecuado y porque en todas ellas ronda el enigma del ser y —como ahora se nos ha hecho claro— el del movimiento. Es posible, sin embargo, esbozar un proyecto de la génesis ontológica de la historia como ciencia, a partir de la historicidad del Dasein. Este proyecto servirá como preparación para aclarar, en su momento, la tarea de una destrucción historiográfica de la historia de la filosofía[562].
§ 76. El origen existencial del saber histórico en la historicidad del Dasein
No cabe duda de que la ciencia histórica, como, por lo demás, toda ciencia en cuanto modo de ser del Dasein, «depende» siempre fácticamente de la «concepción dominante del mundo». Pero, más allá de este hecho, será necesario preguntar por la posibilidad ontológica del origen de las ciencias en la constitución de ser del Dasein. Este origen no es aún suficientemente transparente. En el presente contexto, el análisis deberá bosquejar el origen existencial del saber histórico sólo en la medida en que así se logre aclarar mejor la historicidad del Dasein y su enraizamiento en la temporeidad.
Si el ser del Dasein es fundamentalmente histórico, resulta evidente que toda ciencia fáctica se verá envuelta en este acontecer [histórico]. Pero el saber histórico presupone de un modo propio y especial la historicidad del Dasein.
Esto podría, por lo pronto, explicarse haciendo presente que la historia, en cuanto ciencia acerca del acontecer histórico del Dasein, tiene que «suponer» como su posible «objeto» el ente originariamente histórico. Pero no sólo se requiere que el acontecer histórico sea, para que un objeto histórico se torne accesible; ni tampoco basta solamente con el hecho de que el conocimiento histórico, en cuanto comportamiento aconteciente del Dasein, sea una forma de acontecer histórico, sino que la apertura del acontecer histórico llevada a cabo por la historiografía está enraizada, en sí misma y por su propia estructura ontológica —se realice o no fácticamente—, en la historicidad del Dasein. A esta conexión se refiere el problema del origen existencial del saber histórico en la historicidad del Dasein. Aclarar esta conexión significa, desde un punto de vista metodológico, proyectar ontológicamente, a partir de la historicidad del Dasein, la idea del saber histórico. Por el contrario, no sería procedente intentar «abstraer» el concepto de saber histórico a partir de una actividad científica hoy en día fáctica, ni pretender asimilarlo a ella. Porque ¿qué nos garantiza, en principio, que este modo fáctico de proceder sea efectivamente representativo del saber histórico en sus posibilidades originarias y propias? Y, supuesto que así fuese —cuestión que nos abstenemos de zanjar—, el concepto sólo podría «descubrirse» en los hechos a través del hilo conductor de la idea ya comprendida del saber histórico. Pero, por otra parte, la idea existencial del saber histórico no alcanzaría una mayor justificación por el hecho de que el historiador constatase que su comportamiento fáctico concuerda con ella. Ni tampoco se tornaría «falsa» porque él niegue dicha concordancia.
La idea de la historia como ciencia implica que la tarea por ella asumida es la apertura del ente histórico. Toda ciencia se constituye primariamente por la tematización. Lo que precientíficamente es familiar al Dasein en cuanto abierto estar-en-el-mundo, es proyectado en su ser específico. Con este proyecto se delimita la respectiva región del ente. Las vías de acceso a este ente reciben «dirección» metodológica; la estructura conceptual de la interpretación comienza a bosquejarse. Si posponemos el problema de la posibilidad de una «historia del presente», y le asignamos al saber histórico la tarea de abrir el «pasado», entonces la tematización historiográfica de la historia sólo será posible si, de alguna manera, el «pasado» ya está abierto. Prescindiendo completamente de la cuestión de si se dispone o no de fuentes suficientes para una representación historiográfica del pasado, no cabe duda de que la vía de acceso hacia ese pasado debe estar de algún modo abierta, si ha de ser posible volver a él por medio del saber histórico. Que esto ocurra y cómo llegue a ser posible, no es en absoluto evidente.
Ahora bien, en la medida en que el ser del Dasein es histórico, es decir, en la medida en que, por razón de la temporeidad extático-horizontal, está abierto en su haber-sido, la tematización del «pasado» tiene efectivamente vía libre para realizarse en la existencia. Y como el Dasein, y sólo él, es originariamente histórico, lo que la tematización historiográfica presenta como posible objeto de la investigación deberá tener el modo de ser de un Dasein que ha existido. Con el Dasein fáctico, en cuanto estar-en-el-mundo, también se da siempre una historia del mundo. Cuando aquél ya no existe, el mundo mismo es algo que ha existido. No se opone a ello el hecho de que lo antaño a la mano dentro del mundo no haya aún dejado de ser y que, como algo aún no pasado del mundo que ha existido, pueda ser encontrado en un presente por medio del «saber histórico».
Ruinas, monumentos y crónicas aún presentes son «material» posible para la concreta apertura del Dasein en su haber-existido. Tales cosas pueden convertirse en material para el saber histórico tan sólo porque tienen, por su propio modo de ser, carácter mundi-histórico. Y sólo se convierte efectivamente en material porque de antemano quedan comprendidas en su intramundaneidad. El mundo ya proyectado se determina por medio de la interpretación del material mundi-histórico que se ha «conservado». La adquisición, clasificación y aseguración del material no son lo que pone en movimiento la vuelta hacia el «pasado», sino que esas actividades presuponen el histórico estar vuelto hacia el haber-existido del Dasein, es decir, presuponen la historicidad de la existencia del propio historiador. Esta historicidad funda existencialmente la historia en cuanto ciencia hasta en sus más insignificantes dispositivos «artesanales[563]».
Si el saber histórico hunde de este modo sus raíces en la historicidad, a partir de este hecho habrá de ser posible también determinar cuál es «propiamente» el objeto de la historia. Para delimitar el tema originario del saber histórico será necesario ajustarse a la historicidad propia y a su correspondiente modo de apertura del haber-existido, vale decir, a la repetición. La repetición comprende al Dasein que ha-existido en su posibilidad propia ya existida. El «nacimiento» del saber histórico desde la historicidad propia significa entonces lo siguiente: la tematización primaria del objeto del saber histórico proyecta al Dasein que ha-existido hacia su más propia posibilidad de existencia. ¿Quiere decir entonces que el saber histórico deberá tener como tema lo posible? Pero su sentido ¿no consiste acaso exclusivamente en la búsqueda de los hechos, es decir, de lo que efectivamente ha sido?
Pero, ¿qué significa que el Dasein sea «efectivamente»? Si el Dasein sólo es «propiamente» real en la existencia, entonces, sin duda alguna, su «efectividad» habrá de constituirse precisamente en el proyectarse resuelto hacia un poder-ser que se ha escogido. Pero entonces el verdadero y «efectivo» haber-existido será la posibilidad existentiva en la que fácticamente se ha determinado el destino individual, el destino colectivo y la historia del mundo. Dado que la existencia sólo es tal en cuanto fácticamente arrojada, con tanto mayor penetración podrá el saber histórico abrir la callada fuerza de lo posible, cuanto más concreta y simplemente comprenda y «se limite» a exponer el haber-sido-en-el-mundo, precisa-mente a partir de su posibilidad.
Cuando, por medio de la repetición, el saber histórico que surge de la historicidad propia revele en su posibilidad al Dasein que ha-existido, entonces también habrá revelado lo «universal» en lo singular. El problema si el saber histórico tiene como objeto tan sólo la sucesión de acontecimientos irrepetibles e «individuales» o también las «leyes», está mal planteado desde su raíz. Su tema no lo constituye ni lo singularmente acontecido, ni un universal que flotara por encima de aquél, sino la posibilidad que ha sido fácticamente existente. Esta posibilidad no queda repetida en cuanto tal, es decir, verdaderamente comprendida en un saber histórico, cuando se la tergiversa proyectándola en un descolorido modelo supra-temporal. Tan sólo la fáctica historicidad propia, en cuanto destino resuelto, puede abrir la historia que ya existió de tal manera que en la repetición la «fuerza» de lo posible irrumpa en la existencia fáctica, es decir, que venga a ella en su futuridad. De la misma manera, pues, como la historicidad del Dasein ajeno a la historiografía no arranca del «presente» y de lo que solamente hoy es «real», tampoco el saber histórico arranca desde allí para ir retrocediendo luego a tientas hacia un pasado, sino que incluso la apertura historiográfica misma se temporiza desde el futuro. La «selección» de lo que habrá de ser un posible objeto del saber histórico ya ha sido realizada en la elección fáctica y existentiva de la historicidad del Dasein, Dasein tan sólo del cual el saber histórico brota y únicamente en el cual es.
La apertura historiográfica del «pasado» fundada en la repetición destinal, lejos de ser «subjetiva», es la única que garantiza la «objetividad» del saber histórico. Porque la objetividad de una ciencia se regula primariamente por su capacidad de presentar a la comprensión, al descubierto y en la originariedad de su ser, el ente temático que le es propio. No hay ninguna ciencia donde la «validez universal» de los modelos y las pretensiones de «universalidad» que el uno y su modo común de comprender exige puedan imponerse menos como posibles criterios de la «verdad» que en la auténtica historiografía.
Tan sólo porque el tema central del saber histórico es siempre la posibilidad de la existencia que ya ha-existido, y porque ésta existe siempre fácticamente en forma mundi-histórica, aquel saber puede exigirse inexorablemente a sí mismo una orientación atenida a «los hechos». Por eso, la investigación fáctica se ramifica profusamente, haciendo objeto suyo la historia de los útiles, de las obras, de la cultura, del espíritu y de las ideas. A la vez, la historia, en cuanto se entrega a sí misma una tradición, está siempre en un estado interpretativo que le es inherente, estado interpretativo que, por su parte, tiene su propia historia, de tal manera que el saber histórico no logra, regularmente, penetrar hasta aquello mismo que ha existido sino a través de la historia de la tradición. A ello se debe el que la investigación histórica concreta pueda mantener con su tema una cercanía que es, en cada caso, variable. El historiador que se «arroja» de antemano a la «concepción del mundo» de una época, no por ello ha demostrado que comprenda su objeto en forma propiamente histórica, y no meramente «estética». Por otra parte, la existencia de un historiador que se «limita» a editar «fuentes» puede estar inspirada por una historicidad propia.
Y, de la misma manera, el predominio de un diferenciado interés histórico hasta por las más remotas y primitivas culturas no constituye todavía una demostración del carácter propio de la historicidad de una «época». En última instancia, el surgimiento de un problema del «historicismo» es el más claro indicio de que el saber histórico tiende a enajenar al Dasein de su historicidad propia. Esta última no requiere necesariamente el saber histórico. Épocas sin interés por el saber histórico no son, sólo por eso, menos históricas.
La posibilidad de que el saber histórico en general tenga «ventajas» o «inconvenientes» «para la vida» se funda en que ésta es histórica en la raíz misma de su ser y que, por consiguiente, en cuanto fácticamente existente, ya siempre se ha decidido por una historicidad propia o impropia. Nietzsche ha comprendido y dicho de un modo penetrante e inequívoco —en la segunda de sus Consideraciones Intempestivas (1874)— lo esencial acerca de las «Ventajas e inconvenientes del saber histórico para la vida». Distingue allí tres clases de saber histórico: el monumental, el anticuarial y el crítico, sin mostrar, sin embargo, explícitamente la necesidad de esta tríada, ni el fundamento de su unidad. La triplicidad del saber histórico está bosquejada en la historicidad del Dasein. La historicidad del Dasein hace comprender también hasta qué punto el modo propio del saber histórico debe ser la unidad concreta y fáctica de estas tres posibilidades. La clasificación de Nietzsche no está hecha al azar. El comienzo de su Segunda Consideración permite conjeturar que él comprendía más de lo que daba a conocer.
El Dasein en cuanto histórico sólo es posible en virtud de la temporeidad. Ésta se temporiza en la unidad extático-horizontal de sus éxtasis. El Dasein en cuanto venidero existe de un modo propio en la apertura resuelta de una posibilidad que él ha elegido. Retornando resueltamente a sí, está repitentemente abierto para las posibilidades «monumentales» de la existencia humana. El saber histórico que brota de esta historicidad es «monumental». En cuanto está-siendo-sido, el Dasein está entregado a su condición de arrojado. En la apropiación repitente de lo posible está bosquejada, a la vez, la posibilidad de la conservación venerante de la existencia que ya existió, existencia en la que se hizo manifiesta la posibilidad ahora asumida. Por consiguiente, en cuanto monumental, el saber histórico propio es «anticuarial». En la unidad del futuro y el haber-sido, el Dasein se temporiza como presente. El presente, en cuanto instante, abre el hoy en forma propia. Pero, en la medida en que el hoy queda interpretado desde el comprender venideramente-repitente de una posibilidad de existencia que se ha asumido, el modo propio del saber histórico se convierte en des-presentación del hoy, esto es, en un penoso desligarse del cadente carácter público del hoy. El saber histórico monumental-anticuarial es, en cuanto propio, necesariamente una crítica del «presente». El modo propio de la historicidad es el fundamento que hace posible la unidad de las tres modalidades de la ciencia histórica. Pero, el fundamento del fundamento [der Grund des Fundamente] del modo propio del saber histórico es la temporeidad, en cuanto sentido existencial del ser del cuidado.
La exposición concreta del origen histórico-existencial del saber histórico se lleva a cabo en el análisis de la tematización que es constitutiva de esta ciencia. La tematización historiográfica tiene como núcleo la elaboración de la situación hermenéutica que se constituye por medio del acto en el que el Dasein histórica-mente existente se resuelve a la apertura repitente de la existencia que ya existió. La posibilidad y estructura de la verdad del saber histórico debe exponerse a partir del modo propio de la aperturidad («verdad») de la existencia histórica. Ahora bien, puesto que los conceptos fundamentales de las ciencias históricas —tanto los que se refieren a sus objetos como los relacionados con el procedimiento— son conceptos de existencia, la interpretación existencial temática de la historicidad del Dasein es el supuesto de toda teoría de las ciencias del espíritu. Tal es la meta a la que constantemente tratan de acercarse las investigaciones de W. Dilthey, meta que contribuyen a aclarar con mayor penetración las ideas del Conde Yorck von Wartenburg.
§ 77. Conexión de la precedente exposición del problema de la historicidad con las investigaciones de W. Dilthey y las ideas del Conde Yorck
El análisis que hemos hecho del problema de la historia es el resultado de la apropiación del trabajo de Dilthey, y se ha visto confirmado y a la vez consolidado por las tesis del Conde Yorck, que se encuentran diseminadas en sus cartas a Dilthey[564].
La imagen de Dilthey todavía hoy ampliamente difundida es la siguiente: un «fino» intérprete de la historia del espíritu, y muy especialmente de la historia de la literatura, que «también» se esfuerza por trazar los límites entre las ciencias de la naturaleza y las ciencias del espíritu, un hombre que atribuye un papel preponderante a la historia de estas ciencias lo mismo que a la «psicología», y que deja esfumarse todo esto en una «filosofía de la vida» de carácter relativista. Para la consideración superficial, esta caracterización es «correcta». Sin embargo, a ella se le escapa lo «sustancial». Y, en vez de revelar, encubre.
Se podría clasificar esquemáticamente la labor investigadora de Dilthey en tres dominios: estudios relativos a la teoría de las ciencias del espíritu y a su delimitación frente a las ciencias de la naturaleza; investigaciones acerca de la historia de las ciencias del hombre, de la sociedad y del Estado; tentativas para elaborar una psicología destinada a exponer la «integridad del hecho humano». Las investigaciones acerca de la teoría de la ciencia, la historia de la ciencia y la psicología hermenéutica se compenetran y entrecruzan constantemente. Allí donde una de estas perspectivas predomina, también las otras están en juego a título de motivación o de medios. Lo que pudiera hacer el efecto de una interna discrepancia o de un «tanteo» incierto y azaroso es la inquietud elemental que tiende a una sola meta: lograr una comprensión filosófica de la «vida», y asegurarle a esta comprensión un fundamento hermenéutico a partir de la «vida misma». Todo está centrado en la «psicología», la cual debe comprender la «vida» en sus conexiones históricas evolutivas y de interacción con el mundo como la manera de ser del hombre, como posible objeto de las ciencias del espíritu y —a la vez— como raíz de estas mismas ciencias. La hermenéutica es el autoesclarecimiento de este com-prender y sólo en forma derivada, una metodología de la ciencia histórica.
Tomando en consideración ciertas discusiones contemporáneas que confinaban en forma unilateral las investigaciones diltheyanas relativas a una fundamentación de las ciencias del espíritu en el campo de la teoría de la ciencia, el propio Dilthey orientó frecuentemente sus publicaciones en esta dirección. Sin embargo, la «lógica de las ciencias del espíritu» no tiene un carácter central para él, así como tampoco su «psicología» pretende ser «solamente» un perfeccionamiento de la ciencia positiva de lo psíquico.
La tendencia filosófica más propia de Dilthey en el intercambio epistolar con su amigo el Conde Yorck queda inequívocamente expresada por éste cuando alude a «nuestro común interés por comprender la historicidad» (subrayado por el autor[565]). La apropiación de las investigaciones de Dilthey, que recién ahora se hacen accesibles en toda su amplitud, requiere la perseverancia y la concreción de una confrontación llevada a fondo. No es éste el lugar para una consideración detallada de los problemas que lo movían y de la manera en que lo movían[566]. En cambio, algunas de las ideas centrales del Conde Yorck serán descritas provisionalmente a través de una selección de pasajes característicos de sus cartas.
La tendencia que anima a Yorck en este intercambio con la labor y los modos de cuestionamiento diltheyanos se muestra precisamente en su toma de posición frente a las tareas de la disciplina fundamental, la psicología analítica. A propósito del tratado presentado por Dilthey a la Academia, con el título de Ideas acerca de una Psicología descriptiva y analítica (1894), Yorck escribe: «La reflexión sobre sí mismo como el medio primario del conocimiento, y el análisis como su procedimiento primario quedan firmemente establecidos. A partir de aquí se formulan proposiciones que son verificadas por propia constatación. No se marcha hacia un análisis crítico o hacia una aclaración y, por consiguiente, una refutación intrínseca de la psicología constructiva y de sus supuestos». (Briefw. p. 177). «… la renuncia a un análisis crítico, esto es, a mostrar psicológicamente —en una discusión a fondo— la proveniencia de cada cosa, está en conexión, a mi parecer, con el concepto y la posición que usted le asigna a la teoría del conocimiento» (p. 177). «La explicación de la inaplicabilidad —el hecho de ésta ha quedado establecido y precisado— sólo la da una teoría del conocimiento. Ella tiene que dar cuenta de la adecuación de los métodos científicos, ella tiene que fundamentar la metodología y no dejar que, como ahora sucede, los métodos se tomen de los dominios particulares —no puedo menos de decirlo— al puro azar» (p. 179 s.).
En esta exigencia de Yorck —que es, en el fondo, la de una lógica que, como la de Platón y Aristóteles, antecede a las ciencias y las dirige— va involucrada la tarea de desentrañar en forma positiva y radical la diversidad de estructura categorial del ente que es naturaleza y del ente que es historia (del Dasein). Yorck encuentra que las investigaciones de Dilthey «acentúan demasiado poco la diferencia genérica entre lo óntico y lo histórico» (p. 191) (subrayado por el autor). «En particular, se echa mano del procedimiento de la comparación como método de las ciencias del espíritu. Aquí me aparto de usted… La comparación es siempre algo estético, se aferra siempre a la forma [Gestalt]. Para Windelband la historia tiene que habérselas con formas. El concepto de tipo, que usted maneja, es muchísimo más íntimo. Lo que allí está en cuestión son caracteres, no formas. Para aquél, la historia es una serie de imágenes, de formas individuales, una exigencia estética. Porque, al fin y al cabo, para el cultivador de las ciencias de la naturaleza no hay, fuera de la ciencia, otra cosa que esa especie de calmante para el ser humano que es el gozo estético. El concepto que usted tiene de la historia es, en cambio, el de una complexión de fuerzas, de unidades de fuerzas, a las que la categoría de forma sólo sería aplicable en un sentido figurado» (p. 193).
Con un certero instinto para la «diferencia entre lo óntico y lo histórico» reconoce Yorck cuán fuertemente la investigación tradicional de la historia se mantiene aún en «determinaciones puramente oculares» (p.192), que apuntan a lo corpóreo y figurativo.
«Ranke es un gran ocular, para el cual lo ya desaparecido no puede convertirse en realidades… El estilo intelectual de Ranke explica también la limitación de la materia de la historia a lo político. Sólo lo político es dramático» (p. 60). «Las modificaciones que ha traído consigo el transcurso del tiempo me parecen inesenciales, y bien quisiera apreciar las cosas de otra manera. En efecto, la llamada escuela histórica, por ejemplo, me parece una corriente meramente secundaria dentro del lecho del mismo río, como si representara tan sólo un eslabón de una antigua y prolongada antítesis. El nombre tiene algo de engañoso. Aquella escuela no era en absoluto una escuela histórica (subrayado por el autor), era más bien una escuela anticuarial; ella construía estéticamente, en tanto que el gran movimiento entonces dominante era el de la construcción mecánica. Por eso, lo que ella metodológicamente aportó al método de la racionalidad fue sólo un sentimiento del conjunto» (p. 68 s.).
«El genuino filólogo, cuyo concepto de la historia es el de una caja de antigüedades. Allí donde no hay palpabilidad, allí hasta donde conduce tan sólo una viva transposición psíquica, tan lejos no llegan esos señores. Son, justamente, y en lo más íntimo, cultivadores de las ciencias naturales, y se tornan más escépticos aun porque les falta el experimento. De toda esa bagatela acerca, por ejemplo, de las veces que Platón estuvo en la Magna Grecia o en Siracusa, debe mantenerse uno lo más lejos posible. No hay nada vivo en todo ello. Tan superficial estilo como el que ahora he examinado críticamente, viene a parar, por último, en un gran signo de interrogación, y queda cubierto de vergüenza ante las grandes realidades que son Homero, Platón, el Nuevo Testamento. Todo lo efectivamente real se convierte en espectro cuando se lo considera como “cosa en sí”, cuando no se lo vive» (p. 61). «Los “hombres de ciencia” se enfrentan con los poderes de su tiempo de una manera semejante a como la refinada sociedad francesa se enfrentaba con el movimiento revolucionario de su época. Aquí como allí, formalismo, culto de la forma. Determinaciones relacionales, la última palabra de la sabiduría. Tal dirección del pensar tiene naturalmente —a mi parecer— su historia aún no escrita. La falta de fundamento del pensar y de la creencia en tal pensar —considerada desde el punto de vista de la teoría del conocimiento: una actitud metafísica— es un producto histórico» (p. 39). «Las vibraciones ondulatorias provocadas por el principio excéntrico que hace más de cuatrocientos años trajo a luz una nueva época, me parecen haberse extendido y nivelado hasta el extremo; el conocimiento parece haber progresado hasta la abolición de sí mismo; el hombre parece haber salido tan lejos de sí, que ya no logra verse a sí mismo. El “hombre moderno”, es decir, el hombre desde la época del Renacimiento, está listo para ser enterrado» (p. 83). En cambio: «Todo saber histórico verdaderamente vivo, y no sólo descriptivo de la vida, tiene el carácter de una crítica» (p. 19). «Pero el conocimiento de la historia es en buena parte conocimiento de las fuentes ocultas» (p. 109). «Pasa con la historia que lo espectacular, lo que salta a la vista, no es lo principal. Los nervios son invisibles; como también es invisible lo esencial en general. Y así como se dice: “Si estuvieseis quietos seríais fuertes”, es igualmente verdadera la variante: si estáis quietos, escucharéis, es decir, comprenderéis» (p. 26). «Y entonces disfruto el tranquilo soliloquio y la frecuentación con el espíritu de la historia. Él no se le apareció a Fausto en su celda, ni tampoco al maestro Goethe. No lo habrían esquivado temerosos, por grave y conmovedora que hubiera sido la aparición. Pero ella es fraterna y afín en un sentido distinto y más profundo que el sentido en que lo son los habitantes del campo y la floresta. El esfuerzo se parece a la lucha de Jacob: para el luchador mismo, una ganancia segura. Ahora bien, es esto lo que en primer lugar importa» (p. 133).
Yorck alcanza una clara intelección del carácter fundamental de la historia en cuanto «virtualidad», a partir del conocimiento del carácter de ser del existir humano mismo y, por consiguiente, no lo alcanza en una teoría del conocimiento, es decir, a partir de aquello que es objeto de una consideración de la historia: «El hecho de que la totalidad de lo que nos está psicofísicamente dado no es [ser = estar-ahí de la naturaleza. Nota del autor], sino que, más bien, vive, es la clave de la historicidad. Y una autorreflexión que no esté dirigida hacia un yo abstracto, sino hacia la plenitud de mi propia mismidad, me encontrará históricamente determinado, de la misma manera como la física me conoce en cuanto cósmicamente determinado. De igual modo como soy naturaleza, soy también historia…» (p. 71). Y Yorck, tan perspicaz para poner al descubierto todas las espúreas «determinaciones de relación» y los relativismos «sin base», no vacila en sacar la última consecuencia de su comprensión de la historicidad del Dasein. «Pero, además, supuesta la intrínseca historicidad de la conciencia de sí, un sistematismo separado de la historia es metodológicamente inadecuado. Así como la fisiología no puede prescindir de la física, la filosofía —y precisamente cuando es crítica— tampoco puede prescindir de la historicidad. Comportamiento e historicidad se relacionan entre sí como el respirar y la presión atmosférica, y —esto puede sonar en cierta medida paradójico— la no historización del filosofar me parece, desde un punto de vista metodológico, como un resto de metafísica» (p. 69). «Puesto que filosofar es vivir, hay, a mi modo de ver —no se asuste usted— una filosofía de la historia —¡quién pudiera escribirla!—. Ciertamente no a la manera como se la ha concebido e intentado hasta ahora, manera contra la cual usted se ha declarado de un modo que no puede ser refutado. La forma como hasta ahora se ha planteado la pregunta era ciertamente falsa, y, más aún, imposible, pero esa forma no es la única. Y por eso de aquí en adelante no habrá ningún filosofar efectivo que no sea histórico. La separación entre filosofía sistemática y exposición histórica es esencialmente incorrecta» (p. 251). «No cabe duda de que la posibilidad de hacerse práctica es la verdadera razón justificante de toda ciencia. Pero la praxis matemática no es la única. La finalidad práctica de nuestro punto de vista es la pedagógica, en el más amplio y hondo sentido de esta palabra. Ella es el alma de toda verdadera filosofía, y la verdad de Platón y Aristóteles» (p. 42 s.). «Usted sabe lo que pienso de la posibilidad de una ética como ciencia. Sin embargo, siempre podrá hacerse algo mejor. ¿Para quién son propiamente esos libros? ¡Archivos y más archivos! Lo único digno de notarse, el impulso a ir desde la física hacia la ética» (p. 73). «Si se concibe la filosofía como manifestación de la vida, y no como expectoración de un pensar sin fundamento, pensar que se manifiesta como tal por el hecho de que la mirada se ha desviado del fundamento de la conciencia, entonces la tarea, además de menguada en resultados, es también enmarañada y fatigosa en su prosecución. Libertad de prejuicios es el supuesto previo, y ya éste es difícil de lograr» (p. 250).
Que el propio Yorck se haya puesto en camino hacia la captación categorial de lo histórico frente a lo óntico (ocular), y hacia una comprensión científica adecuada de «la vida», se volverá claro si señalamos el género de dificultad que esta clase de investigaciones lleva consigo: la manera estético-mecanicista de pensar «encuentra más fácilmente expresión verbal —cosa explicable por la vasta proveniencia de las palabras desde la ocularidad— que un análisis que retroceda más atrás de la intuición… En cambio, lo que penetra hasta el fondo de la vida queda sustraído a la posibilidad de una exposición exotérica; y de ahí que toda su terminología sea incomprensible a la mayoría, y sea simbólica e inevitable. De la índole particular del pensar filosófico se sigue la particularidad de su expresión verbal» (p. 70 s.). «Pero usted conoce mi predilección por lo paradójico, predilección que justifico por el hecho de que lo paradójico es un signo distintivo de la verdad, y que con toda certeza la communis opinio jamás está en la verdad, como que es el precipitado elemental de una comprensión a medias generalizante, que, en relación a la verdad, es como el vapor sulfuroso que el rayo deja tras de sí. La verdad no es jamás un elemento. Sería función pedagógica del Estado disolver las opiniones públicas elementales y posibilitar al máximo, mediante la educación, la individualidad del ver y del observar. Entonces, en vez de la llamada conciencia pública —en vez de esa radical exteriorización de la conciencia moral— volverían a imperar las conciencias individuales, es decir, la conciencia a secas» (p. 249 s.).
El interés por comprender la historicidad se aboca a la tarea de desentrañar la «diferencia genérica entre lo óntico y lo histórico». Con esto queda fijada la meta fundamental de la «filosofía de la vida». Sin embargo, el planteamiento del problema exige una radicalización a fondo. Pues ¿cómo podrá la historicidad ser filosóficamente captada y «categorialmente» concebida en su diferencia con lo óntico, sino llevando tanto lo «óntico» como lo «histórico» a una unidad más originaria que haga posible su mutua comparación y diferenciación? Ahora bien, esto sólo es posible si se comprende lo siguiente: 1. que la pregunta por la historicidad es una pregunta ontológica por la constitución de ser del ente histórico; 2. que la pregunta por lo óntico es la pregunta ontológica por la constitución de ser del ente que no tiene el modo de ser del Dasein, del ente que está-ahí, en el sentido más amplio de esta palabra; 3. que lo óntico es tan sólo un dominio del ente. La idea del ser abarca lo «óntico» y lo «histórico». Ella es la que debe dejar-se «diferenciar genéricamente».
No es un azar que Yorck denomine al ente no histórico lo «óntico» a secas. Esta denominación no es sino el reflejo del dominio inquebrantado de la ontología tradicional que, nacida del cuestionamiento acerca del ser planteado por la antigüedad, mantiene la problemática ontológica en un fundamental estrechamiento. El problema de la diferencia entre lo óntico y lo histórico sólo puede ser elaborado como un problema digno de investigación si ha llegado a asegurarse previamente el hilo conductor por medio de la aclaración ontológico-fundamental de la pregunta por el sentido del ser en general[567]. De esta manera se aclara el sentido en que la analítica tempóreo-existencial y preparatoria del Dasein está resuelta a cultivar el espíritu del Conde Yorck, a fin de servir a la obra de Dilthey.