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Conduje hasta la consulta del médico como si fuera la protagonista de una película que Phillip estuviera mirando: ventanillas bajadas, cabellos al viento, una sola mano en el volante. Cuando frené ante el semáforo en rojo, continué mirando misteriosamente al frente. «¿Quién será? —puede que se preguntara la gente—. ¿Quién es esa madurita del Honda azul?». Crucé a paso tranquilo el aparcamiento del edificio, entré en el ascensor y pulsé «12» con dedo indiferente y amante de la guasa; la clase de dedo que está dispuesto a todo. Cerradas las puertas, me miré en el espejo del techo y ensayé la cara que pondría si Phillip estuviera en la sala de espera. Cara de sorpresa, pero hasta cierto punto; además, él no estaría en el techo, o sea que yo no tendría que forzar el cuello de esa manera. Con el mismo gesto recorrí todo el pasillo. ¡Oh! ¡Hola, tú por aquí! Llegué a la puerta.

DR. JENS BROYARD

CROMOTERAPIA

La abrí.

Ni rastro de Phillip.

Me costó unos instantes recuperarme. Estuve a punto de dar media vuelta y volverme a casa, claro que entonces no habría podido telefonear a Phillip para darle las gracias por la referencia. La recepcionista me pasó una tablilla con el formulario de paciente nuevo para rellenar; me senté en un sillón. No ponía «viene por recomendación de…», de modo que en la parte superior del papel escribí: «Me envía Phillip Bettelheim».

En el evento de Open Palm para recaudar fondos Phillip me había comentado: «No diré que sea el mejor médico del mundo». Llevaba un jersey gris de cachemira que hacía juego con su barba. «Porque hay un cromoterapeuta en Zurich que es tan bueno o más que él. Pero en Los Ángeles no encontrarás a otro como Jens. Y, desde luego, es el mejor de la Costa Oeste. A mí me curó el pie de atleta». Levantó un pie y volvió a bajarlo antes de que yo pudiese olisquear. «Pasa la mayor parte del año en Amsterdam, por eso es muy selectivo con los pacientes que tiene aquí. Tú dile que te envía Phillip Bettelheim». Anotó el número en una servilleta y se alejó de mí con sambero contoneo.

—Me envía Phillip Bettelheim.

—¡Exacto! —gritó él volviendo la cabeza.

Se pasó el resto de la velada en la pista de baile.

Miré a la recepcionista; ella conocía a Phillip. Podía ser que acabara de marcharse; podía estar con el doctor en ese mismo momento. No se me había ocurrido. Me remetí unos mechones detrás de las orejas y observé la puerta de la sala de reconocimiento. Cosa de un minuto después vi salir a una mujer espigada con un niño pequeño. El bebé balanceaba un cordel con un cristal en el extremo. Miré a ver si teníamos una conexión especial que fuera más sólida que el vínculo del niño con su madre. Y no.

El doctor Broyard tenía rasgos escandinavos y lucía unas gafas diminutas, sentenciosas. Mientras él leía mi formulario de paciente nuevo, yo aguardé sentada en un mullido diván de piel encarado a un biombo japonés. No había esferas ni varitas mágicas a la vista, pero me preparé mentalmente para una eventualidad parecida. Si Phillip creía en la cromoterapia, por qué yo no. El doctor Broyard se bajó las gafas.

—Bien. Globus hystericus.

Empecé a explicarle lo que era, pero él me interrumpió.

—Soy médico —dijo.

—Perdón.

Pero, a ver, ¿qué médico de verdad dice «Soy médico»?

Me examinó pausadamente las mejillas mientras pinchaba un papel con un rotulador rojo. En el papel había una cara, un rostro genérico con la etiqueta CHERYL GLICKMAN.

—¿Esas marcas son…?

—De la rosácea.

Los ojos de la cara del papel eran grandes y redondos, mientras que los míos desaparecen cuando sonrío, y tengo la nariz más de patata. Dejando esto aparte, los espacios entre mis facciones guardan una perfecta proporción. Es algo que hasta ahora no ha advertido nadie. Ah, y las orejas: dos encantadoras caracolas. Siempre llevo el pelo remetido detrás e intento entrar en salas atestadas con la oreja por delante, es decir, andando de lado. El doctor trazó un círculo sobre la garganta del papel y lo rellenó con un cuidadoso sombreado.

—¿Desde cuándo tiene ese bolo histérico?

—Ha ido apareciendo y desapareciendo durante unos treinta años. Quizá cuarenta.

—¿Se ha sometido a algún tratamiento?

—Intenté que me derivaran a cirugía.

—¿Cirugía?

—Extirpar la pelotita.

—Usted sabe que no es una pelota.

—Eso dicen.

—El tratamiento habitual es la psicoterapia.

—Sí, ya.

No le expliqué que era soltera. La terapia es cosa de parejas. Como la Navidad. Como ir de camping. Como acampar en la playa. El doctor Broyard abrió un cajón repleto de frasquitos de cristal y cogió uno con la etiqueta ROJO. Yo miré extrañada aquel líquido absolutamente transparente. Me recordó al agua, la verdad.

—Es la esencia del rojo —saltó él. Se había percatado de mi escepticismo—. El rojo es una energía, y solo desarrolla tonalidad en crudo. Tome treinta mililitros ahora y treinta todas las mañanas antes de la primera micción.

Tragué un gotero lleno.

—¿Por qué antes de la primera micción?

—Antes de que se levante y empiece a moverse; el movimiento produce un aumento de la temperatura basal.

Pensé: ¿Y si una persona se despierta e inmediatamente realiza un coito, antes de la primera micción? Eso también tiene que aumentar la temperatura basal, creo yo. Si en lugar de mis cuarenta y pocos años yo hubiera tenido treinta y pocos, ¿el doctor habría dicho antes de la primera micción «o» el primer coito? Es lo malo de los hombres de mi edad: siempre soy un poquito mayor que ellos. Phillip tiene sesenta y pico, así que probablemente me considera una mujer joven, casi una chica. Bueno, no es que piense en mí; de momento solo soy alguien que trabaja en Open Palm. Pero eso podría cambiar en un abrir y cerrar de ojos; de hecho, podría haber sucedido hoy mismo, en la sala de estar. Podría pasar aún, si yo le llamase. El doctor Broyard me entregó un papel.

—Dele esto a Ruthie, la recepcionista. Le he programado una visita de seguimiento, pero si antes de eso ve usted que el bolo empeora, quizá debería ir pensando en algún tipo de terapia.

—¿Me dará uno de esos cristales?

Señalé unos que colgaban frente a la ventana, formando un racimo.

—¿Un Sundrop? La próxima vez.


La recepcionista fotocopió mi tarjeta sanitaria mientras me explicaba que el seguro no cubre tratamientos de cromoterapia.

—El próximo día de visita es el diecinueve de junio. ¿Prefiere por la mañana o por la tarde?

Su larga melena gris era desagradable. Yo también tengo el pelo gris, pero voy siempre bien peinada.

—No sé. Quizá por la mañana. —Estábamos en febrero nada más. Tal vez en junio Phillip y yo ya seríamos pareja, podríamos entrar juntos en la consulta del doctor, cogidos de la mano—. ¿Y no hay otra hora antes?

—El doctor solo visita tres veces al año en esta consulta.

Miré a mi alrededor.

—Oiga, ¿y quién regará esta planta?

Me incliné para tocar con la punta del dedo la tierra del helecho. Estaba húmeda.

—Aquí trabaja otro médico. —La recepcionista dio unos toquecitos al expositor de metacrilato que contenía dos juegos de tarjetas de visita, uno a nombre del doctor Broyard y otro al de una tal doctora Tibbets. Intenté no tocarlas con el dedo sucio cuando cogí una de cada—. ¿Le parece bien a las nueve cuarenta y cinco? —preguntó la mujer al tiempo que me ofrecía una caja de kleenex.


Me apresuré por el aparcamiento con el móvil en las dos manos. Una vez cerradas las puertas y el aire acondicionado en marcha, marqué los nueve primeros dígitos del número de Phillip y entonces me entraron dudas. Nunca le había llamado por teléfono; en los últimos seis años siempre había sido él quien me llamaba, y eso a Open Palm y en su calidad de miembro de la junta. Quizá no fuera buena idea. Suzanne diría que sí. Fue ella la primera en mover ficha con Carl. Suzanne y Carl eran mis jefes.

—Si notas que hay conexión, tú no seas tímida —me dijo una vez.

—Ponme un ejemplo de no ser tímida.

—Métele un poco de caña.

Esperé cuatro días, por aquello de no forzar las cosas, y luego le pedí a Suzanne un ejemplo de meter un poco de caña. Me miró largamente, sacó un sobre viejo de la papelera y dibujó en él una pera.

—Esta es la forma que tiene tu cuerpo, ¿vale? Superpequeño por arriba y no tan pequeño por abajo.

Acto seguido me explicó el efecto óptico que se consigue llevando tonos oscuros en la parte de abajo y colores vivos en la de arriba. Cuando veo a alguna mujer con esta combinación de colores, siempre miro si tienen forma de pera, y resulta que sí. Una pera no puede engañar a otra pera.

Al pie del dibujo anotó el número de teléfono de alguien que según ella me convenía más que Phillip, un tal Mark Kwon, padre alcohólico y divorciado. Mark me llevó a cenar a Mandarette, en Beverly Hills. Como la cosa no prosperó, Suzanne me preguntó si no me estaría equivocando de puerta. «Igual lo que pasa es que no te gustan los hombres en general, y no Mark en concreto». Hay gente que piensa eso de mí por la forma en que llevo el pelo; resulta que es corto. Además, uso zapatos en los que podrías quedarte a vivir, ya sean Rockport o zapatillas de deporte, en vez de tacones altos con mucha pedrería. Pero, digo yo, ¿a qué mujer homosexual le daría un brinco el corazón al ver a un hombre de sesenta y cinco tacos con jersey gris? Mark Kwon se volvió a casar hace cosa de unos años, como Suzanne no se privó de hacerme saber. Marqué el último dígito del número de Phillip.

—¿Sí? —Voz de dormido.

—Hola, soy Cheryl.

—¿Quién?

—De Open Palm.

—Oh, claro, ¡¿qué tal?! Me encantó el evento para recaudar fondos. Estuvo genial. ¿En qué puedo ayudarte, Cheryl?

—Bueno, solo quería decirte que he ido a ver al doctor Broyard. —Largo silencio—. El cromoterapeuta —añadí.

—¡Jens, sí! Un gran tipo, ¿verdad?

Le dije que era fenomenal.

Lo tenía planeado, recurrir al mismo adjetivo que él empleó para describir mi collar en la fiesta. Phillip había separado de mi pecho las cuentas y proclamado: «Es fenomenal. ¿Dónde lo has comprado?». Y yo le dije: «En el mercadillo agrícola, a un vendedor ambulante». Y entonces Phillip tiró de las cuentas del collar para atraerme hacia él. «Oye —dijo—, esto es muy práctico. Me gusta». Alguien ajeno a la movida, como Nakako, el redactor de propuestas para financiación, podría haber pensado que fue un momento degradante, pero yo sabía que tal degradación no era más que una broma; Phillip estaba parodiando al tipo de hombre que haría una cosa así. Lleva años haciéndolo; una vez, con ocasión de una reunión de la junta, insistió en que yo llevaba la cremallera de la blusa bajada y entonces me la bajó, riéndose. Yo reí también, e inmediatamente me llevé las manos a la espalda para subírmela otra vez. La gracia estaba en: «¿Te das cuenta de cómo es la gente? Las gilipolleces que llegan a hacer». Pero había otra lectura, porque imitar a gente de mal gusto era en cierto modo una liberación, igual que fingirse niño o loco. Era algo que solo podías hacer con alguien a quien le tuvieras mucha confianza, alguien que supiese lo inteligente y buena persona que eras en realidad. Después de que Phillip soltara mi collar, tuve un leve acceso de tos y eso nos llevó a hablar de mi bolo histérico y del cromoterapeuta.

La palabra «fenomenal» no pareció afectarle en absoluto; él estaba diciendo que Broyard era caro pero merecía la pena, y entonces su voz subió de volumen para buscar una salida educada.

—Bueno, supongo que nos veremos mañana en la…

Pero antes de que pudiera decir «junta», yo le interrumpí.

—En caso de duda, ¡pega un grito!

—Perdón, ¿cómo dices?

—Que estoy aquí por si me necesitas. En caso de duda, ya sabes.

¡Qué silencio! Ni bajo la altísima cúpula de una catedral hubo jamás tanto vacío. Phillip carraspeó, y el eco fue de un lado al otro de la cúpula, espantando a las palomas.

—Cheryl.

—¿Sí?

—Creo que tengo que dejarte.

No dije nada. Yo ni muerta pensaba colgar el teléfono.

—Adiós —dijo, y, tras una pausa, colgó.

Me guardé el móvil en el bolso. Si el rojo estuviera ya haciendo efecto, sentiría en la nariz y los ojos esa hermosa comezón como de un millón de minúsculos alfileres que culmina en una gigantesca oleada salobre, la vergüenza abriéndose paso entre mis lágrimas para desbordarse cual canalón en día de lluvia. El llanto ascendió por mi garganta, hinchándola a su paso, pero en vez de seguir hacia arriba permaneció allí estancado, una beligerante pelotita. Globus hystericus, vaya.

Noté un golpe en el coche y pegué un salto. Era la puerta del vehículo de al lado; una mujer trataba de colocar a su bebé en la sillita del asiento. Me llevé una mano a la garganta y asomé la cabeza, pero los cabellos de la mujer cubrían la cara del bebé y no pude saber si se trataba de uno de los que yo considero míos. Bueno, no en un sentido biológico, sino simplemente… familiar. Yo los llamo Kubelko Bondy. Un segundo me basta para saberlo, la mitad de las veces ni siquiera me doy cuenta de que lo hago hasta que lo he hecho.

Los Bondy fueron amigos de mis padres una temporada, allá por los años setenta: el matrimonio Bondy y su hijo Kubelko. Más adelante, cuando le pregunté un día a mi madre, me dijo que estaba segura de que el niño no se llamaba así, pero que no se acordaba del nombre. ¿Kevin? ¿Marco? Los padres tomaban vino en la sala de estar y a mí me decían que jugara con «Kubelko». Enséñale tus juguetes. Él se quedó sentado en silencio junto a la puerta de mi cuarto con una cuchara en la mano, una cuchara de madera con la que de vez en cuando golpeaba el suelo. Enormes ojos negros, rollizos mofletes rosados. Era un niño pequeño, apenas un bebé. No tendría más de un año. Al cabo de un rato tiró la cuchara y se puso a llorar a moco tendido. Yo le miraba esperando que subiera alguien, pero no subió nadie y entonces me lo puse en el regazo y empecé a mecer su gordezuelo cuerpo. Se calmó casi al instante. Seguí abrazado a Kubelko; él me miró, yo le miré, él me miró, y supe que me quería más a mí que a sus padres y que, en cierto sentido muy auténtico e indeleble, me pertenecía. Como yo tenía solo nueve años, no me quedó claro si me pertenecía como hijo o como esposo, pero daba igual. Sentí que me ponía en situación de aceptar el reto de que me rompieran el corazón. Pegué mi mejilla a la suya y lo tuve abrazado confiando en que aquello durara para siempre. Se quedó dormido y yo misma dormité, desligada del tiempo y de toda magnitud, enorme y luego pequeñito su cuerpo caliente… pero de pronto entró la mujer que se consideraba su madre y me lo arrebató. Luego, mientras los adultos se despedían diciendo cansinas «Gracias» en voz demasiado alta, Kubelko Bondy me lanzó una mirada de pánico.

«Haz algo. Se me llevan».

«Tranquilo. Algo haré».

Naturalmente, no pensaba permitir que se perdiera de vista en la negra noche, mi pobre niño amado. «¡Alto! ¡Soltadle!».

Pero las palabras no salieron al exterior, mi voz fue demasiado queda. Segundos después lo perdía de vista en la negra noche, mi pobre niño amado. Y no volví a verlo nunca más.

Bueno, sí que lo volví a ver, montones de veces; unas como recién nacido, otras gateando ya. Al salir de mi plaza de parking pude ver mejor al bebé del coche de al lado. Era un niño y nada más.