7

Expliqué mi aprovechamiento de la lujuria de Phillip, y cómo mi propio cuerpo había temblado con su tremendo apetito sexual y sus agresivas explosiones. A Ruth-Anne no pareció extrañarle, como si yo estuviera pisando camino trillado.

—Bien. Y quizá no haría falta decir la lujuria de Phillip. Puede que sea lujuria a secas.

—Ya, pero no mía. Yo esa clase de cosas no las pensaría nunca, quiero decir sola, sin él.

—Entonces ¿no se excita cuando ella la ataca?

—Todo lo que ella me hace a mí yo finjo que se lo estoy haciendo a ella, como Phillip.

—Entiendo. ¿Y qué siente Cheryl Glickman?

—¿Yo?

—Sí. ¿Usted qué siente?

«Yo —pensé—. Yo, yo, yo». No me vino nada concreto a la cabeza.

—¿Se masturba hasta alcanzar el orgasmo?

Sonreí mirando al suelo.

—¿Sí? —dije.

—¿Me lo está preguntando a mí?

—Sí. Me masturbo. Pero es algo, digamos, entre bastidores.

Ruth-Anne asintió como si yo acabara de decir algo muy ingenioso. Quizá sí. Me pregunté si sería su paciente favorita, o al menos la única que podía hablar a su mismo nivel.

—¿Puedo preguntarle una cosa que tiene un poquito que ver con esto?

—Desde luego —dijo.

—¿Se acuerda de cuando me llamó ayer para confirmar mi visita con el doctor Broyard?

Su expresión cambió.

—Pues que ya no tengo claro si debería seguir viéndolo; creo que ahora se me haría raro.

—¿Raro en qué sentido?

—Bueno, más bien incómodo. Verla a usted en su rol de recepcionista. Y a él. Teniendo en cuenta lo que sé ahora.

Se me quedó mirando un buen rato y pensé si yo no sería su paciente menos favorita.

—Depende de usted —dijo al cabo—, pero creo que ha rebasado el margen de cuarenta y ocho horas para cancelar.


Clee pensaba que sus boxer de color rosa la tapaban, pero no. Si se sentaba con las piernas cruzadas podía ver el borde de su vello púbico rubio oscuro, y a veces más. Una mañana tuve un atisbo de labios, rosados y semiabiertos. No era la carne pulcra y escondida que yo me había imaginado. A la luz de esta información Phillip tuvo que volver y repetir todo el sexo que ya había hecho. Se moría de ganas de verle el ano, aunque él no lo habría llamado así. Releí todos sus SMS, pero no encontré un término específico. Opté por «ojete». «LO CONFIESO —podría haber mensajeado Phillip—, QUIERO HINCARLE MI MIEMBRO ERECTO EN EL OJETE».

Cuando mencionaban su nombre en la oficina, normalmente en relación con asuntos financieros, yo sentía un estremecimiento de invisibilidad; no es que fuera «él», pero se me hacía raro que hablaran de Phillip con tanta libertad.

—Este año la donación de Phil Bettelheim ha sido más bien discreta —dijo Jim—, pero estamos en junio, puede que haga otra aportación. ¿Le ha explicado alguien con detalle la arriesgada iniciativa de divulgación?

No habíamos vuelto a hablar desde que yo le diera mi bendición; supuse que estaría ocupado haciendo todas las cosas que yo fingía que él hacía. Pensarlo me produjo una cefalea tonta, pero hasta ese dolor me excitó; así de unida a él me sentía. Era imposible de demostrar, pero sospeché que nos poníamos erectos al mismo tiempo, incluso puede que eyaculáramos a la vez, del mismo modo que la menstruación de las mujeres a veces parece sincronizarse. Eso me llevó a pensar en Clee y su período.

—Cheryl. —Levanté la vista. Una cara tan parecida y tan poco parecida a la de ella—. ¿Cómo está mi hija? ¿Qué tal se porta?

—Oh, estupendamente —dije, con excesiva rapidez—. Todo bien.

Suzanne se cruzó de brazos, esperando. Lo sabía todo.

—Sé sincera. Conozco a Clee.

Me miró de hito en hito.

—Ve mucho la tele —dije, susurré apenas.

—En eso ha salido a la madre de Carl. —Suzanne suspiró—. Muy poco de aquí —añadió, tocándose la frente con la punta de un dedo.

Por un momento me sentí incómodamente protectora respecto a Clee.

—Ella es más instintiva —dije.

Puso los ojos en blanco.

—En fin, gracias. Carl y yo estamos pensando de qué manera compensarte. No, no estoy hablando de dinero.


Su insustancialidad inane había dejado de molestarme por completo. O me daba igual; su personalidad no era más que una ramita de perejil decorando unas ancas tibias y morenas. Clee cabalgaba sobre el miembro erecto de Phillip todos los días, muchas veces al día, y al principio daba la impresión de que él no se cansaría nunca de eyacular en aquel coño sublime de vello púbico rubio oscuro. Pero, transcurridos diez días, yo tenía un problema. Resulta que él quería eso y más, pero cada vez le costaba más llegar, en ocasiones hasta media hora de reloj. Y otras veces no llegaba. Probé con posturas inverosímiles, probé nuevas localizaciones. En una de mis fantasías Ruth-Anne estaba allí de espectadora y aplaudía el coito con gesto de cínica aprobación. Era tan improbable que durante unos días funcionó. Pero la menor tontería podía frustrar la eyaculación de Phillip.

El olor a pies. Antes había sido el menor de mis problemas con ella, ahora me cortaba toda la inspiración. A veces, Phillip tenía que meterle los pies en bolsas de plástico y cerrarlas con goma elástica si quería tener una erección.

«Córrete en mi coño —le imploraba ella—. ¡Dentro! ¡Dentro!», gemía el coño entre blandos y doloridos labios.

«Primero tendremos que hacer algo con esos pies —le gritaba él—. Conozco un cromoterapeuta especializado en este problema, el mejor de la Costa Oeste. Dile que vas de mi parte».

Esperé a que hubiera un momento neutral para abordar la cuestión y entonces me dejé caer sobre el brazo del sofá. Ella estaba chupeteando fideos chinos de un vaso de plástico.

—¿Están ricos? —Ella dejó de comer y me miró con desconfianza. No habíamos mantenido ningún diálogo fuera de guión desde la visita de Kate—. Antes que nada: paz, ¿vale?

El ceño se le acentuó al mirar la V que yo había formado con los dedos. A decir verdad, yo no sabía qué demonios estaba haciendo.

—Muy bien —continué—. Vivimos juntas y a veces tenemos cierta… ¿proximidad física? —El tono fue de interrogación, pero era una locura decir eso dado que me la beneficiaba muchas veces al día en mi calidad de Phillip. Pero yo me refería a las escenas de pelea. Clee asintió y dejó la cena a un lado. Parecía escucharme con un nivel de atención casi desconcertante. Me toqueteé el post-it que llevaba en el bolsillo de atrás—. Mira, no quisiera ser demasiado atrevida ni decir algo que te pueda ofender. —Clee negó con la cabeza como diciendo: «Qué va, si yo no me ofendo»—. ¿Puedo hablar con franqueza, entonces?

Aquí se rió, y en la boca le quedó una gran sonrisa, una sonrisa de verdad. Como nunca le había visto. Tenía unos dientes enormes.

—Hacía días que esperaba que lo hicieras —respondió, apretando ahora los labios como si al otro lado hubiera todo un mar de sonrisas y carcajadas y ella tratara de contenerlo unos segundos más.

Hizo un gesto con la cabeza invitándome a decirlo de una vez.

Mi mano estaba esperando esa señal, y con terror a distancia la vi salir del bolsillo con el post-it y pasarle el papel. Clee lo cogió de mi mano y leyó la dirección del doctor Broyard y la fecha de mi cita con una expresión benigna e inquisitiva. Martes, 19 de junio, el día siguiente. Lo único que podía hacer era seguir adelante con el plan.

—Este asunto de tus pies… me refiero al olor…

Jamás había visto un cambio de expresión como el suyo. La cara se le vino abajo, todas y cada una de sus facciones. Me apresuré a continuar.

—Mi amigo Phillip dice que el doctor Broyard es el mejor para esto del pie de atleta. Cuando llegues, dile a la recepcionista que te envío yo. Te paso la cita que yo tenía con el doctor.

Señalé el papel.

Estaba toda colorada, a punto de explotar. Sus ojos lagrimeaban. Entonces tomó aire y, de golpe y porrazo, estaba totalmente serena. Bueno, más que serena, totalmente inexpresiva.


Lo último que me esperaba era que Clee decidiera ir. Pero el viernes por la mañana vi un cristal Sundrop colgando del pestillo de la ventana del cuarto de baño y un frasquito junto a su cepillo de dientes, con la etiqueta BLANCO. ¿El blanco era un color? Pero pude verlo tan solo mirándole el pelo por detrás; ella había cambiado, de manera sutil pero absoluta. Imposible describirlo. Ni más contenta ni más triste ni menos apestosa de pies. Simplemente más blanca. Más pálida. Estaba impaciente por ir a la terapia; Ruth-Anne ya la había visitado. Quizá era ese el quid de la cuestión.

Me recosté en el diván de piel.

—Bueno, ¿qué opina de Clee?

—Parecía joven.

Asentí, animándola a continuar. Pensé que diría «bien proporcionada» o «curvilínea» en un tono clínicamente admirativo. Pero Ruth-Anne no parecía tener elogios que añadir.

—¿Diría que es como usted se la imaginaba?

—Más o menos, sí.

—A cualquier hombre se le pondría tiesa al verla, ¿no?

Yo confiaba en tener la valentía suficiente como para emplear una de las palabras de Phillip delante de ella, y la tuve. La cosa funcionaba; sentí la entrepierna caliente y llena de secreciones. Tan pronto estuviera en casa utilizaría la fantasía de Ruth-Anne como espectadora.

Ella, de repente, se puso de pie.

—No —exclamó, al tiempo que daba una fuerte palmada—. Acabe con esto ahora mismo.

La sangre se me heló de golpe.

—¿Qué? ¿Cómo?

Cruzó los brazos, rodeó una vez su butaca, se sentó de nuevo.

—Que no está bien. Conmigo no está bien. Está bien con Phillip, está bien con un conserje, un bombero o un camarero. Conmigo, no.

Me hablaba como si yo no entendiera mi idioma. Me sentí como un gorila. Sin darme cuenta me llevé un dedo al ojo; quizá me había hecho llorar. Pero no.

—Yo no quiero tener nada que ver. —Su voz se había suavizado; señaló hacia la ventana—. Hay montones de personas a las que puede recurrir, pero no a mí. ¿Entendido?

—Sí —balbucí—. Lo siento.


La vergüenza me duró toda la mañana. Intenté recurrir a uno de sus tangas, pero todavía fue peor; los dedos se me volvieron torpes mientras Phillip embestía. Lo dejamos. Intenté trabajar un rato. Me di una ducha. Por culpa de los largos cabellos de Clee, el desagüe se había ido atascando y ahora el plato de ducha parecía una bañera; tuve que acabar a toda prisa para que no se desbordara. Clee volvió del trabajo y se puso el boxer que dejaba la cosa a la vista. Yo estaba hecha una furia, el cuarto de baño era un desastre y la tenía siempre tiesa, pero ya no conseguía eyacular.

Llamé al fontanero. Dese prisa, dije. Tenemos un atasco descomunal. Era un latino gordito, sin barbilla, y sus ojos se aletargaron al contemplar a la joven tetuda sentada en el sofá. No pude esperar siquiera; le indiqué dónde estaba la ducha y corrí a mi habitación. «Llame cuando haya terminado». Era mejor que Ruth-Anne; fue como la primera vez con Phillip. Los ojos del fontanero se pusieron como platos cuando ella entró en el baño sin la camiseta. Al principio él no lo tenía claro, no quería meterse en líos. Pero ella le rogó, tirándole de la matronil parte delantera del ancho pantalón. Al final resultó no ser tan educado como aparentaba. ¡No, señor! Tenía su buena dosis de rabia contenida, fruto quizá de la injusticia racial o de algún problemilla por ser inmigrante, y no se reprimió para desfogarla. Después arregló el desagüe y para probarlo hicieron lo del enjabonamiento mutuo. La reparación costó doscientos dólares. Le enseñé a Clee el lío que se había formado con sus pelos y cómo vaciarlo; ella no hizo ni caso. ¿Seguía enfadada por lo de los pies? Yo no tenía tiempo para investigarlo; de repente había mucho que hacer.

Un muchacho flaco con pinta de empollón a quien había visto en Alimentos Integrales: Clee lo siguió cuando salía del coche y le suplicó que le dejara tocar su miembro tieso durante un par de minutos. Un padre indio que me preguntó educadamente una dirección, con su tímida esposa detrás: Clee restregó su coño arriba y abajo por el cuerpo del hombre haciendo que se le pusiera dura, y cuando entró su mujer él estaba gimiendo en pleno éxtasis. Demasiado nerviosa para decir nada, esperó en silencio hasta que su marido eyaculó sobre las tetas de Clee. Abuelos que no practicaban el sexo desde hacía años, virginales muchachos que se llamaban Colin, hombres sin techo aquejados de hepatitis. Y luego todos los que yo había conocido. Todos mis profesores, desde el parvulario hasta la facultad, mi primer casero, todos mis parientes varones, mi dentista, mi padre, George Washington (con la tranca tan dura que la peluca se le cayó hacia atrás). Intenté introducir a Phillip aquí y allá, por ejemplo invitándolo a penetrarla por detrás mientras yo hacía de viejo con la cosa en su boca; pero fue por puro sentimiento de culpa, no añadió nada de por sí. Quizá estábamos los dos haciendo locuras de juventud. O tal vez Kirsten, por ser real, compensaba mis ejércitos de hombres imaginarios. Básicamente me tenía ocupada la culpa; apenas había momento en que no estuviera frotándome. El cartero vino a traer una caja y antes de que yo pudiera abrirla Clee tuvo que bajarle la bragueta del pantalón del uniforme; yo ayudé al cartero a meter su garbancito en ella. Los penes eran cada vez más abstractos e inverosímiles; no conseguía frenar la avalancha. Unos eran ligeramente bífidos, otros puntiagudos y esbeltos como un ñame o dentados como una piña carnosa. Llevé la caja a la cocina y la abrí con un cuchillo de untar mantequilla. ¿Qué podía ser?, ¿qué habría dentro? Justo cuando introduje la mano comprobé, con horror, de qué se trataba. Los caracoles de Rick. Un centenar, todos ellos con el culo al aire. Se arrastraban sobre fragmentos rotos de sus propios congéneres, viscosas tripas amarillentas manchando caparazones de color marrón. El interior de la caja estaba pegoteado de capas y capas de caracoles paseándose unos sobre otros, cientos de antenas tanteando a ciegas, y aquel olor: un pestazo a podrido. Me estaba sonando el móvil.

—¿Sí?

—Cheryl, soy Carl. Te llamo desde la tienda de teléfonos móviles. Estoy probando uno. ¡Llamada gratuita! ¿Qué tal me oyes?

—Muy claro.

—¿No hay ruidos, ni eco?

—No.

—Probemos la función manos libres. A ver, di algo.

—Manos libres. Manos libres.

Tenía un caracol en la mano, lo mandé a la caja de un capirotazo.

—Sí, funciona bien. Es un telefonito muy chulo.

—Ya. ¿Qué hago, cuelgo?

—No quiero que pienses que te he llamado solo para probar el teléfono.

—Tranquilo.

—Espera, deja que le pregunte a este hombre si podemos hablar un ratito más.

Oí cómo le preguntaba si había limite para la llamada gratuita. Un hombre de voz agresiva dijo: «Como si quiere hablar todo el día». Clee estaba de rodillas y yo tenía la mano metida por dentro del pantalón sin tiempo para darme cuenta de lo que estaba pasando. Escocía; el pringue de los caracoles que tenía en los dedos me producía picores en mis partes. Sin embargo, no bastaba con una voz agresiva; ella no podía chupar una voz. Carl estaba por allí mirando, pero no conseguí hacerme la imagen completa. Clee se arrastró por la tienda, de rodillas, la boca abierta como un pez.

—¡Podemos hablar todo el día! —dijo Carl.

Clee iba directa hacia su padre. «No, no —pensé—. Él no». Pero mis dedos ya estaban acelerando, cada vez más cerca del punto crítico.

—¿Qué tal va todo? ¿Cómo está Clee?

Clee se le aferró no bien él hubo pronunciado su nombre. Ni que decir tiene que Carl se quedó de una pieza.

—Bien, está muy bien —dije. Me costó disimular que jadeaba—. Le encanta su trabajo.

Conmocionado, pero no disgustado, en absoluto. Había algo en todo esto que parecía bueno; no lo era, claro, pero y qué. Él puso la mano en la nuca de la cabeza que tan bien conocía y empujó hacia abajo varias veces, ayudándola a encontrar el ritmo adecuado.

—El viernes estaré ahí; ¿qué tal si os llevo a cenar a un buen restaurante?

En la tienda de teléfonos móviles todo el mundo estaba alucinado; alguien susurró algo sobre la policía, pero el de la voz agresiva dijo que la policía tenía las manos atadas porque aquí no había nadie desnudo. Llevaba razón; los faldones de la camisa de vestir de Carl se abrían dando paso a su miembro y se pegaban a los labios de Clee, y cada vez que ella retiraba un poco la cabeza, aquella cortina se movía con ella. Adelante y atrás, adelante y atrás. De repente Carl emitió un grito de guerra para indicar que estaba a punto de correrse. Quería durar más, pero su orgullo paterno lo tenía abrumado.

—Sería estupendo —dije con entusiasmo.

—Elegiré un buen sitio —dijo él.

Y entonces eyaculó, no en la boca de su hija, cosa que realmente habría sido punible, sino por dentro de la camisa. Clee tenía la mano allí debajo y le exprimió discretamente las últimas gotas. Me sobrevino una oleada de asco y de tristeza. Añoraba el familiar miembro de Phillip. ¿Dónde estaba yo y dónde él? Había caracoles por todas partes, no solo en el suelo y pegados a las paredes de la cocina, sino por todo el resto de la casa. No eran de los lentos. Uno estaba procreando asexuadamente en la pantalla de una lámpara. Vi cómo dos se colaban debajo del sofá. ¿Había tocado fondo o mi problema podía empeorar? Porque era un problema. Yo tenía un problema.


No era la primera vez que me pasaba algo parecido. Cuando tenía nueve años un tío mío, con la mejor intención del mundo, me envió una felicitación. No era la más apropiada para una niña de mi edad, que digamos; se veía a un grupo de pájaros con mala pinta, sombrero ladeado y cigarro puro encajado en el pico jugando a las cartas. Ponía algo que ya no recuerdo, pero en la parte de dentro había una frase que era como un virus o un parásito autorreplicante esperando huésped. Al abrir yo la felicitación salió volando y se me agarró al cerebro sin compasión: «Dios los cría y ellos se juntan». No se podía decir una vez y nada más, había que repetir, repetir y repetir. «Diosloscríayellossejuntan, diosloscríayellossejuntan». Diez millones de veces al día, en el colegio, en casa, en la bañera, no había manera de escapar. Solo si estaba distraída dejaba de ser tan obsesivo; en cualquier momento una mención a Dios, o una bandada de pájaros o ver a alguien fumando un habano podía provocar su vuelta. «Diosloscríayellossejuntan, diosloscríayellossejuntan». No me imaginaba cómo iba a poder llevar una vida normal, casarme, tener hijos, un puesto de trabajo con aquel handicap. La maldición me persiguió, con altibajos, durante un año entero. Y luego el mismo tío, ajeno al conflicto, me envió otra felicitación para mi décimo cumpleaños. Esta llevaba delante un retrato de una chica tapándose los ojos, obra de Norman Rockwell. Decía: «¿Un año más vieja? ¡No quiero ni verlo!». Y en la parte de dentro: «Porque lo que te pasa a ti, me pasa a mí». Fue como un escopetazo. Cada vez que una bandada de pájaros siniestros iniciaba el descenso, yo entonaba «Loquetepasaatimepasaamí» y al momento desaparecían. Mi tío murió, pero la felicitación continúa estando encima de mi tocador. No me ha fallado nunca.

—Hasta ahora —añadí, inclinándome hacia delante en el diván—. Con esta nueva maldición no me funciona.

Ruth-Anne asintió, compasiva. Habíamos dejado atrás mi conducta inadecuada en la sesión anterior.

—Entonces necesitamos un antídoto —dijo—. Un correctivo para esta maldición en concreto. Pero no puede ser «Loquetepasaatimepasaamí», es demasiado corto.

—Eso pensé yo, que quizá era demasiado corto.

—Necesita algo que requiera un poco de tiempo.

Nos pusimos a pensar en un antídoto tirando a largo.

—¿Qué canciones conoce? ¿Sabe esa de «Adeste fideles»?

—Es que canto fatal. No afino nada —dije.

—Basta con que se sepa la letra. ¿Y «Mary Had a Little Lamb», por ejemplo?

Interpreté la canción con mis peores balidos.

—¿Qué opina? —dijo.

—Pues… —No quería menospreciar su idea—. No estoy segura de querer cantar todo el día esa cancioncita.

—Naturalmente. Eso la volvería más loca aún que las felaciones. Dígame una que le guste. ¿Hay alguna canción que le guste mucho?

Había una. En la facultad una chica la ponía todo el rato; yo siempre esperaba oírla en alguna emisora de radio.

—No sé si podré cantarla.

—Pero ¿la letra se la sabe?

—Sí.

—Pues dígala. Recítela.

Sentí calor y frío a la vez. Estaba temblando. Me puse una mano en la frente y empecé:

—«Will you stay in our Lovers’ Story?»

Sonaba espantoso.

—Es una de David Bowie.

Ruth-Anne asintió, animándome a continuar.

If you stay you won’t be sorry

‘cause weeee believe in youuuu.

Más que recitar, boqueaba como un pez; el aire no me entraba y salía de la garganta a la manera habitual.

Soon you’ll grow so take a chance

with a couple of Kooks

hung up on romaaaancing[1].

—No sé más.

—¿Qué tal se siente?

—Bueno, la canción ya sé que no estaba bien, pero creo que quizá he captado un poco de su energía.

—Quería decir respecto a Clee.

—Ah.

—Ha tenido un pequeño respiro.

—Igual sí.

Me levanté temprano la mañana siguiente, impaciente por poner a prueba la canción. Me di una ducha con cautela. La maldición se mantenía a distancia. Me vestí y saludé a Rick, que estaba mirando los caracoles muy preocupado.

—¡Buenos días!

Salí con un saludable tazón de té.

—La situación está fuera de control.

—Ya. Creo que encargué demasiados.

—Yo me ocuparé de cuatro. Es la cantidad que me veo capaz de supervisar. No tengo preparación para ocuparme de todo un ejército de caracoles.

—¿Y si los llama? Para que se vayan juntando…

—¿Llamarlos? ¿Y cómo?

—No sé. ¿Con un silbato para caracoles?

No bien hube acabado de decirlo, Clee empezó a chupar el pequeño pito para caracoles que Rick tenía entre las piernas. Él se quedó conmocionado, etcétera…

—Rick, ahora voy a cantar una canción.

—Dudo que funcione. No tienen orejas.

—«Will you stay in our Lovers’ Story…?» —Vi que Rick bajaba educadamente los ojos. Como vivía en la calle, había sido testigo de cosas mucho peores—. «If you stay you won’t be sorry, ‘cause weee belieeeve in you».

Surtió cierto efecto. No fue como decir «abracadabra» y que desaparezca un conejo, plas. Fue como decir «abracadabra» mil millones de veces durante años, hasta que el conejo muriera de puro viejo, y seguir diciéndolo hasta que el conejo se hubiera descompuesto del todo y la tierra absorbiera sus nutrientes, plas. Requirió mucha dedicación, cosa que yo tenía cuando me desperté, pero con el paso de las horas fui decayendo. Enfrentada al dilema de cantar o frotarle el cálido coño a través de los tejanos, acababa decidiendo que mejor empezar mañana.


Carl llevaba puestos unos mocasines clásicos que repiqueteaban en la acera como zapatos de claqué. Hubo cierta confusión sobre quién debía sentarse delante, si yo, porque era la mayor, o Clee. Al final me senté detrás. Nadie dijo nada durante el trayecto.

El vino no le gustó a Carl; pidió otra botella.

—Es por eso por lo que te lo dan a probar —explicó—. Quieren que seas feliz.

Clee parecía aburrida, pero yo la conocía lo suficiente para saber que era una pose y nada más. Se preguntaba, lo mismo que yo, qué hacíamos las dos allí. Sus pezones, en cambio, no mostraban aburrimiento; allí estaban, erguidos, firmes bajo el vestido de tubo color verde. Me fue difícil tararear la canción y al mismo tiempo seguir el hilo del diálogo.

Carl me enseñó su nuevo teléfono móvil y me sentí fatal. ¿Y si todo respondía a que yo le había hecho venir, al provocarle un indecoroso y abrumador deseo de ver a su hija? Pero Carl no la estaba mirando a ella. Tomó un buen sorbo de vino y me observó por encima del borde del cristal.

—¿Cuántos años hace que nos conocemos, Cheryl?

—Veintitrés.

—¿Tantos? Mucho compromiso mutuo, mucha confianza mutua.

Al decir «confianza» hizo un gesto en dirección a Clee; ella estaba mordiéndose un padrastro, los ojos como platos. Carl lo sabía; Kristof le había contado lo de los vídeos que me llevé. El resto lo había adivinado por su cuenta. Moretones. El traje antigolpes que había desaparecido.

—Creo que ya sabes lo que voy a decir.

Se había puesto muy serio. Yo empecé a respirar con dificultad.

—Suzanne quería estar presente, por cierto. Así que lo que diré es cosa de los dos. —Levantó la mano con que sujetaba la cuchara—. Cheryl: ¿nos harías el gran honor de entrar a formar parte de la junta?

Clee cerró un momento los ojos, para recuperarse. Carl vio cómo una súbita rojez me cubría la cara; por fortuna, el sarpullido no llevaba subtítulos ni signos explicativos. Incliné la cabeza.

—Carl, Suzanne, Nakako, Jim y Phillip pueden estar en la junta solos —empecé a decir—; son los mejores para estar en la junta, yo me apunto aunque no soy de gran ayuda, porque no se me da bien estar en la junta.

Carl me dio un golpecito con una cuchara en cada hombro; eso en la oficina no lo hacíamos, y seguramente en Japón tampoco.

—Por Cheryl —dijo, levantando su copa.

Clee levantó la suya propia, y quizá fue el alivio que ambas compartimos en ese momento, pero casi la miré con ternura. Últimamente apenas si había pensado en ella, aparte de para intentar meterle (mentalmente) tubérculos y pólipos en la vagina o la boca. ¿Qué tal le iba ahora? El vino era bastante fuerte; sus vapores se desparramaron detrás de mi frente. Carl volvió a servirme.

—Phil Bettelheim se baja del carro, así que teníamos una vacante que cubrir.

Mi expresión no cambió, me aseguré de que así fuera.

—Pero hemos quedado como amigos. Phil hizo una importante donación al marcharse.

Sonreí con la servilleta delante. La gracia de la junta no era otra que estar cerca de él, claro, pero ocupar su lugar también era interesante. Casi mejor. Por primera vez entendí lo de los puros, poder encender uno y relajarse.

Clee y yo habíamos pedido ternera tres delicias; mi plato me lo sirvieron a velocidad normal, a Clee el suyo a cámara lenta. Miré el rojo y largo gaznate del camarero en el momento en que tragaba sin saliva. Hacía bastante tiempo que no veía ocurrir eso en la vida real, y de repente no me pareció tan buena idea que ella le agarrara el miembro tieso durante un par de minutos. Menos aún puesto que Phillip estaba allí mismo, hinchándose bajo la mesa. Le lancé una mirada al camarero para que supiera que ella estaba comprometida; se marchó a toda prisa.

Tres minutos más tarde volvía para preguntar qué tal estaba todo. Se valió de la pregunta para lamerle las tetas a Clee con sus ojos de perro.

—Ese camarero se ha pasado de la raya —dije en cuanto se hubo alejado.

Sin querer, me salió un tono de voz grave y brusco, la voz de Phillip. Fue muy sutil; Carl no se percató de ello. Pero Clee ladeó la cabeza y pestañeó. Luego alzó rápidamente una mano para avisar al camarero.

—Creo que a mi silla le pasa algo.

—Oh, no —dijo él, consternado.

—Pues sí. Parece que se me ha enganchado el vestido.

Se puso de pie y el camarero examinó la silla.

—Yo no veo nada, pero permita que le traiga otra.

—¿Usted cree? ¿Ha visto si mi vestido tiene algún enganchón?

El camarero, tras dudar un momento, se agachó con cautela para examinar el trasero de Clee.

Ella se volvió y le dedicó una sonrisita. Al hombre se le movió la perilla hacia delante. Las energías de ambos se trabaron como dos manos en un apretón, un pacto para realizar el coito lo antes posible.

—Me llamo Keith —dijo él.

—Hola, Keith.

Dejé mi copa con violencia sobre la mesa y Keith y Clee intercambiaron una mirada de miedo fingido. Él me había tomado por la madre de Clee. No tenía experiencia suficiente para adivinar que yo tal vez estaba cachonda y temblando de mala manera. Qué susto se llevaría cuando me inclinara sobre la mesa, le levantara a ella el vestido e introdujera mi miembro en su prieto ojete. Embestiría con ambos brazos en alto, mostrándoles a todos los presentes —incluidos chefs, pinches y camareros— que yo no era la madre de la chica.

Con cada nuevo plato se sentían más y más cómodos con el cuerpo del otro. El camarero recitó la lista de postres mientras le masajeaba los hombros.

—¿Le conoces? —preguntó Carl, perplejo.

—Se llama Keith —dijo ella.

Pero cuando Keith salió del local detrás de Clee y le pidió el número de teléfono, ella dijo:

—¿Por qué no me das tú el tuyo?

De regreso, Clee no dijo palabra.

No bien hube cerrado la puerta una vez en casa, me agarró del pelo y me tiró de la cabeza hacia atrás. Emití un ruidito ahogado. Aquí no había trama; era una pelea al viejo estilo. Tardé un poco en reorganizarme, intercambiar nuestros papeles y convertirme en Phillip. Él la empujó contra la pared. Sí. Ya hacía un tiempo que no le metíamos marcha; era justo lo que yo necesitaba para soltarme. Ella se lo merecía por su casquivano comportamiento. Me atizó palmetazos en los pechos, algo que no había hecho hasta ahora y que no entraba en ninguna de las simulaciones que yo había visto. Me supuso un gran esfuerzo de concentración experimentar lo que se sentía abofeteando los pechos de Clee. Tal vez por eso mi expresión facial era agresiva, o varonil, no sé. Ignoro lo que vio ella.

—¿Qué haces? —dijo, dando un paso atrás.

—¿Yo? Nada.

Respiró varias veces con la boca abierta.

—Estás pensando guarradas.

—No, señora —dije al punto.

—Anda, ya. Te estabas cagando encima de mi cara, o algo así.

Aunque yo no estaba haciendo nada parecido, deduzco que en términos generales algo había de eso. Supuse que me había cagado encima de ella sin parar durante todo el mes. Clee estaba esperando a que yo dijese algo, que diera alguna explicación, algo en mi defensa.

—No era… —me resistía a pronunciar la palabra— mierda.

—Mierda, meados, leche, da igual. Me has dejado toda pringada. —Se señaló la cara, el pelo, el pecho—. ¿No es verdad, eh? ¿No es verdad?

—Perdona —dije.

Puso cara de sentirse traicionada, más traicionada que el más traicionado personaje de Shakespeare.

—Pensaba que tú, tú precisamente… —su voz bajó hasta el susurro—, sabrías ser amable.

—Lo siento mucho.

—¿Sabes cuántas veces me ha ocurrido esto?

Se señaló el rostro como si estuviera toda ella realmente pringada de algo.

Pensé en diferentes cifras: setenta y tres, cuarenta y nueve, cincuenta.

—Siempre —dijo—. Esto pasa siempre.

Dio media vuelta, y como no tenía habitación propia se metió en el cuarto de baño, cerró la puerta y corrió el pestillo.

El mapamundi se despegó de la pared y resbaló hasta el suelo. Volví a colgarlo, despacio. Sus sentimientos. Había herido sus sentimientos. Ella los tenía y yo se los había herido. Me quedé mirando la puerta del baño con una mano apoyada en la pared para no caerme.


Ruth-Anne sugirió que me ciñera al plan, que no me preocupara de si la canción funcionaba o no; que la cantara y listo. Pero después de unos días de castidad y esperanza, algo me hacía caer otra vez. En una ocasión empecé a soñar que Clee estaba duchándose con Phillip —enjabonamiento mutuo— y cuando desperté fingí estar todavía dormida mientras eyaculaba. Otro día le metí en la boca el miembro erecto, apenas un instante, para demostrar quién mandaba allí y demostrarme que podía hacerlo sin ser nuevamente presa del hechizo, pero resultó que no era yo quien mandaba, sino la maldición, y hacerlo una vez supuso hacerlo quince veces más en los dos días siguientes, para a continuación caer en un cenagal de vergüenza. Y Clee lo sabía; ahora, de alguna manera, podía adivinar cuándo había yo eyaculado encima de ella. La oí hablar por teléfono con Kate sobre cuánto dinero más necesitaba para tener una vivienda propia; no era mucho.

A veces apenas si podía murmurar «Will you stay in our Lover’s Story?», pero funcionaba mejor cuando lo hacía a pleno pulmón, cuando mi voz explotaba, ya fuera mentalmente o dentro del coche: «If you stay you won’t be sorry!». Cuando ella no estaba en casa, lo hacía con movimientos tipo tai chi porque había comprobado que me ayudaban a concentrarme mucho más en la tarea. Estaban haciendo obras en las alcantarillas de enfrente; cortaban el pavimento con un chirrido ensordecedor, y cada vez que aquel vehículo amarillo daba marcha atrás, se oía el bip, bip, bip. Bip. Cantar mentalmente y no perder el ritmo de la canción por culpa del bip, bip, bip enemigo requería un gran esfuerzo. Canté tres días seguidos con los bips de fondo, entre cinco y siete horas diarias, hasta que no pude más y salí de casa hecha una fiera. La máquina amarilla, vista de cerca, imponía; yo era una enana ante sus fauces. Y el hombre que la manejaba, su amo, era proporcional a dichas fauces. Estaba bebiendo Gatorade a boca llena, la cabeza echada hacia atrás, y el sudor le corría por la jeta carnosa. Era la clase de hombre cuyo miembro deseaba yo que Clee chupara.

—Perdone —le dije—. ¿Sabe si tendrá que dar marcha atrás muchas veces? Es que vivo en esa casa, y el bip bip es muy fuerte.

—Muchas. —Miró a su espalda—. Sí, muchas veces todavía.

Se levantó un poco de brisa fresca y deduje que debía de ser muy agradable para aquella cara sudorosa, pero eso fue todo. De sus otras sensaciones no sabía nada.

—Siento el ruidazo —añadió.

—Descuide —dije yo—. Agradezco todo lo que está haciendo.

Se enderezó un poco y yo esperé a ver si su embarazosa dignidad, tan prometedora en potencia, enardecía a Clee. Pero no, nada: la maldición se había roto. Me había empleado a fondo con la canción; ya no tendría que cantarla nunca más. Cuando volvía a casa reparé por primera vez en el naranjo del vecino. Casi parecía irreal. Aspiré el olor a cítrico, a mar, a polución atmosférica: podía olerlo todo. Y verlo todo también. El aire se me atascó en la garganta. Caí sobre la acera, aporreada por la visión de una mujer madura que no podía parar de manosearse. Pasaron coches, unos a toda prisa, otros reduciendo la marcha para mirar asombrados.