5
Ahora que habíamos acordado hacerlo, no estaba tan claro cómo ni por qué pelear. Un par de veces pareció que ella iba a empezar algo, pero luego cambió de opinión. Y, naturalmente, no podía ser yo quien empezara; habría sido perverso. Todo el asunto, si de asunto se trataba, fue perdiendo sentido a medida que pasaban los días para convertirse en algo cada vez más engorroso. Me dio por ir a la oficina con frecuencia; «¡Visita informal!», gritaba al entrar, a fin de no quebrantar mi estatus de trabajadora en casa. Carl me entregó un frasco de salsa picante tailandesa para que se la diera a Clee. «¿Ya has comido algo picante con ella? ¿Sí? ¿A que es una chica increíble?». Asentí sin más y dejé la salsa abandonada en el maletero del coche.
A la mañana siguiente Clee estaba en la cocina justo cuando yo necesitaba estar en la cocina, o sea que estábamos las dos en la cocina al mismo tiempo. La tensión era palpable. A ella se le cayó una tapa y se agachó muy rígida para recogerla. Yo tosí y dije: «Disculpa». Era ridículo; teníamos que anular el pacto y cambiar la situación.
—Oye —dije—, ni tú ni yo…
—Haz esto —me interrumpió ella, cubriéndose el lado derecho de la cara con una mano.
La imité, achicando los ojos por si me caía un bofetón o un puñetazo.
—Es lo que pensaba —dijo—. Tienes media cara más vieja y más fea que la otra. Los poros enormes, y parece que el párpado se te vaya a meter dentro del ojo. No estoy diciendo que la otra mitad esté mejor, pero si las dos partes fueran como la izquierda mucha gente pensaría que tienes más de setenta.
Bajé la mano. Jamás en la vida me habían hablado así, con tanta crueldad. Y tanto cariño a la vez. Sí, el párpado se me estaba metiendo en el ojo. Mi lado izquierdo siempre había sido más feo. Este pequeño discurso obedecía a una seria reflexión, no era simple y despreocupada hostilidad. Le miré las superdepiladas cejas y me pregunté si sería capaz de reunir las palabras para ilustrarla sobre su aplastante ignorancia respecto a su propia jeta, y entonces le vi las manos; frotaban con gran ahínco las velludas perneras de su pantalón. Tenía la boca abierta. Esta pequeña oda humillante la había puesto como una moto, se moría de ganas de pegar, y cuando se percató de mi expresión de temor pareció que cargaba las pilas, que le estuvieran dando cuerda. Cuando desvié su mano con el antebrazo sonó un golpe seco y fuerte.
Entré en Open Palm brincando a cámara lenta como si estuviera en la luna y diciendo: «¡Hola hola hola hola!». Nuestra primera lucha bajo el nuevo pacto había sido larga y sucia y nos había llevado por todos los cuartos de la casa. Hice cancán y lancé pops, no solo para defenderme sino de pura rabia, contra ella en primer lugar y en segundo contra la gente imbécil como ella. Le aticé por ser joven pero no humilde, cuando yo a su edad era una persona mucho más humilde, demasiado. Le pegué un mordisco en el antebrazo y casi le arranco la piel. Cuando me empujó contra mi mesa le di un cabezazo, a ella y a todos cuantos eran incapaces de comprender las sutilezas de mi persona. Ella me agredió como solo puede hacerlo alguien que lleva las artes marciales en los genes: de manera sucinta. Ni un solo segundo llegué a tener la sensación de que yo iba ganando. Después de hora y media larga, nos tomamos un momento de respiro. Yo bebí un vaso de agua. Cuando reanudamos la pelea noté que tenía la piel tierna, asomaban ya unos moretones, todos mis músculos temblaban. Fue bonito, más intenso, y mayor la concentración. Sentí que la cara se me contorsionaba de una ira que no acerté a identificar; parecía desproporcionada e impropia de mi especie. Era lo opuesto a que te atracaran. A mí me habían atracado a diario toda la vida, y esta era la primera vez que no me atracaban. Al final ella me apretó dos veces la mano, un gesto rápido: buena pelea.
Asistí a reuniones con una íntima sensación salvaje, dolorida, que me hacía sentir de buen humor y superanimada; eso pensaron todos. Normalmente, organizar la recaudación anual de fondos para Kick It era tan estresante que yo me abría paso a dentelladas, hiriendo sentimientos ajenos a diestro y siniestro, pero ahora era muy distinto. Cuando Jim propuso la estupidez de una actuación musical en directo en lugar de un DJ, yo dije «¡Qué interesante!», sin más. Más tarde volví sobre el asunto y planteé varias preguntas inofensivas que le empujaron a cambiar de opinión. Entonces dije «¿Estás seguro, Jim? A mí me parecía una idea divertida», e hice ademán de tocar unas maracas invisibles, lo cual fue llevar mi nuevo método un pelín demasiado lejos. Pero así, o más o menos «así», era como yo era en realidad. Cuando me reía lo hacía con la carcajada somera de una persona inteligente, sin histeria, sin pánico.
Pero ¿cuánto iba a durar eso? A la hora de comer mis extremidades habían dejado de vibrar; ella sabía demasiado como para hacerme verdadero daño físico. Intenté tragar saliva ya de noche, sentada en el váter, y comprobé que el bolo no había vuelto a formarse. Pero la levedad, ¿todavía estaba allí? Tensé los hombros y agaché la cabeza para sacar toda la ansiedad. El caos que reinaba en la casa… ¡tampoco había para tanto! ¿Phillip? Pedía mi beneplácito, ¡el mío! ¿Kubelko Bondy? Me fijé en el suelo de linóleo gris y me pregunté cuántas mujeres se habrían sentado en aquel mismo inodoro y contemplado el suelo; cada una el centro de su propio mundo, todas ellas anhelando que alguien les metiera dentro su amor a fin de poder ver ese amor, tenerlo a la vista. ¡Oh, Kubelko, mi pequeño, cuánto hace que no te tengo en mis brazos! Me acodé en las rodillas y dejé caer mi pesada cabeza en las palmas de las manos.
Así pues, estuvo bien mientras duró, y el tembleque al terminar, pero después había que volver a la lucha. Ahora que el bolo se había ablandado, tenía una nueva conciencia de todo mi cuerpo. Era un cuerpo rígido y nervioso, nada divertido; no había reparado nunca en ello porque no había tenido con qué compararlo. Aquella semana lo hicimos cada mañana antes de marcharse ella al trabajo. El sábado lo hicimos y luego me largué enseguida; tan pronto me sentí desbolada y con aquel hormigueo, su cercanía resultó un engorro; no teníamos nada que decirnos la una a la otra. Me compré una blusa color palosanto que imaginé que a Phillip le encantaría y salí de la tienda con ella puesta. Fui a cortarme el pelo. Paseé por la ciudad haciendo volver cabezas o pasando al lado de cabezas en el momento en que se volvían. Me comí un pastelito hecho de harina blanca y azúcar refinado y vi cómo la pareja que estaba junto a mí metía trocitos de tortilla francesa en la boca del otro. Era difícil pensar que jugaran a juegos de adultos pero casi seguro que lo hacían, probablemente con los compañeros de trabajo o con parientes. ¿Cómo eran los de las otras personas? Tal vez algunos padres fingían ser los hijos de sus hijos y armaban barullo. O quizá una viuda se convertía en su propio difunto marido y exigía a todo el mundo una retribución. En fin, era todo muy personal; los juegos de uno no tenían sentido para nadie más. Vi pasar en sus coches a hombres y mujeres aparentemente aburridos. Dudé de que tuvieran contratos por escrito como Ruth-Anne, pero algunos quizá sí. Algunos seguramente tenían contratos múltiples. Algunos contratos habrían sido invalidados o transferidos. La gente se lo estaba pasando bien, yo incluida. Hice señas al camarero y pedí un zumo natural caro pese a que había agua gratis, toda la que quisieras. ¿Me sentía desbolada todavía? ¿Se desvanecía la cosa? Un poquito nada más. Me quedaban horas por delante.
Era ya de noche cuando llegué al camino de entrada. Ella estaba en el porche; ni siquiera pude dejar el bolso. Cerró de un portazo nada más entrar yo en la casa y apoyó sus manos en mis hombros con fuerza descomunal. Me fallaron las piernas, caí de cuatro patas, las llaves tintineando contra el suelo.
Pero la mayoría de las noches no hacíamos nada. Yo cocinaba, me daba un baño, leía en la cama; ella se ponía a hablar por teléfono, veía la tele, metía cosas congeladas en el microondas. Nos hacíamos mutuo caso omiso con un sentimiento de plenitud y agitación. Phillip me mandó un SMS («KIRSTEN PIDE TU PERMISO PARA SEXO ORAL. ¡??! SIN COACCIÓN. AQUÍ ESPERANDO HASTA QUE NOS DES LUZ VERDE») y no sentí la menor animosidad. Ah, bueno, Kirsten. Quizá fue nuestra gata durante las últimas cien mil vidas juntos, siempre encima de la cama, paseándose por la colcha, observándonos. Enhorabuena, minina, esta vez eres tú la amiga… pero yo sigo cortando el bacalao. Me sentía flexible y generosa. Phillip se estaba trabajando algo; así es como se lo habría dicho a un amigo íntimo, hablando en confianza. Yo le había permitido tener un lío con una mujer más joven.
«Qué valiente eres, cuánta fe la tuya».
«Esto no es nada. Hemos visto fuego y hemos visto lluvia», respondería yo, citando la canción.
Era más bien un prelío, por supuesto, ya que él y yo aún no estábamos juntos, al menos en esta vida y en el sentido tradicional de la expresión. Y en cuanto al fuego y la lluvia… estaban por llegar. Además, tampoco tenía amigos íntimos con quienes hablar en confianza. Pero erguía la cabeza al ver al cartero y saludaba al vecino de al lado; era yo quien iniciaba el gesto de saludar. Un día hasta entablé conversación con Rick, que aquella mañana daba vueltas con su calzado especial agujereando la tierra para airearla.
—Quisiera pagarle por todo el trabajo que hace —le dije.
Era un despilfarro, pero bueno.
—No, no. Yo ya me considero pagado con el jardín. Necesito un espacio para mi pulgar verde. —Levantó el dedo gordo y se lo miró con afecto, pero luego su semblante se ensombreció como si acabara de recordar alguna cosa horrible. Inspiró hondo antes de añadir—: La semana pasada le saqué los contenedores de basura.
—Gracias. —Me reí—. Eso fue un gran favor. —Y lo era, no estaba mintiendo—. Si no le importa, podría hacerlo cada semana.
—No es que me importe. Lo haría, pero los martes no suelo trabajar. —Me miró nervioso—. El día de basura es los miércoles. Yo normalmente vengo los jueves. Si corre algún peligro, dígamelo, por favor. Yo la protegeré.
Algo malo pasaba allí o había pasado ya. Arranqué una brizna de hierba.
—¿Cómo es que vino el martes?
—Le pregunté a usted si le parecía bien, que en vez del tercer jueves del mes viniera el martes. ¿Se acuerda?
Ahora estaba mirando al suelo y tenía la cara colorada.
—Sí.
—Tuve que ir al baño. Llamé a la puerta de atrás antes de entrar, pero no me oyó nadie. Yo no me meto, son cosas suyas.
El martes. ¿Qué hicimos el martes?, pensé. Quizá nada. Puede que Rick no viera nada.
—Caracoles —dijo.
¿Martes? El día que ella me tuvo inmovilizada contra el suelo y yo me resistí en postura defensiva levantando mi gran trasero en pompa.
—Necesito caracoles —insistió. Trataba de cambiar de tema—. Para el jardín. De los africanos; sirven para remover la tierra.
Si no le habíamos oído, solo podía ser porque Clee me estaba hostigando verbalmente a grito pelado.
—No corro peligro ni nada, Rick. Es lo contrario de lo que usted piensa —le dije.
—Sí, ya lo entiendo. Ella es su… En fin, yo no me meto, son cosas suyas privadas.
—No, si no se trata de nada íntimo, no vaya usted a pensar…
Rick empezó a alejarse, acuchillando la hierba con su calzado especial.
—¡Es solo un juego! —insistí, siguiéndole los pasos—. ¡Lo hago por mi salud! Voy a una terapeuta.
Rick estaba escudriñando el terreno y fingió no oírme.
—Cuatro o cinco serán suficientes —dijo.
—Le conseguiré siete, o una docena. ¡Una docena larga! ¿Qué le parece? —Él iba caminando en dirección a la acera, siguiendo el costado de la casa—. ¡Un centenar de caracoles! —le grité.
Pero ya se había ido.
De repente estaba torpe. Cuando Clee me tapó la boca y me agarró del cuello en el vestíbulo, no pude reaccionar porque no quería tocarla. Antes de cada impulso instintivo se producía una pausa: me imaginaba a las dos vistas con los ojos del jardinero sintecho y me sentía obscena. Él no sabía de juegos adultos porque estaba al margen de la sociedad; era como yo antes de conocer a Ruth-Anne, cuando pensaba que todo cuanto sucedía en la vida era verdad. Al día siguiente salí de casa temprano, pero evitar a Clee comportó otros problemas. Me entró una jaqueca de nivel migrañoso, empezó a latirme la garganta de manera alarmante. Hacia el mediodía ya estaba desesperada por improvisar una modalidad más clínica de combate, algo más respetable y organizado, menos febril. ¿Guantes de boxeo, quizá? No, eso me dio otra idea.
Recorrí tambaleante un trecho de manzana hasta el almacén. Kristof me echó una mano con el material antiguo.
—¿Lo quieres en VHS?
—¿Cuándo fue que dejamos de hacer tramas? ¿En el 2000?
—¿Tramas?
—Sí, hombre. Una mujer sentada en un banco del parque, cosas así. Antes de vender autodefensa como fitness.
—Esos son todos anteriores al 2002. ¿Vais a montar algo para el vigésimo aniversario?
—Quizá.
—Aquí hay varios del 96, el 97… ¿Te sirve?
Combate sin bate (1996) empezaba con un ataque simulado bajo el título de «Un día en el parque». Una mujer en alpargatas se sienta en un banco del parque, se aplica bronceador en los brazos, saca del bolso unas gafas de sol y se pone a leer un periódico.
Aparté el saco de dormir de Clee y me aposenté en el sofá con mi bolso al lado. Saqué el bronceador. Clee me miraba desde la cocina.
—¿Qué haces?
Terminé de aplicarme lentamente el bronceador y saqué mis gafas de sol.
—Tú me atacas después de que yo saque el periódico —susurré.
Abrí el periódico y bostecé como hacía la mujer en la cinta, con gesto un poco teatral. Se llamaba Dana no sé qué más y daba clases los fines de semana. No tenía ni los abdominales ni el carisma de su sucesora, Shamira Tye; creo que ni siquiera le pagamos. Clee estaba indecisa, pero vino a sentarse a mi lado. Me pasó el brazo por los hombros antes de cuando lo hacía el agresor en el vídeo, pero al igual que él me agarró los pechos, así que yo hice como Dana, darle un codazo y gritar: «¡No!».
Intentó tirarme al suelo, cosa que no entraba en esta simulación sino en la que venía después, así que pasé al siguiente movimiento.
—¡No! ¡No! ¡No! —grité, fingiendo atizarle un rodillazo en la entrepierna.
Me puse en pie de un salto y eché a correr. Como no había mucho espacio, corrí en el sitio durante unos segundos, mirando hacia la pared. Luego correteé un poco más para no tener que dar media vuelta. Una actuación bastante risible, francamente. Luego me quité las gafas y la miré. Ella me pasó el periódico.
—Repite.
Lo hicimos dos veces más y luego intenté seguir los pasos de la lección 2, «Trampas domésticas», que tiene lugar en una cocina. Me sentí como una idiota lanzando puñetazos de mentirijillas, pero a Clee no pareció importarle que la pelea no fuera en serio; con gesto burlón, me acosó pavoneándose como un matón cualquiera. En la cinta el agresor llevaba una gorra de béisbol puesta del revés y decía cosas como «Eh, muñeca» y «Ven p’acá, encanto». En la lección 3, «Lo que ocurrió camino de la puerta principal», el agresor hacía ruiditos seductores desde las sombras. Naturalmente, ella no decía ninguna de estas cosas, pero conseguí guiarla más o menos hacia el bloqueo que el hombre le hacía a Dana mientras esta se estremecía con cara de pánico, y a un nivel puramente celular Clee supo exactamente lo que tenía que hacer: antes de cumplir cinco años ya había visto centenares de demostraciones por el estilo.
Al cabo de una hora estábamos muertas de cansancio pero ilesas. Clee me apretó con fuerza la mano y me miró de manera extraña antes de que cada cual siguiera su camino. Yo cerré la puerta del dormitorio y moví la cabeza a un lado y a otro. La migraña había desaparecido y mi garganta estaba blanda. No me sentía eufórica, pero vi que esto podía funcionar. Ojalá Rick hubiera visto «Trampas domésticas» y no lo que habíamos hecho antes, fuera lo que fuese. Esto no era más que una simple recreación de una simulación de las cosas que podían ocurrirle a una mujer si no se andaba con ojo.
Mientras Clee estaba en el trabajo yo me aprendí el resto de Combate sin bate. En la lección 4, «Pelea dentro de un coche», salía un sofá y un juego de llaves de automóvil. «Defensa contra bandas» era demasiado complicado y me lo salté. «Mujer preguntando una dirección» fue un visto y no visto; yo solo tenía que decir «¿Sabe dónde queda la farmacia más cercana?». Como resumen, Dana pedía que llamaras a tu contestador automático, soltaras diez noes a pleno pulmón y luego escucharas lo grabado: «NO NO NO NO NO NO NO NO NO NO».
«¡Caramba! —decía Dana—. ¿Quién es esa peligrosa mujer que grita en tu contestador? ¡Pues no es otra que tú!». Ensayé no solo las patadas y los agarrones, sino también todo el diálogo y la puesta en escena. Reconozco que Dana se empleaba a fondo en la parodia: susto, miedo, ira. Era una demostración sobre cómo actuar, pero también sobre cómo sentir. Lo que más me gustó fueron los momentos previos a la agresión; arrellanada en el banco del parque, caminando despreocupadamente hacia la puerta principal. Noté el cabello largo y pesado en mi espalda; meneé un poco las caderas, sabiéndome observada, por no decir acechada. Fue interesante representar a esa clase de persona, tan vulnerable y ajena a sí misma, tan femenina. Dana podría haber ganado dinero haciendo vídeos para todas las ocasiones; paseando, contestando al teléfono, saliendo de casa; una mujer podría seguir las clases y aprender cómo conducirse cuando no está siendo agredida, cómo sentirse durante el resto del tiempo.
Las tres últimas lecciones eran un poco inquietantes; de ahí, naturalmente, que Open Palm no hubiera sacado ni un centavo con aquella serie. Dana pide al espectador que reúna algunos artículos domésticos —un balón de fútbol, una funda de almohada, un cordón elástico— e improvise con ellos una cabeza. «Cuando patees una cabeza de verdad, no botará tanto pero verás que tiene cierta elasticidad, y eso es lo que debes tener en cuenta. Un cráneo es más blando de lo que piensas». Llegada a la lección 10, «Compasión y compasión avanzada», me pregunté si alguno de nosotros había llegado a visionar la cinta hasta el final. Dana parecía estar yendo a su bola. Con el tacón de su zapato apoyado en la pelota de fútbol dictó una lista de motivos por los que había que dejar vivir a una persona. «Tienen niños pequeños. Tienen mascotas que difícilmente serán adoptadas; por ejemplo, un perro viejo, apestoso y sin dientes. ¿Matas al perro cuando matas al dueño? Podrías preguntar si tienen mascotas y luego pide ver una foto o bien una descripción del estado de salud de la misma. Por último: motivos religiosos. Se trata de algo personal y escapa al ámbito de este vídeo, pero la religión de ciertos pueblos no permite matar, ni siquiera en defensa propia. Si no lo tienes claro, tal vez debas preguntar en la parroquia, sinagoga o mezquita local».
A la mañana siguiente inspiré hondo y me acerqué a Clee, que estaba en el sofá. Quería preguntarle algo.
—Oye, ¿sabes dónde queda la farmacia más cercana?
Ella parpadeó confusa durante medio segundo; luego su orificio nasal izquierdo se ensanchó y su mirada se endureció.
—Sí —dijo, al tiempo que se ponía lentamente de pie.
No era la respuesta correcta, pero se le parecía bastante.
Todas las tardes ensayaba nuevas tramas aprovechando que ella estaba en el trabajo, y por la mañana se las planteaba antes de que se marchara. Durante unos días fue excitante revelarle cada una de ellas como si acabara de soñarlas con mi propia mente creativa, pero enseguida se volvió frustrante que Clee hiciera o dijera cosas que no le pegaban nada al agresor del DVD. Habría sido mucho más fácil que ella se aprendiera el papel viendo las cintas de Dana. El día que libraba, y mientras dormía en el sofá, dejé sobre la mesita baja la cinta de Combate sin bate. No lo pensé demasiado, subí al coche y me fui al trabajo. Estaba parada ante un semáforo cuando de repente me quedé helada. ¿Qué había hecho? En cuanto ella pusiera el disco en el lector sabría que yo había ensayado movimientos y aprendido frases de memoria delante de la tele, como si realmente me importara esto. Mis mejillas enrojecieron de vergüenza; ahora me vería, vería quién era yo en realidad: una mujer cuya feminidad era una simple copia de la de otra mujer.
—Tócame la frente —le pedí a Jim—. ¿No estoy ardiendo?
—No, pero la tienes húmeda. Y estás pálida.
Me la imaginaba en el sofá apretando el «play» del mando a distancia. Todo mi repertorio de la semana anterior —cada ademán, cada grito, cada gesto, cada gruñido— se lo había copiado a Dana. En cuanto yo llegara me diría: «¿Tú de qué vas? ¿Eres Dana? ¿Acaso sabes quién eres en realidad?». Y yo, lloriqueando: «No. No sé quién soy». Jim me trajo el termómetro.
—Es de los que se meten en la oreja. ¿O prefieres irte a casa?
—No, no. A casa no puedo.
Me tumbé en el suelo. Al mediodía Phillip me mandó un SMS con un interrogante y un emoticono con un dibujito de un reloj. Hacía casi dos meses que esperaba mi respuesta. Hacía solo dos meses, mi vida era plácida y ordenada. Me puse boca abajo y recé para que Phillip me sacara de la situación en la que yo misma me había metido. ¿Qué emoticono había que poner para «Llévame a tu ático y ocúpate de mí como lo haría un esposo»? Jim me aplicó en la frente un papel de cocina húmedo.
A las siete Nakako me pidió que conectase la alarma cuando me marchara. «Sabes el código, ¿verdad?». Me levanté del suelo, salí tambaleándome con ella y volví a casa aterida de frío. Aparqué en el camino de entrada y me obligué a bajar del coche, lista para ser objeto del ridículo.
Pero algo ocurrió camino de la puerta principal.
Una voz hizo ruidos seductores desde las sombras. Clee avanzó pavoneándose y me puso una mano en los riñones. Llevaba una gorra de béisbol puesta del revés.
—¡Aparta! —le grité, y ella esperó exactamente uno, dos, tres segundos antes de lanzarse sobre mí.
Los cinco minutos siguientes fueron una demostración de que a mis vecinos les traía sin cuidado mi suerte.
Cuando por fin conseguí llegar a la puerta, la cerré una vez dentro y sonreí tocándome las mejillas. No había lágrimas de verdad, claro, pero así de emocionada me sentía. Clee debía de haber estado ensayando todo el día delante del televisor. Bastan dos contrincantes para una pelea, pero esto era algo singular. Me acordé del partido de fútbol entre enemigos el día de Navidad durante la primera, o la segunda, guerra mundial. Ella me repelía aún, yo al día siguiente le pegaría un tiro en la batalla, pero hasta que amaneciera jugaríamos a este juego.
Hicimos el DVD entero, por orden, la noche siguiente. La parte de «Defensa contra bandas» fue la más complicada porque había dos hombres malos y un tercero vestido todo él con ropa tejana que no quería líos. «Eh —les decía a los otros dos—, esto no mola nada. Larguémonos». Clee cambiaba de papel, ahora uno, ahora otro, sin previo aviso, y yo tenía que parar porque de lo contrario no me aclaraba.
—Pero ¿qué haces? —me decía ella, furiosa—. Estoy aquí.
—¿Ahora cuál eres?
Dudó. Hasta ese momento no habíamos reconocido claramente estar representando lo del vídeo ni ser otros personajes que ella y yo.
—Soy el primero —dijo.
—¿El de la ropa tejana?
—El primer hombre malo.
Fue por la pose que tenía cuando lo dijo: los pies separados, las manazas acechando en el aire. Igualita que un malo, de esos que llegan a un pueblo aburrido y causan toda clase de problemas y luego se marchan a galope tendido. Ella no era el primer malo de todos, pero sí el primero que yo conocía que tuviera el pelo largo y rubio y llevara pantalones de pana de color rosa. Chasqueó la lengua con impaciencia.
Hicimos el resto de la escena y luego la repetimos dos veces más. Era como bailar country o jugar al tenis, le dije a Ruth-Anne la semana siguiente.
—En cuanto le coges el tranquillo a los movimientos, te sale solo; ¡unas vacaciones para el cerebro!
—Entonces, si tuvieras que describir ese placer…
—Diría un poco teatral, pero sobre todo atlético. Y yo soy la más sorprendida porque los deportes nunca se me han dado bien.
—¿Y Clee? ¿Te parece que su disfrute también es atlético?
—No.
Bajé la vista. De hecho, no me incumbía a mí decirlo.
—¿Crees que hay algo más?
—Para ella puede que no sea un juego, puede que sea real. Clee es una «misógina» o yo qué sé. Ella es así. —Le hablé de la voraz intensidad que se apoderaba de ella cuando representaba un papel—. Bueno, esto entra dentro de tu territorio, claro. ¿Piensas que puede ser algo psicológico?
—Ese es un término muy amplio.
—Ya, pero preciso, ¿no?
—Oh, sí, desde luego —dijo a regañadientes.
Ruth-Anne creía que yo intentaba sacar dos diagnósticos por el precio de uno.
—No digas más —objeté, mostrando las palmas de las manos. Para cambiar de tema señalé los envases de comida china (tenían aspecto de ser pesados) que había encima de su mesa—. ¿Todo eso es tuyo?
—Bebo mucha agua —dijo, dando unas palmaditas a su botella—. Cada día los recojo y los vacío en el cuarto de baño, de una sola vez.
—¿El baño de aquí o el de tu casa?
—¡El de aquí! —Se rió—. ¿Te imaginas, volver a casa en coche con tropecientos envases de orines y heces? ¡Qué espectáculo!
Hizo como que conducía y nos reímos las dos. La verdad es que la imagen no podía ser más graciosa. Reír como dos amigas siempre realzaba el hecho de que no lo fuéramos; esto era de mentira, no como cuando ella se reía en casa.
Ruth-Anne siguió conduciendo y yo solté otra risa. ¿Por qué no paraba de una vez?
—Bueno, ¿y qué si para ella es real? —dijo de pronto, bajando las manos—. Lo real viene y va, no tiene demasiado interés.