15

Un viernes a las diez llamaron a la puerta y yo pensé: «Ya ves, puede que no se haya olvidado totalmente de nosotros». Le limpié la nariz a Jack y me remetí el pelo detrás de las orejas. El corazón se me aceleró al ir hacia la puerta. Rachel había roto con ella. No tenía a nadie a quien acudir. Me pasé los dedos por los labios para asegurarme de que no tuviera pringue. A estas alturas, seguramente ya era lesbiana del todo. Si intentaba besarme, no se lo permitiría. «Analicémoslo. ¿Qué significa esta opción? ¿Qué estamos diciendo sobre lo que somos y sobre lo que queremos ser?». Quizá se había vuelto más habladora; eso se lo habría sacado Rachel, probablemente. Me moría de ganas de hablar con otra persona adulta, y en voz bien alta.

Era un chico flaco y pelirrojo. En el pecho lucía una etiqueta de Ralphs con su nombre: DARREN. El que ayudaba a cargar bolsas.

—¿Está Clee?

Jack intentó arrancarle la etiqueta.

—Pues no. Ya no vive aquí.

—¿No?

Miró hacia el interior de la casa. Me hice a un lado para que pudiera ver que ella no estaba.

—Solo él y yo.

Nos miró a Jack y a mí y se pasó los dedos por el rastrojo de puntos blancos de los diminutos granos que cubrían su mentón y sus rosadas mejillas. Cuatro de julio. Fue él quien hizo sonreír a Jack aquel día.

—Bueno —dijo—, pues adiós, Jack. Adiós, mamá de Jack.

Bajó del porche a toda prisa y pasó brincando junto al televisor, que aún estaba en la acera. Lo vi alejarse corriendo por la calle. «Mamá de Jack». Era la primera vez que me llamaban así. Pero desde el punto de vista de Jack ninguna persona era más su madre que yo. Miré su manita aferrada con plena confianza a mi antebrazo. Ser madre era lo más normal del mundo, pero de repente sentí que me faltaba el resuello, como si acabara de trepar a algo muy alto. Maternidad. Jack empezó a alborotar; fui adentro y le di una espátula de plástico. Empezó a golpear la encimera, clac, clac, clac. Allí de pie, con su caliente cuerpo en brazos, observé su cara de concentración. Estaba de un rosa subido, tendría que aplicarle más loción solar. Clac, clac. Y leerle más. Le leía, pero no todas las noches. Y habíamos estado muy pocas horas con él en la UCI neonatal; eso no era suficiente. Lo fue para nosotras en su momento, pero era algo que me obsesionaba. Jack había estado veinte horas al día solo. Habría otros crímenes imperdonables, me lo veía venir, cosas que en retrospectiva serían las que más iba a lamentar. Mi amor siempre me pasaría factura. Qué horrible. Jack tiró la espátula al suelo y berreó. Yo la cogí, clac, clac. Rió él, reí yo. Horrible. Le di un beso y él me dio otro con la boca abierta y babosa. Horrible.

—Ay, mi niño —dije—. Mi niño, mi niño. Te quiero tanto. Esto solo puede terminar mal, y no me recuperaré nunca.

—Ba-ba-ba-ba —dijo él.

—Sí, eso. Ba-ba-ba-ba.


Dos días más tarde Darren estaba en el escalón superior del porche, dando botes como un corredor que tonificara sus gemelos.

—He pensado dejarle mi número de teléfono, para que se lo dé la próxima vez que hable con ella.

Le dije que entrara mientras yo terminaba de dar de comer a Jack, que estaba en su trona.

—¿Has probado a llamarla tú?

—No, si da igual —dijo, demasiado rápido.

La había llamado muchas veces. Pensé si decirle lo de Rachel.

—¿Necesitas un televisor? —le pregunté, señalando hacia la acera—. Los de la basura no se lo llevan ni a tiros.

—Tengo uno de pantalla plana. Se lo recomiendo.

—Hace días que pienso en llevarlo a beneficencia.

Vi que arrugaba la cara.

—Ya se lo llevaré yo.

—¿De verdad?

—Pues claro.

Su gesto en dirección a Jack me hizo sentir zafia, como si el centro de beneficencia fuera una casa de mala reputación.

Darren se quedó en la cocina con Jack mientras yo reunía unas cuantas cosas más para que se las llevara.

—Gu gu gu —decía Darren, poniendo cara de tonto—. Ga ga ga.


Al día siguiente me trajo en un sobre el recibo conforme había entregado las cosas en la beneficencia.

—Para impuestos. Esta donación desgrava. —Se quedó a la espera, recostado en el quicio de la puerta. Le invité a pasar. En realidad, me explicó mientras yo fregaba los platos, le dábamos un poco de pena—. Aquí solos los dos. Si usted quiere, puedo pasar de vez en cuando para ver cómo están. Si no le importa, claro.

—Es muy generoso por tu parte, Darren, pero estamos bien.

Normalmente venía los martes; se presentaba al marcharse Rick. Desmontaba cajas y metía los trozos en el contenedor de reciclaje; me echaba una mano si tenía que alcanzar algo y yo no llegaba. Me explicó que la parte de arriba del frigorífico de su madre estaba limpia como una patena.

—Hasta podría servir de plato. No es mala idea; esta noche voy a comer allí; serviré los espaguetis directamente encima de la nevera.

Mientras instalaba mi flamante y pequeñísimo televisor de pantalla plana, me contó una larga historia sobre el coche de su primo. No parecía preocuparle que yo me aburriera escuchando; la historia era interminable, y él no se molestaba en echar mano de técnicas narrativas básicas para ponerle más miga. A veces jugaba con Jack mientras yo iba al baño o preparaba comida para todos. Se andaba con ojo porque el bebé estaba fascinado con sus granos. En una ocasión la manita de Jack apretó sin querer una blanca cúpula madura y se produjo una pequeña erupción de pus y sangre. Debajo del acné los huesos eran buenos. No de primera, pero sí perfectamente resistentes. Y el chico era alto, además.

Me acordé del punto exacto donde Ruth-Anne había guardado la tarjeta: el cajón central de la mesa de recepción. Si estaba visitando, podría colarme y coger la tarjeta sin que ella se diera cuenta. Jack se miró en el espejo del techo del ascensor echando la cabeza hacia atrás en el portabebés. El corazón empezó a darme brincos cuando enfilamos el largo y familiar pasillo. «Ruth-Anne —pensaba decirle—, ¿no podemos dejar atrás el pasado?». No, mejor formularlo como una afirmación. «El pasado quedó atrás». Sonaba bien. ¿Quién podía discrepar de eso?

Abrí la puerta. No había nadie sentado a la mesa de recepción. Fui derecha al cajón de en medio; me costó abrirlo, llevando a Jack en el portabebés. La tarjeta no estaba donde yo había esperado encontrarla. De repente me di cuenta de que había alguien; una mujer joven estaba leyendo una revista en el rincón. Nos explicó sonriente que la recepcionista acababa de salir.

—Creo que ha ido al baño. Parece que el doctor Broyard se está alargando un poco.

Asentí dándole las gracias y me senté castamente, como si no acabara de intentar robar algo del cajón. El doctor Broyard. ¿Había decidido venir hoy, inconscientemente, para no toparme con Ruth-Anne? Ella diría que sí, seguro. Miré un cuadro nuevo colgado en la pared, un retrato de una tejedora india. Quizá era obra de Helge Thomasson. La mujer tejía una alfombra. O quizá la destejía. Podía estar deshaciendo la alfombra como un acto de resistencia pasiva. Me pregunté si la nueva recepcionista sería muy guapa. Pobre Helge.

La joven hojeaba con calma su Better Homes. De vez en cuando miraba a Jack de un modo que me recordó a mí misma, como si hubiera entre ellos un entendimiento singular. Dejó la revista y cogió otra.

Me había costado un poco.

Ahora la reconocí.

No llevaba puesta la camiseta del caimán rastafari, pero la luz de los fluorescentes se reflejaba en sus gafas estilo John Lennon, y aunque sus cabellos eran más largos que en la foto, los tenía rubios y greñudos. Me pregunté si sería tal vez la hija de algún amigo, o su sobrina.

—Kirsten —dije para Jack, por si acaso no se llamaba así.

Ella movió bruscamente la cabeza, y por un momento fue casi un milagro, como si una muñeca o un dibujo animado hubieran cobrado vida.

—Es posible que tengamos un amigo común —dije—. ¿Phillip…?

Ella arrugó la frente.

—Phil, Phil Bettelheim.

—Ah. Phil. Sí.

Vi que tensaba un poco el gesto. Me miró de arriba abajo.

—¿Tú eres… Cheryl?

Asentí en silencio.

Ella ladeó la cara hacia el techo e inspiró de manera larga y teatral.

—No puedo creer que seas tú en persona.

Sonreí educadamente.

—Supongo que ambas supimos de este gabinete gracias a Phillip. Phil —dije.

—Fui yo quien le habló del doctor —dijo Kirsten. Le froté la espalda a Jack para que ella viera que me daba igual. Tenía aspecto de jovencita amargada y bastante antipática—. Phil no me dijo que tenías un bebé, pero también hace tiempo que no nos vemos. De hecho, desde ya tú sabes qué.

Se le escapó una sonrisa, como si guardara un secreto de los que no se cuentan a nadie.

—Creo que no sé a qué te refieres.

—Desde que tú le dijiste que me… —Formó un tubo con los dedos e introdujo en él otro dedo—. Ya sabes.

Me quedé pasmada y miré rápidamente a mi alrededor para comprobar si estábamos solas.

—No sabes cuánto me sorprendió que hicieras eso —dijo, inclinándose hacia delante—. ¿Qué mujer le diría a un hombre mayor que se acueste con una niña?

Fue como si me acusaran de un delito cometido en sueños.

—Lo siento mucho —susurré—. Yo no pensaba que existieras de verdad.

O quizá sí, pero luego no.

—Pues ya ves —dijo, abriendo los brazos.

No supe qué decir. La recepcionista iba a llegar de un momento a otro. De repente Kirsten golpeó varias veces la pared con la parte posterior de su cabeza.

—Espero que no fuera demasiado horrible —dije al cabo de un momento.

—No fue para tanto. Él primero tuvo que mirar algo, en el móvil. Se tiró un buen rato.

Asentí como si supiera de qué me estaba hablando, lo cual no era el caso.

—Eh —dijo, chasqueando los dedos—. Vamos a mandarle una foto de las dos juntas. Seguro que alucina.

—¿Tú crees?

Sostuvo el teléfono con el brazo extendido y se inclinó hacia mí con rigidez. El cabello le olía a cloro. Jack se abalanzó sobre el objetivo con la boca húmeda, tapando la imagen.

El flash se disparó, y en ese momento se abrió la puerta y la recepcionista volvió a su mesa. Era Ruth-Anne. Se quedó helada al verme, pero fue solo un instante.

—El doctor te espera, Kirsten.

Kirsten pasó por mi lado sin mirarme.

Nos quedamos solas.

—Hola, Ruth-Anne.

Me puse de pie y fui hacia la mesa.

Ella levantó las cejas, como si no pensara negar que así se llamaba pero tampoco fuera a confirmar que ese era su nombre.

—Solo he venido a por la tarjeta. ¿Se acuerda? La del nombre.

Señalé a Jack y ella pestañeó; no parecía haberse fijado en el bebé.

—¿Se refiere a una tarjeta de visita?

Hizo un gesto hacia las tarjetas del doctor Broyard, contiguas a las de ella en el expositor de metacrilato.

—No, la tarjeta que le pedí que guardara. La metió ahí dentro.

Señalé el cajón de en medio.

—Me temo que no puedo ayudarla, pero puede coger unas cuantas tarjetas de visita si quiere.

Su rotunda androginia había desaparecido. Debía de haber invertido muchísimo tiempo en adquirir un aspecto más femenino. Llevaba la melena recogida mediante una diadema de cuadros escoceses. La blusa muy ajustada quería minimizar sus anchas espaldas, y lo lograba. Todo su cuerpo se veía encogido. Allí sentada parecía realmente menuda, una mujer delicada.

Salió el doctor Broyard con una carpeta. Ruth-Anne le miró y toda ella pareció transformarse; se volvió radiante y luminosa; no la luz de la vida, sino más bien un crepúsculo encendido eléctricamente desde su interior. Ella fue a coger la carpeta y él la soltó antes de que la tocaran sus dedos. La carpeta cayó al suelo. Tras dudar un instante, Ruth-Anne se inclinó torpemente para recogerla. Al incorporarse de nuevo, su sonrisa denotó la esperanza de que él hubiera disfrutado viéndola por detrás, pero Broyard se volvió sin más y se metió otra vez en su despacho. La sonrisa de Ruth-Anne pareció crisparse de dolor, y al mirarle los dientes pude verle también la mandíbula, así como el cráneo con sus cuencas vacías y el claqueteante esqueleto en su conjunto. Llegué a verle incluso el cerebro; temblaba por una obsesión.

Solo con ver el nombre del doctor en un papel ya se ponía cachonda. Incluso una palabra parecida a Broyard —«boya», «brocha»— provocaba en ella toda una sucesión de fantasías. Lo demás, incluido su trabajo como terapeuta, era solo de cara al exterior. El hechizo consumía el noventa y cinco por ciento de sus energías, pero a ella le asombraba ver que nadie pareciera notarlo; le bastaba con mostrar ese delgadísimo cinco por ciento. Sobre su mesa tenía una lista con todas las cosas que solían hacerla feliz:

La música zydeco

Los perros

Mi trabajo

Los días de lluvia

La comida tailandesa

El body surf

Mis amigos

Pero no conseguía generar tristeza y pesar suficientes para liberarse. Vivía para esos tres días al año en los que él ocupaba su puesto en la consulta y ella trabajaba a sus órdenes. Por pura fuerza de voluntad Ruth-Anne se convertía en el tipo de mujer que él habría deseado tener por esposa: menuda, femenina y con una elegancia ligeramente conservadora. Ser esa mujer, esa recepcionista, era su única alegría. No, «alegría» no es la palabra: servía para alimentar el hechizo, y de este modo el hechizo podía prolongarse, que es lo único que busca un hechizo.

Ruth-Anne archivó la carpeta. Ver su espalda expandirse me facilitó rememorar a mi terapeuta, aquella persona tan desafiante y que tanto me ayudó, aun a su cinco por ciento. Yo le debía mucho.

Me costó un rato, pero al cabo de unos segundos de mecerme sobre los talones conseguí adoptar el balanceo apropiado al ritmo interior. Ruth-Anne arqueó las cejas, creyendo que solo estaba estirando las piernas.

Empecé con voz ronca y desafinando, pero con fuerza.

Will you stay in our Lovers’ Story?

If you stay you won’t be sorry.

Levantó la vista —para ser exactos, fue el hechizo lo que la levantó—, despacio y con aversión. El hechizo, tocado con su diadema de cuadros escoceses, estaba que echaba chispas. Miró un momento hacia la puerta del doctor Broyard, se miró después las monstruosas manos, me miró de nuevo a mí al tiempo que yo subía el volumen de mi voz:

‘Cause weeeee believe in youuuuu.

A Jack le gustó; se puso a dar botes dentro de su canguro.

Soon you’ll grow so take a chance

with a couple of Kooks

hung up on romaaancing.

Solo me sabía el estribillo, así que empalmé otra vez con:

Will you stay in our Lovers’ Story?

Algo raro le pasaba a Ruth-Anne. No era buena señal. Vi que estaba sudando; grandes marcas circulares de humedad se expandían rápidamente por los costados de su blusa. Se estaba derritiendo. Si lo que yo estaba haciendo era malo, entonces no podía ser peor. Cerré los ojos, junté los brazos alrededor de Jack y canté:

If you stay you won’t be sorry

‘cause weeeee believe in youuuuu.

El final sonó más potente que el resto, a pleno pulmón y retumbando. Entorné los ojos. A ella le corría el sudor por la cara; tenía la boca apuntando al cielo como si cantara a los dioses implorando su intercesión, rogando que la libraran del hechizo. Juntas cantamos suavemente:

Soon you’ll grow so take a chance

with a couple of Kooks

hung up on romaaancing.

Pero los dioses no existen. Solo hay una manera de romper el hechizo, y es romper el hechizo. Ruth-Anne metió los pulgares en sus empapadas axilas en un intento de acomodarse al rasgueo, de encarnarlo. Llegamos al final y volvimos al inicio del estribillo:

Will you stay in our Lovers’ Story?

If you stay you won’t be sorry.

Sus espaldas, cada vez más anchas, amenazaban con reventarle la blusa. El maquillaje se le iba fundiendo en las pequeñas patas de gallo, la mandíbula se le desbocaba al cantar. De pronto el doctor Broyard abrió la puerta de su despacho y nos miró con una sonrisa perpleja al tiempo que se ajustaba las gafas; detrás de él asomó Kirsten. ¡Demasiado tarde, doctor! ¡Demasiado tarde! El hechizo había saltado en mil millones de pedazos, imposible juntarlos otra vez.

Pero no, estaba equivocada. Al ver mi expresión triunfal, Ruth-Anne comprendió quién nos estaba mirando y de inmediato su voz menguó hasta enmudecer. Durante una fracción de segundo pareció anonadada, los ojos idos de frustración. Luego, el hechizo descendió sobre ella y Ruth-Anne volvió a acomodarse dentro, se diría que hasta con alivio. Tomó asiento e hizo rodar su butaca hacia el ordenador. Me planté delante de ella, respirando por la boca, los brazos colgando, pero no me hizo caso. Mientras se ajustaba otra vez la diadema, yo di media vuelta.

—Su tarjeta, señorita.

—¿Qué?

—La tarjeta con el día y la hora de la próxima visita.

Sin pestañear me tendió una tarjeta para una cita que no habíamos concertado.

La metí en la guantera. Ahora que la tenía en mi poder, no quise mirar el nombre. Era Darren, claro. ¿Por qué romper una promesa para saber algo que ya sabía? Con este pensamiento en la cabeza llegué a casa. Sin prisas, le di a Jack su biberón y lo acosté; a la una le tocaba siesta. Pero en cuanto cerré la puerta, toda mi ecuanimidad se vino abajo y casi volé hasta la guantera. Con la tarjeta metida en el puño, entré y me senté en el sofá. Abrí los dedos, alisé la tarjeta, le di la vuelta.

No era Darren.

La hice pedacitos y, demasiado tarde, recordé aquel viejo truco: rasgar el nombre de alguien para conseguir que te llame.

El teléfono sonó casi al momento.

—Tú estás igual —dijo—. Kirsten ha envejecido pero tú estás igual. ¿Y el muchachito en primer plano? ¿Cómo se llama?

—Jack —susurré.

Me dejé caer de rodillas sobre un cojín tirado en el suelo.

—Jack, ¿eh? Es una monada. ¿Cuánto tiempo tiene?

—Diez meses.

Tosió; eso él ya lo sabía, había echado cuentas. Sentí mi frente enfebrecida, toda yo ardía. Oxígeno. Con el cojín debajo del brazo me arrastré hasta una ventana y dirigí la boca hacia el exterior.

—Me alegra mucho volver a oírte, Cheryl. Ha pasado mucho tiempo.

Phillip y Clee.

¿Cómo se habían conocido? ¿Y cómo había sido posible? Ahora bien, ¿por qué no? Si hubo una joven antes, ¿por qué no otra?

—Creo que te debo una disculpa —continuó—. La última vez que hablamos estaba en un sitio poco idóneo.

—No es necesario.

Me atraganté. Ya ni recordaba de qué estábamos hablando.

—No —dijo él—. Quiero disculparme, Cheryl. Debí llamarte cuando me enteré de que ella estaba… Pero tampoco lo sabía seguro, claro. Y luego, cuando vi la foto del bebé…

La voz se le quebró. Yo tragué saliva y le oí como un sollozo de alivio, como si mis lágrimas hubieran dado pie a las suyas. No era el momento para uno de sus larguísimos llantos, al menos yo confiaba en que se diera cuenta. Me soné fuerte con un calcetín. Nadie dijo nada durante un minuto. La cortina se movía con el viento y me dio en la cara.

—Ya sé —dijo él al cabo—. Voy a ir a verte.


En el umbral nos quedamos mirándonos el uno al otro. Había envejecido mucho; tenía profundas bolsas bajo los ojos. Me sentí como la esposa que ha esperado en vano que su marido regrese de la guerra y luego, al cabo de veinte años, va él y aparece. Viejísimo, pero al fin en casa. Phillip entró y miró a su alrededor.

—¿Dónde está?

—Durmiendo. Pero enseguida se despertará.

Le ofrecí algo de beber. ¿Limonada, agua?

—¿Podría ser un poco de agua bien caliente? —Del bolsillo trasero sacó un paquete de bolsas de té—. Te ofrecería una, pero son de una fórmula especial que me ha preparado mi acupuntor. Para los pulmones.

Nos sentamos en el sofá, cada cual con su tazón, y esperamos. Él me miraba de vez en cuando, supongo que queriendo calibrar mi estado de ánimo, o tal vez para demostrarme que estaba muy receptivo. Por si yo tenía ganas de hablar del asunto.

—¿Por qué dejaste la junta? —pregunté yo finalmente.

No desaprovechó la ocasión. Rápidamente se embarcó en una larga explicación sobre su mala salud y un reciente viaje a Tailandia que le hizo olvidarse de todos sus problemas. Las palabras eran aburridas, de la primera a la última, pero en conjunto su melodía me sedujo. Intenté resistirme, pero el mero hecho de notar su peso al lado, en kilos y gramos, ya me consolaba. Había sido agotador ser siempre la persona de más peso en la casa. Tomé un sorbito de té y apoyé la espalda en el respaldo del sofá. Cuando él se marchara tendría que trasladar otra vez el peso a mis hombros, pero eso sería un asunto que resolver después.

—Es curioso —dijo Phillip—, me siento como en casa.

Contempló mi estantería de libros y los posavasos de la mesita baja como si en cada cosa anidara un recuerdo. Con el rabillo del ojo vi que Jack empezaba a moverse en el monitor. Sentí el repentino deseo de prolongar aquel momento, o de demorar el siguiente, pero entonces sonó un berrido contundente.

—Voy a buscarlo —dije.

—Te acompaño.

Me siguió al cuarto del niño, tan cerca que noté su aliento en el cogote. ¿Habría un parecido innegable?

—Vamos, arriba, pequeño boniato —dije.

No tenían un solo rasgo en común, pero el parecido se podía sentir; estaba esperando entre bambalinas. Deposité a Jack en la mesa para cambiarle el pañal. Había hecho una caca complicada y tuve que emplear muchas toallitas. Phillip observaba desde el rincón.

—Hay una conexión especial entre tú y él, ¿verdad?

—Así es.

—Es bonito verlo. Es como si la edad se desvaneciera, ¿no?

Tenía el ano muy rojo. Apliqué pomada especial.

—Sois un hombre y una mujer —reflexionó Phillip—, como cualquier otra pareja.

Estaba poniendo el pañal casi a cámara lenta; no conseguía pegar el velcro, a cada momento se me abría otra vez.

—Digamos que soy más bien su madre.

—De acuerdo. —Se encogió de hombros como mostrando su acuerdo—. No estaba muy seguro de cómo lo habías enfocado.

El pantaloncito no entraba como siempre; las dos piernas se le colaron en una misma pernera. Situado detrás de mí, Phillip observó el forcejeo.

—Supe que hubo ciertas… complicaciones, ¿no? Un comienzo movidito…

—Poca cosa. Ahora está muy bien.

—Ah, bueno, me alegro mucho. O sea que podrá correr, hacer deporte y todo eso, ¿no?

Él asentía, de modo que respondí de la misma manera.

En cuanto le hube puesto el elástico, Phillip cogió a Jack de la mesita —casi me lo quitó de las manos— y lo levantó hacia el techo haciendo un ruido de avión. Jack chilló, no de alborozo. A Phillip le entró tos y rápidamente volvió a bajarlo.

—Pesa más de lo que creía —dijo.

Cuando lo tuve a salvo y pegado a mi cadera, Jack miró al hombre de la barba.

—Este es Phillip —dije.

Phillip adelantó la mano y estrechó la de Jack, pequeña y blanda, agitando su bracito como un fideo.

—Hola, caballerete. Soy un viejo amigo de tus abuelos.

Tardé un momento en comprender qué había querido decir.

—No sé si ellos se consideran tales.

—Es comprensible. Lo último que supe fue que ella pensaba darlo en adopción; y que nadie sabía quién era el padre.

Una pregunta se ocultaba en su voz; estaba un noventa y ocho por ciento seguro, pero no un cien por cien. Ella podía haber pasado la noche con otro.

—El plan era ese —dije.

—Parece ser que ella estuvo con muchos.

A eso no respondí.


Nos sentamos en el patio de atrás mientras Jack se comía un plátano chafado. Phillip se tumbó de espaldas en la hierba e inspiró el aire cálido al tiempo que hacía «Ah, ah». Jack probó a meterse una piedra en la boca; yo se la saqué. Nos trasladamos a la sombra y le expliqué mis planes de instalar una pérgola para tapar el sol.

—Conozco a la persona ideal —dijo Phillip—. Le diré que se pase la semana que viene. ¿El lunes? —Al ver que yo me reía, exclamó—: ¡Se ríe! ¡La he hecho reír!

Intenté fruncir el ceño.

—Tranquila —continuó—, si no te cae bien le dices: «No sé por qué ha venido, Phillip está como una cabra».

—Phillip está como una cabra.

—Eso.


Yo pensaba que se iba a marchar, pero luego se quedó. Jugó con Jack en la salita mientras yo preparaba la cena. Procuré moverme con sigilo para oírlos, pero no hacían el menor ruido. Cuando asomé la cabeza vi que Jack estaba royendo una hamburguesa de goma, con Phillip sentado en el suelo a unos palmos de él, sus rígidas rodillas extrañamente torcidas. Me hizo una señal con el pulgar de que todo iba bien.

—La cena está lista —dije—, pero tengo que acostar a Jack.

Le di la papilla, lo bañé, luego un biberón.

Phillip me observó mientras yo cantaba una nana y acostaba a Jack en su cuna. Miramos los dos al niño, sonriendo, y luego nos sonreímos el uno al otro. Yo aparté la vista.

Le pedí disculpas por la cena.

—Son sobras que tenía.

—Es lo que me encanta, que sea tan normal. ¡Así come la gente! Bueno, ¿y qué?

Después de cenar miramos el informativo 60 Minutes en mi tele de pantalla plana.

—Ya no quedan programas como este —dijo Phillip, y pasó un brazo sobre el respaldo del sofá, rozándome los hombros.

Intenté relajarme y centrarme en el programa. Iba sobre tácticas de contrainsurgencia y su aplicación contra bandas urbanas. Cuando salieron los anuncios, Phillip quitó el volumen. Vimos cómo una mujer se lavaba el pelo en silencio.

—Fíjate —dijo—, parecemos un viejo matrimonio. —Me palmeó el hombro—. Estaba pensando en eso, mientras venía en coche hacia aquí, en todas esas vidas que pasamos juntos. —Me miró de soslayo—. ¿Todavía lo piensas?

—Sí, supongo.

Pero estaba pensando en Clee. Yo había sido su enemiga, luego su madre, después su novia. Eso eran tres vidas. Phillip volvió a poner el volumen. Unos agentes de policía iban de puerta en puerta tratando de integrarse en la comunidad. En la siguiente pausa publicitaria me habló con detalle de sus pulmones; se le estaban endureciendo. Fibrosis pulmonar, dijo que se llamaba.

—Cuando empieza a fallarte la salud, este tipo de cosas importan mucho.

—¿Qué cosas?

—Esto. —Nos abarcó a mí y a la sala de estar con un gesto de la mano—. La seguridad. Los amigos que sabes que no te van a fallar. —Viendo que yo no decía nada, me miró nervioso—. Creo que me estoy adelantando a los acontecimientos, ¿verdad?

Bajé la vista; era imposible pensar con él al lado, esperando.

—Puedes contar conmigo, por supuesto —dije.

Fue un alivio; estar enfadada con él me costaba horrores. Phillip me cogió la mano, o más bien me la apretó rápidamente de tres maneras distintas, como si fuera miembro de una banda; acabábamos de ver a dos hombres que lo hacían en la tele.

—Contaba con ello —dijo—. No quiero señalar con el dedo ni mencionar nombres, pero digamos que la gente joven no tiene los mismos valores que nuestra generación.

Estaba ya por decirle que yo solo tenía cuarenta y tres años cuando recordé que tenía cuarenta y cuatro. Casi cuarenta y cinco. Demasiado vieja para ponerme quisquillosa al respecto.

Después de 60 Minutes Phillip fue al coche a buscar su cepillo de dientes eléctrico.

—Este lo llevo siempre en el coche. —No sufría de ceguera nocturna propiamente dicha, pero cada vez le resultaba más incómodo conducir de noche—. ¿No es una imposición? —preguntó mientras se quitaba los zapatos en el porche.

—No, no, en absoluto.

Nos lavamos los dientes uno al lado del otro. Él escupió, después escupí yo, luego él otra vez. Enchufó el cargador en la toma de corriente que había sobre la encimera; surcos y aristas con mugre calcificada de un tono pardusco.

—No te preocupes —dijo—, te compraremos uno.

Tardé más de la cuenta en lavarme las manos; él no paraba de pedorrearse, sentado en la taza.

¿Me importaba que durmiera solo con unos boxers? No, por supuesto. Yo fui a ponerme el camisón en el vestidor y me pregunté cuál de los dos dormiría en el sofá. Cuando salí me lo encontré en mi cama. Él dio unas palmaditas al espacio libre. Me entraron nervios, pero enseguida recordé que éramos como un viejo matrimonio, según sus palabras. Ya no estábamos para eso, sin contar con sus endurecidos pulmones. Fui a la cocina a por un par de vasos de agua y dejé uno en cada mesita de noche.

—¿Qué te parece si solventamos el asunto sexual? —dijo.

—¿Cómo?

—Bueno, un hombre y una mujer… juntos en la cama… No quiero que sea un problema.

El corazón empezó a latirme con fuerza. Nada que ver con lo que yo había imaginado en tiempos, pero quizá había algo muy hermoso en todo ello. Si no hermoso, sincero. En cualquier caso, íbamos a hacer el amor.

—Vale —dije.

—No pareces muy entusiasmada.

—¡Lo estoy!

—Fantástico. Ahora vuelvo.

Fue en dos zancadas a la sala de estar y volvió con su teléfono móvil y un tubito de loción rosa; dejó el teléfono apoyado en mis frascos de vitaminas. Me estaba costando respirar con normalidad y la mandíbula me temblaba de tanta energía nerviosa. Phillip se quedó mirando mi camisón floreado y se rascó un par de veces la barba. Luego dio una palmada.

—Bien. La cosa es que si tú quieres mirarme, puedes, pero no es imprescindible; a mí no me pone. Solo necesito que estés boca arriba y a punto cuando yo diga «Ahora». —Me pasó una de las almohadas—. Si pudieras ponerte esto debajo de las caderas, iría muy bien. —Llenó de aire los carrillos y luego lo expulsó—. ¿Vale?

—¡Vale! —dije, en plan animado.

Me sentía fatal por él, pese a que Phillip no parecía nada avergonzado. Tocó una tecla en su teléfono. Se oyeron gritos y gemidos antes de que pudiera quitar el volumen, y luego se encorvó sobre sí mismo. La cama empezó a moverse, todo estaba en silencio. Era lo que había querido decir Kirsten al explicar que Phillip se pasaba mucho rato mirando el teléfono móvil. ¿Cuánto era «mucho rato»? Disimuladamente me subí el camisón hasta las caderas. Me puse la almohada debajo por si él decía «Ahora». Se me ocurrió acariciarle la espalda. Tenía muchos pequeños hoyuelos, un paisaje de pelos grises y pecas y puntos rojos. Puse la palma de la mano entre sus omóplatos; la mano se agitó con su cuerpo. La aparté. Al cabo de unos minutos alcanzó el móvil, buscó algo, tocó teclas y se preparó otra vez. Miré hacia el monitor del bebé; Jack estaba espatarrado con los brazos por encima de la cabeza. ¿Sería fácil o difícil dormir una vez que acabara esto? Quizá necesitaría tomar mis píldoras homeopáticas, sin que él se diera cuenta. Cerré los ojos para comprobar hasta qué punto tenía sueño.

—Ahora.

Abrí los ojos de golpe; rápidamente separé las piernas, me coloqué bien la almohada y él giró y se puso encima de mí; su pene estaba colorado y reluciente de loción con aroma a rosas. Embistió un par de veces antes de acertar en el agujero. Entraba y salía muy deprisa, y luego aflojó el ritmo. Me dolía un poco, pero la quemazón fue disminuyendo. Le oí inspirar hondo y expulsar el aire despacio, controlando la respiración.

—Listo —dijo al cabo de un rato. Se inclinó hacia mí y apretó mis labios con los suyos gruesos. La barba no facilitó las cosas. Paró para apartarse varios de aquellos pelos como cerdas. Nuestros dientes chocaron—. Me estaba acordando de la canción sobre la vieja gallina y el viejo gallo —susurró mientras empujaba—. ¿Cómo era?

—No sé.

Me pasé la mano por la boca.

—«Qui-qui-ri-quí, co-co-ri-có, a la gallina el gallo besó…». Algo parecido. ¿Quieres ponerte encima?

Me estaba mirando los pechos. Casi era mejor que colgaran a que estuvieran encharcados. Pero dije que no con la cabeza. Si me ponía encima no podría pensar en mi cosa.

Junté las piernas y cerré los ojos. Debería haber sido fácil, pero me costó un grandísimo esfuerzo imaginar que lo tenía encima. Tuve que borrarlo por completo y reconstituirlo concentrándome en su peso imaginario, no en el real. Como siempre, me alentó mucho; una y otra vez me decía que pensara en mi cosa. Yo estaba ya casi en el ápice del agotamiento cuando el Phillip de verdad paró en seco.

—Abre los ojos.

Para que se calmara, los abrí apenas una rendija y vi que tenía la boca fruncida en forma de pequeño círculo; intentaba tragar y expulsar aire. Cerré los ojos al momento. La cosa estaba muy dispersa y renuncié a pensar en lo mío; traté de imaginar que el pene que tenía metido dentro era mi propia versión del miembro de Phillip y que era yo quien se lo metía… a Clee. En cuanto le cogí el tranquillo, la escena se me hizo muy real, como si fuera un recuerdo.

—¿Dónde la conociste? —jadeé.

—¿A quién? —Hizo una pausa, breve, y luego—: En la consulta de un médico. En la sala de espera.

—El doctor Broyard.

—Exacto. Jens.

Ella está leyendo una revista y él se sienta. Él le cuenta cuatro tonterías sobre la esposa del doctor, famosa pintora. No la reconoce hasta que le pregunta cómo se llama.

—Clee.

Él sonríe, atando cabos, mirándola de arriba abajo. ¿Qué probabilidades hay de que lleguen a encontrarse? Muchas. En esta sala de espera son más altas que el promedio. Por eso la envié yo allí. Él le dice que cree conocer a sus padres.

—¿Vives en casa de Cheryl Glickman? Trabaja con ellos…

Clee da un respingo al oír mi nombre. Soy la mujer que acababa de mentarle el olor de sus pies; todavía veo su gran sonrisa y cómo se le esfumó de la cara. Ella me necesita y yo voy y le hablo de un especialista. Empieza a temblarle la pierna, de rabia; Phillip pone su manaza encima. Ella le mira, la barba gris, las peludas cejas rebeldes.

—¿Cómo has dicho que te llamabas?

Incluso Ruth-Anne adivina desde su mesa lo que va a pasar. Espermatozoide penetra útero, fertiliza huevo, cigoto, blástula, así sucesivamente. Ese día nace la conciencia de Jack.

No lo fabriqué yo, al niño, pero di todos los pasos correctos para que lo fabricaran.

«Para que veas cuánto te quería».

Mientras miraba el monitor, pensé en la gran cantidad de gente que había intervenido en el proceso y noté que detrás de mis párpados se acumulaban lágrimas de orgullo materno. «Hijo mío».

—¿Todo bien?

Asentí, borrando de mi cara la expresión de alegría. Phillip se hizo a un lado y salió de dentro.

—No pasa nada —dijo, resollando—. Hace tiempo que no llego al orgasmo. Y supongo que es menos peligroso que no lo intente… aunque vaya manera de irse, ¿no? —Frotó varias veces uno de mis sudorosos muslos—. Quiero que sepas que no me da miedo, pero… —Tragó saliva—. No, es mentira. Me da mucho miedo, pero no me da miedo tener miedo.

Asentí. ¿De qué estábamos hablando, por favor? Jack se puso de costado y un momento después volvió a la postura anterior.

—Todo este tiempo no he dejado de estar alerta, desde que era joven, para que no me pillara por sorpresa. Quiero saber que se acerca. Quiero recibirla como se merece.

Era de la muerte, de lo que estábamos hablando.

—«Hola, tú por aquí», le diré. «Pasa, pasa. Deja que vaya a por mis cosas». Pero en lugar de coger nada lo soltaré todo: adiós, casa, adiós, dinero, adiós a ser un hombre estupendo y maravilloso. Adiós, Cheryl.

—Adiós.

—Y luego saldré por la puerta, por decirlo de alguna manera.

Me imaginé la puerta, y a mí cerrándola después. La habitación tenía un aire extrañamente frío, casi de cripta funeraria. Jack se había puesto boca abajo.

—Hice testamento y tengo el funeral organizado, pero si no te importa…

De repente Jack soltó un aullido que hendió la noche a través del altavoz del monitor.

—… si no te importa —Phillip alzó la voz por encima de los lloros—, te contaré unos cuantos detalles. ¿EcoPods te suena? Me gustaría que me enterraran en una cosa de esas.

—Tengo que… —dije, señalando hacia el monitor.

Phillip levantó un dedo.

—No están legalizadas, pero si tú…

Jack sollozaba desconsolado; me incorporé. Phillip se me quedó mirando con las cejas fruncidas.

—Es solo la segunda vez que le cuento esto a alguien.

El bebé no se lo podía creer; yo jamás había dejado de acudir cuando él lloraba. Salté de la cama y salí corriendo de la habitación.


Estaba echando un diente. Como no se calmaba con un biberón, rondé por la casa con él en brazos. Tampoco funcionó, así que me colgué el portabebés encima del camisón y lo metí a él dentro. Agarré una chaqueta antes de salir al porche. Allí estaban mis zapatos, esperándome.

El cielo pareció iluminarse conforme andábamos, pero aún faltaban horas para que amaneciera; debía de ser la luna, o que mis ojos se iban acostumbrando a la penumbra. En vez de andar en círculos amplios, como hacíamos normalmente, fuimos a conquistar nuevos territorios, manzana tras manzana. El lunes vendría el hombre para hablar de la pérgola. Phillip y yo compraríamos cepillos de dientes eléctricos a juego. Lo de mirar el teléfono y decir «Ahora» pronto sería una cosa normal; y ver 60 Minutes también. Jack alzó los ojos, repentinamente sereno, la vista fija en dos lucecitas que parpadeaban.

—Avión. —Le froté la espalda—. Un día tú irás en avión. —Se perdió de vista en la noche. El mundo parecía un lugar acogedor y bien delimitado, como si nos encontráramos dentro de una amplísima habitación. Él estiró el cuello hacia un lado y el otro. Le acaricié la cabeza y susurré—: Todos los demás bebés del mundo están durmiendo.

Mis piernas estaban ávidas de moverse, casi saltaban a cada paso. Podía seguir andando interminablemente, abrazada a la única cosa que de verdad importaba, en un bolsillo un biberón lleno y en el otro mi cartera. Teníamos todo lo que necesitábamos. ¿Hasta dónde iría? ¿Sería capaz de llegar hasta aquellas montañas del fondo? Nunca me había fijado en sus picos enormes; parecían haber surgido de improviso, iluminados por la ciudad. Anduve durante una hora sin tener un solo pensamiento; Jack dormía profundamente junto a mi pecho. La mayoría de las casas estaban a oscuras, o apenas iluminadas por un aparato de televisión. Un hombre desconectó su aspersor. Aparte de eso, solo gatos, gatos por todas partes. Las montañas no cambiaron de tamaño durante horas, como si yo las fuera empujando con cada paso. Y de repente estaban allí mismo; me encontraba al pie de una de ellas. ¿Sentiría el impulso de escalarla? Ahora era difícil ver la cumbre; me incliné hacia atrás, una mano firme en el trasero caliente de Jack. Desde tan cerca no se podía ver. Di media vuelta y regresé a casa.


A las cinco de la mañana Phillip se movió. Tuvo un sobresalto al verme vestida y cepillándome el pelo.

—No sé si tomas cafeína. He hecho un poco de oolong —dije.

Bajó mecánicamente la cabeza sobre la taza que humeaba en la mesita de noche. Al lado estaba su ropa, bien doblada, y encima de todo el cepillo de dientes eléctrico; había atado el cable en un pequeño manojito. Phillip tardó unos instantes en asimilarlo todo. Luego, despacio, se puso de pie y empezó a vestirse a oscuras. Me recosté en la pared de enfrente y le observé mientras tomaba sorbos de mi infusión.

—Supongo que el clima de Tailandia es ideal para los pulmones. ¿Tendríamos que irnos a vivir allí?

—No sé, puede. Hay muchas opciones.

—Era solo una idea.

Se abotonó la camisa, la remetió por dentro del pantalón, se puso los calcetines negros.

—Los zapatos los tienes en el porche.

—Ah, sí.

Fuimos a la sala de estar. Los tazones del día anterior descansaban en la mesita baja.

—Está dormido, pero si quieres verlo antes de irte…

Le tendí el monitor. Phillip lo cogió, pero vi que dudaba antes de mirar la pantalla.

—¿Te pareció distante? —dijo.

—¿Distante? ¿Quién, Jack?

—No sé, quizá no supe interpretarlo. Me recibió de forma muy fría.

Miró con gran concentración aquel bulto durmiente. De pronto se enderezó y me devolvió el monitor.

—Dudo que sea mío. ¿Sabes por qué lo sé? Aquí dentro no siento nada.

Se clavó los dedos rígidos en el pecho; sonó a hueco.

Desde el umbral miré cómo se ponía los zapatos; me hizo un pequeño saludo militar y luego bajó los escalones del porche. Cerré la puerta sin hacer ruido y fui a tumbarme al sofá. Con un poco de suerte podría echar una cabezada antes de que empezara el día.