44 El ritmo de la India
—Buenos días, Robert —me desean Anka y Naisha a dúo cuando entran en la cocina, esta última ayudada por unas muletas. Me abstengo de hacer un comentario sardónico y les devuelvo el deseo, ellas no tienen la culpa de mi frustración.
—Hoy tienes mejor aspecto —comenta Naisha.
¿Lo dice en serio?, no lo creo. Bueno, he estado mejor mientras meditaba; la sensación de que Abril estaba allí conmigo era tan real... Pero cuando me he vuelto para comprobarlo toda la angustia ha vuelto otra vez, he caído de nuevo de bruces al abismo.
—Gracias. He preparado tortitas para todos —respondo, correspondiendo a su preocupada sonrisa con una forzada.
Se sientan a la mesa, después de agradecerme el detalle con entusiasmo, y se sirven el té. Al momento entran Aimée, Sinhué y Derek, y se unen a nosotros.
—¿Has llamado a David?—me pregunta Anka.
—Sí, me ha dado recuerdos para todos.
—¿Te ha dicho algo de ella? —me sondea con cautela, sabiendo que el tema me duele.
—Se ha tomado unas vacaciones.
—¿Para venir aquí? —pregunta Aimée, su sincera emoción me conmueve.
—No, parece que se ha ido de retiro espiritual a un monasterio budista.
Todos agachan la cabeza y se concentran en el desayuno por unos segundos, aunque enseguida vuelven a hablar animadamente sobre las actividades del día. Yo me abstraigo, perdido en mis pensamientos.
Quiero a mis amigos, pero ahora mismo los siento como mis carceleros; en lo más oscuro de mi corazón, los culpo porque son la razón que me retiene aquí. Sé que ellos en realidad no tienen la culpa, que la decisión ha sido mía, pero no puedo evitar sentirme así, por eso mi actitud algo distante con ellos. Esta angustia es parecida a la que sentí en casa de mis padres aquel día: la sensación de estar en el sitio equivocado, perdiendo un tiempo precioso que no podré recuperar; pero en esta ocasión, agravada porque lo que me separa de ella son miles de kilómetros.
Hay dos preguntas que no paran de repetirse en mi cabeza, y no son precisamente de las que te hacen resolver problemas, sino más bien de las que te atormentan y obsesionan sin llegar a ningún lado; la primera me hace sentir una tristeza e impotencia profunda: ¿Estará sufriendo por mí?
Pero la que más me tortura es la segunda, haciéndome entrar en una espiral de pánico y culpabilidad que me tritura las tripas: ¿Y si no está sufriendo por mí?
Pensar en que pueda llegar a superarlo, a olvidarme, hace que cada segundo en la India sea como vivir en el infierno. Quiero salir huyendo y es mi propia conciencia la que me retiene.
Las esperanzas que me daba el saber que regresaría pronto con ella se fueron a la mierda en mi primera reunión con la editorial, cuando me di cuenta de que las cosas no iban a ser tan fáciles. Todo el mundo sabe que la India es un mal país por el que andar con prisa, algo que jamás había tenido que sufrir, ya que era la primera vez en mi vida que la tenía. Las imprentas estarán saturadas hasta después del verano, entre tanto, pretenden que modifique algunos capítulos antes de publicar la novela; además, mi editor quiere que después de la publicación me dedique a promocionarla, han pensado hacer una sesión de fotos en el Chandrika, les encanta la idea de que lo transformemos en un Hotel donde los futuros lectores puedan venir luego a visitarlo... Llegó un momento que dejé de escuchar, desesperado, cualquier cosa que significara alargar mi calendario de vuelta. ¿Cuánto podía llevarme todo esto? ¡Sonaba a más de un año!
Sentado en mi habitación con la pantalla del ordenador abierta, repaso los capítulos de mi libro, sorprendido. ¿De verdad yo era esta persona? Puedo ver a través de mis palabras mi pasión, mi optimismo..., y no me reconozco en la persona gris en la que me he convertido.
Unos brazos bajan de mis hombros a mi pecho, envolviéndome. Depositan un beso en mi cuello.
—No te he escuchado entrar.
—¿Estás escribiendo?
—Lo intento, pero solo veo un puñado de letras sin sentido. —Anka me suelta y gira hasta sentarse encima de la mesa, al lado del ordenador.
—Me duele verte así, Robert. Quisiera poder ayudarte, me encantaría volver a ver a ese chico travieso y despreocupado que vivía aquí antes de que pasara todo esto.
—A mí también, Anka. Siento mi comportamiento de estos días, estoy entristeciéndoos a todos, pero solo puedo pensar en volver allí, necesito estar con ella.
—Te estás aferrando a que tus problemas se solucionarán cuando vuelvas allí pero, en realidad, ¿qué garantías tienes de que eso vaya a suceder? Ella misma te dijo que no iba a esperarte. Igual deberías pensar seriamente en cumplir sus deseos, intentar olvidarla y volver a ser el chico feliz de antes.
—Eso es más fácil de decir que de hacer.
—Yo estaría encantada de ayudarte a intentarlo, si me dejaras... —Alza uno de sus pies y lo apoya en mi muslo; juguetona, lo sube lentamente hacia arriba. Lo detengo antes de que alcance su objetivo.
—No puedo hacerlo. —Beso su pie y vuelvo a colocarlo lejos de mi entrepierna.
—No quieres hacerlo, Robert, que es diferente. Te estás aferrando a ella después de todo el daño que te ha hecho, como si fuera tu única salida para ser feliz. Has vuelto cegado por un amor enfermizo, que lo único que te causa es sufrimiento, ¿qué sentido tiene?
—Puede que no tenga sentido, pero no tengo opciones, Anka. Soy suyo.
—¿Suyo? ¿Te escuchas, Robert? Hablas de pertenecerse, de dependencia y de dolor. Me cuesta comprender qué hay de bueno en enamorarse así de una persona. Eso es apego y del malo, cariño.
Sabes lo que dice el budismo sobre eso...
—Bueno, tampoco es que aquí seamos demasiados ortodoxos en nuestra forma de vivir el budismo —replico con media sonrisa—. Tienes razón, esta clase de amor es todo eso que dices, pero cuando estábamos juntos... La felicidad que he experimentado estos días a su lado hace que valga la pena el precio que estoy pagando ahora por ella. Hace que desee dejarlo todo por volver a sentirla.
Anka me observa, con un gesto que deja claro que mis palabras le están dando la razón.
—Lo sé, tengo escritas en mi frente todas las bases del sufrimiento: deseo y anhelo —respondo a su mirada, haciendo referencia a una de las cuatro nobles verdades.
—Tienes las herramientas para luchar contra ello, Robert. Si hace falta, podemos ir a ver a nuestro guía espiritual.
—No estoy preparado todavía, Anka. Pero lo tendré en cuenta. —Intento zanjar el tema.
Ella asiente y de un salto baja de la mesa, parece que va a retirarse, pero se da la vuelta de nuevo y vuelve a acercarse, se pone de cuclillas delante de mí apoyando sus brazos sobre mis piernas y su cabeza en ellos.
—Yo también tendría que ir a verlo, ¿sabes? También estoy teniendo problemas con esta situación —me confiesa bajito, mirándome desde abajo con ojos tristes. Le acaricio su precioso pelo rubio con ternura—. Me siento como si hubiera perdido a mis chicos de un plumazo. Sé que tengo que dejar que sigáis vuestro camino, me es más fácil con David, porque sé que está feliz, pero contigo... Me duelen las ganas de abrazarte, de hacer lo que sea para volver a ver esas encantadoras arruguitas de la risa alrededor de tus ojos, o ese brillo pícaro en tu mirada. Te veo perdido y necesito desesperadamente cogerte de la mano y llevarte de nuevo al camino. Saber que no puedo hacer nada, me rompe el corazón.
—¡Oh, cariño! Ven aquí. —Le tiendo los brazos. Ella se sienta en mi regazo y me abraza, yo descanso en su pecho y siento alivio por primera vez desde hace tantos días. Su sincera preocupación, su amor por mí, me reconforta—. Sé que esto tiene que ser duro para ti también, pero nuestros caminos ya no son el mismo.
—Pero tú tampoco has elegido otro por el que caminar, vagas entre dos mundos sin encontrar el equilibrio.
—Sí que he elegido, ese es el problema.
Anka me libera de su abrazo, mis manos quedan apoyadas en su cintura. Se aparta un poco de mí y pasa sus manos por mi pelo. Me mira a los ojos con una pena profunda y algo de timidez.
—¿Ya no me deseas? ¿Ni un poquito? —me pregunta de repente.
—Cariño... —susurro, lamentando que se sienta así—. Te encuentro preciosa, estás tan llena de vida, de compasión y amor; eres un ser de luz. Soy yo el que ha cambiado. Es lo que hace el sentimiento de pertenencia, que solo quieras que sea ella la que te toque, ser solo tú quien la toca.
—Me parece mentira que me estés diciendo eso, precisamente tú. Entiende que me cueste asumirlo.
—Lo sé, yo no me lo hubiera creído tampoco hace un tiempo. Sigo pensando lo mismo respecto a nuestra filosofía de vida, nuestra manera de amarnos es la más generosa que he conocido. Pero enamorarse es totalmente diferente, lo cambia todo, es la suma del más puro egoísmo y, a la vez, la entrega más incondicional a la otra persona.
—¿Y qué haces aquí, entonces? Si separarte de ella te causaba tanto dolor, ¿por qué no te quedaste a su lado?
—Tenía que cerrar lo del libro, tenemos muchos proyectos que dependen de él.
—Pero lo sientes como un lastre... —afirma. Guarda silencio durante un rato, pensativa, y luego dice—: Podemos consultar a un abogado si quieres, cambiar el registro y hacer una autoría compartida, yo podría encargarme de hacer todas las gestiones administrativas, y tú podrías trabajar desde cualquier parte del mundo; luego repartiríamos los beneficios como tú consideres oportuno.
—No quiero nada para mí, el libro es del Chandrika, Anka. No me pertenece.
—Es tu libro.
—Tus cuadros también los has pintado tú, y todo lo que ganas con ellos lo inviertes aquí. Todos lo hemos hecho así, siempre.
—Es cierto, pero tú ya no perteneces a este lugar. —Se le quiebra la voz al decirlo.
—Pero el libro sí, está basado sobre todo en tus experiencias, en todo lo que me has enseñado desde que me abriste las puertas de este lugar mágico. El libro es más tuyo que mío; si podemos hacer lo que dices, prefiero poner el libro por completo a tu nombre.
—Consultaremos con un abogado. Así podrás volver a España cuanto antes para buscar el camino donde tu corazón cree que empieza.
—Gracias, Anka. —Subo mis manos a sus mejillas y la inclino un poco, depositando un casto beso en sus labios. Ella se remueve y hace el beso más intenso. La aparto con delicadeza, besando antes su nariz con cariño.
—Voy a echarte mucho de menos —susurra, al tiempo que se levanta. Se inclina hacia mí como si fuera hacerme otra confidencia. Me pilla por sorpresa cuando agarra mi paquete y le da un buen apretón—, y a ella también.
Me suelta y camina hacia la puerta antes de que yo pueda reaccionar, sonriéndome traviesa, y yo no puedo más que corresponderle mientras niego con la cabeza de forma condescendiente.
—Eres un bicho, Anka.
—Ella no es tan difícil como tú, estaba respondiendo.
—Si pudiera opinar, seguro que estaría de tu parte.
—Me hace feliz saberlo, me encantaría haber tenido la oportunidad de despedirme de ella también.
—No puedo separarla de mi cabeza, ni de mi corazón.
—Lo sé. Además, sin tu cabeza y sin tu corazón, ya no sería la misma.