IV

ARIEL es mi mejor amigo. Es una persona sin maldad. Tampoco tiene demasiadas luces, pero no se puede pedir todo. Es pequeño y torpe. Para el rugby no sirve mucho, pero es confiable y gracioso sin querer serlo. Nos conocemos desde los cuatro años. Hicimos juntos todo el colegio. Ariel es un imán para los ladrones, como una viejita con uniforme de colegio. Muy robable. A mí, en cambio, no me roban nunca. Su familia vive a dos cuadras de la mía, en la calle Juez Tedín de Barrio Parque. Como dije, éste es un barrio muy paquete, lleno de embajadas y mansiones, pero también queda muy cerca de la Villa 31. El último robo a Ariel fue hace algunas semanas. Yo lo estaba esperando en su casa, charlando con sus padres, cuando llegó de la calle, todavía asustado. Me rodearon tres negros de mierda en la plaza y me robaron el iPod y el celular, nos contó. A Ana no le gusta que su hijo hable así. Lo corrige: negros no, Ariel, chicos sin educación. Al pobre Ariel lo habían rodeado tres chicos sin educación y, deseducadamente, le habían puesto una botella cortada en la garganta. El padre de Ariel dice que hay que entrar con los tanques y las topadoras y limpiar esa villa de una buena vez.

—Hay que aprovechar esta fiebre de los Pumas. Les mandamos a los forwards y chau. ¿No te parece, Mocho? A esas casitas de chapa les hacés un scrum y se vuelan a la mierda.

Se rio un buen rato de su chiste. Yo forcé una sonrisa. El padre de Ariel es un miserable. Además, es un abogado importante. Tiene el pelo engominado y siempre huele a cigarrillo negro. No sé cómo hace Ana para aguantarlo. Ana es la madre de Ariel. Ana huele rico: a jazmines y vainilla. Ella me ha tomado cariño desde que pasó lo de mamá. Yo entonces era un nene pero igual entendía. Me daba cuenta de que ella no lo hacía por lástima o por obligación, como lo hacían los demás. No puedo hablar de Ariel sin hablar de mí. Yo no quería estar en casa con mi padre después de lo de mamá. Me quedaba en lo de Ariel. Ana nos traía la leche con galletas y nos dejaba jugar toda la tarde. Una vez se me escapó decirle mamá y Ana se puso a llorar. No fue la única vez que la vi llorar. Las otras fueron por culpa del marido. Le grita y la trata mal, y a mí me dan ganas de pegarle, pero nunca hago nada. Ana le echa la culpa a la cebolla. Se pone a cortar cebolla para poder llorar tranquila. Ana llora cuando huele cebolla y huele cebolla cuando llora.

Sergio Canetti también era compañero de clase. Vive a pocas cuadras de casa, en una de las torres de Le Parc. Ingresó tarde al colegio, ya bien entrada la secundaria. Sergio es un nuevo rico. No hay nada que lo describa mejor. Los Canetti son ricos hace poco, ricos de golpe. Eran de clase media, creo que vivían en Caballito, sobre Rivadavia, esa avenida tan Fiat Duna, tan Claudia y Adrián, y heladera en cuotas. Hace algunos años, el padre heredó unas tierras. Hoy esos campos están llenos de soja y los Canetti, llenos de guita. Todo es en exceso: las casas, los autos, las joyas, la ropa italiana, las cirugías, las estatuas de ángeles en el jardín. Sergio no es mal tipo, pero tiene la guita metida bajo la piel. Cuando está borracho se pone espeso, sobre todo con las mujeres. Se cree que todas son putas a las que puede comprar. Sergio debutó sexualmente con la mucama. Él tenía quince años y durante una cena familiar dijo como si nada: Papá, nunca besé a una mujer. A la semana siguiente, Sergio vino con el cuento de que se había cogido a la mucama. Él dice que la sedujo en buena ley, y que la atropelló por detrás una tarde, cuando los padres no estaban, y ella limpiaba los pisos. Pero las malas lenguas hablan de la mano del padre; dicen que el señor Canetti pagó con soja la iniciación de su hijo. Como rugbier, Sergio es bastante malo. Empezó a jugar de grande y no logra entender el juego.

Salvo Sergio y otros pocos, la mayoría nos iniciamos de la misma manera, la misma noche. Fue en una gira con el equipo del colegio a Tucumán, cuando teníamos catorce o quince años. El entrenador de ese entonces —Daniel Cabello— nos había advertido: Muchos van a ir a esta gira como niños y van a volver como hombres. Después de ganar el último partido, el entrenador dijo que tenía una sorpresa para nosotros. Nos llevó a un lugar en las afueras de la ciudad. Daba miedo mirar por la ventanilla del bondi: era casi una villa. Paramos en una casita sucia que olía a humedad y a desinfectante. Nos apretamos los veinte en una salita de espera. La luz era negra y roja. Apenas nos veíamos las caras. Dos puertas se abrieron, y bajo sus marcos aparecieron dos mujeres en ropa interior. Eran dos hembras oscuras a las que sólo se les veían el blanco de los dientes y la lencería. Daniel era un ídolo, coreamos su nombre y él sonrió como un padre orgulloso. Todos alardeábamos y hacíamos ruido pero nadie se animaba a pasar primero. El entrenador nos dividió en forwards y tres cuartos, armó una fila para cada puerta: los tres cuartos van con la chiquita y los forwards con la grandota. A mí me gustaba la chiquita, pero era forward, no había nada que hacer. No todos pasaron esa noche —el entrenador aclaró que no era obligatorio—, pero los que rompían la fila eran despedidos entre gritos de «puto» y «cagón». Yo era el sexto de mi fila, de la fila de la grandota. Ariel, por suerte, estaba con la otra mujer. Me hubiese dado cosa pasar después de él. Estaba nervioso —yo lo conozco—, miraba para todos lados y no sabía cómo hacer para irse. Ariel todavía no tenía pelitos. Parecía un nene asustado. Nunca me quiso contar cómo le fue en ese cuarto.

La espera no fue demasiado larga. Los que pasaban no duraban más de diez minutos y más de uno se apichonó a último momento. Cuando llegó mi turno saqué pecho y entré. Ahora que han pasado varios años puedo confesar que la experiencia no fue agradable. Ella dijo que se llamaba Ginger, aunque más parecía una Marta o una Norma. Me pidió que me sacara la ropa y que me acostara en el catre. El colchón no tenía sábana, sentía su aspereza contra mi piel. Ginger sacó una teta gigante del corsé y la pasó por mi cara y por mi boca. Tomá la tetita de mamá. Entre los pechos tenía un colgante con cinco dientes de leche; después supe que habían sido de sus hijos, cinco hijos, un diente por hijo. Imaginé esa teta en la boca de los cinco compañeros que habían pasado antes de mí. Los dientes de leche se perdían entre los pelos de mi pecho cuando ella se me puso arriba. Imaginé las cinco sonrisas que correspondieron a esos dientes. No fue un momento muy erótico. La piel tenía gusto a desodorante y descubrí algunos pelos en la órbita de los pezones. Yo no sabía que las mujeres podían tener pelos en los pezones. Ana no debe tener pelos en los pezones, y además debe tener gusto a vainilla. Lo único bueno fue cuando me la chupó. Cerré los ojos, pensé en cosas lindas, sentí subir el calorcito, y así terminó la cosa. Ginger encendió un cigarrillo y lo compartimos. Se ve que necesitaba un descanso. Apoyó su cara contra mi pecho, me abrazó con su pierna y me ofreció las pitadas directo de sus dedos. Daniel tenía razón: me sentí muy masculino entre el humo y el calor de su sexo contra mi muslo. No se puede ser más hombre que eso. Yo quería que me enseñara a coger, que me hiciera el mejor amante del mundo, pero Ginger me contó sobre sus hijos, su casita nueva y sus sueños de peluquera. Escuchar a una puta es como escuchar la sombra de los espejos. Antes de irme le pedí, que si alguno le preguntaba, dijera que todo había estado bien. Ella me miró con su ternura de puta: Sí, papito, me hiciste ver las estrellas.