VIII
MI abuelo murió el año pasado. El padre de mi padre, que vivía en Perú. Yo no había regresado a Perú hasta ese viaje. Mi viejo no quería que yo fuera, pero insistí tanto que tuvo que aceptar mi compañía. Conocí tres versiones de mi abuelo: la de las fotos, la de los cuentos y la estampa pálida y horizontal de su velatorio.
En las fotos se lo ve solemne como un prócer. Como si su imagen fuese a quedar para siempre en la cara de una moneda. Nunca ríe; ni cuando abraza a su mujer, ni cuando acuna a su hijo, ni mucho menos cuando posa al frente de la indiada. Mi abuelo era patrón de estancia y se llamaba Alfredo. Si fuese de por acá, sería Don Alfredo, pero no sé si esto vale en Perú también. Desde la ciudad de Buenos Aires las fotos tienen algo de caricatura. Demasiado patriarcales, demasiado Pedro Páramo. Después, allá, descubrí que no, que las fotos no eran poses, que ése era su mundo sin clichés ni exageraciones. Mi abuelo había heredado las tierras de su padre en Chaclacayo. De niño fue patroncito y de grande patrón, y eso venía sucediendo con los Sánchez de la Puente desde los siglos de los siglos.
Mi padre no habla de su padre, y yo tampoco hablo con él. La incomunicación es una tradición familiar. Los cuentos me llegaron por la Cholita. Mi mucama. Mi viejo se la trajo cuando vinimos de Perú. Es una señora mayor y briosa. Es difícil saber su edad; en su cara hay negros, blancos e indios, y esa mezcla da un resultado atemporal, como tallado en piedra. Es de la altura de un niño, flaca y ágil pero con una panza redonda como si adentro le hubiesen olvidado un crío de seis meses. Tiene hijas y nietas en Perú pero apenas las ve para las Navidades de los años impares. Lo salteado no es por superstición sino por economía. Mi padre le paga bastante bien —gana más que yo en el estudio de abogados—, pero manda más de la mitad del sueldo para Perú. Cuando le toca viajar, pasa tres días arriba de un micro para llegar a Lima y tres para volver. Siempre vuelve. No sé cómo hace, pero siempre vuelve. Su vida debería ser miserable, pero no lo es. Vive inmersa en una felicidad injustificada. Deberían cremarla y vender sus cenizas como polvos antidepresivos. Ella me vio nacer. Me tuvo en brazos, dice. Me quiere como a un hijo y yo la quiero como a una abuela.
No tengo abuelos por parte de mi madre. Ni recuerdos tengo de ellos, casi. Una sola cosa me quedó del abuelo Oscar. Una historia pequeña e incómoda. Mi abuelo tenía la costumbre de regalarme caramelos Media Hora. Él creía que me gustaban y yo no me animaba a desengañarlo, pero el Media Hora es un caramelo abominable para el paladar de un niño. Mezcla de azúcar, anís y vaya uno a saber qué, el caramelo tiene gusto a nostalgia, a frustración, a Roberto Arlt. Los domingos, después del almuerzo, mi abuelo me subía a su auto destartalado y me llevaba de su casa a la mía, de Barracas a Barrio Parque. Ponía la radio de tango, subía el volumen hasta derrotar a su sordera y me daba un Media Hora. Solía decirme: «Aclara la voz. Apaga la sed. Tenemos treinta minutos hasta tu casa. Si querés que te dure todo el viaje, tenés que dejarlo bien quietito en la boca y aguantarte la tentación de morderlo». Yo sufría todo el viaje, chupando amargura por la boca y por los oídos. Eso es todo lo que recuerdo del abuelo Oscar: un viaje amargo, endulzado por la ausencia. Murió una tarde de verano, escupiendo sangre y tosiendo como un perro. Mamá dijo que se había ido al Cielo a encontrarse con la abuela. Lo mismo dijeron de ella, unos años más tarde. La muerte del abuelo Oscar se llevó otras cosas además de su cuerpo: el tango, el caramelo Media Hora, el empedrado, la sonrisa de mamá, la casona de dos pisos, el barrio de Barracas. Todo eso dejó de existir.
Se puede decir que la Cholita quedó a cargo de mi crianza después que pasó lo de mamá. Al principio, a mi padre se le ocurrió contratar a una institutriz inglesa, pero por suerte duró poco. En realidad no era inglesa, era hija de galeses, y se hacía llamar Miss Molly, aunque todos sabíamos que su nombre era Mónica. Miss Molly se había criado en un pueblito de la provincia de Chubut. Era una señorona severa, fuerte y huesuda, de cabello carmesí y piel blanca moteada de pecas. Era extraña la combinación entre su inglés perfecto y su andar campechano. No hay nada raro en una granjera galesa, pero, para mí, Miss Molly era más una caricatura que una persona real. No sé qué habrá pasado por la cabeza de mi padre cuando se le ocurrió lo de la institutriz inglesa. Se debe haber creído lo de Mary Poppins y su paraguas volador. A decir verdad, creo que Miss Molly había llegado por recomendación de un amigo de mi viejo, un veterano de la embajada, que había pasado muchos años con su familia en Bangkok. Cuida a los nenes y les enseña inglés, todo por el mismo precio. A mi padre le convenía; viajaba mucho en ese entonces, y si bien le tenía confianza a la Cholita dentro de la casa, no le gustaba que ella fuera a hablar al colegio o al club. A todo lo social, la mandaba a Molly. A mí no me hacía ninguna gracia que me acompañara a todos lados. Era una invitación a la cargada, porque me hablaba a los gritos, en inglés, frente a todos, y decía cosas bochornosas como: «Come on, darling». Yo les mentía a mis amigos, les decía que era una tía abuela, que había quedado medio loca, y había venido al país por unos meses. Sólo Ariel sabía la verdad. Por las tardes me daba clases de inglés. A ella tengo que agradecerle la introducción a Roald Dahl, Swift y Carroll. También me hacía aprender unas canciones de lo más estúpidas. Todavía las sé de memoria. A veces las tarareo, involuntariamente, cuando me pongo nervioso. Humpty Dumpty sat on a wall, London Bridge is falling down, Mary had a little lamb, y ese tipo de putadas.
La Cholita no la aguantaba a Molly. Ella no decía nada, porque es sumisa como un perro, pero yo me daba cuenta. La Cholita presentía que Molly venía a reemplazarla, a robarnos, a mí y a mi hermano, pero sobre todo a mí, que era el más chico, y siempre fui su preferido. Me daba bronca que Molly la mandoneara, pero más me enfurecía que la Cholita obedeciera, con esa costumbre atávica de agachar la cabeza. Cuando estábamos los tres en la misma sala, Molly me hablaba en inglés, para que la Cholita no entendiera. This midget can’t even make a decent cup of tea. (Esta enana ni siquiera puede hacer una taza de té como la gente). Cosas así decía, y a mí no me hacía gracia, pero tampoco le respondía nada.
Miss Molly duró poco menos de un año en nuestras vidas. La salud de su madre empeoró y tuvo que volver a su pueblo en Chubut para cuidarla. Nunca más la volví a ver.
La Cholita trabajaba de cocinera en la estancia de Perú, por eso tiene tantos cuentos del abuelo Alfredo. Son historias épicas, de travesías, de inundaciones, de guerras, en las que el abuelo siempre aparece reverenciado; a veces cruel, a veces despiadado, pero siempre heroico. Sospecho que adorna un poco las historias, que les mete tanto picante como a las comidas, pero yo la dejo contar porque las cuenta lindo y con una mueca nostálgica.
En mi viaje a Perú me enteré de que «cholita» significa «indiecita». Los cholos son los indios o los que tienen pinta de indios. Me di cuenta un día en que fui a la playa. Era una playa privada al sur de Lima, donde va la gente decente. Tiene el nombre de un continente: no me acuerdo si Asia o África. Cuanto más al Sur, más decente; las playas del centro están apestadas de malandras, me había advertido un amigo de mi padre. En Asia o África, en cambio, la gente baja a la arena con sus camionetas y sus familiones. A mi lado había una pareja con su hijito. Descansaban del sol de mediodía bajo una inmensa sombrilla. El tipo leía el diario El Comercio y le entraba con ganas al etiqueta negra que enfriaba en una heladera portátil. Jugueteaba varios minutos con los hielos antes de llevarse el vaso a la boca. Ella leía con entusiasmo un libro sobre Los Templarios, y el hijo armaba castillos en la arena. La sirvienta aguardaba órdenes arrodillada al sol. Estaba vestida de mucama francesa: uniforme negro con volados blancos. Pensé: «Es una crueldad negarle a alguien la sombra y el uso de un traje de baño». Ana también se lleva a la mucama a Punta del Este, pero Miriam se baña en el mar y se llena de arena como cualquiera. También pensé que, por alguna oscura razón, ese uniforme ridículo que le cubría casi todo el cuerpo lograba calentarme mucho más que cualquier tanga o bikini. Era una muchacha joven, cobriza y delgada. La imaginé en cuatro patas, lustrando los suelos, la deliciosa invitación de su culito. El niño le pidió a los padres si podía ir al agua, y el tipo, sin despegar la vista del diario, le dijo «está bien, Fernando, pero dile a la Cholita que te acompañe». Y eso pasaba todo a mi alrededor. Todas las muchachas de uniforme eran cholitas. Fue un verdadero desengaño. Yo pensé que Cholita era sólo la mía, que era apenas un apodo, como Chelita o Paquita. Para ser exacto, creo que cholo significa mestizo, pero lo mismo da; si sos un poco indio, sos indio del todo.
Me sentí muy incorrecto. Me di cuenta de que no sabía el nombre de la mujer con la que más palabras había cruzado en mi vida. Hasta me sorprendí de que tuviera un nombre y un apellido. Para mí era Cholita. Cuando a la vuelta del viaje se lo pregunté, no me quiso decir. Me miró enojada, me dio un beso en la frente y se fue como si le hubiese preguntado algo indiscreto.
La muerte le sentaba bien a mi abuelo Alfredo. Ni la rigidez ni la horizontalidad habían podido quitarle esa aura de poder. Vigilaba desde su cajón abierto a familiares, compadres y subordinados. Dijeron los arregladores que ni con pegamento habían podido cerrarle los párpados. El velatorio sucedió con una pompa de otro tiempo, con curas, lloronas y disparos al aire. Fue una experiencia estéticamente deslumbrante. Me sentí un Buendía, un descendiente de Mamá Grande. Mi padre estuvo nervioso todo el tiempo. Se ve que estaba ahí de compromiso y para que no lo dejaran fuera de la herencia.
Confieso que yo también pensé en la herencia. Salí al mirador de la terraza a fumar. Todo lo que ve es del señor Alfredo, me dijo alguien que parecía un capataz y se acercó brindándome fuego. «Toda la tierra y todo lo que está adentro: ladrillos, bichos y hembras. Para los cuatro costados y más allá del horizonte, como le gusta decir a su abuelo».
Me trataba de usted y hablaba de mi abuelo en presente, como si el temor superviviera a la muerte. Fue inevitable pensar en la herencia. Di una larga pitada a mi cigarrillo y dije para mis adentros: Mocho, querido, en lo que a guita se refiere, estás actuando con red.
Y ahora viene lo que quería contar cuando empecé a hablar del abuelo. La escena también sucedió en la terraza, también estaba fumando. Unos minutos antes, mi padre me había obligado a darle un beso en la frente al abuelo. Se había formado una larga fila de postulantes que me hizo acordar al puterío de Tucumán, sólo que aquella vez la recompensa era más calentita. Primero le tocó a mi padre. Lo besó en la frente y murmuró unas palabras mirando al cielo con una aflicción que me pareció exagerada. Me codeó para que imitara ese acto inútil. Lo mismo me había hecho con mamá, pero entonces yo era un niño. No es agradable besar a un difunto. Uno siente que se lleva un poco de muerte en los labios. Por eso me fui a fumar, por eso me fui a la terraza. Toda esa tierra era del tipo que pomposamente comenzaba su descomposición. Quizás ésa sea la venganza de la tierra. La tierra gana por cansancio. Por más título de propiedad que se tenga sobre ella, uno termina siendo su abono, termina invadido por gusanos, minuciosos mineros, sicarios de la oscuridad. «Minuciosos mineros», pensé. Se lo debo haber robado a alguien. Fumando, apoyado de codos en la baranda del balcón, admirando el paisaje, estaba cuando se apareció la muchacha. Me habló antes de que pudiera mirarla, parada a mis espaldas como una sombra de invierno.
—Tu madre ha muerto —lo dijo como si lo hubiese practicado mil veces frente a un espejo.
—Eso ya lo sé —contesté.
—No. No lo sabes. Hay mucho que no sabes. Mamá ha muerto.
Recién en ese momento la miré a la cara. Era una joven muy bonita. Alta, fina, achinada, la piel oscura cedía ante su andar de ciudad. Se me parecía en una manera inquietante. La noté asustada, pero su voz era firme y me miraba a los ojos como nunca me habían mirado. Me pidió que me sacara los lentes de sol. Lo hice y nuestros ojos se reconocieron durante un segundo. Los de ella se humedecieron primero. Hay algo triste y hermoso en las lágrimas de una mujer, algo que las hace invencibles. Me volví a poner los lentes.
—A ella le hubiese gustado que leyeras esto —me dijo con una seriedad que me apretó las entrañas, y agregó, como corrigiéndose—: A mí me gustaría que leas esto.
Me dio un libro que sacó de la cartera. Los ríos profundos, leí en voz alta. José María Arguedas me miró desde la tapa. Había pena en esos ojos mestizos, como también lo había en los de la muchacha. El libro no tenía dedicatoria. Sus hojas, entumecidas por el tiempo y la lectura. Cuando alcé la vista, ella ya bajaba las escaleras con apuro. Corría sin mirar atrás, pisándose las lágrimas. Quise alcanzarla y preguntarle su nombre. Quise preguntarle quién y por qué. Pero no lo hice. Me quedé petrificado en la terraza sintiendo el peso del libro entre las manos.
No voy a decir mucho sobre este libro. Me duele el cuerpo y mi cabeza apenas puede lidiar con mis propias palabras. Consumí la novela como una droga, en una noche de insomnio y un viaje de avión. La terminé en el viaje de vuelta. Apretado en un asiento para enanos, a diez mil metros de altura, cerré el libro y me dieron ganas de llorar. Ernesto, el joven protagonista, huérfano de un padre ausente y de una madre de la que no se sabe nada, no logra ser indio ni criollo, pero en las últimas páginas se escapa, deja el colegio de curas y la peste atrás, y se mete en la sierra, en el Perú profundo. No había que ser demasiado inteligente para leer entre las líneas de este regalito: su mensaje era explícito. Me dieron ganas de fumar. El miserable de mi viejo estaba sentado a mi lado. Ni me preguntó por el libro, ni qué era, ni de dónde lo había sacado. Lo miré dormir. Un silbido le subía desde el pecho y emergía por su boca entreabierta. Tuve ganas de lastimarlo. Lo imaginé hecho un mosquito del tamaño de un gato; le sacaba las alas, las patas, una a una, con la punta de mis dedos. Imaginé que mientras el avión se caía le echaba la culpa de todo, lo escupía, le gritaba a la cara, mamá murió de tristeza, ¿quién es esa muchacha que me trató como hermano?, ¿quién es mi madre?, ¿quién sos vos, hijo de puta?, me cagaste la vida, hijo puta, y le pegaba con la mano abierta, como se les pega a los que no son hombres del todo. Tomé una tijera de mi neceser de viaje. Seguí el vaivén de su nuez, el inflar y desinflar de su asquerosa respiración. Hubiese sido fácil. Apreté la tijera en mi mano derecha. Imaginé la escena, disfruté la fantasía, consciente de que mis manos son incapaces de hacerle daño. Una azafata pasó ofreciendo bebidas. Era hermosa, como todas las azafatas. La sonrisa y el uniforme azul me devolvieron la cordura. Le dije que no y fui corriendo al baño. Quise fumar pero el detector de humo me amedrentó.
En ese baño había un espejo. No voy a intentar decir nada nuevo sobre los espejos. No voy a cometer esa ingenuidad. Sólo voy a decir que me miré y me sentí como el culo. El espejo era pequeño, como todo en los aviones, parecía de juguete, y también tenía algo de juguete la imagen reflejada. Todavía tenía la tijera en la mano. Agarré un pedazo de mi camisa e hice un corte. La tela cedió apaciblemente ante el avance de los filos. Lo hice una y otra vez. El tipo del espejo hacía lo mismo. Mi piel asomó oscura entre los jirones de tela celeste.
Me gustaría decir que este episodio marcó a fuego mi vida, que los ojos de la muchacha aún me persiguen como una pesadilla. Pero no es así. No tengo la profundidad que requiere la tragedia. Los días siguientes fueron incómodos, eso es cierto. Las noches eran largas y sólo conseguía dormir con los tranquilizantes que sacaba del botiquín de mi viejo. Él toma tantos que ni se dio cuenta. El sueño era mi momento de sosiego. Apenas abría los ojos, sentía cómo mi estómago empezaba a anudar su angustia. Pero eso fue sólo las primeras semanas. Podría haberle preguntado a la Cholita. Ella debe saber. Debe saber todo. Pero no. Es mejor barrer la mugre hacia adentro. Cubrir las cosas, como cubrí los cortes de la camisa con mi campera, aquel día en el avión. Con los días de Buenos Aires fui volviendo a mi antigua rutina. Volví a mis amigos, a las salidas, al rugby, a la revista, a las borracheras, y así, de a poquito, me fui alejando de Perú, de mi abuelo, de la muchacha, de mi sombra. El hombre se acostumbra a todo. Algunos se acostumbran a vivir con un palo en el culo. Yo me acostumbré a convivir con esta duda profunda, remontada a lo lejos como un oscuro barrilete.