18.15
EL tercer tiempo es el orgullo del rugby. Es el momento en el que los dos equipos, que habían luchado a muerte dentro de la cancha, se unen para compartir un espacio de diversión y camaradería. Es el momento de ser caballeros, de distinguirse del fútbol, de bromear con los rivales y el referí, de ser un poquito ingleses.
El tercer tiempo del Christians es simple y organizado. Hamburguesas, gaseosas y cerveza. Los encargados de cocinar y servir van rotando con los partidos. Ese día me había tocado a mí. Un bajón. Había tres largas mesas dispuestas en el salón: una para entrenadores, padres y referí, una para el equipo visitante y otra para nosotros. En los colegios es distinto. Cuando éramos chicos, nos hacían sentar a los dos equipos en la misma mesa, intercalando uno y uno, para fomentar la fraternidad.
Primero corresponde servir al equipo visitante. Ésa es una regla de oro. Cargamos las bandejas de hamburguesas y damos vuelta a su mesa hasta que todos estén servidos. Otros hacen lo mismo con las cervezas y las cocas. Recién después le toca a nuestra mesa, aunque siempre hay algún indio que no aguanta sentado. Lucas es uno de ésos. Se para y espera agazapado a la salida de la cocina. Cuando salí con la primera tanda para los visitantes, Lucas me interceptó y metió mano en la bandeja. No seas negro-cabeza, Lucas, lo retaron. Pero no le importó, agarró su hamburguesa y se fue masticando para afuera, mientras marcaba un número en su celular. Se calculan dos hamburguesas para cada uno. Con la bebida es más difícil, pero ésa era una noche especial; habíamos comprado como para emborrachar a un ejército eslovaco.
No es igual con todos los rivales. Tenemos más afinidad con unos que con otros. Por lo general, nos llevamos mejor con los equipos de ex alumnos de colegios ingleses. Siempre hay algún conocido, de la facultad, del country, o de haber jugado en contra toda una vida. De chicos nos peleábamos mucho con los de colegios como el nuestro, en la cancha, en Punta, en Pinamar o en el boliche, pero eso ya pasó. Ahora nos reímos de esas peleas, las evocamos y nos divertimos juntos, gozando. Con el San Roque no tenemos mucha afinidad. Cuando todos han llenado sus panzas y han tomado algunas cervezas, se da un momento de quiebre; los padres, entrenadores, estudiosos, amargos, referí, o los que tienen algo mejor que hacer, por lo general se retiran. En ese momento se fue Enrique, el entrenador. Pidió disculpas y dijo que se tenía que ir rápido por un compromiso familiar. Siempre lo cebamos para que se quede un rato, pero ese día le pasaba algo raro. Creo que había recibido un llamado sobre la hija. No Emi sino la otra, Virginia, la anoréxica. No le dijimos nada. Los que se quedan son los que tienen ganas de emborracharse y de joder. Se van formado pequeños grupos de charlas, nada muy profundo, hablar es una excusa para tomar tranquilos. Se destapan los primeros whiskies y fernets. Empieza la música, de a poquito, como para entrar en calor. El Chino empezó una de sus historias y una ronda escuchaba sus hazañas con atención:
—Bueno, les sigo contando. Ese domingo tenía una resaca pelotuda. No sé si a ustedes les pasa igual, pero cuando estoy de resaca ando con una calentura que me cojo hasta a la mucama. Y encima la noche anterior había estado apretando en el auto con una pendeja que al final no quiso nada. Bueno, estaba al pedo, mirando tele y suena el teléfono. Atiendo. Una mina me quería vender un servicio de llamadas telefónicas internacionales.
—¿Un domingo?
—Sí, esos hijos de puta no descansan nunca. La dejo hacerme todo el verso que tienen aprendido de memoria. Tenía linda voz, como de locutora. Me hice el interesado. Inventé algunas consultas sobre el servicio. Le pregunté si ella lo tenía en su casa. Cuando me contestó que sí no le creí, pero noté algo en su voz. Noté ganas. Ganas de que no le cortara. Tengo olfato para esas cosas. Entré despacito. Le dije que me vendría bien algo para abaratar mis llamadas a España. Le mentí sobre una novia que me había dejado para irse a Barcelona. Le confesé que no me gustaba llamarla pero que algunos domingos no podía aguantarme y terminaba pegado al teléfono durante horas. Le dije que algunas veces lloraba. Me hice el pobrecito. A las minas más grandes les gusta eso, les da ganas de abrazarte y de meter tu cabeza entre sus pechos. Después de unos veinte minutos de charla pedorra, metí segunda. Le pregunté cómo era y ella se describió.
—¿Y cómo era?
—Esperá un poquito, Fefo. No seas pajero. En ese momento estaban dando un capítulo de «Sex and The City». Le conté lo que estaba pasando en la pantalla: la rubia tenía un novio que le gustaba mucho salvo por un detalle: se negaba a chuparle la concha. Se lo dije con palabras más suaves, claro. Después le pregunté a ella qué pensaba de la situación: ¿Es ese motivo suficiente para una ruptura? Ella se rio. La sentí sonrojarse del otro lado de la línea, y ahí fue cuando me abrió la puerta. Se puso seria y me dijo: «Para mí, sí, pichón». El resto fue un trámite. Le dije que tenía que cortar y ella me pidió que no lo hiciera. Quedamos en encontrarnos a la salida de su trabajo. Laburaba en el centro y vivía en un barrio medio cabeza, tipo Quilmes o Lanús. Marcamos la cita para las siete de la tarde en una confitería de Avenida de Mayo. Le dije que no iba a tener problema en reconocerme: llevaría un jean ajustado y una camisa roja desprendida hasta la mitad del pecho. Ella hizo «mmm», el ruido que hacen las mujeres cuando prueban chocolate y se pasan la lengua por los labios. Cortó.
—¿Y? ¿Fuiste?
—Claro que fui. ¿Qué te pensás?
—Bueno, dale, seguí. Apurate que no puedo más.
—Antes de contarles el final voy a necesitar que alguien me haga un fernet. Bien cebado, eh. Con las medidas justas de hielo, Coca, fernet y amor.
—Dale, Chino, no jodas.
—En serio. Se me secó la boca y no puedo decir ni una palabra más sin una copita.
—Bueno, yo voy. No puedo creer lo pajero que soy.
—Ya que vas a la barra, armale uno a Cristiancito, también. Con mucho hielo, que está levantando una calentura que no puede más.
—No quiero fernet. Quiero Coca.
—Tomate un fernet que te va a hacer bien. No seas cagón.
—Bueno. Con mucho hielo.
—Decime, Cristiancito, ¿vos enterraste la batatita? ¿Probaste un poco de néctar?
—No lo jodas, Chino. Dejalo tranquilo.
—Bueno, yo pregunto porque ya está en edad de merecer. ¿Vos viste la pija que tiene? Una foquita desmayada. Ojalá tuviera una pija así.
—Mostrala, Cristiancito. Dale. Mostrásela a los pibes.
—No quiero.
—Dale, un segundito. Apoyala acá, arriba de la mesa. Por el equipo.
—No quiero.
—Dejalo tranquilo, man.
—Acá tenés tu fernet, Chino. Ahora seguí.
—Bueno, sigo. Pero la cosa se pone fea, se los advierto. Llegué a la confitería unos minutos antes de las siete y me senté en una mesa cerca de la puerta. A las siete en punto se acerca una señora a mi mesa y se sienta. Era mi tía.
—¿Tu tía?
—No, nabo. No era mi tía. Era como mi tía, como una tía soltera de esas que tejen y acarician gatos. De cara no era tan horrible pero el cuerpo… uff, me da escalofríos recordarlo. Tenía tetas pecosas y deprimidas como globos mal inflados. Sin culo. Mejor dicho, era como si el culo lo tuviese adelante. Tenía una panza redonda, dividida en dos por un cinturón de cuero a la altura del ombligo. No terminé de caer hasta que me agarró la mano por encima de la mesa y me dijo con su voz de locutora: «Hola, pichón».
—¡Qué mal momento! ¿Y cómo zafaste?
—¿Quién te dijo que zafé? Ella sabía que era fea. Me pidió perdón por haberme mentido. Me pidió perdón por ser fea y me dio un poco de lástima. Después, sin dar vueltas, me pidió, por favor, si podíamos ir a un telo. Me confesó que lo necesitaba. Le dije que andaba corto de plata. Ella contestó que pagaba todo. Le dije que andaba corto de tiempo. Entonces pasó: sacó su billetera y desparramó el contenido sobre la mesa. «Tengo ciento veinte pesos. Lo que sobre del hotel te lo doy a vos», me dijo.
Fue la primera plata que gané en mi vida. Mi primer trabajo. Setenta pesos en menos de una hora. No está mal.
—Gordo, ¿me servís un chorrito más de Coca que me quedó fuerte el fernet?
—Sos flojito, eh.
—¿Alguno fue a Sudáfrica?
—Sí, estuvimos de gira. Es lindo país, pero son muy racistas. Lo tienen metido adentro. Lo primero que nos dijo un tipo en el bar del hotel fue: «Tengan cuidado con las negras, les pueden contagiar cualquier cosa». Lo dijo con la mejor onda, como un consejo paternal, eso fue lo que me impresionó. Estaba sentado en una mesa con su familia comiendo papas fritas. Después se armó karaoke y pasó a cantar la canción de Top Gun con la hija. Nosotros éramos como veinte y ninguno se animó a cantar.
—Esa gira estuvo espectacular. Jugamos contra un equipo de negros. Era en un pueblito en el medio de la nada y todo el mundo vino a vernos. Era la primera vez que los visitaba un equipo de blancos, y encima de otro país. No sabés la emoción que tenían. Salimos en los diarios locales, nos pedían fotos y autógrafos como si fuésemos Maradona. Re linda gente. Armaron un tercer tiempo y entrega de premios en el municipio, dio un discurso el alcalde y después nos llevaron a un baile.
—¿Y se cogieron alguna negrita?
—Ah, no sé. Secreto de gira.
—¿Qué significa eso?
—Secreto de gira: lo que pasa en una gira, queda ahí. Nunca pasó.
—Dale, no seas marica que acá no te ve tu novia. Además, estamos entre amigos. En este tercer tiempo no hay ni media mujer.
—Yo te respondo. No era fácil coger. Las minas te daban cabida, pero hasta ahí nomás. Hasta el baile todo bien, pero si les querías dar un beso te corrían la cara, como si les diera vergüenza que las vieran.
—Igual, hay que ponerse triple forro para cogerse a una de ésas. Yo no me arriesgo ni en pedo. Había un sida en el aire que se podía meter en una caja de zapatos.
—No seas racista, Sergio, hay sida por todos lados.
—No soy racista, soy realista.
—¿Quién se cagó?
—¿Fuiste vos, Gordo?
—Sí.
—¿Por qué será que los primeras líneas se cagan más que el resto de los humanos?
—Es que me reí y me aflojé.
—Ahora los sudafricanos tienen más de un negrito en el equipo. La figura es ese Habana, que lo hicieron correr contra un chita.
—Les pusieron un cacho de carne en la llegada a los dos.
—Vos te reís, pero en Sudáfrica es increíble las cosas que todavía se ven. Parecen de otro siglo. Hablan de que el racismo se terminó pero es todo de la boca para afuera. Tienen escuelas para negros, otras para blancos y otras para colored. Los colored son los mulatos, el escalón más bajo. Peor que los negros, todavía. En el súper venden una comida en bolsas de cinco y diez kilos que le llaman «comida para negros»; es un alimento balanceado, barato, feo y con proteínas, como si fueran perros. ¿Entendés?
—Horrible.
—Va a ser jodido que mañana los Pumas le ganen a Sudáfrica. Están gigantes esos muchachos. ¿Vos viste lo que es el octavo?
—Cuanto más grandes son más fuerte caen.
—Ese es un viejo verso de los entrenadores.
—¿Me pasás el hielo, Duce?
—No hay más.
—Mocho, andá a traer de la cocina. Hoy te toca servir.
—Ni en pedo, mi servicio ya terminó. Andá vos.
—Y vos, Duce, ¿qué opinás de todo esto? ¿Está bien si te decimos «Duce»?
—¿Quién te puso ese apodo?
—Yo mismo.
—Gloria o muerte, como dijo el narigón Bilardo.
El Duce es un tipo de mal aspecto. No lo querrías para tu hija. Es el entrenador de San Roque. En realidad es el entrenador de la intermedia, pero ese día el titular no estaba, así que había quedado a cargo del equipo. Era la primera vez que lo veía, pero me habían llegado sus cuentos. Sé que tiene menos edad de lo que parece. Debe andar entre los treinta y los cuarenta. Es obeso, rosado y usa la cabeza rapada al ras. Su cuerpo está en permanente estado de ebullición, las gotas de sudor burbujean en su cara, nuca y cuello. Se seca con un pañuelo celeste que saca del bolsillo trasero del pantalón. La camisa blanca de manga corta, amormonada, se le moja y se le pega al cuerpo, deja ver los pliegues de su barriga y dos senos con pezones puntiagudos. Su boca es chica y entreabierta. Su nariz plana, en dos dimensiones, como la de un cerdo. Habla y respira fuerte, con un silbido de cigarrillo que le sube desde los pulmones. Se arrimó con dos o tres más de San Roque a la mesa donde estábamos nosotros. No le costó mucho empezar a narrar sus célebres historias:
—Les cuento una que me pasó el año pasado. Me habían puesto de entrenador de infantiles en el colegio. A la segunda clase cae un coreanito y dice que quiere jugar. Era flaquito como un fideo y ni siquiera tenía botines. No lo iba a poner pero me rompió tanto los huevos que al final lo metí de pilar. Imagínenselo al coreano: chiquito, de zapatillas, formando en el scrum contra un gordo gigante… lo llevaban para atrás como con rueditas. Al otro día apareció con un cuello ortopédico y no jodió nunca más.
—Che, Duce, contales la de Hebraica.
—¿Te parece, Mono? Bueno, servime otro whiskicito. ¿Hay algún judío acá?
—No. Se llama Christians el club, ¿o no te diste cuenta?
—Bueno, pregunto por las dudas, no sea cosa que se ofenda alguno. Fue cuando era jugador. Fuimos a jugar a la cancha de Hebraica. Cuando entramos al club nos revisaron los autos como si fuésemos terroristas. Ahí ya me empecé a calentar. A mí me tocaba formar contra un pilar bien tiernito. Bien cara de ruso tenía. Lo volví loco, lo exprimí como a una naranja y le crucé la cabeza todo el partido.
—Mostrales el tatuaje, Duce.
—¡Pará, nene! No seas ansioso, que la historia la estoy contando yo. Un ratito antes de que terminara el partido se lesionó el hooker y me tocó tirar un line. Tenía toda la hinchada de Hebraica a mi espalda y los rusos me gritaban cualquier cosa. Se ve que ya me conocían. Agarré la pelota, me tomé mi tiempo, y me arremangué la remera hasta los hombros. Así, miren…
—Nooo. ¡Qué hijo de puta! ¿Y no te hicieron nada?
—Los rusitos me querían matar, se pusieron como locos, pero me bajé la remera y tiré la pelota rápido. El referí se hizo el boludo. Después en el vestuario les dejamos una notita escrita con barro en los azulejos: «Adolfo se quedó corto».
—Jajajá. ¡Qué hijos de puta!
—Nos tuvimos que ir rajando del vestuario a los autos.
—Voy a buscar una cerveza.
—Ese Duce es un asco. Y todos lo escuchan como si fuese un genio. Los pelotudos de su equipo y los del nuestro también.
—No le des bola, Mocho. Es un personaje que hace para joder.
—Bueno, es un personaje que me da asco.
—No te calentés. Tomate una birrita.
—Yo tampoco lo aguanto. Ese tipo de gente le hace mal al rugby. Me gustaría que fuera a Virreyes para que vea el trabajo que están haciendo allá.
—¿Adónde, Hernán?
—Virreyes. Ese club que armaron para los chicos de las villas. Queda por San Fernando. Es impresionante. Empezaron con unos poquitos y ahora ya tienen más de cuatrocientos jugadores. Les enseñan de bien chiquitos los valores del rugby: la solidaridad, el compañerismo, el sacrificio, el respeto. En el club los chicos encontraron un espacio de dignidad, un sentido de pertenencia. Aparte, trabajan en conjunto con la gente de la parroquia de San Isidro. Dicen que la delincuencia bajó en la zona y hasta hay uno que entró en la universidad.
—Es una especie de reformatorio, entonces.
—¿Vos fuiste al club? ¿Viste el trabajo que están haciendo?
—No.
—Bueno, entonces no hablés al pedo, Mocho.
—Che, no se peleen por boludeces. ¿Pudieron hablar con las minitas de hóckey? Ya tendrían que haber llegado.
—¿Dónde jugaban?
—Creo que en Newman.
—Es acá nomás. Vamos a llamarlas porque si no esto va a ser una ensalada de huevos.
—Tenemos que armar un dobles en estos días. Esto del rugby no da para más. Estoy viejo para los golpes. Después de cada partido, me duele el cuerpo hasta el miércoles.
—Gordo, ¿vos tenés cancha en el barrio ese de maricas donde te mudaste, no?
—Claro que sí. Hay dos canchas de tenis, paddle, almacén, canchita de fútbol, colegio, iglesia, minigolf y hasta una lagunita artificial.
—Todo es medio artificial por ahí, ¿no?
—Ustedes jodan, pero de acá a algunos años van a terminar todos viviendo en barrios privados. Cuando tenés hijos te cambian las prioridades. Yo a su edad tampoco me iba ni en pedo de la Capital, pero ahora no lo cambio por nada. Ya no se puede vivir en la ciudad. Ahora llego a casa, no hay ruido, todo verde, sin rejas, las chicas pueden ir a andar en bici, Chachi se va a lo de la vecina.
—¿Dónde está tu mujer, a todo esto?
—Se fue con las nenas y la mujer de Hernán. Eso es otra cosa buena, como queda cerca, se puede ir solita y yo me puedo quedar a disfrutar del tercer tiempo. En cualquier momento me lo traigo a Hernán de vecino, ¿no, Perdomo?
—Estoy en eso. Si fuese por mí me iría ya, pero tengo que convencerla a Silvina. Ella tiene a toda su familia y sus amigas en La Lucila.
—¿No se terminó de convencer cuando les afanaron la semana pasada? Decile que piense en su hijo, que no sea mala madre. Eso no puede fallar.
—Miren que ahora están afanando hasta en los countries.
—Eso depende del lugar. En el mío tenés que ser Terminator para entrar. Hay seguridad y cámaras por todos lados.
—¡Qué lindo! Debe ser como el Gran Hermano.
—Sos un boludo, Mocho. No se puede hablar en serio con vos.
—Che, amargos: ¿por qué no se juntan mañana a tomar un café y lo discuten? Déjense de joder, que están matando la fiesta.
—Tiene razón el Chino. Vamos a hacer algún jueguito para tomar que la cosa viene medio lenta.
—¿Jugaron a las postas alguna vez?
—Creo que sí.
—Vamos a desafiar a los del San Roque.
—Sergio, subí la música que parece un velorio esto.