V
ESTABAN un musulmán, una judía y un agnóstico en la biblioteca de un colegio católico… Esto parece el comienzo de un mal chiste de salón, pero es lo que sucedía todos los viernes por la mañana, cuando en mi colegio se celebraba misa. Es raro que el Christian School acepte judíos y musulmanes, pero más raro aún es que los padres de judíos y musulmanes manden a sus hijos al Christian School. La misa no era obligatoria. A los herejes los mandaban a la biblioteca. Dios o los libros: ésa era la opción.
A mí siempre me gustó leer. Entré a la lectura por la biblioteca de mamá. Revisaba sus libros para conocerla, para revisarla a ella, para soñarla. A veces encontraba sus notas hechas a lápiz sobre los márgenes. Me daba tristeza pero igual las leía. La imaginaba a ella sentada en su sillón de terciopelo verde, su pelo rubio recogido, el libro sobre la falda, el lápiz esperando paciente en su mano izquierda. Hasta que una vez lloré cuando encontré una marca destacando —haciendo suyo— este remordimiento: «He cometido el peor de los pecados que un hombre puede cometer. No he sido feliz».
Un trazo de carbón del tamaño de una mosca me había hecho llorar. Ahora que la escribo, la frase me parece un poco cursi, un poco de postal con caballo blanco galopando hacia el atardecer. Pero en ese momento la marca me estremeció y dejé por un tiempo los libros de mamá.
Claro, no empecé por Georgie. Empecé por las historias de aventuras y detectives, por Gulliver, Holmes y Tom Sawyer. Creí estar enamorado de Huckleberry Finn, pero después me di cuenta de que simplemente quería ser como él. Ana estuvo enamorada de Huck Finn, pero ahora ya se le pasó. Parece que fue cosa de adolescente. A ella también le gusta leer. Muchas veces cambiamos y discutimos libros; ella prefiere a Poirot y yo a Marlowe, ella ama a Flaubert y yo a Oscar Wilde. Ariel no. Ariel está para la tele y la joda. Es fanático de la cumbia villera. Se escucha más cumbia villera en Barrio Parque y Recoleta que en la villa misma. Hace poco fui a una fiesta de quince en el Jockey Club donde tocó una banda de cumbia villera. No había uno que no supiera las letras. Todos cantaban a coro, hasta cuando dicen «… las manos de todos los negros, arriba y arriba».
Hay una edad, digamos los quince o los dieciséis, en la que está bien visto renegar de tu clase. Es parte de la rebeldía adolescente. Algunos imitan a sus hermanos y se la juegan de rockeros; rolingas o punkillos es lo que más sale. Usan la ropa chica y rota, fuman porro, no se bañan, pintan las paredes con aerosol y ese tipo de cosas. Los de San Isidro se hacen hinchas de Tigre. Barra brava de toda la vida. Los de Belgrano, de Excursionistas o Defensores (mejor Excursionistas, porque los llaman «los villeros»). Hoy también está la alternativa cumbiera. Rescatate, guachín, gato, careta: son todas palabras que se escuchan a la salida de los más refinados colegios porteños. Todo dicho con las eses minuciosamente olvidadas. A esa edad, es lo más tener un amigo cabeza. Nosotros teníamos uno. Atendía el quiosco a la salida del colegio. «El Anguila» le decían. Era nuestro ídolo porque paraba con la barra de Excursio, fumaba faso, tomaba birra, rompía vidrios a pedradas y le había pegado al viejito que laburaba de portero en el colegio. No sé qué será de la vida del Anguila. No está más en el quiosco. Probablemente siga siendo un forro. Pero todo esto es pasajero. Es lo que tiene la adolescencia. La rebeldía se desvanece fácilmente porque en realidad nunca existió. Con los años aparece un trabajo y su corbata, las melenas se cortan, vuelven las eses y las palabras en inglés, aparecen las novias, las clases de tenis y la ensaladita de rúcula. Todo esto sucede con total naturalidad. Tranquilos, padres: no se desesperen. Sus hijos se irán pareciendo a ustedes. Los melones del sistema se acomodan solos.
Pero me fui al carajo. Quería hablar de mi religión. Volvamos a la biblioteca del colegio. El musulmán se llamaba David Obutu y era hijo del embajador de Nigeria. Éste era negro de veras, y cómo jugaba a la pelota, un poco morfón, fanático de Nietzsche y de Boca. Me dejaba apoyar mi mano sobre la mota de su cabeza. Se sentía raro, como un colchón de hormigas muertas.
La judía se llamaba Karina Goldenberg. No era linda pero me calentaba. El Chino me había hecho la cabeza, me había dicho que las judías eran más putas, que ya cogían mientras las de la misa apenas daban besitos. El Chino también me había contado lo de la paja; que como los judíos no tienen pielcita, se tienen que escupir las manos para hacérsela. Cuando entramos en confianza le pregunté a Karina: ¿Es cierto que…? Ella arrimó su silla bien cerca y me dijo en un susurro: No creas todo lo que dicen de los judíos, Mochito. Y metió su lengua en mi oreja.
Ésa puede haber sido la causa de mi agnosticismo. Al principio lo decía sólo para hacerme el interesante. Era una palabra nueva, esdrújula y elegante: soy agnóstico. Suena lindo, eso no se puede negar. Dejé de ir a misa. En un salón tenía que golpear mi pecho, por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa, los puños redoblando contra el tórax, cuanto más ruido más culpa, cuanta más culpa mejor. En el otro salón, a un pasillo de distancia, estaba Karina. Lo reconozco: no fue un duelo justo. No hay dios que pueda contra la promesa húmeda de una lengua en la oreja.
Hubo otro episodio que ayudó a que dejara de ir a misa. El cura rector de mi colegio era un viejito irlandés. Roger Sheers, se llamaba. El padre Roger era de la vieja escuela de catequistas, de los que te cristianizan aunque sea a palazos. Old school, decía él con orgullo. La sensibilidad maricona de la enseñanza moderna lo había obligado a moderar sus métodos educativos. Añoraba aquellos buenos tiempos del castigo físico, el cañazo en la punta de los dedos, las rodillas sobre el maíz, el tormento espiritual. El padre Roger no se perdía un partido de rugby. Además nos daba catequesis; el Antiguo Testamento era su herramienta favorita. Escuchémoslo un poco:
«Abraham tuvo el privilegio de obedecer a Dios y hacer lo que Dios quiso. Recuerden que la eternidad es mucho más larga que esta vida. Abraham recibirá premios y altos puestos para toda la eternidad por este solo acto de obedecer a Dios. Por eso yo les digo, boys and girls, tienen que aprender a escuchar sin hacer preguntas. Hay tiempos en esta vida, una emergencia o una situación de peligro, en los que sólo hay que escuchar el mandato del Señor. Tendrán que obedecer inmediatamente sin hacer preguntas. Después que uno conoce a sus padres, uno reconoce su voz, la respeta, y cumple su mandato por amor y confianza. Eso fue lo que hizo Abraham. Aunque su razón le decía lo contrario, Dios habló, y Abraham supo que tenía que obedecer. Eso es lo importante: O-BE-DIEN-CIA».
El padre Roger no perdía el tiempo con eufemismos. El suyo era un mensaje sincero. Ahora viene el episodio que les quería contar. Unas semanas después de esa clase, me tocó leer una parábola, frente a todo el colegio, en la misa del viernes. No me acuerdo de cuál era, pero a último momento decidí cambiar el texto e interpretar uno de mi propia autoría. Acerqué mi boca al micrófono y le hablé al auditorio, sin temor ni temblor:
Parábola de Roger von Méndez (Isaac 64:6)
Se llamaba Roger von Méndez, pero el pueblo entero le decía «El Midas con sotana». Era un cura joven, fanático y ágil. Venía de la Capital, por lo que no llamó la atención que fuera un poco engreído. Agua que veía, agua que bendecía. Empezó como todos, con esa piletita de mármol a la entrada de la iglesia, pero pronto su ambición se desató como un caballo salvaje. Era como un dios griego, como un niño con superpoderes.
Bendijo la lluvia, los charcos, los sifones, el arroyo Calchaquí, el jugo de los duraznos, el sudor de los amantes. Al principio el pueblo se sintió glorificado, se sintió único. Pero ¿cómo seguir manguereando a la perra con un chorro de agua bendita? ¿Cómo usar un bidet bendecido sin la tibia sensación de estar faltándole el respeto al Señor?
El problema es que el agua bendita sólo sirve para persignarse, así lo ha dicho el Santo Padre: darle cualquier otro uso equivale a cometer sacrilegio. Fue en ese momento que el cura se ganó el apodo de «Midas». La gente le huía como a un ladrón. Hasta que una tarde de verano, Roger von Méndez se cansó de que todos le escaparan. Era un tipo práctico. Publicó un edicto en el diario local:
«Desde el día de la fecha queda bendecida toda el agua del pueblo. Notifíquese y archívese. Amén».
Era un pueblo muy creyente. A los pocos días, la gente y las vacas murieron de sed.
Cuando terminé mi parodia hubo silencio. Yo esperaba el reconocimiento del público, un aplauso progresivo como el de las películas, pero sólo hubo silencio. A eso le siguió un llamado a la dirección, una cita con mi padre y una prohibición de dos meses para asistir a la misa de los viernes.
Todas las mañanas, antes de entrar a clase, el colegio entero, congregado en el patio, rezaba el padrenuestro. De eso no se salvaba nadie. Rezábamos en inglés, para que Dios nos entendiera mejor: auerfader juarinjeven joloubidaineim. Las palabras salían por fonética, nadie conocía la letra de verdad y pocos sabían que se trataba del padrenuestro. El resultado era un murmullo dormido que ni el pobre Dios podía descifrar.
Y eso que quise creer en Dios. Cuando pasó lo de mamá, quise con todas mis fuerzas. Simplemente no pude. La fe es un don que no tengo. Quizá cuando sea viejito. Dios huele la vejez como un tiburón huele la sangre. A veces siento que puedo creer en Jesús. Me gusta pensar que fue un tipo que hizo las cosas tan bien que construyó a su alrededor una mitología, una literatura de parábolas y fantasías que sirven para recordar su camino: el camino del amor. Así puedo creer en él, como puedo creer en Aristóteles o en el Flaco Menotti. Me gusta imaginarlo humano, amigo, algo triste, de jeans, constipado o en celo. Me lo hago parecido a Al Pacino, un poco más alto, con pinta de recio; no como ese rubio frágil de las estampitas que parece un vendedor de sahumerios.
Si mi fe ya estaba agonizando, los curas terminaron de rematarla. Habrá buenos y malos, eso no lo dudo, como pasa con todos los funcionarios, pero he visto tanta mierda barrida debajo de las sotanas que me cuesta creerles. Soy como un cornudo reincidente, me cuesta volver a confiar. Eso sí, hay que reconocerles un finísimo sentido del humor. La confesión es mi sketch preferido:
—¿Has tenido pensamientos impuros, hijo mío?
—Sí, padre.
—Y esos pensamientos impuros, ¿se han transformado en actos impuros?
—Sí, padre.
—¿Cuántas veces desde la última confesión?
—Mmm, unas cinco veces, padre.
—Bueno, hijo mío, rezarás cinco avemarías, entonces.