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No le fue fácil a Sullivan, a pesar de su talante directo y poco acomplejado, sincerarse con Carvalho sobre los propósitos del coronel ya secundados sin reservas por el vasco, el quesero y él mismo. Merodeando, empezó hablando del tedium vitae y de las situaciones irracionales que a veces se creaban en los ámbitos cerrados. Cada cuatro puntos cardinales, adujo Sullivan, crean su propia cultura, una manera de ver, de pensar, de actuar. No le era tampoco fácil a Carvalho asumir a Sullivan como filósofo de la conciencia en su relación con la conducta, pero dejó hablar a la espera de que se desvelara lo que era misterio o simples ganas de pegar la hebra.
—El caso es que el coronel, que, aquí entre nosotros, con ese aspecto que tiene de cabo chusquero es un echao palante, se ha montado un rollo muy superior para el que necesita la colaboración de cuatro tíos sin piedad y sin escrúpulos. Y hemos pensado en usted como uno de esos cinco. Porque usted se aburre como todos nosotros.
—Ignoro cómo se aburren ustedes, pero, en efecto, reconozco que de vez en cuando me aburro.
—Se trata de una operación a la vez de castigo y de saqueo.
—¿Contra quién?
—Contra la razón social Faber and Faber. Es decir, contra la administración de este balneario y contra esta funesta filosofía represiva que nos aplican. Vamos a preparar un asalto nocturno a la cocina con el fin de apoderarnos de toda la manduca que encontremos.
—Será comida de régimen.
—En la cocina tienen de todo porque parte del personal no es vegetariano, y, además, tengan lo que tengan siempre será mejor que ese miserable caldo vegetal que nos dan. ¿Juega?
—Juego.
—A las doce, cuando termine la segunda hora de gimnasia, nos encontramos en el gimnasio. Sea puntual. El coronel ha dicho que la puntualidad es la base de toda operación militar.
Una profunda educación en el respeto al poder militar, atávica, suponía Carvalho, grabada en el subconsciente de un pueblo que había perdido sus luchas con los militares desde los tiempos de Viriato o, en su defecto, de Escipión el Africano, le obligó a estar pendiente toda la mañana de la hora exacta de la cita. En la monótona existencia del balneario eran de agradecer las expectativas que daban sentido al paso del tiempo más allá de las muescas de las botellas de agua vacías o de los tazones de caldo vegetal que le separaban del gran día del primer alimento sólido: una compota de manzana. La ansiedad porque llegaran las doce le hizo asistir distraído al encuentro normativo con Gastein y contestar sin concentración las preguntas que el doctor le hacía sobre su adaptación al ayuno y a la especial atmósfera de la clínica. Sin saber cómo se encontró con una «tabla de calculación» en las manos y tuvo que parar mayor atención en las explicaciones del médico.
—Conviene que empiece a mentalizarse para el período posterior al ayuno. En esta tabla de calculación encontrará las mediciones de proteínas, grasas, hidratos de carbono y calorías que tienen los alimentos más habituales para ustedes los españoles… omnívoros. Usted es catalán.
—Vivo y trabajo en Cataluña.
—Pues bien, todos los catalanes reaccionan fatal cuando se enteran de que cien gramos de butifarra equivalen a quinientas cuarenta y una calorías. ¿Sabía usted que un puñadito de nueces suman más de setecientas calorías? Y cien gramos de aceitunas rellenas ya son doscientas calorías.
—No siga. Me deprime.
—Dirá que soy un sádico, pero le conviene que haga cálculos… calcule… Usted no tiene exceso de grasa muscular, pero tiene colesterol. Cualquier alimentación hipercalórica produce aumento de grasas.
—Insisto, no siga. Me iré a roer mi pena en soledad.
—Y calcule… calcule…
Puesto a fantasear, Carvalho calculó un sabroso menú provocador mientras tomaba el sol tumbado en la terraza de su cuarto. Cincuenta gramos de caviar, setenta calorías. Una minucia. Un cogote de merluza a la sidra, cuatrocientas calorías. Una paella de marisco, setecientas calorías. Un poco de cuidado en las restantes comidas quien se engorda es porque quiere. En cuanto a las grasas era imprescindible la generosidad con el aceite en la paella, pero en el resto del menú el aceite era evitable o reducible. El porvenir gastronómico se prometía de color de rosa siempre y cuando no cayera en los excesos de un salmis de pato, que no le salía por menos de quinientas calorías, aunque ordeñara a la bestia de la mayor parte posible de sus grasas. Le pareció indignante que la naturaleza hubiera metido trescientas setenta y una calorías en cien gramos de arroz y que cien gramos del pan más apetitoso, el pan crujiente, sumaran hasta trescientas ochenta. En cambio, un miserable y repugnante huevo duro, ese tumor lunar blando, no llega a noventa calorías, bellaco manjar que sabía a impotencia imaginativa. Un buen costaba casi seiscientas calorías y en cambio un asqueroso muslo de pollo de granja sólo te salía por ciento veinte. En estas distracciones estuvo a punto de llegar tarde a la cita con el coronel, pero cumplió con la hora y allí estaban los conjurados en torno de la primera autoridad militar de la plaza.
—Muy bien. Por ser la primera cita todo ha ido muy bien. Caballeros, soy hombre de pocas palabras y poco hay que decir y mucho que hacer hasta llegar al día D y la hora H. Un objetivo militar ante todo debe ser conocido y por lo tanto hemos de pasar por un período de observación, previa la recogida de información que ahora, ya, aquí, podamos reunir. Para empezar, tú, recluta…
—Tomás.
—Tomás, entérate de los movimientos generales de la casa. Hay que elegir la noche más adecuada. Golpear al enemigo cuando menos se lo espere.
—Para eso no hace falta que se movilice Tomás, mi coronel. Mañana por la noche es el día de la semana que dedican al baile social. Casi todo el mundo estará en el salón.
—Correcto, Sullivan. Serías un magnífico miembro del Servicio de Información Militar. Ya tenemos el día D… Ahora es necesario concentrarnos en la hora, en el momento justo en que la cocina queda vacía o dotada de elementos de vigilancia mínimos que podamos neutralizar.
Sullivan, con seriedad de alumno aspirante a matrícula de honor, sacó una agenda del bolsillo del albornoz, un bolígrafo y empezó a tomar apuntes.
—La cocina queda a oscuras a las diez y media —aseguró tajantemente el vasco—. Siempre pido la misma habitación y desde la terraza veo todo el trajín del comedor y puedo ver si la cocina funciona o no funciona.
—¿Lo estáis viendo? ¿Veis la lógica apasionante del asunto? Ya tenemos el día y la hora. A ver, todos los relojes a punto… Ahora son las doce y cuarto. Mañana a las diez treinta en punto de la noche nos volvemos a encontrar aquí. Convendría cumplir un plan de observación del terreno en que vamos a movernos. La observación es la clave de la precisión de los movimientos posteriores. En una campaña militar como Dios manda tendríamos que excavar puntos de observación en torno al objetivo, pero aquí es imposible. Habrá que aprovechar los accidentes del terreno. Atención. La observación ha de ser permanente, disimulada, múltiple y general. Permanente, para que no escapen al conocimiento hechos que pueden suministrar valiosos informes. Disimulada, para que el enemigo no localice los observatorios y los neutralice con sus fuegos haciendo difícil o imposible la observación. Múltiple, para que un detalle cualquiera pueda ser visto por varios órganos a la vez, lo que aumenta la seguridad y permite la comprobación de los informes. General, es decir, organizada en todos los escalones para aumentar el rendimiento. ¿Queda claro?
—Una observación previa, mi coronel.
—Adelante, Sullivan, pero sin retórica. Al grano. Lo que bien se concibe, bien se expresa con palabras que acuden con presteza, como decía Víctor Hugo.
—Mi coronel, has hablado de órganos; concretamente, repasando mis apuntes, veo que has dicho… «múltiple, para que un detalle cualquiera pueda ser visto por varios órganos a la vez, lo que aumenta la seguridad…», etc., etc. ¿A qué órganos te refieres, mi coronel?
—Sullivan, menos cachondeo que esto va en serio.
—Que no es cachondeo, Ernesto, que no es cachondeo. ¿A qué órganos te refieres?
Estalló el coronel en una cólera cordial, no exenta rigor profesional:
—No me refiero al órgano de mear, que por ahí ibas tú, Sullivan, que te conozco. Órganos. Sí, órganos. Distintas personas o lo que sea con la función de observar lo mismo a partir de todo. ¿Me explico?
—Espléndidamente, mi coronel.
—Pues al asunto. Hay que merodear por los alrededores de la cocina todos: lo que dos ojos no ven, pueden verlo cuatro, y mañana daremos los últimos toques a la operación. ¿Alguna pregunta?
—Sí, mi coronel.
—Dime, vasco.
—¿Hemos de venir armados?
—Ya te gustaría a ti venir armado, me cago en diez, etarra, que eres un etarra apalancao. Rompan filas. Al salón, que están repartiendo el brebaje y no conviene que sospechen de nosotros.
Salieron de uno en uno, con exagerada gravedad en el rostro, tanta que al encontrarse Sullivan y el vasco en la escalera de subida al salón, mantuvieron el hieratismo facial apenas un segundo, para estallar luego en carcajadas que se disolvieron en lágrimas cálidas y cegadoras.
—¡La madre que lo parió y se lo ha tomado en serio!
Pasó Carvalho junto a los desternillados, seguido de cerca por Tomás, que trataba de ponerse a su altura para hacerle alguna consideración.
—Yo se lo he contado a la chica, a Amalia. La chica ésa.
—Ya.
—¿Le parece mal?
—No.
—Se lo digo porque si la ve y le dice algo, que no se sorprenda.
Los ayunantes habían recogido sus tazones de caldo y se distribuían por las mesas como intentando que la substancia del ritual substituyera la sin substancia del brebaje. Espaciaban los sorbos, los unos por odio profundo a los sabores ofrecidos, otros para mantener la ilusión de una comida duradera y saciadora, algunos para sostener al mismo tiempo una conversación interesante sobre previsiones de viajes a Bolinches, compras e incluso perspectivas de futuro, cuando recuperaran el estatuto de omnívoros, aunque no se les escapaba que ya para siempre llevarían dentro del cuerpo el miedo a comer a gusto, el complejo de culpa por un placer que durante toda su educación se había disfrazado de simple necesidad. Amalia salió al encuentro de Tomás y Carvalho con una total sonrisa de satisfacción, pero consciente de la enjundia del proyecto; bajó la voz para preguntar:
—¿Todo a punto?
—Todo.
—Es fantástico. Me parece genial la idea. Van a descargar furias la mar. Va a ser como una catarsis, Tomás.
—No se lo comentes al coronel. No quiero que esté mucha gente en el ajo.
—Y ese coronel es una maravilla. Ni hecho de encargo. Os envidio. Yo me hubiera sumado, pero ya me di cuenta de que el coronel no quiere faldas en esto. Pero también eso concuerda con el tipo. Todo perfecto. Si hubiera aceptado faldas, me habría defraudado.
O sea que la chica tímida era oradora. Carvalho mantuvo una leve sonrisa de atención, pero tuvo que dividirla ante el alud de madame Fedorovna, que repartió amabilidades como una anfitriona de banquete.
—Beba. Beba a gusto. Pero despacito, despacito. Saboreando.
Carvalho trató de hacer de su sonrisa un mensaje cerrado, es decir, toda una conversación con despedida incluida, pero madame Fedorovna rebasaba todas las barreras, incluso la de la mudez, y se metió en su territorio físico cargada de intenciones pedagógicas.
—Hoy es un maravilloso caldo de patata y pepino. Lo más diurético que se puede tomar, y sabroso, consistente, y luego ese sabor de comino maravilloso. El comino es un gran aderezo y el que menos daño causa. Su función sobre el estómago no es corrosiva como la de la pimienta. ¿Le gusta a usted el comino, señor Carvalho?
—En su sitio justo, sí.
—¿Por ejemplo?
—En algunos potajes, con su calabaza, su patata, su hueso de jamón, garbanzos, bacalao… si se quiere, en lugar del tocino.
—Hueso de jamón.
Madame Fedorovna lo dijo como para sí, mientras buscaba en el desván de sus conocimientos botánicos la especie vegetal a la que pertenecía aquella criatura, y cuando comprobó que no era vegetal, sino que, como su nombre indicaba, se trataba de un hueso de jamón, exactamente un hueso de cerdo, dudó entre un mohín de asco que hubiera podido ofender a Carvalho y una risita de picara complicidad que podría destruir la tarea concienzadora de días y días de persuasión ideológica. Así que optó por mantener una sonrisa de sorda, de no haberse enterado de nada, y sin abandonar el espacio vital de Carvalho buscó con los ojos otro asidero humano al que acercarse para proseguir su glosa del caldo de patata y zanahoria. Carvalho valoró aquella prodigiosa capacidad de contención y siguió el vuelo majestuoso de la mirada vieja y rubia en busca de nidos más propicios, preguntándose una vez más si los turbios grisores del blanco de los ojos eran buenos o malos síntomas de una buena o mala alimentación. Eran ojos de monja, blanco de ojo de monja, un blanco tan delimitable como el de los zapatos bicolores de los veranos de posguerra o el de los delantales almidonados de las enfermeras. Y fue en esa observación de los ojos de madame Fedorovna cuando vio que la pupila se reducía al mínimo, como acoplándose el achicarse de los ojos a la concentración de la mirada agresiva en un punto concreto de la sala. Al tiempo que los ojos de madame Fedorovna se volvían taladradores, sus labios se cerraban hasta dibujar una línea cruel, su boca suturada con fuerza para impedir la salida de malas palabras, peores alientos. Madame Fedorovna odiaba algo o a alguien que estaba en aquella sala y, bailarines, sus ojos volvían una y otra vez a la vieja mistress Simpson, aunque lentamente su cara recompusiera la sonrisa y de sus ojos saliera como una letanía, varias veces, el enunciado aplazado.
—Conque con hueso de jamón, ¿eh? Conque un hueso de jamón.