17
—¡Le juro, señor Molinas, que somos inocentes!
¿Inocentes de qué?, interrogaba el perplejo gerente con la mirada a los cantaores y a la guardia civil, pero hubo que ampliar el radio de su perplejidad porque por la puerta giratoria entraban otros dos guardias civiles empujando a un hombre: Karl Frisch. El sargento se destacó e informó a Serrano que al inspeccionar el coche en que salían del balneario los cantaores habían descubierto al suizo hecho un cuatro en el maletero. Gemían Camaleón y su compañero y señalaban al suizo como si fuera un ovni. ¿Tú conoces a ése? En mi vida le he visto. Carvalho inspeccionó el entorno y al pie de la escalera vio a Helen abrazándose a sí misma, atribulada por la escena que adivinaba a través de las voces. Su marido apenas si podía caminar, sostenido por dos guardias civiles, y Helda decretó que había que trasladarle a la enfermería. ¿No le han visto meterse en el maletero? Que no, que no, inspector, que se ha metido mientras los dos estábamos hablando con usted y el señor Molinas. Marcharon una vez más los artistas y Carvalho siguió a Serrano rumbo a la enfermería. Caminaba el inspector unos pasos adelantado y Carvalho fingía coincidir con el itinerario despreocupado de la persona del policía. Karl estaba de nuevo en la litera, dormido. Helda le sacaba en aquel momento una prueba de sangre para un análisis y Helen se había sentado en la última esquina de la habitación, como pretendiendo ser ignorada. Cuando vio entrar a Serrano se asustó, pero la presencia de Carvalho la tranquilizó. Helen vestía traje de tenis y mantenía la raqueta sobre las rodillas doradas. No. No había visto cómo Karl se escapaba. Tenía apalabrada la pista con el señor Dórffman y lo había dejado aparentemente dormido. Está obsesionado por marcharse. Han sido malos estos meses últimos. Tiene los nervios a flor de piel y ya sólo le faltaba esto. Ahora dormirá una o dos horas, avisó Helda. Aprovecharé para cambiarme y escribir unas postales, comunicó Helen, y con los ojos lanzó un aviso a Carvalho. Esperaron la marcha de Serrano y luego salió la mujer y en pos de ella el detective. Con su cola de caballo, el jersey de punto sin mangas, la corta falda que subrayaba las nalgas redondas, las piernas rectas y tersas, los calcetines, a Carvalho le parecía perseguir a una novia adolescente, y adolescente era el juego de la mujer, de vez en cuando asomada al espacio que le dejaba el giro de su cabeza para ofrecer a Carvalho una dulce sonrisa llena de ojos azules y de labios pintados de rosa pálido. Abrió ella la puerta de su habitación y la dejó de par en par para que entrara su seguidor. Dejó la raqueta sobre una de las dos camas, se pasó mecánicamente la mano por la cola y al retirarla llevaba un prendedor que dejó suelta la melena con lentitud de sueño. Dio la cara a Carvalho y lo que habían sido sonrisas eran lágrimas.
—¡Ayúdeme!
Se echó en los brazos del hombre y permaneció acurrucada contra él, con las manos tensamente apretándole los brazos. Luego levantó la cabeza y ofreció sus ojos llorados, ojos azules brillantes por las lágrimas y una boca que se había abierto como una pequeña herida y se posó primero en la mejilla derecha de Carvalho, luego en la izquierda para buscarle finalmente los labios y permanecer allí, como respirando, pero luego, abierta, dejó salir una lengua delgada y tierna que se metió en la boca del hombre y se movió como una mariposa voluntariamente prisionera. Comprobó Carvalho que le sabía el aliento a perejil fermentado, pero había perdido el control de sus propios sentidos y eran sus manos las que saboreaban la textura de los pezones de Helen, con el jersey subido hasta los hombros y las dos tetas sonrientes y ligeras, como liberadas de cautiverio. Profundizó Carvalho el beso y ella levantó los brazos para que se ultimara la desnudez del torso. Se recreó él en la suerte de amasar los pezones o acariciarlos con toda la palma de la mano y sopesar los senos soleados y calientes. Le urgió a ella bajarse la corta falda de tenista y quedar en bragas blancas de tanga, como comprobaron las manos del hombre cuando se fueron en busca de los culos. Bragas que cedieron de buena gana su lugar en el mundo y ante él apareció un pubis de muñeca teñido de castaño suave. Desaconsejó a la mujer que se quitara los calcetines tricolores y las zapatillas de juego y la empujó hasta la cama, donde las lenguas vaciaron los cuerpos de aromas de perejil fermentado para llenarlos de sabor a piel humana bruñida por Badedas azul.
—¡Ayúdame! —exclamaba ella de vez en cuando, como recordándole una deuda que en algún momento vencería, y a cualquier ayuda estaba dispuesto el hombre, que tenía bajo su deseo un cuerpo de desplegable de Penthouse en una de sus ediciones menos adocenadas y más afortunadas.
Tan deliciosa era Helen en su vencida ternura que prolongó el hombre los juegos de tacto y antropofagia, reservando la penetración para el momento en que los ojos de ella derivaran tanto como su sintaxis. Eran gemidos más que palabras las que anunciaron que había llegado el instante en que se abren todos los esfínteres de la mujer y el pene de Carvalho salió de una larga hambre en busca de la puerta estrecha que va a la ciudad doliente. Excesiva la metáfora, pero era de lujo lo que tenía bajo su cuerpo, y los jadeos de la mujer diríase que respondían a una maravillosa escala musical, y agitados los movimientos de su cara pequeña, como buscando mayor espacio para absorber o comprender tanto placer. Mas algo se había roto en la conciencia de Carvalho, escindido en el animal que entraba y casi salía de la mujer desnuda y otro hombre capaz de distanciar la escena y contemplarla como si se produjera en otra galaxia. No disminuía la esquizofrenia la potencia y los ojos de Helen se abrían de vez en cuando, entre gemidos y más gemidos, asombrados y valorativos de la ristra de orgasmos que recibía de tan encausado montador. Pronto se debilitaron los sigue, sigue pronunciados en un francés tartamudeado y era casi dolor lo que denunciaron primero los ojos y luego los labios, pidiendo una tregua para lo que, pudiendo ser coito bien medido, empezaba a ser persistente ejercicio de taladradora sin retorno, despellejador de las más tiernas pieles del alma sexual. Trató Carvalho de recuperar una única personalidad dominada por el tenaz montador que llevaba dentro y de consumar su propio placer por primera vez, agotada la hambre y descoyuntada como una muñeca sobada, pero le resultaba imposible y el ¡basta!, ¡basta! que brotaba de los labios de ella pronto pasó de jadeo a lagrimeo y la entrega se convirtió en un forcejeo por liberarse de aquella bestia dotada del movimiento continuo. Se impuso la lucidez y se desenganchó Carvalho con los atributos en todo lo alto y una urgente necesidad de ir al cuarto de baño a consumar con imaginación y mano lo que tan larga cabalgada no había podido ultimar. Frente a la taza del retrete se dio primero recuerdo y placer, un recuerdo de ambiguo cuerpo de mujer, mitad Charo, mitad un sueño, probablemente Helen, y un rostro entregado perdido en un pliegue de la memoria, tal vez una mujer con la que había sido absolutamente ingenuo y feliz y cuyo nombre no podía o no quería recordar, y entonces le llegó el orgasmo, torpe, rápido, devaluado, como si después de medio kilo de caviar hubiera tenido el capricho de tomarse un bocadillo de calamares a la romana. Volvió al dormitorio y allí estaba ella, recogida sobre sí misma, dorado cuerpo bajo el dorado resol de la tarde.
—Eres un hombre terrible.
—No me ocurría una cosa así desde seis meses después de la guerra de Corea.
Dudó la mujer entre tratar de entender lo que oía o aprovechar el tiempo alcanzando parte de los objetivos de la fiesta. Cubrió su desnudez con un albornoz y a Carvalho le pareció de pronto que la habitación se había oscurecido. Ella se le acercó, le besó suavemente los labios.
—¿Me ayudarás?
—¿A qué?
—Tengo que salir de aquí. De lo contrario Karl va a volverse loco y lo voy a pagar yo.
Muy caro iba a pagarlo, porque se le encogía la voz y le volvían las lágrimas, mientras las pequeñas manos se agarraban a las mangas de la camisa de Carvalho.
—¿Por qué he de ayudarte yo? Yo soy uno más en la clínica.
—No. No eres uno más. Te he visto actuar. Dominas la situación.
—¿Quieres salir tú sola?
—¿Yo sola? ¿Estás loco? He de salir con Karl; si no, él me matará; no te lo digo en broma. ¡Me matará!
Silabeaba para que él comprendiera la carga de verdad y presentimiento que había en la palabra.
—Hemos de salir los dos. Luego, si quieres, nos reuniremos y volveremos a hacer el amor, como hoy. Ha sido maravilloso.
Había presenciado escenas parecidas en películas y en la vida. Más en las películas que en la vida, se confesó. Lentamente le invadió el cansancio y empezó a sudar. Se levantó y trató de separarse lo más posible de la mujer, como si quisiera alejar su propia presencia y borrar la tarde.
—No. No es lo que crees. No te he utilizado para salvarle a él, sino para salvarme a mí… a mí…
Volvió a echarse en brazos de Carvalho y él la apartó suavemente, la mantuvo a distancia, la contempló morosa, hondamente. Es una preciosidad, pensó, y le dio la espalda, salió de la habitación y cerró la puerta tras de sí. Sólo cuatro o cinco veces en su vida la naturaleza le había hecho un regalo tan prodigioso y sin embargo algo le amargaba el pensamiento, como un regusto evidentemente sentimental. Tenía la impresión de que había hecho el amor a cuenta de una deuda y sólo le consolaba la casi segura certeza de que no podría pagarla. A lo sumo mantendría bajo vigilancia al suizo y trataría de sondear a Serrano sobre sus intenciones con respecto al incómodo residente. Serrano estaba ahora con Gastein y el doctor no se sorprendió al ver las maneras participativas con que Carvalho entró en la estancia y se predispuso a escuchar.
—¿Ha llamado a la puerta?
—No. Pero me parece una feliz coincidencia que el doctor Gastein esté aquí. He estado charlando con la señora Frisch, la esposa del suizo, y está seriamente preocupada por la salud de su marido, salud mental, me refiero. ¿No consideran excesivo aguantar a ese hombre con lo liada que está la situación?
—De eso precisamente estaba hablando con el inspector Serrano. Sería conveniente que el señor Frisch saliera de la clínica para recibir tratamiento psicoterapéutico en Bolinches. Naturalmente, si el inspector considera que lo sigue necesitando como testigo, podría estar en el hospital de Bolinches con vigilancia policial.
—No le necesito ni más ni menos que a los demás, pero todos me preguntarán: ¿por qué ésta ha podido salir y los demás no?
—Yo le sugería al señor Serrano que dejara salir, vigilado naturalmente, al señor Frisch y que la señora permaneciera en la clínica. Eso desbaratará cualquier consideración malintencionada. Él sale porque es estrictamente necesario y ella se queda, no como rehén, sino como demostración del juego limpio.
—¿Tan majara está ese tío como para echarle a los loqueros?
—No se trata de eso, inspector. Pero esta depresión que padece puede derivar hacia una depresión crónica o hacia una manía persecutoria y puede dar lugar entonces a situaciones muy peligrosas. Tener aquí a Karl Frisch es como mantener encendida una bengala en un polvorín.
—Tal como he visto la relación de la pareja, hay una dependencia estrecha de él en relación con ella. No me meto en camisas de once varas, pero cuando este hombre despierte en el hospital y vea que su mujer no está al lado puede crear problemas.
—Si algún consejo ha de servirme ha de ser el de un médico, amigo. Y el doctor Gastein aconseja que se vaya él y se quede ella.
—No niego que el señor Carvalho tiene parte de razón, pero pienso que a partir de su salida de la clínica el señor Frisch va a ser mantenido durante unos días en un estado de semisomnolencia y cuando salga de él afortunadamente toda esta pesadilla habrá terminado y los esposos Frisch volverán a su casa sanos, felices, contentos.
—Muy bien, doctor. Llamaré a mis superiores, les expondré la situación y decidirán. Usted quédese, Carvalho.
Era una invitación a que se marchara Gastein que encajó con una sonrisa. Nada más salir el médico de la habitación, Carvalho tuvo la sensación de que entre él y Serrano volvía a haber un abismo de suspicacia.
—Le mentiría si le dijera que he salido de dudas con respecto a usted. Sigue sin parecerme claro qué hace aquí. Y sobre todo qué hace de noche, quemando libros o folletos por los rincones, dentro del recinto del balneario. ¿Le parece una conducta normal?
—No.
—¿Lo confiesa?
—Lo confieso.
—¿Va a decirme qué quemó y por qué?
—Leí casualmente en un periódico que acaba de salir un libro de un tal Juan Goytisolo, Coto vedado. Explicaban el argumento y además reproducían una polémica entre Goytisolo y su hermano sobre si el abuelo de ambos le tocaba la pitulina o no al mencionado Juan Goytisolo cuando era pequeñito. Hasta ahí podíamos llegar. Que la literatura se dedique a especular sobre la moralidad de los abuelitos me parece un síntoma de la decadencia de los tiempos. Fui a Bolinches, compré el libro y lo quemé. Suelo quemar libros en mi casa, en Barcelona, para encender la chimenea. Aún me quedan libros para encender la chimenea hasta que me muera, pero en esta ocasión estaba fuera de casa y no era cuestión de encenderlo en la habitación. Conque me fui al parque y lo quemé. Alguien me vio y le ha venido con el cuento.
Serrano parecía fascinado. Pero no era fascinación lo que transmitían sus irritadas palabras:
—¡Y ahora cuénteme una de chinos! ¿Usted se ha creído que me va a tomar el pelo?
—Le doy un número de teléfono y el nombre de una persona en Barcelona. Se llama Enric Fuster y es mi gestor y vecino. Cuando descuelgue, va usted y le pregunta: ¿conoce usted al señor Pepe Carvalho? Cuando le diga que sí, usted añade: ¿qué utiliza para encender la chimenea? Y a ver qué le contesta.
—Pues mire usted, gracioso, voy a hacerlo, y como salga lo que me espero, le va a costar cara la burla.
Reclamó a su ayudante y le explicó cuanto debía hacer y decir. El policía miraba a su jefe con cara de incredulidad y a Carvalho de fastidio. Pero se avino a hacer la llamada. Le derivaron a otro teléfono de otro despacho del gestor y cuando llegó hasta él le soltó la pregunta. No le gustó la respuesta. Dijo: Un momento. Y se volvió hacia Serrano y Carvalho.
—Dice que quién soy yo y que a mí qué me importa.
—Pues dígale quién es.
Se lo dijo. Escuchó la información del gestor. Colgó el teléfono después de decir: Gracias.
—Libros. Enciende la chimenea con libros.