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Se metió Carvalho en el bolsillo un pase especial que le permitiría ir y venir por El Balneario a cualquier hora, a salvo de las suspicacias de los vigilantes. Molinas le advirtió que a la mañana siguiente se instalaría un circuito cerrado de televisión provisional para ayudar a acelerar las investigaciones. Recorrió los pasillos de regreso a su habitación y al dar la vuelta a la esquina del definitivo acceso creyó ver y vio una forma humana en la puerta de una de las habitaciones. Era Helen, la suiza, cubierta con un pijama vaporoso de dos piezas, con el cuerpo entre la habitación y el pasillo, la puerta a manera de parapeto púdico y una sonrisa en los labios, la voz casi inaudible:

—¿Pasa algo?

—No. ¿Tiene insomnio?

—Sí. No puedo dormir. Y además mi marido está tan mal.

—¿Qué le pasa?

—Ha tenido un ataque de nervios y le han dado un sedante. Mire.

La puerta se abrió y Carvalho siguió a aquel cuerpo que olía a animal tibio. Sobre una de las dos camas de la habitación el gigante suizo dormía, pero aún quedaban lágrimas en sus ojeras y sobre las mejillas. Helen permanecía en pie pero como encogida, mirando al suelo.

—Tengo miedo.

—¿De qué?

—Están pasando cosas terribles.

Helen se le echó encima, se le abrazó y puso sus labios sobre los de él para retirarlos en seguida.

—No le beso porque durante el ayuno tenemos mal aliento.

—Yo siempre tengo un aliento excelente. —Váyase. Váyase, por favor.

Salió un quejido de los labios del marido, como si soñara la simple posibilidad del adulterio, y Carvalho caminó hacia atrás para controlar visualmente a la pareja. Pero seguía dormido el hombre y ella parecía sobre todo preocupada por taparse con las manos la evidencia de los senos dorados y despiertos bajo la transparencia del pijama. Ya en su habitación, Carvalho decidió que el sueño, si quería, le viniera cuerpo a cuerpo y no en la vejada posición del durmiente desdeñado. Salió a la terraza y encendió un Cerdán, el primer puro que consumía desde que entró en la clínica, advertido por madame Fedorovna de la prohibición expresa de fumar que había dentro de El Balneario. Es una transgresión inferior a la del asesinato, aunque la punta del puro encendido ofrecía un blanco perfecto desde el amenazador entorno. Regularmente pasaban bajo la terraza los guardas jurados, en un continuo recorrido por el jardín hasta los límites del parque. Pero no sólo velan Carvalho y los guardas. En la puerta del consultorio que daba al jardín estaba Gastein, la bata blanca denunciada por la luna como un fuego fatuo. No se movía. Parecía meditar o contemplar obsesionado una lejanía que terminaba en el pabellón de los fangos. El cuerpo le pidió cama y Carvalho aceptó la llamada, y nada más caer sobre las sábanas se quedó dormido. Despertó con la sensación de que acababa de acostarse y algo urgente debía hacer, pero nada era urgente en El Balneario y repitió la conducta de todos los días: orinar, limpiarse los dientes, ponerse los calzoncillos, el albornoz y coger el pasaporte para que le registraran el peso y la presión y salir en busca del distribuidor del pasillo donde esperaban los residentes el pesaje a cargo de frau Helda, la enfermera de planta. Normalmente son situaciones tediosas y calmas en las que se pronuncian las palabras más justas de saludo y a lo sumo se comenta el tiempo, esas nubes que siempre llegan desde el oeste y crean la pasajera impresión de que no hará sol; o algún cliente extrovertido antes o después del pesaje expresa su angustia por si ha perdido o no ha perdido y se entrega al diagnóstico de los demás, como si de su opinión dependiera su pérdida o ganancia de peso. Pero hoy se habla y sobre todo se escucha la exposición de razones de un cliente alemán acostumbrado a ser escuchado. Explica la situación y la gravedad de una retención que no sólo daña sus intereses, sino que pone a prueba su salud. El ayuno por el sistema Faber requiere una disposición anímica de suprema tranquilidad. ¿Qué tranquilidad pueden tener amenazados por un criminal al acecho? ¿Qué confianza pueden tener en una policía indígena que ha demostrado ante toda Europa su ineficiencia en la lucha contra el terrorismo y que ahora lo resuelve todo convirtiendo El Balneario en un campo de concentración? Y si la explicación a todo lo ocurrido no es el terrorismo, sin duda se trata de hechos delictivos y hay que apuntar a los potencialmente más en situación de ser los delincuentes y nunca a una clientela caracterizada por su respetabilidad dentro y fuera del balneario. Permítanme que me presente, me llamo Klaus Shimmel y dirijo un negocio de papeles pintados, última evolución de una auténtica dinastía de industriales que se remonta a mi bisabuelo, el mejor encofrador de Essen. ¿Cuántos como yo hay aquí? Si cada uno de ustedes contara su historia quedaría reflejado el retablo de lo más sólido, solvente y digno de Europa, la Europa que trabaja y crece a pesar de las dificultades interiores y exteriores. ¿Merecemos ser tratados como borregos, a los que se les puede imponer una situación que nosotros no hemos hecho nada para que se produjera? El protagonismo del industrial de Essen le fue arrebatado por el marido de Helen. Escuchaba hasta entonces la perorata afirmando con la cabeza, pero ahora se dejaba llevar por un arrebato y asumía la voz cantante con una vehemencia próxima a la incoherencia. Estamos cercados, rodeados de miserables que quieren matarnos porque nos envidian, envidian todo lo que tenemos, nuestro dinero, nuestra cultura, nuestras mujeres, y nos lo quieren quitar. Basta ya de pasividad. Hay que forzar el cerco por los procedimientos que sean y volver a sentirnos seguros en nuestras casas. En pleno discurso del suizo, pasaron las muchachas de la limpieza cargadas con pirámides de ropa blanca y el orador las señaló acusadoramente: que busquen entre ellos, entre ésos, ahí deben de estar los asesinos, ¿qué motivos tenemos para matarnos entre nosotros? A pesar de que la vehemencia desautorizaba un tanto su lógica, el último argumento aportado fue asumido por la mayoría de los reunidos. Evidentemente, si mistress Simpson no había sido asesinada por el terrorismo político, no había otra causa posible que el terrorismo económico. Los terroristas políticos van de uniforme moral y estético, pero los terroristas económicos no, y mucho menos en un país atrasado y lleno de parados como España o Italia o Portugal. ¿Por qué no van hacia ahí las investigaciones? Las hermanas alemanas coreaban cuanto se decía con una disposición polifónica de ex niñas prodigio de la familia Trapp y una de ellas, la mayor, propuso crear una comisión que representara todas las comunidades extranjeras para ejercer presión ante la policía y la dirección. No estuvo de acuerdo el comerciante de Essen. Puesto que la iniciativa surgía del grupo alemán, al que se sumaba ardientemente nuestro amigo suizo, tenemos derecho a constituir una comisión propia y los demás ya se arreglarán. De hecho se había observado una conducta demasiado pasiva por parte de los franceses y los belgas y con los demás ni se podía contar. En éstas llegó Sullivan arrastrando su largo esqueleto y tardó en comprender lo que estaba sucediendo. Carvalho le hizo un resumen.

—Por la pureza de la raza hacia la inocencia congénita. Son alemanes y ricos y por lo tanto son inocentes. Pronto descubrirán lo mismo los franceses, los belgas y el cerco en torno a los delincuentes, a los asesinos, se irá estrechando.

—¿Asesinos? ¿Pero no lo armó todo el Von Trotta ése, el jodío viejo?

—No. Von Trotta también ha sido asesinado.

—Pues nosotros también tendremos algo que hacer.

—¿Quiénes somos nosotros?

—Pues los españoles. Como se pongan en plan nacionalista, a mí no me pasan la mano por la cara.

—Sospechan del personal de servicio.

—Por ahí se podría empezar, porque hay cada uno que parece recién llegado de la sierra con el trabuco plegable. ¿Y ese Serrano, el de la policía, ya sabe lo que se hace?

—Cree saberlo. Pero tiene más miedo que todos nosotros juntos a que el caso le venga ancho y a estas horas debe de tener toda clase de presiones empresariales, políticas y diplomáticas para que resuelva cuanto antes este galimatías.

—A ver si me fastidian la salida el sábado. Me parece que les busco un asesino y les digo: venga, ése al talego y a salir todos. Luego ya se arreglarán.

Le tocó el turno de pesaje a Carvalho y Helda le recibió con sus buenos días maliciosos de costumbre. A ver a ver ese peso. ¿Cuántos whiskies se ha bebido esta noche? Bueno. Bueno. Ha bajado poco, pero con este clima que se ha creado, el organismo no responde al tratamiento y los nervios retienen líquidos.

—Curioso el caso de Von Trotta.

—No me hable. No he podido dormir en toda la noche. Un acto absurdo. Aquel hombre tan, tan…

—Elegante.

—Elegante, ésa es la palabra.

—Pero ya se sabe que no fue Von Trotta. Ya se sabe que fue asesinado.

Helda apenas si se creyó en la obligación de demostrar sorpresa. Apenas un ladeo de cabeza y un ¿ah, sí? que no distrajo la atención con que atendía las convulsiones de la aguja registradora de la presión sanguínea de Carvalho.

—Le ha bajado mucho la mínima. Eso está bien. Está bien. No creo que usted sea un hipertenso crónico, pero llegó aquí en muy malas condiciones. Cuando salga vigílese la presión siempre que pueda, ahora hay unos aparatos en las farmacias que funcionan con monedas y te miden la presión perfectamente.

—¿Le constaba a usted que hubiera alguna relación entre Von Trotta y mistress Simpson?

—¿A mí? ¿Por qué? Von Trotta trabajaba aquí incluso desde antes de mi llegada y mistress Simpson creo que era el cuarto año que acudía a la clínica. Es todo tan absurdo. Tan inexplicable.

—¿Era una dienta difícil?

—Mistress Simpson era una dienta exigente, no difícil. La misma exigencia que tenía para consigo misma.

—Pero era algo conflictiva. Yo la he visto discutir con personal de la dirección.

—Había que saber llevarla. Aquí todas las personas son amables y afables hasta que no se demuestra lo contrario. De mañana, con el albornoz puesto, todos parecen iguales. Pero es un falso uniforme. Han aplazado sus problemas fuera de la clínica, sólo aplazado.

—¿Qué problemas?

—Los que no tienen una angustia real se la inventan, señor Carvalho. ¿No cree?

—Es posible.

Salió Carvalho con el pasaporte en regla y se encontró a Sánchez Bolín como único poblador de la antesala.

—¿Qué pasa aquí? ¿Han evacuado la clínica?

—Hace un momento estaba esto lleno.

—Pues cuando yo llegaba se marchaban todos en fila india conducidos por el loco ése, por el marido de la guapa. ¿Alguna novedad?

—Von Trotta ha sido asesinado.

—¿Quién es ése? ¿Tiene algo que ver con una directora de cine alemán?

—No creo. Es el profesor de tenis.

—Dios mío, el ahorcado. No le ha bastado con ahorcarse sino que además se ha hecho asesinar.

Se fue Sánchez Bolín a saber algo más sobre sí mismo, es decir, el peso que tenía aquella mañana, y Carvalho marchó hacia la dirección. Allí estaba la comisión alemana dirigida ora por el suizo, ora por el comerciante de Essen, aunque a medida que avanzaba el cerco la entereza del suizo se descomponía y a la vez le estallaba en estridencias histéricas. En cambio, el honrado comerciante de Essen demostraba un aplomado dominio de la situación que sus compatriotas le agradecían y empezaban a considerar al suizo más una molestia que una ayuda. Carvalho buscó a Helen en el grupo, pero no estaba. Se había quedado apartada, mordiéndose la punta de los dedos, contemplando a su marido obsesivamente, como si quisiera enviarle un telemensaje que él no recibía o no quería recibir. El tumulto alemán había concienciado a la totalidad del balneario y otros grupos se formaban a una respetable distancia, primero críticos del comportamiento de los alemanes, pero luego progresivamente comprensivos y cada vez más convencidos de que si hasta los alemanes, fríos y razonables, reaccionaban de aquella manera, era porque había un motivo evidente y era necesario tomar partido en el asunto. Molinas se asomó a la puerta y pidió que se formara una comisión que finalmente formaron el industrial, una de las hermanas alemanas y el tenista que había tratado de destruir a Von Trotta mañana tras mañana. La exclusión del grupo negociador fue demasiado para el suizo. Se apartó del grupo y empezó a vociferar insultos contra todos, a patalear, a lanzar puñetazos al aire y de pronto se dejó caer en el suelo retorciéndose y babeando. El ataque de epilepsia era evidente y en el corro de espectadores destacaba la presencia de una saltarina Helen, unas veces adelantándose de puntillas hacia el revolcado cuerpo de su marido, otras retrocediendo y buscando refugio entre los mirones. Carvalho trató de imponer su voz para que le trabaran la lengua, pero no fue obedecido, y cuando se disponía a echarse sobre el suizo con un cinturón de su propio albornoz en la mano, llegó corriendo Helda al frente de un pelotón sanitario en el que formaba parte Gastein y el más forzudo de los masajistas masculinos. Rodearon el cuerpo del suizo, le introdujeron un objeto metálico en la boca que no pudiera tragarse y que al mismo tiempo le impidiera morderse la lengua y mientras le sujetaban Helda le puso una inyección calmante en un culo blanco y en forma de pera lleno de granos y de cabalísticos recorridos vellosos. Cargaron luego el cuerpo en una camilla que marchó rauda hacia el ascensor rodeada del comando médico y de Helen. Carvalho aprovechó el revuelo para meterse en el despacho utilizado por la policía y allí estaba Serrano escuchando un programa radiofónico a través de un pequeño transistor de bolsillo.