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Los buenos ánimos de la expedición española flaquearon en cuanto, llegada al primer campamento de la base de la recepción, pudieron comprobar cómo la delegación belga aún no había sido recibida porque sus miembros se habían dividido en flamencos y valones y de una discusión inicial sobre la necesidad de expresarse en los dos idiomas, aunque Molinas no entendiera el flamenco, se pasó a una discusión verbal airada en la que flamencos y valones acabaron hablando cada cual su idioma, haciendo los unos como si no entendieran a los otros. De las voces airadas e incomunicantes se pasaron a las acciones manuales, reducidas a algún empujón y al paseo provocador de las manos por delante de las caras, cuando la delegación valona decidió tomar la iniciativa y pasar a la audiencia sin esperar el acuerdo de los flamencos. Villavicencio contemplaba cuanto ocurría y no lo comprendía, pese a las explicaciones del vasco desde el punto de vista interesado de que en todas partes cuecen habas. Y una vez entendido el grave problema escisionista belga, Villavicencio siguió sin entender por qué el general Delvaux no intervenía, imponiendo su calidad de militar que estaba por encima de las divisiones fratricidas. En efecto, Delvaux había sido invitado a pronunciarse pero rehusó discretamente el compromiso, aduciendo con poquísimas palabras que la cuestión le implicaba pero le rebasaba y que cualquier gesto suyo podía implicar a la institución que representaba: el Tratado de la Organización del Atlántico Norte. Sin una consulta con el mando y habida cuenta de que cuanto sucedía era en un país extranjero, un desliz por su parte podía poner en entredicho el prestigio de la organización. Resolvió aquel divorcio el propio Molinas, saliendo a parlamentar en lengua francesa con los valones y en alemán con los flamencos, lamentando muy vivamente no poder hablarles en su lengua. Es el justiprecio que hay que pagar por una lengua oprimida, le contestó la más levantisca de las flamencas. Desde la posición española no se podía escuchar el cuchicheo tranquilizador de Molinas, que no pareció convencer a nadie pero sí detuvo de momento la escalada de la agresividad. Elevó los ojos al cielo Molinas, para luego cerrarlos como aprovechando al máximo la recién recibida fortaleza divina, cuando vio que se le acercaban los españoles. No agradó al resto de la comisión el tono con el que Colom empezó su exposición, demasiado disculpatorio; pero en cuanto le expuso los tres puntos mínimos para toda posible negociación, Molinas casi se enterneció y les dio las gracias por su comprensión. Aceptó las tres peticiones y Colom se inclinó ante él repetidamente, sorprendido y satisfecho por la facilidad de su gestión, y ya culeaba el catalán tratando de llevarse tras de sí a la comisión cuando la voz de Duñabeitia contuvo el movimiento de retirada.
—Un momento. Me sorprende, Molinas, que usted acepte tan rápidamente. ¿Qué le han pedido los otros?
—Aquí entre nosotros y contando con su discreción y con la ayuda que debemos prestarnos entre paisanos, se han pedido locuras. Por ejemplo, derecho de llevar armas y que la cuarentena se aplique sobre todo al personal auxiliar: las chicas de la limpieza y del servicio, es decir, las mecánicas, los jardineros, el personal auxiliar que cuida de las instalaciones técnicas, etcétera. Cacheo diario de todas las habitaciones del personal subalterno…
—La segunda petición no me parece ninguna tontería —comentó Sullivan ante la comunidad española en pleno cuando regresó la expedición—. Aunque sean compatriotas nuestros, no por eso les vamos a sacar las castañas del fuego. Es lógico pensar que los crímenes vengan de por ahí. Por ejemplo, lo he pensado durante horas y todo cuadra, se encaprichan con algo que tenía mistress Simpson, se lo roban, los descubre, la matan, Von Trotta lo ha visto todo y van a por él. Es la explicación más elemental.
—También ha podido ser un vagabundo que se metió en la finca…
Un importante sector femenino se inclinaba por esta explicación, pero Carvalho buscó la complicidad de Sánchez Bolín para comentar:
—Eso ya no se utiliza ni en las novelas policíacas baratas. Es la primera explicación que se les ocurre a los personajes de Agatha Christie, pero en seguida la desechan.
—Pero un día u otro ocurrirá —opinó Sánchez Bolín, y añadió—: El día en que el crimen lo haya cometido de verdad el vagabundo se habrán acabado las novelas policíacas.
Villavicencio informó que él disponía de una pistola con licencia, naturalmente, que ponía a disposición de la comunidad. Tendríamos que saber el número de nuestras habitaciones y centralizar el servicio de seguridad en la mía. ¿Que veis algo sospechoso? Me llamáis y yo voy para allí con la pistola.
—Yo estoy en el quinto pino, Ernesto, y cuando tú llegues con la pistola ya me han dejado seca.
—En toda acción defensiva hay que presumir un número de bajas. Lo importante es que sean mínimas. ¿Cuántos españoles somos?
—Veintidós, contando los catalanes —informó Sullivan.
—Un diez por ciento de bajas no sería un mal balance.
—Dos coma dos, exactamente.
Confirmó Sullivan de este modo la sospecha que los demás no se atrevían a asumir del todo: el coronel daba por posible que dos coma dos miembros de la comunidad española podrían no salir del balneario vivos. Un coro de indignación se alzó y la palabra bárbaro fue la más suave que tuvo que escuchar Villavicencio, al que su mujer reconvenía a distancia, sin dejar de hacer media. Nervioso y gesticulante, Villavicencio dejó el grupo y se fue a sentar junto a su mujer.
—Ernesto, siempre hablas de más.
—Ya lo sé, Sólita, ya lo sé. Pero yo se las canto al lucero del alba y en combate no se puede mentir a los combatientes. Tampoco imbuirles derrotismo. Pero han de saber lo que se juegan.
Poco a poco el fervor de la discusión colectiva dio paso a un mutismo generalizado, el ensimismamiento. Cada cual pensaba en su propia suerte, en su capacidad de poder flotar en aquella corriente por sus propias fuerzas y hacer valer la propia entidad. El vasco se acercó a Carvalho para decirle que había telefoneado a un contacto seguro del País Vasco y le constaba, con toda clase de credibilidad, que no se trataba de un asunto de ETA.
—Tal vez terrorismo chiíta o armenio o libio. O quizá Sullivan tenga razón y todo es más simple. Ayer noche me interrogó el policía ése. ¿Ya has pasado por ahí?
—Sí.
—Un lunático, ¿no? Cambia de luna cada cinco minutos. O tal vez sea su método para desconcertar a la gente. Un payaso. En cuanto ven a un vasco ya se piensan que tiene la Parabellum en la bragueta. Y su compañero aún peor. Voy a enviar una carta al ministro del Interior poniéndoles verdes. No sé qué se creerá esa chusma, que no sabían qué era comer caliente hasta que se hicieron funcionarios. Toda España está llena de funcionarios, hasta los punk. El que arriesgue un duro por levantar este país es un imbécil.
Había escuchado Colom las últimas frases del vasco y las ratificó con energía:
—Te vienen detrás con el cuento de que inviertas, de que crees puestos de trabajo. ¡Venga! Apa! ¡Que se espabilen! Yo trabajo todas las horas del día y mis únicas vacaciones me las paso aquí, ayunando. Ya es bien triste, ya. Y luego para que los cuatro duros que tengas los hayas de invertir para que una gentuza que no cree en el trabajo ni en nada, y te toma el pelo cuando quiere, pueda comer caliente y comprarse un video. Porque todos tienen video, ¿eh? No se confunda. Hasta el más muerto de hambre tiene video.
Dejó Carvalho a los dos empresarios con sus cuitas y subió a la cabina pública instalada en un ángulo de la recepción. Pidió a la centralita que le pusieran con el inspector Serrano y cuando lo tuvo al teléfono le preguntó si podía entrar en cuanto acabase el interrogatorio que tenía entre manos. Venga, pero pase a través del despacho de Molinas. Se fue Carvalho allí. Estaba vacío y esperó a que se abriera la puerta de comunicación y Serrano le diera paso. La cara del inspector era una pura ojera excavada por algún enemigo interior y sobre la piel le brillaba la viscosidad del cansancio. Ni le miró el ayudante y la secretaria aprovechaba la pausa para desperezarse como una gata morena, con los pechos melosos aunque tenía la cara un tanto hombruna.
—¿Alguna novedad?
—Nada nuevo. Espero los informes de los fiambres. No tardarán, pero parece ser que se complican, sobre todo el de la vieja. Ni la embajada de Estados Unidos se aclara. Según la embajada, mistress Simpson antes de ser mistress Simpson, es decir, antes de casarse con un tal Simpson, no existía. Consta un documento de boda a nombre de James F. Simpson y Perschka, pero es el primer y único documento que se tiene sobre la tal Perschka, como si hubiera salido de la nada para casarse.
—¿Y por aquí?
—Me muero de lepra. Todos me cuentan su vida, lo importantes que son, lo imprescindible de que salgan cuanto antes. Especialmente estoy de ese suizo hasta las narices, de ese del ataque.
—¿Lo han evacuado?
—De evacuar, nada. Le han controlado el ataque, de momento. Ya veremos.
—¿Antecedentes?
—Pequeñas cosas. Cinco o seis entre los huéspedes. Cuestiones económicas, pero de poca importancia. Entre los españoles hay un cheque sin fondos, hace cuatro años… un tal Royo, aragonés, industrias farmacéuticas… Nada. La cosa cambia entre el personal de servicio, hay tres con antecedentes. Uno, antecedentes políticos. Era un líder sindical agrario en su pueblo de Huelva y tuvo problemas hace unos doce años. Otro, por escándalo público. Se dedicaba a enseñar la pitilina en la salida de los bailes. Y el tercero, por chorizo. Guzmán Luguín Santirso. Un caso interesante. Tal vez incluso lo recuerde. Hace veinte años era chófer de un notario de Madrid. Robó joyas y dinero por valor de unos diez millones. Cuando se fugaba con el botín fue descubierto por una criada. Hubo un forcejeo y ella apareció muerta.
—¿Un golpe? ¿La estranguló?
—No. Se quedó roque del susto. Un ataque cardíaco. A él le condenaron a ocho años. Cumplió cuatro. Desde entonces no se ha metido en líos que se sepan. Declaró de buenas a primeras sus antecedentes. Su coartada no sirve, como la de nadie. A partir de las doce de la noche esto es el valle del ronquido. Cada mochuelo está en su olivo y nadie sabe lo que hace el otro.
—¿Ese hombre forma parte del personal que se queda aquí o del que vive en Bolinches?
—Se queda aquí. Es especialista en calderas y depuradoras. En cualquier momento se le puede necesitar.
Se echó a reír Carvalho.
—Si ese hombre no existiera habría que inventarlo.
—Me lo guardo en la reserva.
—Todos están pidiendo un chivo expiatorio.
—Cumplo órdenes.
Sonó el teléfono y Serrano se lo señaló a su ayudante. Lo cogió y forcejeó durante unos segundos con su propia capacidad de comprender lo que le estaban diciendo.
—O alguien se cachondea o esto es de tebeo. La guardia civil ha detenido a un tal Juanito de Utrera, el Niño Camaleón, y a otro tipo.
—¿Dónde?
—Querían entrar en el recinto. Les han dicho que no se podía y se han puesto chulos.
—¡El Niño Camaleón! El que faltaba. ¿Quién será ese tío?
Carvalho le puso en antecedentes sobre las actividades culturales de El Balneario y Serrano se encogió de hombros. Ordenó que le dejaran pasar y se encaminó al despacho de Molinas para saber a qué atenerse sobre el cantaor. Molinas estaba reunido con los Faber, recién llegados de Madrid dijeron, y al decirlo contemplaban a Serrano con una especial insistencia. Empezaban las explicaciones de Molinas sobre Juanito de Utrera y sus disculpas dirigidas a los Faber por no haberse acordado de aplazar la actuación del dúo flamenco, cuando les llegaron voces airadas desde la entrada y salieron del despacho para presenciar la escena de Juanito de Utrera abanicando con su sombrero cordobés al guitarrista derrumbado sobre el sofá.
—¡Mire lo que le han hecho los civiles, esos salvajes!
Tardó el Niño Camaleón en explicar que, ante la tozudez del guardia en no dejarles pasar, le habían dicho cuatro cosas bien dichas, y en su nerviosismo el guardia les había dado algunos manotazos, con mala intención, se lo juro, señor Molinas, con mala intención, que mire cómo me ha dejado el tupé que parece una boina. Y este pobretico que nunca se ha visto en una de éstas, pues que se me ha puesto pálido, amarillo, verde y ahí lo tiene. Que no hay derecho. Disculpó Molinas a los guardias por las muchas horas que llevaban de servicio e informó a la pareja flamenca de lo sucedido y de lo impropio de que en estas circunstancias nos deleitaran con sus canciones.
—Nosotros nos metemos en situación, señor Molinas, y le cantamos hondo, hondo… algo triste, impresionante, que al lado de lo nuestro el Réquiem de Mozart es un chachachá.
—No, no, muchas gracias, queridos amigos, alabo su profesionalidad, pero no sería comprendido, todo el mundo está muy nervioso.
—Fíjese en esta letrilla, señor Molinas:
Te canto porque te has muerto,
compañerito del alma.
Te canto porque te has muerto,
compañerito del alma.
Se había reanimado el guitarrista y semiincorporado en el sofá empezó a jalear al cantante y a iniciar las palmas. Insistió Molinas en que no era el momento y que no se preocuparan por el cobro de la actuación. A efectos de pago, como si hubieran cantado. Se lo agradecían mucho y lo aceptaban, aunque no era su estilo y le aseguraban que no había ceremonia fúnebre más bonita que un fandango cantado con el corazón. Carvalho les dejó entre intercambios versallescos y se puso a la estela de Serrano, que volvía al encuentro con los Faber. Primero los dos hermanos contemplaron a Carvalho como un enigma, pero el retornado Molinas realizó las presentaciones. Ni le hicieron caso los Faber, ansiosos como estaban de decirle a Serrano que habían conseguido audiencia con el ministro del Interior, por intercesión de un alto cargo del Gobierno, cliente habitual de El Balneario, y que habían recibido toda clase de seguridades del pronto final de tantas molestias. Dudo que El Balneario pueda recuperarse durante muchos años de este desprestigio, insistía Hans Faber, y hubiera seguido en sus lamentaciones de no haberse reproducido de nuevo el alboroto en la entrada. Y al salir todos a ver lo que ocurría, volvieron a encontrar al de Utrera y su guitarrista en plena histeria, con los tupés más ladeados si cabía y flanqueados por una pareja de la guardia civil.