10

El primero en llegar fue Tomás y se cohibió cuando comprobó que Villavicencio era el único poblador del gimnasio. El coronel paseaba a lo largo del salón y de vez en cuando se detenía para sorprender en el gran espejo su propio gesto meditativo. Con un leve movimiento de una mano deshizo el intento de saludo militar del muchacho y prosiguió en sus cavilaciones sin duda motivadas por la acción que iba a emprenderse. Luego se filtró en el salón más que entró el vasco, deseoso de dar a la expedición todas las características formales requeridas, y tras él llegó Carvalho. El coronel miró el reloj críticamente cuando Sullivan se presentó con un cuarto de hora de retraso sobre el horario concertado.

—Me haces esto en una acción de guerra y te fusilo, Sullivan.

—A una acción de guerra yo ya ni me presento.

—Además, derrotismo. Eso equivale a un consejo de guerra sumarísimo y al pelotón por la vía más rápida. Bien. ¡Atención!

Se contuvo cuando iba a añadir ¡firmes!, pero no dejó de examinar críticamente a los allí reunidos, como si les pasara revista. Muy bien, Sullivan, muy bien esa camisa blanca para que nos vean desde el Kilimandjaro. Esa tripa, chico, con esa tripa más que rastrear vas a rodar. Y tú, vasco, quiero tenerte durante toda la operación a mi vista, no pienso darte la espalda ni un segundo. En cuanto a usted, el observador, vaya en retaguardia y advierta de cualquier circunstancia anómala que ocurra tras nuestras filas.

—Bien. No sé. No sé qué partido puedo sacar a este montón de paisanos paletos. Ante todo se me plantea un serio problema de casuística militar. ¿Qué componemos? ¿Una patrulla? ¿Un comando guerrilla o antiguerrilla? Habida cuenta, además, que se trata de un grupo de hombres desarmados, repito que desarmados, dispuestos a cumplir un objetivo militar.

—Con la venia —pidió Sullivan—. Se me ocurre que esto podría caracterizarse, digo yo, como un grupo de objetares de conciencia que han puesto como condición mínima el no pelar a nadie.

—¡En el frente no se ponen condiciones! Vamos a ver, ¿qué es una patrulla?

Se les revelaba a todos un nuevo Villavicencio didáctico que cuando quería subrayar la importancia de determinadas palabras las subía de tono progresivamente, como si quisiera despegarlas de la sintaxis y de la tierra.

—Se llama patrulla a toda pequeña fracción o núcleo de hombres que una unidad constituye o destaca para el desempeño de un cometido en relación con la propia unidad o el enemigo. Generalmente, una patrulla se compone de dos núcleos. Uno para el cumplimiento de la misión específica que la patrulla haya recibido. Otro encargado de la protección y seguridad de la propia patrulla. Bien. Hasta aquí ya hay dificultades, porque no tenemos los suficientes hombres como para crear esos dos núcleos. Pero no todas las dificultades se reducen a eso. ¿Qué misiones tiene la patrulla? A ver tú, vasco, sargento…

—Pero qué sargento ni qué…

—A partir de ahora serás el sargento. Dime. ¿Qué misiones debe cubrir una patrulla? ¿Ninguna? ¿Cero? Vaya suboficiales que hay hoy en día. Pues bien, una patrulla puede situarse a vanguardia de una pequeña unidad que realice determinados trabajos, reconocer un punto de terreno en vanguardia de la unidad en movimiento o establecida en defensiva, situarse en un punto del terreno a vanguardia o flanco de la unidad o posición, para observar y vigilar al adversario, descubrir la presencia o ausencia del enemigo…

—Perdona, mi general.

—Coronel, Sullivan, coronel…

—Y si la patrulla descubre la ausencia del enemigo ¿deja de ser patrulla?

—¿Qué leches dices?

—No es un problema gratuito. Recuerdo que en la Universidad, cuando yo estudiaba para rojeras con mi prima Chon, nos planteamos la contradicción metafísica que hay en el término «dictadura del proletariado». ¿Se puede hablar de dictadura del proletariado cuando de hecho la burguesía ha sido derrotada y casi aniquilada? Ergo, una patrulla sin enemigo, por ausencia del enemigo, como tú tan preclaramente has dicho, mi coronel, ¿es propiamente una patrulla?

—¡Una patrulla es una patrulla hasta que el jefe no diga lo contrario!

—Ahora lo veo todo más claro, mi coronel.

—Prosigamos, y no toleraré interrupciones que pueden poner en peligro por razones de tiempo nuestros objetivos imprescindibles. Decía que una patrulla puede descubrir la presencia o la ausencia del enemigo, observar al enemigo, abrir un paso en la zona de obstáculos y… —Les miró de uno en uno para alertarles sobre la importancia de lo que iba a comunicar—. ¡…y realizar emboscadas! He aquí la característica que puede ayudarnos a considerar que esto es una patrulla. Ahora bien, también hay que tener en cuenta que nos apropiamos de algunas de las características de las guerrillas y de las antiguerrillas. ¿De las guerrillas? Mantenimiento de la libertad de iniciativa mediante la movilidad, conocimiento del terreno, apoyo de la población y utilización de métodos tácticos apropiados. ¿De la contraguerrilla? Menos, pero alguna relación tenemos; por ejemplo, la coordinación entre acciones civiles y militares. Resumiendo, somos una patrulla en operación de castigo, eso que los norteamericanos, especialmente el cine, han popularizado bajo el nombre de comando.

—Somos un comando —exclamó Sullivan ilusionado.

—Por lo tanto, he establecido un plan en función del conocimiento del lugar de la acción y de los movimientos que la patrulla debe desempeñar por el terreno. Vamos a dar un golpe de mano y hay que distinguir dos fases: organización y ejecución. Contemplen este croquis.

Desarrolló una cartulina y la enganchó sobre el cristal del gimnasio con ayuda de papel autoadhesivo. Ante la patrulla quedó un galimatías de líneas continuas y discontinuas sobre un terreno táctico dibujado topográficamente. Bajo las líneas que descansaban en la figura dominante de un ángulo con el vértice en las cocinas de El Balneario, apareció un escrito pulcramente confeccionado con rotulador:

1. — Objetivo.

2. — Centinelas.

3. — Direcciones de la probable reacción enemiga.

4. — Punto de dislocación.

5. — Grupo de protección.

6. — Grupo de apoyo.

7. — Miembros del elemento de eliminación de centinelas.

8. — Grupo de ataque.

9. — Zona de reunión.

—¿Objetivo? La cocina, y concretamente la despensa de la cocina. Centinelas, podemos considerar como tales a la señora Encarnación y su marido y hasta puede incluirse su hijo si no se ha ido a Bolinches a hacer el golfo. Esperemos que no sea preciso neutralizarlos porque no adviertan la operación, pero si aparecen, deberán ser neutralizados. Dado la escasez de efectivos personales y armamentísticos, tú, vasco, serás la avanzadilla; tú, gordo, cubrirás el flanco izquierdo y a la vez serás el grupo de protección; tú, Sullivan, el derecho y serás a la vez grupo de apoyo; usted, detective, en la retaguardia viendo lo que nosotros no podamos ver por las especiales características del terreno. Especialmente vigile usted los ventanales del salón porque esta noche hay baile y cualquiera puede asomarse. Yo marcharé en el centro mismo de este ángulo y en cuanto el vasco me haga la señal avanzaré hacia el objetivo; es el momento para que los demás me secunden, pero sólo en ese momento. El vasco estornudará y querrá decir: camino abierto. Pero si hay centinelas deberá agitar un pañuelo blanco y yo avanzaré más rápidamente para ayudar a neutralizarlos. Ya sé que es muy heterodoxo, pero no hay más cera que la que arde. ¿Alguna pregunta?

—¿Podemos hacer prisioneros?

—¿Cómo debo entender tu pregunta, Sullivan?

—Mi coronel, has hablado de neutralizar al matrimonio encargado de los comedores y la cocina, pero ¿cómo? ¿Los pasamos por las armas o nos los llevamos?

—No seas memo, Sullivan. Si nos los llevamos será descubierta nuestra acción antes de lo necesario. Pero lamentablemente tampoco podemos pasarlos por las armas ni darles un golpe ni dejarlos maniatados. Distinguiremos pues una neutralización teórica de una neutralización factual. Según la neutralización teórica, zas, los ejecutamos. Según la factual, les pegamos cuatro gritos y les decimos que no molesten. Resumamos. Nuestros movimientos serán: aproximación, ataque, retirada, concentración y dispersión.

Carvalho intervino:

—Olvidaba, coronel, que hay un guarda jurado vigilando por el exterior de la finca. Lo normal es que no se meta dentro, pero si se mete nos toparemos con un centinela armado y que además no estará al tanto de nuestras intenciones reales. ¿Qué hacemos si el guarda jurado se presenta con la pistola?

—Pues le pegamos unas cuantas patadas en los cojones y nos cagamos en sus muertos. También puede caerse la luna. Me conozco el paño de los racionalistas. Te van poniendo pegas racionales y lo que les pasa es que se mueren de miedo. Cuando hay demasiado cerebro es que hay pocos cojones. Entendido. Una vez cubierto el objetivo emprenderemos la retirada por orden inverso al de la llegada, es decir: el vasco, el gordo, Sullivan, el detective y yo saldré el último. Punto de concentración, la puerta del pabellón viejo. Hora límite… ¡a ver!, ¡coordinen los relojes! En el mío son las nueve y cuarenta y cinco.

—Una hora menos en Canarias —opinó Sullivan con una aparente serenidad facial que no pudo mantener hasta el final de su frase, y de la boca le salió una estampida de risas y salivas.

También el vasco era víctima de un ataque de risa y daba puñetazos sobre la pared para contenerse. El coronel les miraba despreciativamente y con un pie daba impacientes pataditas contra el suelo. En cuanto al muchacho, estaba preocupado por la reacción del coronel, y Carvalho trató de demostrar que no iba con él la situación. Acabado el ataque de hilaridad se dispusieron a abandonar el gimnasio según un orden convenido. El vasco salió al jardín y se hizo cargo de todos los puntos de referencia fundamentales. A la izquierda, en lo alto, el iluminado salón y las sombras chinescas de las parejas de bailarines. A la derecha, al final de la pendiente, el pabellón de los fangos, al frente, a unos cien metros, la piscina, y a la izquierda de la piscina, las dependencias de cocina y comedor.

—¡Me cago en la leche! —gritó el coronel en sordina—. ¿Nadie se ha acordado de traer algún colorante oscuro para la cara? ¡Si no pienso yo en todo! Esa camisa, Sullivan, te delata; quítatela. No habrá más remedio que ir agazapados hasta las adelfas y una vez allí, cuerpo a tierra por el césped, es casi un campo al descubierto y seríamos vulnerables bajo el fuego enemigo.

Se desplegó el comando formando un rombo y el vasco predicó con el ejemplo, agazapado, casi en cuclillas primero y luego, de pronto, nada más rebasar la línea de las adelfas, se tiró al suelo y avanzó reptando con la ayuda de los codos y las rodillas. Con desigual fortuna asumieron el ejercicio sus compañeros, y no fue el coronel el último en disimular su impotencia para el arrastrado y avanzar en cuclillas tras el adelantado que seguía serpenteando. Levantó el brazo el coronel para detener el avance, a la espera de que el vasco informara sobre el objetivo. Su estornudo reveló que había campo abierto y los cuatro restantes miembros de la patrulla fueron cerrando el territorio que les separaba hasta converger ante la puerta lateral de la cocina.

—¿Sin novedad, mi sargento?

—Sin novedad, mi coronel.

—¿Bajas?

—El radiotelegrafista nos ha abandonado.

—¿Por qué?

—Su mujer espera un niño, mi coronel.

—Se le formará consejo de guerra. Ahora tú, gordo, abre la puerta.

—Está cerrada.

—Pues por eso, ábrela.

—Es que está cerrada por dentro.

—¡Inútil! ¡Una buena guerra te haría falta! ¿Tú crees que se puede contestar así? ¡Está cerrada! No se puede parar una operación con la excusa de que la puerta está cerrada.

—¿Asumen ustedes la responsabilidad colectiva si me permite cortar el cristal?

—Asumido.

Carvalho sacó del bolsillo una navaja de distintos usos a la que había aplicado un cortacristales. Trazó un arco sobre el ángulo recto del cristal más próximo a la cerradura. No disponía de ventosa y advirtió que el cristal al caer iba a hacer algún ruido.

—Carraspea, vasco, a ver si disimulamos.

Carraspeó el vasco al tiempo que Carvalho presionaba el cristal para que cayera al otro lado y se hiciera añicos. No había sido demasiado convocador el ruido. Carvalho metió la mano, el brazo, hasta tocar con la punta de los dedos la llave metida en la cerradura, le dio la vuelta y la puerta se abrió por su propio peso. De uno en uno, advirtió el coronel. Estaban en el comedor, las mesas ya puestas para el desayuno de los pacientes que ya habían salido del ayuno. Pero no había nada comestible que no fueran botellitas de plástico de sacarina líquida y pequeños recipientes llenos de salvado, elemento fundamental para que los superadores del ayuno recuperaran las funciones intestinales.

—Aquí no hay nada que requisar. Pasemos a la cocina.

Más allá de la puerta batiente estaba la cocina y avanzaban hacia ella cuando se encendieron sus luces y automáticamente se echaron los cinco cuerpo a tierra. Alguien había entrado en la cocina desde el exterior, removía cacharros, abría y cerraba cajones. Y sus pasos se aproximaban al comedor, se abrió la puerta batiente y en décimas de segundo la luz se hizo sobre las mesas y sobre el comando. Nadie le puede negar a Villavicencio rapidez de reflejos. Se incorporó de un salto y exclamó:

—¡Manos arriba! ¡Dese usted por prisionero!

Le secundó en seguida el vasco y entre los dos se fueron a por el marido de doña Encarnación, que tardó en hacerse cargo de la situación o quizá nunca lo consiguiera porque, cuando empezó a sonreír al reconocer algún rostro, el coronel le empujó contra la pared, le obligó a poner las manos contra la nuca y le registró concienzudamente.

—Gordo. Neutraliza al prisionero. Amordázalo y átale las manos.

Pero ya Sullivan estaba haciendo una cuerda con servilletas y en segundos el resuello asustado del cautivo quedó sofocado por una serpentina de servilletas amarillas y sus muñecas atadas por tan polícromas ligaduras. Empujó el coronel las puertas de la cocina y pasaron a un paisaje de aceros y laminados. Una cocina limpia y aséptica con varios fogones centrales y perolas inmensas, pero sin la más mínima apariencia de algo que llevarse a la boca. Destapadas las perolas, estaban vacías y todas las esperanzas se concentraron primero en las alacenas de la despensa y en los dos grandes frigoríficos, pero las puertas estaban cerradas con candado. Eran candados de cierre electrónico y Carvalho declaró su impotencia para abrirlos.

—Traigan al prisionero.

Condujo el quesero al prisionero con muchos miramientos mientras le decía que no se preocupara, que todo era una broma; pero no estaba para bromas el coronel, ni el vasco.

—Mire usted, señor —le habló claramente el coronel—, le consideramos prisionero de guerra, pero dentro del capítulo de personal religioso o sanitario, por lo que si colabora le devolveremos a su país tan pronto sea posible. A pesar de que no lleva en el brazo izquierdo el brazal que indique su identidad.

—¡Pero cómo va a llevar este hombre un brazal si ni siquiera sabía que hubiera guerra!

—Calla, Sullivan, o te empaqueto. Las leyes y usos d guerra lo dicen bien claro: todo el personal llevará fijado en el brazo izquierdo un brazal, resistente a la humedad y provisto del signo distintivo (Cruz Roja, Media Luna Roja o León y Sol Rojo sobre fondo blanco) entregado y timbrado por la autoridad militar. También portará una tarjeta de identidad especial. Quítale la mordaza al prisionero. Le adviertes que no grite o se arrepentirá, de lo contrario, nada malo ha de sucederle. Usted reconoce que no lleva brazal como personal subalterno, sanitario o lo que sea. Por lo tanto podemos considerarlo un beligerante. Ahora bien, pelillos a la mar si usted nos explica cómo podemos abrir la despensa o el frigorífico.

—Pues muy mal lo veo, señor coronel, porque cada noche entregamos las llaves a la señora regente desde que hubo un robo de mermelada, en otoño.

—¡Maldita sea! ¿Y ahora qué?

El vasco lanzaba puñetazos al aire y no se conformaba con el fracaso de la expedición, abría y cerraba cajones, pugnaba con los candados.

—Adviértele que comprobaremos su afirmación y si nos ha mentido, será pasado por las armas.

—Aquí hay una manzana —informó la voz acobardada del quesero y todos los ojos reconocieron la evidencia d una manzana en un rincón de los mármoles para la manipulación de los cocineros.

Una. Una sola manzana. La manzana. La manzana esencial. Y hacia ella se lanzó el vasco para darle el primer bocado, y ya estaban los dientes de Sullivan sobre el fruto cuando se interpuso la mano del coronel.

—Este botín pertenece al Alto Mando y él dispondrá su correcta distribución. Esto ha sido un fiasco. Retirada Apaguen las luces y llevémonos al prisionero, no fuera a dar la voz de alarma. Sullivan y tú, Tomás, cargad con el prisionero, dad la vuelta a la piscina y bajad luego al punto de reunión. Vasco, adelántate por si hay sorpresas y usted, detective, el último y ojo sobre todo a los del salón.

Una vez en el jardín percibieron incluso la música que se estaba bailando. Alguien había abierto las ventanas y sonaba un fox lento, Tres monedas en la fuente si Carvalho no recordaba mal. Siguió al coronel y llegó a su estela hasta las puertas del pabellón, donde ya les esperaba Duñabeitia. No llegaban los otros y el coronel se dejó caer sobre los escalones de descenso al pabellón.

—Os he estado observando y hay en todos vosotros material militar, vaya si lo hay. Y no hablo ya del valor en caliente, de lo que el teórico Villamartín llamaba valor sanguíneo, sino del valor tenaz y del valor frío. ¿Entendéis lo que digo? Os recitaré de memoria el texto tal como lo aprendí en la Academia: «Existe ese valor que podemos llamar sanguíneo, ese valor impetuoso, alegre, turbulento, aturdido, que se lanza hacia adelante sin mirar atrás, pero que rechazado quizá por una violenta reacción degenera posiblemente en terror, pánico. Existe el valor tenaz, el valor de posición, que si no avanza con ímpetu, tampoco hay valor humano que lo haga retroceder. Existe el valor que necesita prepararse para el peligro, con emociones graduables y que ante el peligro imprevisto se pierde. Hay el valor hijo del amor propio, pero necesita teatro y espectadores. Hay también el valor frío, del que se presenta en medio del peligro como extraño a él y parece que la muerte no figura como dato en sus cálculos. Ése es el valor del general que tiene toda su atención en su despacho mientras lee en el mapa que examina, sin ver el polvo que a sus pies levantan las balas; es el valor del oficial que observa minuciosamente la situación, direcciones y circunstancias de una fortificación o atrincheramiento, igual que si se encontrase en un campo de instrucción. Es el valor estoico de los grandes hombres». Basta aquí la cita, y yo añado: ése era el valor de Franco. ¿Y ésos dónde se han metido?

A pesar de que ellos las habían apagado, se habían vuelto a encender las luces del comedor y de la cocina. Algo estaba ocurriendo allí y cerca, porque oyeron ruido de ramas y una respiración humana que salía del follaje. Sullivan quedó al descubierto y corrió hacia ellos para ofrecerles, a pesar de la oscuridad, su cara contrariada.

—Las chorradas, chorradas son. El gordo ese se ha escapado con el prisionero. Bueno, se ha escapado, se ha ido con él y me ha gritado que habíamos ido demasiado lejos. Ahora igual nos echan de la clínica.

—Nuestra operación será correctamente entendida y en cuanto al gordo ése, en cuanto le pille le voy a recitar la cartilla. Yo no sé cómo suben estas nuevas generaciones. Se pitorrean de todo y no valoran nada de lo que tunen que valorar. Y eso que el chico no parecía de la nueva ola, pero se ve que los tiempos lo pudren todo.

Se oían voces procedentes de la cocina; se detuvo la música, de pronto se abrieron casi al mismo tiempo los ventanales del salón y los danzarines se asomaron en busca de un anunciado espectáculo. El comando miraba una vez hacia las ventanas, otra hacia las luces de la cocina, desde la que empezaba a avanzar el haz luminoso de una linterna.

—Detrás de esa linterna viene el tío de la pistola. Y eso sí que es una pistola de verdad. Nos van a tomar por ladrones y bien merecido que lo tenemos.

—Calla, vasco; a lo hecho, pecho. Cuando llegue a nuestra altura nos rendiremos y yo daré pública explicación de nuestro excelente ejercicio táctico.

—¡Alto! No se muevan. Llevo una pistola y está cargadísima.

—¡Queremos rendirnos con honor! Se presenta el coronel Villavicencio, del arma de Infantería, en misión especial, y éstos son mis hombres. Le recuerdo que según la Ley y Usos de Guerra sólo estamos obligados a declarar nuestro nombre y apellidos, empleo, fecha de nacimiento, número de matrícula e indicación correspondiente. Los interrogatorios se harán en una lengua que comprenda el prisionero y en ningún caso se podrá ejercer presión o tortura física o moral para obtener otros informes.

—Bueno, acabemos ya el cachondeo. Parece mentira, señores como ustedes comportándose como gamberros.

—En algo hay que entretener el espíritu, jefe.

Avanzó el vasco hacia el guarda jurado, al que seguía el prisionero capturado en la cocina, con un rodillo de amasar en una mano, y madame Fedorovna, con su indignada palidez disimulada por la penumbra. Pareció también como si el esqueleto del coronel perdiera la rigidez de que había estado revestido toda la noche y al relajarse Villavicencio se fue a por el guarda jurado, le dio la mano y le felicitó por la perfección de su acción.

—Ha jugado usted muy bien con el factor sorpresa.

—¿Han sido sólo ustedes? ¿Los cuatro que están aquí, y el chico que vino a decírmelo?

—Sólo nosotros. Un comando a todas luces insuficiente para la envergadura de la operación.

—¿Y esa señora qué pinta aquí?

Los cuerpos se volvieron siguiendo la indicación del haz luminoso de la linterna, que descubrió a mistress Simpson pegada a la piel de la puerta del pabellón. Todos se inmovilizaron y enmudecieron, menos mistress Simpson, que recuperó el movimiento y pasó entre ellos de regreso al balneario sin dar ninguna explicación. A largas zancadas sobre zapatos de lona empapados, ateridos y gimientes.