CAPÍTULO 5

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TÚNELES DE LA ESPERANZA, ABARRACH

Quien lea este relato (si queda alguno de nosotros vivo para hacerlo, de lo cual empiezo a tener muy serias dudas) notará aquí un salto en el tiempo. La última vez que hice una anotación, acabábamos de entrar en el primero de lo que el mapa llama los Túneles de la Esperanza. Y verá que he tachado ese nombre y escrito otro.

Los Túneles de la Muerte.

Llevamos veinte ciclos en estos conductos, mucho más de lo que había previsto. El mapa ha resultado impreciso. Aunque no tanto, debo reconocerlo, respecto a la ruta, que es básicamente la misma que hicieron nuestros antepasados para llegar a Kairn Telest.

Pero entonces los túneles estaban recién formados y tenían las paredes lisas, los techos fuertes y los suelos planos. Yo sabía que habrían cambiado mucho durante los siglos transcurridos; Abarrach está sometido a perturbaciones sísmicas que producen temblores de tierra, pero éstos apenas producen otro efecto que hacer tintinear la vajilla en las alacenas y provocar una oscilación de los candelabros de palacio. Pero también había imaginado que nuestros antepasados habrían reforzado los túneles con su magia, igual que hicieron con nuestros palacios, con las murallas de la ciudad, con nuestros talleres y nuestras casas. Si lo habían hecho, las runas no habían dado resultado o necesitaban ser reforjadas, reinstaladas…, rehechas, a falta de una palabra mejor. O tal vez los antiguos no se habían molestado en protegerlos, convencidos de que los posibles daños que se produjeran podrían ser reparados fácilmente por quienes poseyeran el conocimiento de los signos mágicos.

Entre todos los desastres que esos primeros antepasados nuestros temían que pudieran sucedemos, es evidente que no previeron el peor: jamás imaginaron que pudiéramos perder nuestra magia.

Una y otra vez, nos hemos visto forzados a detenernos, a un alto coste. Desde el principio, encontramos el techo del túnel hundido en muchos puntos, con el camino obstruido por inmensos peñascos que tardamos varios ciclos en mover. En el suelo se abrían grietas enormes, que sólo los más valientes se atrevían a saltar y sobre las cuales había que tender puentes para que pasara la gente.

Y todavía no hemos salido de estos túneles, ni parece que estemos cerca de la salida. No puedo calcular con precisión nuestra situación. Varios de los lugares reconocibles en el mapa han desaparecido, barridos por deslizamientos de rocas, o se han transformado tanto con el paso del tiempo que resulta imposible reconocerlos. Ya no estoy seguro de que estemos siguiendo la ruta correcta. No tengo modo de saberlo. Según el mapa, los antiguos inscribieron runas en las paredes para guiar a los viajeros pero, aunque así fuera, su magia nos resulta ahora incomprensible e inútil.

Estamos en una situación desesperada. La comida está racionada a la mitad y nos estamos quedando en los huesos. Los niños ya no lloran de cansancio, sino de pura hambre. Las carretas han quedado por el camino. Pertenencias muy queridas se han convertido en pesadas cargas para unos brazos debilitados por el ayuno y el agotamiento. Sólo siguen con nosotros las carretas necesarias para llevar a los viejos y enfermos, y también éstas, trágicamente, empiezan a quedar dispersas por los túneles. Ahora, los más débiles empiezan a morir y mis colegas nigromantes han empezado a ocuparse de su triste tarea.

La carga de los sufrimientos del pueblo ha recaído, como yo bien sabía que sucedería, sobre los hombros del príncipe. Mientras, Edmund contempla cómo su padre decae ante sus ojos.

El rey tuvo a su hijo siendo ya un hombre maduro, y ya es un anciano para lo normal entre nuestro pueblo. Sin embargo, al abandonar el palacio y la ciudad, lo vi exhibir el vigor, el ánimo y la fuerza de un hombre de la mitad de sus años. Los primeros días de viaje, tuve un sueño en el cual vi la vida del rey como un hilo atado al trono de oro que ahora preside la helada oscuridad de Kairn Telest. Al alejarse del trono, el hilo sigue atado a éste. Poco a poco, ciclo tras ciclo, el hilo va devanándose, haciéndose más fino cuanto más se aleja el rey de su tierra, hasta que ahora temo que un roce demasiado fuerte o torpe vaya a romperlo.

Al viejo monarca ya no le interesa nada: ni lo que hacemos, ni lo que decimos, ni siquiera adonde vamos. Sospecho que la mayor parte del tiempo ni siquiera nota el suelo que pisa. Edmund camina constantemente al lado de su padre, guiándolo como a alguien que ha perdido la vista. No; no es una descripción precisa del todo. El rey es, más exactamente, como un hombre que caminara hacia atrás, que no ve lo que tiene enfrente, sino sólo lo que deja atrás.

En las ocasiones en que el príncipe debe atender a sus innumerables responsabilidades y ha de alejarse de su padre, Edmund se asegura de que dos soldados lo sustituyan en su cuidado. El rey se muestra dócil y va donde lo llevan sin oposición. Camina cuando le dicen que camine y se detiene cuando así se lo indican. Come lo que le ponen en las manos, sin que parezca saborearlo. Creo que se comería una piedra, si se la dieran. Y también creo que no comería nada, si no se ocuparan de él.

Al principio del viaje, durante largos ciclos, el rey no dijo nada a nadie, ni siquiera a su hijo. Ahora, en cambio, habla casi constantemente, pero sólo para sí, nunca dirigiéndose a nadie. A nadie de los presentes, mejor dicho. Pasa mucho tiempo hablando con su esposa, no en su estado actual, como difunta, sino como si hubiera vuelto a la época en que la reina estaba viva. Nuestro rey ha abandonado el presente y ha regresado al pasado.

Las cosas se pusieron tan mal que el consejo rogó al príncipe que se proclamara rey. Edmund se negó en redondo, en una de las pocas ocasiones en que lo he visto enojado de veras. Los miembros del consejo se escabulleron como niños temerosos de una zurra ante su estallido de cólera. Edmund tiene razón. Según nuestra ley, el rey es rey hasta que muere. Pero nuestra ley no ha previsto la posibilidad de que un monarca perdiera la razón. Tales cosas no suceden entre nuestro pueblo.

Los miembros del consejo se vieron obligados a acudir a mí (debo confesar que fue un momento delicioso) para rogarme que interviniera ante Edmund en interés del pueblo. Yo prometí hacer lo que pudiera.

—Edmund, tenemos que hablar —le dije en una de nuestras paradas forzosas, mientras aguardábamos a que los soldados despejaran un enorme montón de escoria que obstruía el paso.

Su rostro se ensombreció y adoptó una mueca de rebeldía. Yo había visto a menudo aquella mirada cuando el príncipe era un muchacho y lo obligaba a estudiar matemáticas, una ciencia que nunca le ha agradado mucho. La mirada que vi en sus ojos me evocó recuerdos tan intensos que tuve que hacer una pausa para recuperarme, antes de continuar.

—Edmund —repetí, manteniendo deliberadamente un tono de voz práctico y enérgico, convirtiendo mis palabras en un asunto de sentido común—, tu padre está enfermo. Tienes que tomar el liderazgo del pueblo… Aunque sólo sea temporalmente —añadí al instante, levantando la mano en previsión de su brusco rechazo—. Hasta que Su Majestad vuelva a estar en condiciones de desempeñar sus deberes.

»Tienes una responsabilidad para con el pueblo, mi príncipe —continué—. Jamás, en toda la historia de Kairn Telest, hemos estado en un peligro mayor del que corremos ahora. ¿Vas a abandonarlos por un falso sentido del deber y de las obligaciones filiales? ¿Querría tu padre que lo hicieras?

Por supuesto, no mencioné que había sido su padre quien había actuado así, abandonando a su pueblo. Edmund, no obstante, entendió la insinuación. Si hubiera pronunciado las palabras en voz alta, él las habría rechazado con rabia. Pero al ser su propia conciencia quien se las decía…

Lo vi mirar a su padre, sentado en una roca y conversando con su pasado. Vi la preocupación y la inquietud en el rostro de Edmund. Vi el sentimiento de culpa. Entonces supe que mi arma había dado en el blanco. A regañadientes, lo dejé a solas para que la herida se agrandara.

Mientras me alejaba, volví a preguntarme con tristeza por qué he de ser siempre yo, que lo quiero tanto, quien ha de causarle dolor una y otra vez.

Al término de aquel ciclo, Edmund convocó una asamblea del pueblo para declarar que sería su jefe, si así lo querían, pero sólo provisionalmente. Seguiría ostentando el título de príncipe. Su padre seguía siendo el rey y Edmund confiaba en que su padre reasumiría sus deberes como monarca cuando se recuperara.

El pueblo respondió a su príncipe con entusiasmo, y su cariño y lealtad conmovieron profundamente a Edmund. Su proclama no sació el hambre de la gente, pero elevó su ánimo e hizo más fácil de soportar el ayuno. Yo lo contemplé con orgullo y con una renacida esperanza en mi corazón.

Me dije que lo seguirían a cualquier sitio. Incluso a la Puerta de la Muerte.

Pero parece más probable que antes encontremos la muerte que la Puerta de la Muerte. El único dato positivo que hemos encontrado en nuestro éxodo es que la temperatura se ha hecho, al menos, algo más soportable; parece que el frío ha remitido un poco. Empiezo a pensar que hemos seguido la ruta correcta y que estamos acercándonos a nuestro destino, el flamante corazón de Abarrach.

—Es un signo esperanzador —le comenté a Edmund al término de otro ciclo triste y sombrío a través de los túneles—. Un signo esperanzador —repetí con confianza.

Los miedos y dudas que me asaltan, los guardo para mí. No es necesario añadir más cargas sobre estos jóvenes hombros, por fuertes que sean.

—Mira —continué, señalando el mapa—, verás que, cuando lleguemos al extremo de los túneles, se abren sobre un gran lago de magma que se extiende fuera. Lo llaman el lago de la Roca Ardiente y será la primera cosa que veamos al entrar en Kairn Necros. No puedo estar seguro, pero creo que el aumento de temperatura que notamos se debe al calor de ese lago, que asciende por el túnel.

—Eso significa que nos acercamos al final de nuestro viaje —contestó Edmund con una luz de esperanza en el rostro, delgadísimo por el ayuno.

—Tienes que comer más, mi príncipe —le dije con suavidad—. Al menos, come tu ración. No ayudarás al pueblo si caes enfermo o estás tan débil que no puedes continuar.

El joven movió la cabeza en gesto de negativa. Yo sabía que respondería de este modo, pero sabía también que se tomaría en serio mi consejo. Al final de aquel ciclo, durante las horas de descanso, lo vi consumir toda la reducida cantidad de alimento que le correspondía.

—Sí —continué, volviendo al mapa—, creo que estamos cerca de la salida. De hecho, me parece que estamos por aquí. —Situé el índice en un punto del pergamino—. Un par de ciclos más y llegaremos al lago, siempre que no encontremos nuevos obstáculos.

—Y por fin estaremos en Kairn Necros —dijo él—. Y, sin duda, allí encontraremos un reino de abundancia, lleno de agua y comida. Mira este enorme océano que llaman el mar de Fuego. —Edmund señaló una gran extensión de magma—. Este mar debe de proporcionar luz y calor a toda esta enorme extensión de tierras. Y a esas ciudades y pueblos. Fíjate en ésta, Baltazar. Puerto Seguro. Qué nombre tan maravilloso… Lo interpreto como un signo esperanzador. Puerto Seguro, donde por fin nuestro pueblo hallará la paz y la felicidad.

Pasó largo rato estudiando el mapa e imaginando en voz alta qué aspecto tendría tal lugar o tal otro, cómo hablaría la gente y la sorpresa que se llevarían al vernos.

Yo me recosté contra la pared del túnel y lo dejé hablar. Me complacía verlo de nuevo esperanzado y feliz. Casi me hizo olvidar las terribles punzadas del hambre que me taladraban las entrañas y los efectos aún más terribles de los miedos que me atenazaban en las horas de vigilia.

¿Por qué hacer estallar aquella pequeña burbuja? ¿Por qué pincharla con el cortante filo de la espada de la realidad? Al fin y al cabo, no tengo la certeza de nada. «¡Teorías!», las habría llamado su padre, el rey, con tono de desprecio. Lo único que tengo son teorías.

Suposición: el mar de Fuego está reduciéndose y ya no puede proporcionar calor y luz a las vastas extensiones de tierra que lo circundan.

Teoría: no encontraremos reinos de abundancia. Encontraremos tierras tan desoladas, yermas y desiertas como las que hemos dejado atrás. Ésta es la razón de que el pueblo de Kairn Necros nos robara la luz y el calor.

—Se llevarán una sorpresa al vernos —comenta Edmund, sonriendo para sí ante la ocurrencia.

Sí, me respondo. Una sorpresa. Una gran sorpresa, realmente.

Kairn Necros, así llamada por los antiguos que llegaron los primeros a este mundo. Así llamada para honrar a quienes perdieron la vida en la Separación del viejo universo. Así llamada para indicar el final de una vida y el inicio —el luminoso inicio, era entonces— de otra.

¡Oh, Edmund, mi príncipe, hijo mío! Busca ese signo tuyo en este nombre. No en Puerto Seguro. Puerto Seguro es una mentira.

En Kairn Necros. En la Caverna de la Muerte.