CAPÍTULO 35

imgcap.jpg

LAS CATACUMBAS, ABARRACH

El pasadizo continuó descendiendo en suave pendiente y las runas iluminaron un camino liso y despejado que parecía conducir directamente a las entrañas de aquel mundo. Haplo recelaba de cualquier iniciativa que tomara Alfred, pero se vio obligado a aceptar que el túnel, aunque antiguo, era ancho y seco y se mantenía en buen estado. El patryn esperó no equivocarse al deducir de ello que había sido diseñado para acoger un tráfico considerable de personas. ¿Para qué, se dijo, podía servir un pasadizo semejante sino para conducir a un grupo numeroso de gente hacia un lugar concreto? ¿Y qué lugar más probable que una salida al exterior? Era una conclusión lógica, pero Haplo se recordó a sí mismo, sombríamente, que con los sartán nunca se sabía…

En cualquier caso, llevara donde los llevase el camino, estaban obligados a seguirlo. No había posible vuelta atrás. El patryn se detenía con frecuencia a escuchar y, últimamente, estaba seguro de reconocer unas pisadas, el estruendo de las corazas y el rechinar de las lanzas y las espadas. Echó un vistazo a sus compañeros de huida. Los muertos estaban en mejores condiciones que los vivos. El lázaro de Jera y el cadáver del príncipe avanzaban por el túnel con paso sereno y decidido. Tras ellos, Jonathan caminaba tambaleándose, sin apenas prestar atención a lo que sucedía a su alrededor y con la mirada fija, llena de horror y confusión, en la figura torturada de su amada esposa. Haplo tampoco se sentía muy bien. Aún tenía el veneno en el organismo y sólo terminaría de curarlo un largo sueño reparador. El fulgor de las runas de su piel era débil, enfermizo. La tarea de poner un pie delante del otro requería de todas sus fuerzas mágicas. Si tenía que hacer frente a algún reto más exigente, las runas parpadearían y se apagarían por completo. Silencioso y vigilante, el perro acompañó a su amo, pegado a sus talones.

El patryn apretó el paso por el túnel y dejó atrás al trío hasta llegar a la altura de Alfred. El sartán cantaba las runas en un murmullo casi inaudible y contemplaba cómo los signos mágicos cobraban vida, flameantes, e iluminaban el camino.

—Vienen tras nosotros —anunció Haplo en voz baja.

El sartán, concentrado en sus runas, no se había percatado de la cercanía del patryn. Al oírlo, dio un respingo, tropezó y estuvo a punto de caer. Lo evitó apoyándose en la pared lisa y seca y dirigió una mirada nerviosa a su espalda. Haplo movió la cabeza.

—No creo que estén muy cerca, aunque no puedo estar totalmente seguro —dijo—. Estos malditos túneles perturban el sonido. Pero ellos tampoco podrán estar seguros de cuál seguimos. Supongo que tienen que detenerse a investigar cada intersección y a mandar patrullas por cada uno de los túneles para asegurarse de que no nos pierden el rastro. —Indicando las runas azules de la pared, añadió—: Esos signos mágicos… ¿no volverán a encenderse para mostrarles el camino, verdad?

Alfred hizo una pausa, meditó la respuesta y, con expresión desconsolada, murmuró:

—Es posible. Si el dinasta conoce los hechizos adecuados…

Haplo también se detuvo y masculló una sarta de juramentos.

—¡Esa maldita flecha!

—¿Qué flecha? —Alfred se pegó a la pared, pensando que se le venía encima una lluvia de dardos puntiagudos.

—¡La que Su Señoría se ha arrancado del pecho! —Haplo se volvió hacia el oscuro túnel por el que habían llegado hasta allí—. ¡Cuando la encuentren, sabrán que están en el buen camino!

Casi sin saber lo que hacía, dio un paso en aquella dirección.

—¡No estarás pensando en volver atrás! —exclamó Alfred, presa del pánico—. ¡No encontrarías el camino de vuelta!

De pronto, una idea cosquilleó en la mente de Haplo y éste se preguntó si no sería aquello lo que se proponía, inconscientemente. Lo de ir a recuperar la flecha podía ser una excusa para dar esquinazo al grupo. Los soldados seguirían tras éste, sin duda, él sólo tendría que esconderse hasta que hubieran pasado y, luego, podrían seguir su camino dejando a los sartán a expensas de su merecido destino.

La idea era muy tentadora. Sin embargo, dejaba en pie el problema de regresar a la nave, que se hallaba amarrada en territorio hostil.

Por último, Haplo reanudó la marcha junto a Alfred.

—Yo sí que encontraría el camino de vuelta —afirmó con acritud—. Lo que has querido decir con eso es que no encontrarías el modo…, el modo de cruzar de nuevo la Puerta de la Muerte. Ésa ha sido la razón de que me hayas salvado la vida, ¿no, sartán?

—Por supuesto —respondió Alfred en un susurro cargado de tristeza—. ¿Por qué iba a hacerlo, si no?

—Sí, ¿por qué ibas a hacerlo, si no?

Alfred parecía profundamente absorto en su cántico. Haplo no captaba las palabras, pero vio cómo el sartán movía los labios y las runas iban encendiéndose. La pendiente se había suavizado de forma considerable y el suelo era ahora casi plano, lo cual debía de indicar que estaban llegando a alguna parte. Haplo no estuvo seguro de si aquello era bueno o malo.

—¿No tendrá nada que ver con la profecía, verdad? —preguntó de improviso, atento a la reacción de Alfred.

Todo el cuerpo del sartán dio un respingo como si fuera un muñeco movido por un titiritero: irguió la cabeza, alzó las manos y abrió unos ojos como platos.

—¡No! —protestó—. ¡No, te lo aseguro! ¡No sé nada de esa…, de esa profecía!

Haplo lo estudió detenidamente. Alfred no renunciaba a mentir si se veía obligado a hacerlo, pero era malísimo para ello y soltaba sus mentiras con una expresión ansiosa, suplicante, como si rogara a su interlocutor que le creyese. En aquel momento, el sartán miraba a Haplo y tenía un aire asustado, abatido…

—¡No te creo!

—Lo digo de veras —respondió Alfred con un hilo de voz.

—¡Entonces, eres idiota! —exclamó Haplo, furioso y decepcionado—. ¡Deberías haberles preguntado! Al fin y al cabo, esa profecía fue mencionada en relación contigo.

—¡Razón de más para que no quiera saber nada de ella!

—¡Ésta sí que es buena!

—Una profecía significa que estamos destinados a hacer algo. Es una imposición, algo sobre lo cual no tenemos elección. Nos priva de nuestro libre albedrío. Con demasiada frecuencia, las profecías terminan cumpliéndose por sí mismas. Una vez que la idea penetra en la mente, actuamos, consciente o inconscientemente, para que se cumpla. Es la única explicación…, a menos que uno crea en un poder superior.

—¡Un poder superior! ¿Cuál? ¿Los mensch? —replicó Haplo en son de burla—. No tengo la menor intención de creer en esa «profecía». Pero estos sartán sí creen en ella y es eso lo que me interesa. Como bien dices —añadió con un guiño—, esa profecía podría «cumplirse por sí misma».

—Tú tampoco sabes a qué se refiere, ¿verdad? —apuntó Alfred.

—No, pero me propongo descubrirlo. De todos modos, no te preocupes. No voy a contártelo. Escucha, duque… —el patryn se volvió hacia Jonathan.

—¡Haplo! —Alfred contuvo el aliento y lo sujetó por el brazo.

—¡No intentes detenerme, te lo advierto…! —Haplo se desasió.

—¡Las runas! ¡Observa las runas!

Alfred señaló la pared con un dedo tembloroso. Haplo miró a su interlocutor pensando que se trataba de un truco para impedir que hablara con el duque, pero Alfred parecía sobresaltado de verdad. A regañadientes, con cautela, el patryn volvió la vista.

Desde que habían abandonado las mazmorras, los signos mágicos habían ido iluminándose uno tras otro, situados siempre en lo que sería el zócalo de las paredes. En cambio, en aquel punto, abandonaban la parte baja de la pared y subían por ésta hasta formar un arco de brillante luz azul. Haplo entrecerró los párpados para vencer el resplandor y miró más allá del arco de runas. No advirtió otra cosa que oscuridad.

—Es una puerta. Hemos llegado a una puerta —dijo Alfred, nervioso.

—¡Ya lo veo! ¿Adonde conduce?

—No…, no lo sé. Las runas no lo dicen. Pero… creo que no deberíamos avanzar más.

—¿Y qué sugieres que hagamos, entonces? ¿Esperar aquí y presentar nuestros respetos al dinasta?

Alfred se humedeció los labios con la lengua y su cabeza calva se perló de sudor.

—No, no… Es sólo que… En fin, que yo no…

Haplo avanzó hacia el arco. Ante su proximidad, las runas cambiaron de color; del tono azulado pasaron a un rojo flameante. Los signos mágicos humearon y estallaron en llamas. El patryn se cubrió el rostro con la mano e intentó seguir avanzando. El fuego rugía y crepitaba; el humo le cegaba los ojos. El aire sobrecalentado le laceró los pulmones. Las runas de sus brazos incrementaron su tono azul en respuesta, pero sus escasas fuerzas no podían protegerlo de las llamas que ya casi le chamuscaban la piel. Haplo retrocedió, respirando entrecortadamente. Atravesar aquel arco le habría costado la vida.

El patryn miró con rabia a Alfred considerándolo, sin ningún motivo, responsable de lo sucedido. Cuando Haplo se retiró, el fuego de las runas se convirtió en un leve resplandor rojo amarillento.

—Son runas de reclusión. No puedes cruzar —dijo Alfred, con la luz de los signos mágicos reflejada en sus ojos desorbitados—. ¡Nadie puede hacerlo! Por aquí hay otro pasadizo —añadió, y señaló un túnel que se extendía en ángulo recto con el que ocupaban.

Dejaron el arco ardiente, cuyas runas se apagaron hasta quedar de nuevo en completa oscuridad tras ellos, y avanzaron por el nuevo pasadizo. Alfred reinició su canturreo y las runas azules volvieron a iluminarse en la parte baja de las paredes, guiando su avance. Sin embargo, no habían dado ni cincuenta pasos cuando descubrieron que el pasadizo doblaba a la derecha, conduciéndolos de nuevo en la dirección de la que venían. Haplo no se sorprendió al ver que ante ellos se iluminaba otro arco.

—¡Oh, vaya! —murmuró Alfred, afligido—. ¡Pero no puede ser el mismo!

—No lo es —confirmó Haplo con voz sombría.

—Mira, el pasadizo tiene otra salida por ahí…

— …y apuesto a que sólo nos conducirá a otro arco. Puedes ir a comprobarlo, pero…

—Los muertos se acercan —intervino de pronto el lázaro, con sus labios helados en una sonrisa extraña y espectral—. Puedo oírlos.

«… oírlos…», musitó el fantasma.

—Yo también los oigo —asintió Haplo—. El ruido del frío acero.

Miró al sartán. Alfred se encogió contra la pared; a juzgar por su expresión, se diría que hubiese querido fundirse con la roca.

—Runas de reclusión, has dicho. En tal caso, serán para impedir que alguien salga, no para evitar que entre.

Alfred lanzó una mirada trémula y desesperada a los signos mágicos.

—Nadie que se encuentre con estas runas querría entrar, por nada del mundo…

Haplo contuvo una réplica acerba y se volvió hacia Jonathan.

—¿Tienes alguna idea de lo que pueda haber ahí dentro?

El duque alzó hacia él unos ojos vidriosos y miró a su alrededor sin dar muestras de interés. Apenas tenía idea de dónde estaba y, evidentemente, le importaba aún menos. Haplo soltó un juramento en voz baja y se dirigió de nuevo a Alfred.

—¿Puedes romper las runas?

Al sartán le corría el sudor por el rostro. Tragó saliva, movió la nuez y asintió.

—Pero no lo entiendes —dijo con voz temblorosa, casi inaudible—. Estas runas son las más poderosas que es posible conjurar. ¡Tras esa puerta existe algo terrible! ¡No la abriré!

Haplo miró fijamente al sartán, midiendo qué sería preciso para forzarlo a actuar. Alfred estaba muy pálido pero tenía un aire resuelto, con los hombros muy erguidos; sus ojos sostuvieron la mirada de Haplo sin pestañear, con inesperada firmeza.

—¡Sea! —murmuró el patryn y, dando media vuelta, echó a andar hacia el arco. Las runas se inflamaron y notó el calor en el rostro y en los brazos. Apretó los dientes y continuó avanzando. El perro soltó un ladrido frenético.

—¡Quieto ahí! —le ordenó su amo, y siguió andando.

—¡Espera! —gritó Alfred en un tono no menos frenético que el del animal—. ¿Qué estás haciendo? ¡Tu magia no puede protegerte!

El calor era intenso. La respiración se hacía difícil. La puerta mágica estaba en llamas, como un arco de fuego.

—Tienes razón, sartán —asintió Haplo. Entre toses, continuó avanzando con decisión—. Pero el final… será rápido. Y mi cuerpo… —miró atrás— no será de mucha utilidad a nadie cuando esté…

—¡No! ¡No lo hagas! ¡Yo… la abriré! —gritó Alfred entre temblores. Se despegó de la pared con esfuerzo y avanzó hacia el arco de runas arrastrando los pies.

Haplo se detuvo, se hizo a un lado y lo miró con una sonrisa calmosa y complacida.

—No tienes aguante —murmuró con desdén cuando el sartán pasó lentamente ante él.