CAPÍTULO 23
NECRÓPOLIS, ABARRACH
—Así pues, Pons, lo has perdido —dijo el dinasta y, con gesto ocioso, dio un sorbo de un licor potente y ardiente de color rojizo, conocido como stalagma, que era la bebida favorita de Su Majestad después de las comidas.
—Lo siento, señor, pero no tenía idea de que iba a tener que encargarme de transportar cinco prisioneros. Pensaba que iba a ser sólo uno, el príncipe, y que me encargaría de él personalmente. Por eso tuve que confiar en los muertos. No tenía nadie más a mano.
El Gran Canciller no estaba preocupado. El dinasta era justo y no haría responsable a su ministro por las insuficiencias de los cadáveres. Los sartán de Abarrach habían aprendido hacía mucho tiempo a comprender las limitaciones de los muertos. Los vivos eran tolerantes con ellos, los trataban con paciencia y buen ánimo, igual que los padres afectuosos toleran las insuficiencias de sus hijos.
—¿Un vaso, Pons? —preguntó el dinasta, despidiendo con un gesto al criado cadáver y ofreciéndose a llenar una pequeña copa de oro con sus propias manos—. Tiene un sabor excelente.
—Gracias, Majestad —dijo Pons; el canciller detestaba el stalagma pero ni por un instante se le habría pasado por la cabeza la idea de ofender al dinasta negándose a beber con él—. ¿Veréis ahora a los prisioneros?
¿Qué prisa hay, Pons? Casi es la hora de nuestra partida de fichas rúnicas, ya lo sabes.
—La duquesa Jera mencionó algo acerca de la profecía, señor.
Kleitus estaba a punto de llevarse la copa a los labios, pero detuvo el gesto al oír sus palabras.
—¿De veras? ¿Cuándo?
—Después de que el extranjero hiciera…, hum…, hiciera lo que fuese al capitán de la guardia.
—Antes has dicho que «lo mató», Pons. La profecía habla de traer la vida a los muertos, no de ponerle fin.
El dinasta apuró el resto del licor, echándolo al fondo de la garganta y tragándolo de inmediato, como hacía cualquier bebedor de stalagma experimentado.
—La duquesa es muy hábil para transformar las palabras de manera que sirvan a sus propósitos, señor. Pensad en los rumores que podría difundir acerca de ese extranjero. Pensad en lo que podría hacer el propio extranjero para conseguir que la gente creyera en él.
—Es cierto, es cierto. —Al principio, Kleitus frunció el entrecejo con aire preocupado. Después, se encogió de hombros—. Pero sabemos dónde está y con quién. —El stalagma lo dejaba de un humor relajado.
—Podríamos enviar tropas… —apuntó el canciller.
—¿Y levantar en armas a la facción del viejo duque? Es posible que éste se aliara con esos rebeldes de Kairn Telest. No, Pons; continuaremos llevando este asunto con sutileza. Podría proporcionarnos la excusa que necesitamos para quitarnos de en medio de una vez a ese entrometido viejo y a su hija, la duquesa. Confío en que habrás tomado las precauciones de costumbre, ¿no?
—Sí, señor. El asunto ya está bajo control.
—Entonces, ¿a qué viene preocuparse por nada? ¿Has pensado, por cierto, a quién pasan las tierras del ducado de los Cerros de la Grieta si el joven Jonathan muere antes de tiempo?
—No tiene hijos, de modo que heredaría la esposa…
El dinasta hizo un ademán cansino. Pons bajó los párpados, dando muestras de haber entendido la insinuación.
—En tal caso —dijo—, la propiedad revierte en la corona, Majestad.
Kleitus asintió e indicó a un criado que le llenara otra vez la copa. Cuando el cadáver terminó de hacerlo y se retiró, el dinasta alzó la copa y se preparó a disfrutar del licor, pero su mirada se cruzó con la de su canciller y, con un suspiro, dejó de nuevo la copa sobre la mesa.
—¿Qué sucede, Pons? Con esa expresión avinagrada conseguirás echar a perder el disfrute de este excelente stalagma.
—Os pido perdón, señor, pero temo que no os estáis tomando este asunto con la seriedad que merece. —El canciller se acercó más al dinasta y le habló en voz baja pese a que estaban completamente solos, salvo los cadáveres de los servidores—. El otro hombre que he traído con el príncipe también es extraordinario. Tal vez lo es más incluso que ese otro que ha escapado. Creo que deberíais ver al prisionero inmediatamente.
—Ya has dejado caer varias vagas insinuaciones acerca de ese individuo. ¡Suéltalo todo, Pons! ¿Qué tiene de…, de tan extraordinario?
El canciller tardó un momento en responder, estudiando la manera de producir más efecto.
—Majestad —dijo al fin—, he visto antes a ese hombre.
—Soy consciente de la amplitud de tus relaciones sociales, Pons —respondió el monarca. El stalagma solía disparar el humor sarcástico de Kleitus.
—Pero no lo he visto en Necrópolis, señor. Ni en ninguna otra parte. Lo he visto esta mañana…, en la visión.
El dinasta devolvió la copa a la bandeja próxima, sin llegar a tocar su contenido.
—Está bien, recibiré a ese hombre… y al príncipe.
—Muy bien, señor. —El Gran Canciller hizo una reverencia—. ¿Deseáis que los traigan aquí o preferís la sala de audiencias?
El dinasta echó un vistazo en torno a la estancia. Conocida como la salita de juegos, era mucho más pequeña e íntima que la imponente sala de audiencias y estaba bien iluminada por varias lámparas de gas de formas artísticas. En la estancia había numerosas mesas de hierba de kairn y sobre cada una de ellas había cuatro juegos de fichas de hueso blancas y rectangulares, adornadas con runas rojas y azules. Las paredes tenían unos tapices que representaban varias batallas famosas libradas en Abarrach. La atmósfera de la salita era seca y acogedora, calentada mediante el vapor que circulaba por unos conductos de hierro forjado con adornos de oro.
Todo el palacio era calentado mediante el vapor. Se trataba de un añadido moderno pues, en tiempos antiguos, el edificio —erigido como fortaleza y uno de los primeros que habían construido los sartán a su llegada a aquel mundo— no dependía de artilugios mecánicos para mantener unas condiciones de vida confortables. Pese al tiempo transcurrido, aún se podían ver rastros de las viejas runas en las partes más antiguas del palacio, unos signos mágicos que habían proporcionado calor, luz y aire fresco a la gente que habitaba en su interior. La mayoría de las runas, cuyo uso había caído en el olvido por descuido, habían sido borradas deliberadamente. La real consorte las consideraba una repulsiva ofensa para la vista.
—Recibiré a nuestros huéspedes aquí.
Kleitus, con otro vaso de stalagma en la mano, tomó asiento ante una de las mesas de juego y empezó a preparar ociosamente las fichas, como si se preparara para una partida.
Pons hizo un gesto a un sirviente, que a su vez hizo una seña a un soldado, y éste desapareció por una puerta para volver a entrar, instantes después, junto a un retén de guardias que conducía a los dos prisioneros a presencia del dinasta. El príncipe entró con aire orgulloso y desafiante, llameando de cólera, como si bajo la frialdad superficial de la etiqueta regia se agitara la lava hirviente. Tenía un lado de la cara amoratado y un labio hinchado; sus ropas estaban hechas harapos y sus cabellos, desgreñados.
—Majestad, permitid que os presente al príncipe Edmund, de Kairn Telest —anunció Pons.
El príncipe hizo una leve inclinación de cabeza. No fue una reverencia. El dinasta hizo una pausa en su tarea de colocar las fichas en el tablero, miró al joven y enarcó las cejas.
—¡De rodillas ante Su Realísima Majestad! —susurró el escandalizado canciller por la comisura de los labios.
—No es mi rey —replicó el príncipe Edmund, erguido y con la cabeza muy alta—. Como soberano de Kairn Necros, lo saludo y le presento mis respetos…
El príncipe inclinó la cabeza otra vez, con gesto elegante y altivo. En los labios del dinasta apareció una sonrisa mientras colocaba una ficha en su sitio.
—Igual que confío en que Su Majestad me presentará también sus respetos —continuó Edmund con las mejillas encendidas y las cejas contraídas—, como príncipe que soy de un reino que, ciertamente, ha sido víctima de las penalidades, pero que en otro tiempo fue hermoso, rico y poderoso.
—Sí, sí —dijo el dinasta, sosteniendo en la mano una ficha de hueso con el signo rúnico grabado. Se pasó la ficha por los labios con gesto pensativo—. Todo el honor al príncipe de Kairn Telest. Y ahora, canciller, ¿cuál es el nombre de este extranjero que has traído a mi real presencia?
Los ojos ocultos en las sombras de la capucha negra entretejida de púrpura y oro se volvieron hacia Haplo.
El príncipe tomó aire, enfurecido, pero contuvo la cólera pensando tal vez en su gente que, según los informes, estaba pasando hambre en una caverna. El otro prisionero, el que tenía la piel tatuada de runas, permaneció en pie, callado, altivo e impertérrito, casi se diría que desinteresado por lo que sucedía a su alrededor de no ser por sus ojos, que se fijaban en todo sin delatar a nadie que lo estaban naciendo.
—Se hace llamar Haplo, señor —dijo Pons con una profunda reverencia. «Y es un hombre peligroso», hubiera podido añadir el canciller. Un hombre que había perdido el control en una ocasión, pero al que nadie podría inducir a perderlo otra vez. Un hombre que se mantenía en las sombras, no furtivamente sino por instinto, como si hubiera aprendido hacía mucho tiempo que atraer la atención sobre él equivalía a convertirse en blanco.
El dinasta se recostó hacia atrás en su asiento y miró a Haplo con unos ojos que eran apenas dos rendijas. Kleitus parecía aburrido, amodorrado, y Pons se estremeció. Cuando se ponía de aquel humor, Su Majestad resultaba más peligroso que nunca.
—No te inclinas ante mí. Supongo que, a continuación, me dirás que tampoco soy tu rey… —comentó el dinasta.
Haplo sonrió y se encogió de hombros.
—Sin ánimo de ofender.
Su Majestad ocultó una mueca de sus labios tras una mano delicada y carraspeó.
—No es ofensa… No me siento ofendido por ninguno de los dos. Tal vez, con el tiempo, llegaremos a un entendimiento.
Tras esto, el dinasta guardó silencio, meditabundo. El príncipe Edmund dio muestras de impaciencia. Su Majestad le dirigió una rápida mirada y alzó la mano con gesto lánguido, señalando la mesa.
—¿Sabes jugar, Alteza?
La pregunta tomó a Edmund por sorpresa.
—Sí…, señor. Pero no he jugado una partida desde hace mucho tiempo. Apenas he tenido tiempo para actividades frívolas —añadió con acritud.
El dinasta desechó sus excusas y dijo:
—Había pensado renunciar a la partida de esta noche, pero no veo razón para ello. Quizá logremos llegar a un entendimiento en torno a la mesa de juego. ¿Querrás participar tú, extranjero? ¡Ah!, por cierto…, ¿no serás tú también un príncipe o…, o persona de sangre real de algún tipo a quien debamos presentar respetos?
—No —respondió Haplo, y no añadió una palabra más.
—¿No, qué? ¿No querrás jugar con nosotros? ¿No eres ningún príncipe? ¿O no, en general? —inquirió el dinasta.
—Yo diría que eso describe bastante bien la situación, señor.
La mirada de Haplo estaba fija en las fichas, hecho que no pasó inadvertido a Su Majestad. Éste se permitió una sonrisa condescendiente.
—Ven a sentarte con nosotros. El juego es complejo en sus sutilezas, pero no es difícil de aprender. Yo te enseñaré. Pons, ¿querrás ser el cuarto, por favor?
—Con gusto, señor —dijo el canciller.
Jugador inepto, Pons rara vez era llamado a jugar con el dinasta, quien no tenía apenas paciencia con los inexpertos. Pero la auténtica partida de aquella velada se jugaría a un nivel muy diferente, en el cual el Gran Canciller tenía una amplísima experiencia.
El príncipe Edmund titubeó. Pons supo qué le rondaba en la cabeza al joven. ¿Era posible que una actividad como aquélla mermara su dignidad y atenuara la gravedad de su causa? ¿O era conveniente, políticamente, ceder a aquel capricho regio? El canciller podría haber asegurado al joven que nada de ello importaba, que su destino estaba sellado sin importar lo que decidiera hacer.
El Gran Canciller, por un breve instante, sintió lástima del príncipe. Edmund era un joven con pesadas tareas a sus espaldas, que se tomaba con seriedad sus responsabilidades y que era evidentemente sincero en su deseo de ayudar a su pueblo. Era una pena que no comprendiera que era sólo una pieza más en el juego, una pieza que Su Majestad podía mover donde le conviniera… o eliminar del tablero, si así le convenía.
La cortesía propia de un príncipe de buena cuna se impuso. Edmund avanzó hasta la mesa de juego, tomó asiento frente al dinasta y empezó a disponer las piezas en la formación de salida, que requería alinearlas a imitación de la muralla de una fortaleza.
Haplo titubeó también, pero su resistencia a moverse tal vez no fue sino una muestra de su disgusto ante la idea de abandonar las sombras y aventurarse bajo la luz potente. Lo hizo por fin, avanzando lentamente hasta ocupar su sitio en la mesa. Una vez sentado, mantuvo las manos bajo la mesa y se apoyó en el respaldo. Pons se situó frente a él.
—Se empieza —dijo el canciller cuando el dinasta se lo indicó con un movimiento de las cejas— colocando las piezas de la siguiente manera: las marcadas con las runas azules son la base. Las rojas se ponen encima de las azules y las fichas con runas rojas y azules forman las almenas.
El dinasta había terminado de construir su muralla. El príncipe, frustrado y enfadado, levantaba la suya con indiferencia. Pons fingía estar concentrado en colocar sus piezas, pero su mirada se desviaba a hurtadillas hacia el extranjero que tenía ante él. Haplo sacó la mano diestra de debajo de la mesa, tomó una ficha de hueso y la colocó donde correspondía.
—Sorprendente —comentó el dinasta.
En la mesa cesaron todos los movimientos. Todos los ojos se fijaron en la mano de Haplo.
No había duda. Las runas de las fichas eran mucho más toscas que los tatuajes de la piel del individuo, como los garabatos de un niño en comparación con la caligrafía fluida de un adulto, pero los signos mágicos eran los mismos.
El príncipe, tras unos instantes de involuntaria fascinación, apartó la mirada y continuó la construcción de su muralla. Kleitus alargó la mano a Haplo con la intención de cogerla y estudiarla más detenidamente.
—Yo no haría eso, señor —murmuró Haplo sin alzar la voz ni mover la mano. Sus palabras no sonaron abiertamente amenazadoras, pero algo en su tono de voz hizo que el dinasta detuviera su gesto—. Tal vez tu hombre —los ojos del patryn se volvieron hacia Pons— te lo habrá comentado. No me gusta que me toquen.
—Me ha dicho que, cuando atacaste al guardia, las marcas de tu piel se iluminaron. Por cierto, te presento mis disculpas por ese trágico accidente. Lo lamento profundamente. No tenía intención de hacerle daño a tu mascota. Es que los muertos tienden a…, a excederse.
Pons, que lo observaba con atención, vio que Haplo tensaba los músculos de las mandíbulas y apretaba los labios. Por lo demás, mantuvo la expresión impertérrita. Su Majestad continuó diciendo:
—Según el canciller, atacaste a un soldado sin llevar arma alguna y dio la impresión de que confiabas en tu capacidad para enfrentarte a él, que portaba una espada. Pero estoy seguro de que no pensabas combatir con las manos desnudas, ¿verdad? Esas marcas —el dinasta las señaló, sin tocarlas— son signos mágicos. ¡El arma que pensabas utilizar era la magia! Estoy seguro de que comprenderás que estemos fascinados. ¿De dónde has sacado esas runas? ¿Cómo funcionan?
Haplo levantó otra ficha y la colocó junto a la anterior. Tomó la siguiente y procedió del mismo modo.
—Te he hecho una pregunta —insistió Su Majestad.
—Te he oído —replicó Haplo con una sonrisa en los labios.
El dinasta enrojeció de cólera ante la mueca burlona. Pons se puso en tensión. El príncipe alzó la vista de su muralla.
—¡Insolente! —exclamó Kleitus—. ¿Te niegas a contestar?
—No es que me niegue, señor. He hecho un juramento, un voto. No puedo revelarte cómo actúa mi magia. —Los ojos de Haplo se cruzaron por un instante con los de Kleitus y volvieron con frialdad a las fichas—, igual que tú no me podrías revelar cómo resucita la tuya a los muertos.
El dinasta se echó hacia atrás en su asiento y se puso a dar vueltas a una ficha entre los dedos. Pons se relajó y, al exhalar un largo suspiro, se dio cuenta de que había estado conteniendo la respiración hasta aquel instante.
—Bien, bien —dijo Kleitus finalmente—. Canciller, estás retrasando el juego. Su Alteza casi ha completado ya la muralla y hasta el novato va más deprisa que tú.
—Lo siento, señor —respondió Pons con aire humilde, conocedor de su papel en aquella escena.
—El palacio es antiguo, ¿verdad? —preguntó Haplo mientras estudiaba la estancia.
Pons, fingiendo estar absorto en terminar su muralla, observó al extranjero tras sus párpados entrecerrados. La pregunta tenía el tono de un comentario cortés y ocioso para mantener la conversación, pero aquél no era del tipo de hombres amantes de la charla intrascendente. ¿Qué pretendía? El canciller, en su meticulosa vigilancia de Haplo, vio cómo la mirada de éste recorría varias de las marcas rúnicas medio borradas de las paredes.
Kleitus se encargó de responder:
—La parte vieja del palacio fue construida a partir de una formación natural, una caverna dentro de otra, podría decirse. Se encuentra en uno de los puntos más elevados de Kairn Necros. Las habitaciones de los niveles superiores proporcionaron en otro tiempo una vista espléndida del mar de Fuego; al menos, eso se deduce de los registros antiguos. Por supuesto, eso fue antes de que el mar se retirara.
Hizo una pausa para tomar un trago de licor y miró a su canciller. Éste prosiguió la explicación:
—Como habrás adivinado, esta sala se encuentra en una de las zonas más antiguas del palacio. Aunque, por supuesto, hemos efectuado considerables mejoras para modernizarla. Los aposentos de la familia real se encuentran aquí atrás; el aire es más puro, ¿no te parece? Las cámaras de las recepciones oficiales y los salones de baile están en la parte delantera, cerca del lugar por donde entramos.
—El lugar resulta bastante desconcertante —apuntó Haplo—. Más parece una colmena que un palacio.
—¿Una colmena? —repitió el dinasta, levantando una ceja y reprimiendo un bostezo—. Esa palabra no me suena.
—Me refiero a que uno podría perderse aquí dentro sin demasiados problemas.
—Uno aprende a conocer dónde está —respondió Kleitus, divertido—. De todos modos, si de veras quieres ver un lugar donde es fácil perderse, podemos enseñarte las catacumbas.
—O, como nosotros las conocemos, las mazmorras —intervino el canciller con una risilla siniestra.
—Ocúpate de tu muralla, Pons, o estaremos aquí toda la noche.
—Sí, señor.
La conversación terminó. Las murallas estaban a punto. Pons advirtió que Haplo, pese a afirmar que no había jugado nunca, había construido la suya con perfecta precisión, pese a que muchos jugadores principiantes tenían dificultades para reconocer las marcas de las fichas. El canciller pensó que era casi como si las runas le dijeran al extranjero algo que no decían a nadie más.
—Perdona, mi estimado amigo —le dijo en tono melindroso, inclinándose hacia adelante para no levantar la voz—. Creo que has cometido un error. Esa runa de ahí no corresponde a las almenas, donde la has colocado, sino que debe ir abajo.
—Está bien puesta. Va ahí —replicó Haplo con calma.
—Tiene razón, Pons —intervino Kleitus.
—¿De veras, señor? —El canciller se sonrojó de vergüenza—. Yo…, en fin, debo de haberme equivocado. Nunca he sido un buen jugador. Confieso que todas las fichas me parecen iguales. Las marcas no significan nada para mí.
—No significan nada para ninguno de nosotros, Canciller —señaló el dinasta en tono severo—. Al menos, así ha sido hasta ahora. —Dirigió una mirada a Haplo—. Tienes que aprenderlas de memoria, Pons. Ya te lo he dicho muchas veces.
—Sí, Majestad. Agradezco a Su Majestad que sea tan paciente conmigo.
—Es tu turno, Alteza —indicó Kleitus al príncipe. Edmund se movió en su asiento, nervioso.
—Un hexágono rojo.
El dinasta movió la cabeza.
—Me temo, Alteza, que el hexágono rojo no es una buena salida.
El príncipe se puso en pie como impulsado por un resorte.
—¡Majestad, he sido arrestado, golpeado e insultado! ¡De haber estado solo, sin cargar con la responsabilidad de otros, me habría rebelado contra un trato semejante, que no es el debido entre sartán, y mucho menos entre reyes! Pero soy un príncipe. Tengo que pensar en las vidas de los demás. ¡Y no puedo concentrarme en…, en un juego —señaló el tablero con gesto despectivo—, cuando mi pueblo sufre de frío y de hambre!
—Tu pueblo atacó un pueblo inocente…
—¡No atacamos nada, señor! —Edmund estaba perdiendo el dominio de sí—. Queríamos comprar comida y vino. Teníamos intención de pagarlo todo, pero la gente del pueblo nos atacó sin darnos ocasión a decir una sola palabra. Resulta extraño, ahora que lo pienso. ¡Era como si alguien los hubiera convencido de que íbamos a atacarlos!
El dinasta volvió la mirada hacia Haplo para ver si tenía algo que añadir. El patryn continuó jugando con una ficha con aire de aburrimiento.
—Una preocupación muy lógica —dijo Kleitus, centrando de nuevo la atención en el príncipe—. Nuestros vigías avistaron una columna numerosa de bárbaros armados que avanzaba hacia la ciudad desde las tierras exteriores. ¿Qué habrías pensado tú?
—¡Bárbaros! —Edmund palideció de ira—. ¡Bárbaros! ¡No somos más bárbaros que ese…, ese mequetrefe de canciller! ¡Nuestra civilización es más antigua que la vuestra, y fue una de las primeras en establecerse en este mundo después de la Separación! ¡Nuestra hermosa ciudad, al aire libre en la inmensa oquedad de Kairn Telest, hace que ésta parezca el pestilente nido de ratas que es en realidad!
—Y, sin embargo, creo que venías a suplicar permiso para vivir dentro de este «pestilente nido de ratas», como lo llamas… —Kleitus se recostó en su asiento y dirigió una lánguida mirada al príncipe con los ojos entrecerrados.
Las facciones pálidas del príncipe enrojecieron de súbito en un febril acceso de rabia.
—¡No he venido a suplicar! ¡Trabajaremos! ¡Nos ganaremos el sustento! Lo único que pedimos es abrigo de esa lluvia mortífera y comida para alimentar a los niños. Nuestros muertos… y nuestros vivos también, si queréis, trabajarán vuestros campos y servirán en vuestro ejército. Incluso te… —Edmund tragó saliva como si engullera con esfuerzo un sorbo de amargo stalagma—, te reconoceremos como nuestro soberano…
—Muy amable por tu parte —murmuró el dinasta.
Edmund captó el sarcasmo. Sus manos se cerraron en torno al respaldo de la silla y sus dedos hicieron profundos surcos en la hierba de kairn entretejida, en un desesperado intento de dominar su ira furiosa.
—No me proponía decir lo que vas a oír, pero tú me has incitado a ello.
Al llegar a este punto, Haplo se movió en su asiento. Por un instante, pareció que iba a intervenir, pero al parecer lo pensó mejor y volvió a su postura previa de observador impasible.
—¡Nos lo debéis! —prosiguió el príncipe—. ¡Vosotros habéis destruido el hogar de mi pueblo! ¡Nos habéis drenado el agua, nos habéis robado el calor para utilizarlo en vuestro provecho! ¡Habéis convertido nuestra tierra hermosa y fértil en un desierto helado y yermo! ¡Habéis causado la muerte de nuestros hijos, de nuestros ancianos y enfermos! Yo he mantenido ante mi pueblo que provocasteis este desastre por ignorancia, porque no teníais idea de nuestra existencia en Kairn Telest. No hemos venido a castigaros; no hemos venido a vengarnos, aunque habríamos podido hacerlo. Sólo hemos venido a pedir a nuestros hermanos que reparen el daño que cometieron sin saberlo. Y eso será lo que siga diciendo a mi pueblo, aunque ahora sé que no es cierto.
Edmund se retiró de la silla. Tenía las yemas de los dedos ensangrentadas debido a las agudas astillas que se le habían clavado en la carne al hundir los dedos en la hierba de kairn, pero el príncipe no parecía advertirlo. Dando la vuelta en torno a la mesa de juego, hincó la rodilla y extendió las manos.
—Acepta a mi pueblo, Majestad, y te doy mi palabra de honor de que mantendré en secreto la verdad. Acoge a mi pueblo y yo trabajaré con los demás, codo con codo. Admite a mi pueblo, señor, y me arrodillaré ante ti, como pides.
«Aunque, en mi corazón, te desprecie». Esto último no lo dijo en voz alta. No había necesidad. Las palabras sisearon en el aire como el gas que ardía en las lámparas.
—¿Lo ves, Pons? Yo tenía razón —dijo Kleitus—. Un mendigo.
El canciller no pudo reprimir un suspiro. El príncipe, joven y atractivo, agraciado por la compasión que mostraba hacia su pueblo, tenía un aire majestuoso que lo elevaba en estatura y en rango por encima de la mayoría de reyes, y mucho más de los mendigos.
El dinasta se inclinó hacia adelante y juntó las manos por las yemas de los dedos.
—No encontrarás auxilio en Necrópolis, príncipe de los mendigos.
Edmund se incorporó y la rabia contenida dejó manchas de helada palidez en el carmesí enfebrecido de su piel.
—Entonces, no hay más que discutir. Volveré con los míos.
—Lamento dejar la partida, pero me voy con él —intervino Haplo, poniéndose en pie.
—Sí, claro —murmuró el dinasta con una voz grave y amenazadora que sólo llegó a oídos de Pons—. Supongo que esto significa la guerra, ¿verdad, Alteza?
El príncipe no se detuvo. Ya estaba cerca de la puerta, con Haplo a su lado, cuando replicó:
—Ya he dicho, señor, que mi pueblo no quiere luchar. Continuaremos el viaje; quizá sigamos la costa del mar de Fuego. Si tuviéramos barcos…
—¡Barcos! —exclamó Kleitus—. ¡Por fin aparece la verdad! ¡Eso es lo que has venido a buscar! ¡Barcos para encontrar la Puerta de la Muerte! ¡Estúpido! ¡No encontrarás otra cosa que la muerte!
El dinasta hizo una señal a uno de los guardias armados, quien respondió con un gesto de asentimiento. El cadáver alzó su lanza, apuntó y la arrojó.
Edmund presintió la amenaza, se volvió rápidamente y levantó la mano para protegerse del ataque, pero su intento fue inútil. Vio venir la muerte. La lanza le acertó de lleno en el pecho con tal fuerza que la punta le traspasó el esternón y, asomando por la espalda del príncipe, lo clavó en el suelo. Edmund murió en el mismo instante de recibir el impacto, sin un grito. El afilado metal le atravesó el corazón.
A juzgar por la expresión de tristeza de su rostro, sus últimos pensamientos no fueron de lástima por su propia vida, por su joven existencia trágicamente cortada en flor, sino de pena por haber fallado a su pueblo de aquella manera.
Kleitus hizo una nueva señal, indicando esta vez a Haplo. Otro cadáver preparó su lanza.
—¡Detenlo! —dijo el patryn con voz tensa y apresurada—. ¡Hazlo, o nunca sabrás nada sobre la Puerta de la Muerte!
—¡La Puerta de la Muerte! —repitió Kleitus en un susurro, con la vista fija en Haplo—. ¡Alto!
El cadáver, detenido en el momento en que lanzaba su arma, dejó que ésta le resbalara de sus dedos muertos. La lanza cayó al suelo con un estruendo. Fue el único sonido que rompió el tenso silencio.
—Dime —lo urgió el dinasta por fin—, ¿qué es lo que sabes de la Puerta de la Muerte?
—Que nunca podrás cruzarla si me matas —replicó Haplo.