CAPÍTULO 41

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LAS CATACUMBAS, ABARRACH

El túnel ascendía en una pendiente suave y constante que los condujo lejos de la Cámara de los Condenados hasta desembocar en las orillas de un vasto lago de magma, cuyo fuego iluminaba la noche perpetua de la caverna con un fulgor rojizo. No había manera de rodearlo; sólo podían pasar por encima de la roca fundida, por un estrecho puente de roca que salvaba la masa de lava fundida como una fina línea negra serpenteante sobre un infierno. El grupo avanzó en fila india.

Las runas tatuadas en la piel de Haplo despidieron su fulgor azulado, protegiéndolo con su magia del calor y de los vapores. Alfred entonó uno de sus cantos en un murmullo. Su magia debía ayudarlo a respirar mejor o a caminar con más agilidad. Haplo no estaba seguro, pero intuyó que era lo segundo, pues lo sorprendió que el torpe sartán consiguiera cruzar sin novedad el traicionero puente.

Jonathan los siguió con la cabeza gacha, sin hacer caso a los comentarios de los demás, absorto en sus propios pensamientos. Con todo, había cambiado desde la jornada anterior. Su deambular no era ya errante y trompicado, sino firme y resuelto. Cuando cruzó el puente, mostró interés por lo que lo rodeaba y por su autoconservación, recorriendo el trecho sobre al abismo de roca fundida con cautela y gran atención.

—Al fin y al cabo, es joven —comentó Alfred en voz baja mientras observaba con nerviosismo la llegada del duque al final del puente, acompañado del cadáver del príncipe—. Su instinto de conservación ha vencido al deseo de poner fin a su desesperación acabando con su vida.

—Observa su rostro —apuntó Haplo, deseando por enésima vez que Alfred dejara de hurgar en su cerebro y de quitarle las palabras de la boca.

Jonathan había alzado la cabeza y miraba al fantasma del príncipe, que se cernía en el aire cerca de él. Sus jóvenes facciones, iluminadas por el intenso resplandor del magma, estaban prematuramente envejecidas; el horror y la pena habían marcado una mueca de tensión en sus labios, antes sonrientes, y ensombrecían la luz de sus ojos. Pero la hosca expresión de ausente desesperación se había borrado, reemplazada por una actitud pensativa, de estudio introspectivo. La mayor parte del tiempo, su mirada permanecía fija en el cadáver del príncipe.

El túnel continuó conduciéndolos hacia arriba y la pendiente fue haciéndose más pronunciada, como si estuviera impaciente por dejar atrás el horror de lo que quedaba allá abajo. Sin embargo, ¿qué nuevo horror les aguardaba arriba? Haplo no tenía idea y, en aquellos momentos, tampoco le importaba.

—¿Qué le hiciste con ese hechizo? —El patryn continuó hablando para distraerse, para apartar de su mente el recuerdo de la sed. Con un gesto, envió al perro a vigilar al duque y al cadáver.

—Sólo era un simple hechizo de sueño… —Alfred tropezó con sus propios pies y cayó de bruces. Haplo continuó caminando, inflexible, sin hacer caso de los jadeos y los gemidos del sartán.

—Esto está muy oscuro —dijo Alfred tímidamente, cuando llegó de nuevo a la altura de Haplo—. Podríamos utilizar las runas para iluminar el camino…

—¡Olvídalo! Ya he tenido bastante de magia sartán para el resto de mi vida. Y no me refería al hechizo de sueño. Hablo de ese encantamiento que nos hiciste en la cámara.

—Te equivocas. No conjuré ningún hechizo. Viste lo mismo que yo, y que él… Al menos, creo que vi… —Alfred miró de reojo a Haplo, en una clara invitación a hablar de lo que habían visto.

El patryn soltó un bufido y continuó la marcha en silencio.

El túnel se ensanchó y la pendiente se hizo más suave. Otros túneles partían de él en diversas direcciones. El aire era más fresco, más húmedo y fácil de respirar. Unas lámparas de gas siseaban en las paredes y formaban charcos de luz amarilla que alternaban con otros de oscuridad. Haplo no tuvo ninguna duda de que se acercaban a la ciudad.

¿Qué encontrarían cuando llegaran al final del pasadizo? ¿Guardias apostados, esperándolos? ¿Todas las salidas cerradas?

Agua. Esto era lo que importaba a Haplo en aquel momento. Al menos, habría agua. Era capaz de enfrentarse a un ejército de muertos por un sorbo.

Detrás de él, el príncipe y Jonathan conversaban en voz baja. El perro trotaba a sus pies y, una vez más, sirvió a su amo como discreto espía de su diálogo.

—Suceda lo que suceda, todo será culpa mía —decía Jonathan. Su tono de voz era triste, apesadumbrado. Aceptaba su culpa, pero ya no gemía de autocompasión—. Siempre he sido descuidado y poco juicioso. ¡Olvidé todo lo que me habían enseñado! No, eso no es del todo cierto: yo decidí olvidarlo. Cuando obré la magia sobre Jera, sabía muy bien lo que me hacía… ¡pero no podía soportar la idea de perderla! —Hizo una breve pausa y añadió—: Nosotros, los sartán, nos hemos obsesionado con la vida y hemos perdido el respeto por la muerte. Para nosotros, incluso una apariencia de vida, una espantosa caricatura de la vida, era preferible a la muerte. Tal actitud es consecuencia de creernos dioses. ¿Qué es, al fin y al cabo, lo que separa al hombre de los dioses? El dominio último sobre la vida y la muerte. Podíamos controlar la vida con nuestra magia, y entonces trabajamos hasta conseguir controlar la muerte… o, al menos, eso creímos.

Haplo se dio cuenta de que el duque hablaba de sí mismo y de su pueblo en pasado. Era como si estuviera escuchando a hurtadillas una conversación entre dos cadáveres, y no entre un muerto y un vivo.

—Empiezas a entender —dijo el príncipe.

—Quiero entender más —contestó Jonathan en tono humilde.

—Ya sabes dónde buscar las respuestas.

«En esa maldita cámara de ahí abajo, seguro —pensó Haplo—. O haz que el bueno de Alfred te cante sus condenadas runas otra vez». ¿Qué era lo que tenía que recordar? Lo había visto todo tan claro… ¿Qué había visto…? Lo había entendido… ¿Qué había entendido? ¡Ah, si pudiera recordar…!

«¡Al diablo con todo aquello! —siguió diciéndose—. Sé todo lo que tengo que saber. Mi Señor es todopoderoso y omnisciente. Mi Señor gobernará un día sobre este mundo y sobre los demás. Le debo lealtad a mi Señor y a su causa. Todas estas dudas, estas divagaciones que me quieren confundir son una treta de los sartán».

—Haplo… —le llegó la voz de Alfred.

—¿Qué quieres ahora?

Dio media vuelta y vio que el sartán había sufrido un nuevo traspié. Alfred yacía en el suelo con el rostro contraído de dolor y le alargaba la mano, mostrándole la palma.

—¡Si crees que voy a ayudarte, olvídalo! Por lo que a mí respecta, puedes quedarte ahí hasta que te pudras.

El perro corrió hasta Alfred y empezó a dar lametones en la cara al sartán. Haplo apartó la mirada con repugnancia.

—¡No, no es eso! —respondió Alfred—. Creo que…, es decir… He encontrado agua. Estoy…, estoy tendido encima de un charco.

Por desgracia, Alfred había dejado el charco casi vacío después de empaparse las ropas pero, una vez que tuvieron una pequeña cantidad del preciado líquido, pudieron crear más con sus hechizos mágicos. Haplo buscó hasta descubrir la fuente, un goteo constante que rezumaba a través de una hendidura del techo.

—Debemos de estar cerca del nivel superior. Será mejor estar alerta. No bebas demasiado —aconsejó Haplo al sartán—. Te sentaría mal. Poco a poco, a pequeños sorbos.

Al patryn le costó un gran esfuerzo seguir su propio consejo. El líquido era fangoso y tenía un ligero sabor a azufre y a hierro a pesar de haber sido purificado mediante la magia. Aun así, sació su sed y los reanimó.

—Algo dioses sí que somos… —dijo Haplo para sí mientras chupaba un retal de tela que había empapado en agua del charco. Captó la rápida mirada de Alfred, frunció el entrecejo y se volvió de espaldas, irritado. ¿Por qué había cruzado por su mente un pensamiento como aquél? Sin duda, era cosa del sartán…

El perro levantó la cabeza e irguió las orejas, al tiempo que emitía un gruñido sordo y grave.

—¡Viene alguien! —susurró Haplo, volviéndose sobre las puntas de los pies como un gato.

Una figura vestida con túnica negra emergió de las sombras al fondo del pasadizo. Avanzaba con paso lento y vacilante, como si estuviera herido o muy fatigado, y hacía frecuentes altos para volver la vista atrás.

—¡Tomás! —exclamó de pronto Jonathan, aunque Haplo no era capaz de comprender cómo se podía distinguir a un nigromante de otro bajo la túnica negra—. ¡Traidor!

Antes de que nadie pudiera detenerlo, el joven duque se abalanzó hacia adelante a la carrera, con la túnica ondeando tras él.

Tomás se volvió a mirarlos y su grito de pánico resonó por los pasillos. Intentó huir pero tenía una pierna herida o se torció el tobillo en aquel instante y cayó al suelo. Gateando de pies y manos, trató de alejarse a rastras. Jonathan llegó hasta él con facilidad y posó una mano en el hombro del joven traidor.

Entre gritos de miedo, Tomás se volvió boca arriba y se llevó las manos a la cara.

—¡No, por favor! ¡No! ¡No! ¡Por favor! —balbució una y otra vez. Su cuerpo rodó y se agitó en el suelo, retorciéndose en un paroxismo de terror. El duque contempló al nigromante.

—¡Tomás! ¡No voy a hacerte daño! ¡Tomás!

Jonathan intentó agarrar al desgraciado y apaciguarlo, pero la visión de unas manos que se acercaban no hizo sino incrementar su pánico.

—¡Hazlo callar! —ordenó Haplo, colérico—. ¡Atraerá hacia aquí a todos los guardias de palacio!

—¡No puedo! —Jonathan lo miró con aire de impotencia—. ¡Se…, se ha vuelto loco!

Alfred hincó la rodilla junto a Tomás y empezó a mover las manos sobre él, entonando las runas.

—¡No lo duermas, sartán! Necesitamos información.

Alfred dirigió una severa mirada de reproche al patryn.

—¿Quieres que lo llevemos con nosotros por los túneles o prefieres dejarlo aquí, inconsciente? —preguntó Haplo.

Desconcertado, Alfred asintió. El movimiento de sus manos formó un velo invisible sobre el hombre. Los gritos de Tomás cesaron y empezó a respirar con más facilidad, pero continuó mirándolos con unos ojos desorbitados y un temblor incontenible en brazos y piernas. Haplo se puso en cuclillas en las proximidades del nigromante. El perro se acercó también, olisqueó la túnica de Tomás y la hurgó con la pata con gran interés. Haplo alargó la mano y tocó la tela. Estaba empapada. Alzó los dedos a la luz y los encontró manchados de sangre.

Alfred le remangó la túnica para observar la pierna. Tenía una contusión pero, salvo ésta, no se apreciaba herida alguna. La sangre no era suya. Alfred levantó la vista, mortalmente pálido.

—¿Conoces a este hombre? —preguntó Haplo a Jonathan.

—Sí.

—Háblale. Averigua qué sucede ahí arriba.

—¿Tomás? Soy yo, Jonathan. ¿No me reconoces? —El duque había olvidado su cólera, transformada en lástima. Alargó la mano con cautela. Los ojos de Tomás siguieron el gesto y, de pronto, su mirada se volvió hacia el rostro de Jonathan.

—¡Estás vivo! —exclamó. Agarró la mano del duque con un ademán espasmódico y la apretó con fuerza—. ¡Estás vivo! —repitió una y otra vez, y estalló en sollozos.

—Tomás, ¿qué es lo que te ha ocurrido? ¿Estás herido? Tienes sangre…

—¡La sangre! —El nigromante se estremeció con un jadeo—. ¡Está en el aire! ¡Noto su sabor! ¡La respiro! Forma charcos, quema como el magma… Rezuma y rezuma. La oigo gotear. Todo el ciclo. Gotea y gotea.

—Tomás… —le dijo el duque.

El hombre no hizo caso. Agarrado a las manos de Jonathan, volvió la mirada hacia las sombras.

—Ella vino… a buscar a su padre. La sangre del viejo rezumaba a través del suelo… Goteaba, goteaba…

Jonathan palideció. Se desasió de las manos contraídas de Tomás y, echándose atrás, se sentó sobre sus talones.

Haplo decidió que era momento de intervenir. Con gestos bruscos, apartó a un lado al duque, agarró por los hombros a Tomás y lo sacudió.

—¿Qué está pasando en la ciudad? ¿Qué sucede ahí arriba?

—Sólo uno vive. Sólo uno… —Empezó a ahogarse, los ojos le sobresalían de las órbitas y la lengua asomaba entre sus labios.

—¡Sartán! ¡Haz algo, maldita sea! ¡Tiene una especie de ataque! Tengo que averiguar…

Alfred se acercó para auxiliarlo, pero era demasiado tarde. Tomás puso los ojos en blanco y su cuerpo, tras unos espasmos, cayó en una completa flaccidez.

Haplo le buscó el pulso y movió la cabeza en gesto de negativa.

—¿Está…? ¿Está… muerto? —La voz de Jonathan era casi inaudible—. ¿Cómo…?

—Lo ha matado su propio miedo —respondió Alfred—. El terror a lo que ha visto ahí arriba, sea lo que sea.

—«Sólo uno vive»… —Haplo repitió lentamente las palabras.

—Oigo voces de los muertos —anunció el fantasma. El cadáver del príncipe Edmund se situó cerca de Jonathan y los ojos brillantes del fantasma contemplaron al muerto desapasionadamente—. Son muchos y están llenos de rabia. Ten paciencia, pobre espíritu —añadió el príncipe, hablándole a algo invisible—. Ya no tendrás que esperar mucho. El tiempo se acaba. La profecía está a punto de cumplirse.

¡La profecía! Haplo se había olvidado por completo del tema. Se incorporó y empezó a decir:

—¡Háblame de esa…!

El perro gruñó y bajó la cabeza.

—¡Maldición! ¡Apartaos de la luz! —ordenó el patryn, refugiándose entre las sombras—. ¡Y no hagáis ruido!

Al fondo del pasadizo aparecieron unas siluetas confusas, con el rostro oculto bajo la capucha.

—El nigromante ha huido por aquí —dijo uno de los intrusos—. Estoy seguro. Percibo una fuente de calor… ¡Ahí delante hay algo vivo!

«… hay algo vivo…», repitió una voz lejana, en un susurro débil y siseante.

—Un lázaro… —murmuró Alfred y, tras un leve suspiro, cayó al suelo resbalando por la pared.

—¡Se ha desmayado! —susurró Jonathan.

Haplo soltó un juramento por lo bajo. ¡Tenía que desmayarse precisamente ahora, en el momento en que el sartán podía resultar de utilidad! Echó un vistazo hacia el pasadizo, en la dirección por la que habían venido. Recordó que habían dejado atrás otros pasadizos. Si huía solo, tal vez podría llegar a alguno de ellos. Si lo conseguía, tendría una buena oportunidad para escapar, sobre todo porque el lázaro estaría ocupado con el duque y con Alfred. Así era cómo uno escapaba de las fieras en el Laberinto. Se les arrojaba un cadáver recién muerto y las bestias se detenían a devorarlo, mientras uno ponía distancia de por medio.

El patryn miró a Alfred, que yacía en el suelo, y a Jonathan, inclinado sobre él. Los fuertes sobrevivían; los débiles, no.

—¡Perro! ¡Aquí, muchacho! —llamó en un susurro al animal—. ¡Vamos!

El perro permaneció junto a Alfred.

El lázaro se había detenido a inspeccionar otro pasadizo. Era el momento ideal.

—¡Perro! —Haplo repitió la orden.

El animal meneó el rabo y se puso a gimotear.

—¡Perro! ¡Ven aquí! —El patryn insistió, chasqueando los dedos.

El perro dio unos pasos hacia él, pero volvió enseguida junto a Alfred. El lázaro avanzaba de nuevo. Jonathan volvió la mirada hacia Haplo y le dijo en voz muy baja:

—Vete. Ya has hecho suficiente. No puedo decirte que entregues tu vida por nosotros. Estoy seguro de que tu amigo lo querría de esta manera.

«¡No es amigo mío! —estuvo a punto de exclamar a gritos—. ¡Es mi enemigo! ¡Y tú también lo eres! Vosotros, los sartán, asesinasteis a mis padres y abandonasteis a mi pueblo en su terrible prisión. Incontables miles de patryn han sufrido y han muerto por vuestra causa. ¡Por supuesto que no voy a entregar mi vida por vosotros! ¡Por fin estáis recibiendo vuestro merecido!».

—¡Perro! —exclamó, furioso, y alargó la mano para agarrar al animal.

El perro esquivó el contacto, dio media vuelta y se lanzó a la carrera contra el lázaro.